El Beso del Perdón
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Examinando extasiado la vitrina que alojaba aquel maravilloso artefacto, no se daba cuenta de que, oculto a lo lejos, un desconocido vigilaba cada uno de sus pasos con mucha atención.
Sin que lo su
Luis Fernando Campoy Uriostegui
Autor joven, especialista en textos cortos, digeribles y emocionantes, aderezados con un poco de misterio. Su género preferido es la novela corta y escribe únicamente con el propósito de entretener. Sus escritos están diseñados para que usted como lector pase un buen rato y se sumerja en otros mundos por un breve tiempo. Desde pequeño se vio inmerso entre libros de temas muy variados. Sus gustos se balancean hacia la historia antigua, cuando había escasez de luz eléctrica, pero abundantes ideas en el pensamiento. El autor está convencido que somos lo que somos, gracias a las mentes que hurgaron, que probaron, que experimentaron y que se arriesgaron antes que nosotros, todo con tal de dejarnos un mundo mejor, por ello, la responsabilidad estriba en dejar este mundo mejor que como lo encontramos. Comenzó a escribir para sí mismo, para sus amigos y familiares. Posteriormente, quiso mostrarle sus ideas a más y más personas, Ha escrito más de 20 obras inéditas, entre novelas cortas y relatos. Sus temas danzan de la aventura a lo solemne, y de lo paranormal a lo sagrado, todo sin olvidar datos históricos y personajes reales. Como muchos de sus lectores han expresado, posee un estilo un tanto original que sumerge al lector en una espiral de emociones y aventura, en la que nunca se imaginará el final de la historia, por los giros inverosímiles de la trama, provocando una sensación de agrado al concluir la obra.
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El Beso del Perdón - Luis Fernando Campoy Uriostegui
EL BESO DEL PERDÓN
Luis Fernando Campoy Uriostegui
D.R. © El Beso del Perdón, 2020
ISBN: 978-607-8738-23-6
Conversión gestionada por:
Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2020.
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Agradecimientos
A mi Madre, el astro más brilloso y más fuerte.
Mi guía, mi sherpa, la luz de mi camino.
El pilar de mi fuerza y fe.
Mi hombro y mi ser son tuyos.
Por ti y para ti.
Aunque se parta el mundo.
Aunque se caigan los cielos.
Hoy y siempre.
Hasta que seamos polvo de estrellas.
Y aún más allá.
A Eugenia, la mujer más alegre que he conocido.
Siempre con una sonrisa.
Aún recuerdo tus consejos.
Extraño platicar y caminar contigo.
Un fuerte abrazo hasta ese mundo que habitas ahora.
ÍNDICE
CAPÍTULO I.
CAPÍTULO II.
CAPÍTULO III.
CAPÍTULO IV.
CAPÍTULO V.
CAPÍTULO VI.
CAPÍTULO VII.
CAPÍTULO VIII.
CAPÍTULO IX.
CAPÍTULO X.
CAPÍTULO XI.
CAPÍTULO XII.
CAPÍTULO XIII.
CAPÍTULO XIV.
CAPÍTULO XV.
CAPÍTULO XVI.
CAPÍTULO XVII.
CAPÍTULO I.
Viena, Austria. 2015.
Unos tenis con kilómetros a cuestas remataban ese pantalón de mezclilla deslavado, repleto de cicatrices de andanzas pasadas. Una playera blanca se ceñía por su torso, abrazado por un cárdigan que le regaló su Madre. Estrangulando sus nervios con los puños y con los ojos más abiertos que la luna de octubre, César Jiménez di Bonavente, un dibujante español de ascendencia italiana con poco más de 30 años, veía con emoción desbocada, ese tesoro que detrás de un aparador, centelleaba desafiando al tiempo.
Se encontraba en Viena, donde ríos de cerveza en son de fiesta corrían con desenfreno con motivo del Festival de la cerveza "Wiener Wiesn", el equivalente del "Oktoberfest" en la colindante Alemania.
Con poco dinero y mucha alegría, decidió empacar sus rasgadas maletas y acompañar a sus amigos cuando supo que habían ganado un tour por varias ciudades de Europa, finalizando en Viena, esa urbe de mil rostros, la vieja Vindobona, donde Celtas, Romanos, Germanos y Austrohúngaros expandieron sus imperios en las fértiles márgenes del Danubio, cuyo perpetuo caudal fluía incesante a unas calles de donde contemplaba aquella visión magnífica que le inundaba las pupilas.
