Otoño
Por Ali Smith y Magdalena Palmer
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Ali Smith
Ali Smith (Inverness, 1964) Tuvo una madre irlandesa, un padre inglés y una educación escocesa (hasta que comenzó su doctorado en Newnham College, Cambridge). A los veinte años, después de que un debilitante ataque de síndrome de fatiga crónica descarrilara su carrera académica, comenzó a escribir. Ahora, autora de ocho novelas y seis colecciones de cuentos, crea lo que podría llamarse ficción experimental, pero con un estilo fácil, agradable y de emocionante lectura. Escribe en The Guardian, The Scotsman y el Times Library Supplement.
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Otoño - Ali Smith
Ali Smith
Otoño
CUARTETO ESTACIONAL I
Traducción de Magdalena Palmer
Para Gilli Bush-Bailey
nos vemos la semana que viene
y para Sarah Margaret Wood
tenaz madera perenne
¡Que os llegue la primavera
al final de la cosecha!
William Shakespeare
Si la erosión del suelo sigue a este ritmo,
a Gran Bretaña solo le quedan cien cosechas.
The Guardian, 20 de julio de 2016
Verdes como la hierba nos tendemos en el trigo, al sol.
Ossie Clark
Si es mi destino ser feliz contigo aquí…,
cuán breve es la más larga vida.
John Keats
Desintégrame despacio.
WS Graham
1
Era el peor de los tiempos, era el peor de los tiempos. Otra vez. Es lo que tienen las cosas. Se descomponen, siempre lo han hecho y siempre lo harán, forma parte de su naturaleza. El mar arrastra hasta la orilla a un hombre viejísimo. Parece un balón de fútbol pinchado con la costura reventada, como esos de cuero que se usaban hace un siglo. El mar revuelto le ha arrancado la camisa del torso; desnudo como el día nací, son las palabras que le vienen a la cabeza, que le duele al moverla. Pues entonces no la muevas. ¿Qué tiene en la boca, tierra? Es arena, la nota debajo de la lengua, cruje entre sus dientes mientras entona su canción de arena: Soy muy chiquita pero estoy en todo, soy blanda si cuando caes te arropo, al sol resplandezco y me arrastra el viento, trae el mar un mensaje en la botella, y esa botella de arena está hecha, soy el grano de más difícil cosecha
cosecha
la letra de la canción se le escurre entre los dedos. Está cansado. La arena de su boca y de sus ojos son los últimos granos del reloj de arena.
Daniel Gluck, al fin se te ha acabado la suerte.
Consigue abrir un ojo. Pero…
Se sienta en la arena y las piedras
…¿es esto? ¿de veras? ¿esto es la muerte?
Se protege los ojos con la mano. La luz es deslumbrante.
Hace sol. Pero también mucho frío.
Se encuentra en una playa de arena y piedras donde sopla un fuerte viento. Brilla el sol, sí, pero no da calor. Y además está desnudo. ¡Cómo no va a tener frío! Baja la vista y comprueba que su cuerpo sigue siendo el viejo, el de las rodillas destrozadas.
Se había imaginado que la muerte destilaba a la persona, que la libraba de sus capas deterioradas hasta dejarla ligera como una pluma.
Por lo visto, el cuerpo con el que acabas varado en la orilla es el mismo con el que te fuiste.
Si llego a saberlo, me habría asegurado de morirme a los veinte o veinticinco años, piensa Daniel.
Solo los buenos mueren jóvenes, dice la canción.
O quizá (piensa mientras se tapa la cara con una mano para no ofender a nadie que pueda estar viéndolo hurgarse la nariz y examinando lo que ha sacado: es arena, qué hermosos son los detalles y la inmensa gama de colores del mundo pulverizado; luego se frota los dedos para limpiárselos) este es mi ser destilado. En tal caso, la muerte es de lo más decepcionante.
Gracias por invitarme, muerte. Disculpa, pero ahora debo volver a la vida.
Se levanta. Y no duele, no demasiado.
Veamos.
Volver a casa. ¿Por dónde?
Da media vuelta. Mar, orilla, arena, piedras. Hierba alta, dunas. Llanura detrás de las dunas, una línea de bosque que llega de nuevo hasta el mar.
Un mar desconocido y apacible.
Entonces cae en la cuenta de que ve increíblemente bien.
Es decir, no solo veo ese bosque, no solo veo ese árbol, no solo veo la hoja del árbol. Veo el tallo que une esa hoja con ese árbol.
Puede distinguir la henchida inflorescencia del extremo de cada tallo de aquellas dunas lejanas casi como si usara un zoom. Y acaba de bajar la vista a su mano y no solo la ve enfocada, y no solo ve un poco de arena en la palma, sino también los granos individuales, tan nítidos que hasta alcanza a distinguir su contorno (se lleva la mano a la cabeza) ¿sin gafas?
Caray.
Se sacude la arena de las piernas, de los brazos y el torso, después de las manos. Contempla los granos que se alejan volando en el aire. Se agacha y coge un puñado de arena. Fíjate cuánta hay. Muchísima.
Estribillo:
Cuántos mundos caben en la mano.
En un puñado de arena.
(Repetir).
Abre los dedos. La arena se escurre.
