Verdad o reto
Por Alejandro León
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Alberto Morán, un joven empresario cuyo éxito abrumador lo ha dejado sin demasiadas metas que cumplir en la vida, se ve obligado a recordar un triste episodio de su adolescencia en el que algunos compañeros de la universidad irrumpen en su habitación y le graban un vídeo pornográfico sin su consentimiento. El vídeo sería divulgado entre los círculos sociales cercanos a Alberto esa misma noche.
Alberto se había olvidado por completo de aquel asunto, enfocándose en construir una de las empresas más exitosas de su país, pero un mensaje en Facebook le haría replantearse sus opciones. Sus antiguos compañeros de la universidad lo estaban invitando a un reencuentro, lo que sería para él la oportunidad perfecta para cobrar venganza de los que lo habían humillado públicamente en el pasado.
Con su conocimiento en tecnología y electrónica, Alberto ensamblará un curioso collar que emite shocks eléctricos conectado a un polígrafo, y manipulará la reunión del reencuentro para hacer a sus antiguos compañeros jugar el conocido juego llamado verdad o reto, con la pequeña diferencia de que esta vez será imposible mentir, arriesgándose, quien se atreva a hacerlo, a recibir un shock eléctrico que podría resultar mortal.
Alejandro León
Alejandro León es un escritor venezolano que ve en la escritura no sólo un arte, sino un negocio, de modo que su relación con la literatura es una bastante pragmática. Habiendo sido galardonado en diversos concursos internacionales desde un temprana edad, Alejandro ha logrado la libertad financiera, gracias a la escritura, a los 25 años. Dicho esto, Alejandro no cree demasiado en esteticismos ni perfecccionismos académicos; su visión es más pragmática: mientras más escribe, más produce, y mientras más produce, más dinero gana.
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Verdad o reto - Alejandro León
ALEJANDRO LEÓN
Verdad o reto © 2020
Alejandro León © 2020
Ediciones Meyo
Todos los derechos reservados
Los hechos narrados en esta obra son en su totalidad producto de la imaginación del autor, y de ninguna manera representan parodias o versiones alteradas de hechos de la vida real. Asimismo, los personajes descritos aquí son cien por ciento ficcionales. Cualquier parecido o paralelismo con la realidad que pudiera encontrarse en este manuscrito no es sino pura coincidencia.
––––––––
Puede contactarnos a la siguiente dirección de correo electrónico: [email protected].
ÍNDICE
––––––––
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO I
––––––––
JAMÁS ME HUBIERA esperado recibir esa clase de invitación. Supongo que la gente, con el pasar del tiempo, se da cuenta de lo mierda que fue en el pasado y quiere de alguna forma redimirse de su culpa y sentirse mejor con ellos mismos.
Mi vida, por supuesto, era totalmente desconocida para ellos. Luego de graduarnos de la universidad, decidí hacer las cosas a mi manera.
Y a veces los veía, los veía publicar sus estupideces en Facebook. Muchos de ellos me seguían en Instagram, pero sólo ellos me seguían a mí, yo no a ellos. Yo no los seguía porque realmente no me interesaba en absoluto sus vidas. Yo me había transformado en algo completamente distinto desde que había salido de la universidad y, hasta cierto punto, verlos a ellos era una especie de recordatorio de mal gusto de mi potencial perdido, de la versión inferior de mí mismo que solía ser durante esos años, así que, genuinamente, no quería tener ninguna clase de contacto con esa gente.
Pero un día, estaba yo en mi oficina tomándome un café, y de repente me llega un mensaje privado por Facebook. Estaba aburrido, y me había metido a ver memes un rato. Recuerdo que la oficina estaba muy fría, siendo esa la razón por la que me había provocado tomarme un café bien caliente.
Era Andrés. Él había sido siempre pana, hasta que nos graduamos y demostró lo mierda que era en realidad. Me saludó y yo le devolví el saludo y cerré el Facebook y me puse a trabajar. Había llegado un cliente que quería instalar cámaras de seguridad en cada rincón de su almacén. Era un árabe dueño de una cadena de supermercados y compraba comida por containers, de modo que quería tener vigilado su almacén. Este era de esos contratos jugosos que pagan por mi estilo de vida.
Recuerdo que el cliente entró a mi oficina con expresión grave. Me parecía demasiado serio.
—Bienvenido, un placer —dije, estrechando su mano—. ¿Con quién tengo el gusto?
—Jorge Abriham.
—Un gusto, señor Jorge. Mi nombre es Alberto Morán. Tome asiento.
Tomamos asiento y él me dijo de forma lacónica:
—Necesito que no haya un centímetro cuadrado de mi almacén que no esté vigilado.
—Muy bien. Eso lo podemos hacer. Quizá nos tome un tiempo, pero definitivamente lo podemos hacer —dije yo.
—No. No puedo esperar. Verá, señor Alberto, en este mundo hay hombres que no nacieron para tolerar una ofensa, por más mínima que sea. Yo soy uno de ellos. No sé de qué sea capaz si se me vuelve a perder un bulto de pasta o arroz de mi almacén. Soy capaz de quemarlo con todo y empleados adentro. Así que prefiero evitar, en la medida de lo posible, claro.
Yo noté que Jorge hablaba en serio, muy en serio.
—Muy bien. ¿Y de qué tamaño es su almacén?
—Tres mil metros cuadrados. Pero el problema no es el perímetro, sino todas las habitaciones, oficinas y compartimientos que tiene.
—¿Tiene un plano del almacén?
—No en físico. Pero lo tengo en mi teléfono.
—Muy bien, envíemelo, por favor.
—¿Cuál es tu número?
Le dije mi número. Segundos después, me llegó una imagen. Era el plano del almacén. Era, en efecto, una construcción bastante peculiar. Tenía muchos compartimientos. Parecía, hasta cierto punto, una especie de laberinto. A mí esto me produjo mucha intriga. ¿Quién querría mandar a construir un edificio con pasadizos tan intrincados? Parecía ser una épica falla logística por parte del arquitecto. Además de la intriga inherente a la peculiaridad del edificio, también me sentí entusiasmado por el tamaño de este contrato.
Decidí observar la imagen por unos cuantos minutos, sin decir una palabra. Obviamente evitaba hacer contacto visual con Jorge porque si lo veía puede que él supiera mis intenciones, y si algo he aprendido en esta vida es que los ojos no mienten. Sólo me quedé allí mirando la imagen, frunciendo el ceño de cuando en cuando y moviendo la cabeza para obtener un nuevo ángulo.
Finalmente, le dije:
—Sí puedo hacerlo.
—¿En cuánto tiempo?
—Dos semanas.
—Mucho tiempo. Lo necesito en una.
—Muy bien. Creo que puede hacerse en una trabajando horas extras.
—¿Y cuánto me va a costar?
—¿Necesita una respuesta ahora mismo?
—Por supuesto.
Entonces yo saqué de una de las gavetas de mi escritorio un cuaderno, una calculadora y un bolígrafo.
—Allí, escribí la suma, arranqué la hoja y se la mostré a Jorge.
Él inmediatamente se guardó el papel en el bolsillo interior de su blazer y me dijo:
—Muy bien. ¿Cuándo comenzamos?
Yo aún tenía que redactar el contrato, pero le dije:
—Mañana mismo.
Y