Sus amigos, ebrios empedernidos, pensaban en juerga infinita. Se habían hecho acreedores a un premio en una cervecería local y estaban ávidos de aventura. La juventud siempre ha tirado las riendas del carruaje de la diversión. César, con escasos euros en sus manos, decidió aprovechar la oportunidad de contemplar en persona la esencia principal de sus sueños alojada en un museo de la localidad, cortesía del alcoholismo de sus amigos, los afortunados ganadores del viaje.
Con los pies en Viena, el enjambre de amigos se dirigió a cumplir su propósito fundamental: mujeres y alcohol. Mientras se embrutecían chasqueando tarros de oro líquido, César se extasiaba con el resplandor de esa pieza que ha protagonizado las historias más descabelladas e increíbles, interpretadas por los más ilustres personajes a través del tiempo.
Fuertes y refinadas cadenas sostenidas por dorados y férreos mástiles abrillantados, protegían el habitáculo donde reposaba en su interior, sobre un suave y fino almohadón cubierto de terciopelo rojo, el objeto que tantas pasiones le despertaba. Que tantas pasiones desató en muchos.
Lo que César estaba viendo, era la Sagrada Lanza del Destino.
La Lanza, que en su momento portara el centurión romano Longino de Cesárea, ha sido el objeto más perseguido por las élites subterráneas que buscan hacerse con el más puro poder elemental. Reyes, Emperadores, Nobles y Generales han tenido como marcada obsesión, poseerla. La leyenda que acompaña a la reliquia, cuenta que quien la sostenga entre sus manos, tendrá, para bien o mal, el destino del mundo entero. Por tal motivo, no pocos han luchado a muerte por contar a esta magnífica Lanza dentro de sus posesiones. Lo espeluznante, es que la leyenda trae igualmente incrustada una maldición terrible, pues aquel que llegase a separarse de ella, accidental o permanentemente, sufrirá amargas derrotas o incluso la muerte.
La Lanza, de hierro forjado en hornos del oriente próximo, es decorada por dos bandas, una de plata y sobre ésta, una de oro macizo, anexadas en los siglos XI y XIV, respectivamente, que sostienen un clavo usado en la crucifixión.
A las órdenes de Poncio Pilato, el fiel soldado Longino, quien por ese entonces sufría de molestias oculares al borde de la ceguera, fue llamado a encargarse de una sencilla labor: vigilar que los ajusticiamientos se llevaran a cabo sin pormenores en el Monte Gólgota, ahora conocido como Monte Calvario.
En la última crucifixión todo salía conforme a lo planeado. Tres condenados yacían masacrados por los golpes en aquellos maderos de poco más de tres metros de alto. Uno de los escarmentados era Jesucristo. Finalizado el tormento, Longino, al inspeccionar a los martirizados, no supo definir si Jesús seguía con vida. Empuñó la lanza y le perforó el costado.
Acorde a la leyenda, la sangre y el agua que brotaron del cuerpo salpicaron al romano, curándole en el acto las cataratas y la debilidad visual, exclamando con sumo arrepentimiento: En verdad, este era el Hijo de Dios
.
Allá en la frescura de los abriles, en el año 312, Flavia Julia Helena, hoy beatificada como Santa Helena, soñó ser conducida en brazos de ángeles a los lugares por los que anduvo el Nazareno. Fascinada ya por la idea, ordenó ser trasladada a la región para realizar excavaciones. Eligió el Templo de Venus como punto de partida y ordenó su demolición. Debajo de las ruinas del Templo, halló una roca que fungía como el sepulcro de Jesús y justamente bajo ésta, fueron encontrados la Lanza, la Cruz, los Clavos y el Sudario. Sobre los vestigios de aquel adoratorio erigido en honor a Venus, Diosa Romana del amor y la belleza, se edificó lo que hoy se conoce como la Iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén.
Las reliquias fueron trasladadas a Roma y fuertemente resguardadas. Helena obsequió la Lanza a su hijo, el Emperador Constantino I, responsable de instaurar el cristianismo en todo su imperio. A partir de ese momento, nunca conoció la derrota en sus campañas. Se dice además, que con esta Lanza, Constantino trazó el plano de su ciudad, Constantinopla.
Al morir Constantino, la Lanza pasó de emperador a emperador, de generación en generación, de una mano a otra, llegando hasta Valentiniano III, Emperador Romano de Occidente, quien otorgó la reliquia a Atila el Huno como muestra de paz.
La Lanza escoge el momento de su llegada y a quien habrá de poseerla, y así, cuando decide cambiar de manos, deja a su anterior propietario en el desamparo y la ruina total, otorgándole a su nuevo portador, gloria, fama, riquezas y un poder indescriptible, convirtiéndose a partir de ese momento, en regidor del mundo y sus almas.
Sostenida en su momento por grandes señores y majestades, fue perdida de vista hasta el año 737 de nuestra era, cuando el general Carlos Martel, quien rechazó la embestida musulmana hacia Europa, la blandió contra los árabes en la batalla de Poitiers. Fue heredada a Carlomagno, su nieto, de quien se afirma, dormía a dos metros de la Lanza y no la dejaba fuera de su vista por ningún motivo. Carlomagno lideró con éxito 47 campañas, hasta que en el año 814, en Aquisgrán, la capital de su imperio, dejó caer la Lanza por accidente, presagio que aterrorizó a sus soldados, quienes sentenciaron el fin del poderoso monarca.
Pocos días después, Carlomagno dejaba este mundo.
Poseída por la nobleza francesa, la Lanza pasó de uno a otro hasta caer en las manos de Federico Barbarroja I, quien se apropió de la reliquia, y que siendo uno de los Emperadores más poderosos de la historia, fue incluso, el enemigo más temido por el Sultán Saladino, líder sarraceno que dirigía a las huestes árabes en la tercer cruzada.
En el año 1190, mientras dirigía por tierra su ejército hacia Jerusalén, Barbarroja soltó la Lanza y pereció ahogado en el rio Saleph en Turquía. Saladino en persona exclamó a sus generales que la llegada del Emperador Alemán, hubiese significado la derrota sarracena.
Los años corrieron venturosos y el mundo cambió. La leyenda perduró y fue acrecentándose. La Lanza encontró su lugar en la rama de los Emperadores del Sacro Imperio Romano-Germánico y fue trasladada a Núremberg como parte de los tesoros de la monarquía en cuestión.
Más de 500 años después, Napoleón Bonaparte intentó apoderarse de ella, y tras el temor de que la tomara por la fuerza, fue vendida a la familia Habsburgo y trasladada a Viena, donde fue resguardada en el Palacio de Hofburg, museo al que en 1912, ya exhibida al público, llegara un joven pintor a apreciar la Lanza con fervor, pues enterado de la leyenda, quiso contemplarla en primera persona. Su nombre era Adolfo Hitler.
Hitler, una vez convertido en führer, buscó afanosamente hacerse con la Lanza. Y lo logró.
Ordenó la construcción especial de un tren blindado con un sofisticado sistema de ventilación para transportar la Lanza a Núremberg de nuevo, como epicentro del otrora Imperio Romano-Germánico. La Lanza fue custodiada en su trayecto por pesados vehículos blindados, unidades antiaéreas y tropas élite de las SS, depositándose en una bóveda situada a 150 metros bajo tierra, el 14 de marzo de 1938.
Un día antes, pero de 1354, la alta curia vaticana beatificaba a Longino y hacía valida la veneración a la Lanza Sagrada. La fecha elegida por Hitler para tomar posesión de la reliquia no fue, por lo tanto, casual.
La guerra permeó al mundo. Lo dobló y lo partió. Una de las guerras fue con balas y fusiles. La otra fue oculta. Se crearon unidades especiales aliadas conformadas por médiums, espiritistas, psíquicos y esotéricos, y se les dotó de presupuestos descomunales con un único fin: encontrar la Lanza Sagrada y los objetos y talismanes que aseguraran el éxito y el poder. Las potencias del eje también conformaron sus propios equipos secretos. En esa guerra soterrada, sólo un encarnizado objetivo definiría al ganador de la contienda: la posesión de estos objetos.
El 30 de abril de 1945, a raíz de los intensos bombardeos aliados en la ciudad de Núremberg, quedó al