Al ponerse en pie descubre que tiene hambre. ¿Se puede estar hambriento y muerto a la vez? Claro que sí, como todos esos fantasmas famélicos que devoran el corazón y el espíritu de la gente. Se da la vuelta y mira de nuevo el mar. Hace más de cincuenta años que no sube a un barco y además ni siquiera era un barco, sino un espantoso bar moderno a orillas del río. Se sienta en la arena y las piedras, pero le duelen los huesos del… no quiere utilizar palabras soeces, hay una chica en la orilla, duelen como, no quiere utilizar palabras soe…
¿Una chica?
Sí, rodeada de un corro de jóvenes que bailan lo que parece una antigua danza griega. Están bastante cerca. Y se van acercando cada vez más.
No está bien. Su desnudez.
Vuelve a mirar con sus nuevos ojos el que hasta hace poco era un cuerpo de viejo y sabe que está muerto, ya no le cabe la menor duda, porque su cuerpo ha cambiado desde la última vez que lo vio, tiene mejor pinta, tiene un aspecto bastante bueno para lo que suelen ser los cuerpos. Le resulta muy familiar; se parece al suyo, al cuerpo que tenía cuando era joven.
Se acerca una chica. Varias chicas. Siente un pánico agradable, y también vergüenza.
Echa a correr hacia las dunas cubiertas de hierba (¡puede correr de verdad!), asoma la cabeza por un matojo para comprobar que nadie lo ve, que nadie se acerca, y luego se levanta para seguir corriendo (¡otra vez! sin siquiera jadear) por el llano en dirección al bosque.
En el bosque podrá refugiarse.
Y quizá también encuentre algo para cubrirse. Pero ¡qué alegría! Se le había olvidado lo que se siente al sentir. Por ejemplo, lo que se siente al pensar que está desnudo cerca de la belleza de otra persona.
Se interna en una arboleda. Es perfecto, un terreno umbrío alfombrado de hojas. Las hojas caídas bajo sus pies (bonitos, jóvenes) están secas y firmes, las ramas más bajas de los árboles están cubiertas de follaje de un verde intenso y, mira, el vello de su cuerpo vuelve a ser oscuro en los brazos y el torso hasta la entrepierna, donde crece más espeso, y no es lo único que ha crecido, vaya vaya.
Sin duda está en el paraíso.
Sobre todo, no quiere ofender a nadie.
Puede hacerse una cama aquí y quedarse hasta que la situación ya no le sorprenda. Sin prenda. (Los juegos de palabras, la moneda del pobre, cuánto le gustaban al viejo John Keats; que sí que era pobre, pero no llegó a viejo. Poeta del otoño, en la Italia invernal donde moriría jugaba con las palabras como si no hubiese un mañana. Pobre tipo. Realmente no había un mañana). Puede cubrirse con un montón de hojas para no pasar frío de noche, si es que existe algo parecido a la noche cuando estás muerto; y si esa joven, esas jóvenes, se acercan, se tapará con un buen puñado de hojas por una cuestión de decoro.
Desdoro.
Había olvidado que hay carnalidad en el deseo de no ofender. La sensación de decencia que lo embarga es dulce, curiosamente como se imagina el acto de libar néctar. El pico del colibrí penetrando en la corola. Así de rico. Así de dulce. ¿Qué rima con néctar? Se hará un traje verde de hojas y… en cuanto lo piensa, una aguja y un pequeño carrete de lo que parece hilo dorado aparecen en su mano. Caray. Definitivamente está muerto. Tiene que estarlo. Y resulta que, después de todo, la muerte no está tan mal. Muy infravalorada en el mundo occidental contemporáneo. Alguien tendría que avisarles. Alguien tendría que informarles. Habría que enviar a alguien que volviese de donde sea. Para recordarla. Describirla. Ignorarla. Detector. Relator. Director. Proyector. Objetor.
Arranca una hoja verde de una rama, encima de su cabeza. Arranca otra. Une los bordes y los cose con precisas… ¿qué es, puntada de bastilla?, ¿punto de festón? Vaya, ahora puede coser. No sabía cuando estaba vivo. La muerte, esa caja de sorpresas. Coge una capa de hojas. Se sienta en el suelo, une los bordes y empieza a coser. Recuerda la postal que compró en un expositor del centro de París en los años ochenta, la de la niñita del parque. Parecía que iba vestida con hojas muertas, era una fotografía en blanco y negro de inicios de la posguerra, la niña estaba de espaldas en un parque, vestida con hojas, mirando los árboles y las hojas dispersas por el suelo. Era una fotografía fantástica, aunque también trágica. El vínculo entre la niña y las hojas muertas transmitía una anomalía terrible, como si estuviese vestida con harapos. Pero los harapos no eran harapos; eran hojas, por lo que también se trataba de una imagen sobre la magia y la transformación. Aunque también, también era una fotografía tomada poco después del fin de la guerra, en una época en que una niña que jugase entre las hojas podría parecer, a primera vista, una niña prisionera, a punto de ser ejecutada (duele solo de pensarlo)
o, quizá, una niña de una era posnuclear en que las hojas le pendían del cuerpo como piel convertida en harapos, le colgaban como si la piel no fuese más que hojas.
De modo que la imagen también era fantástica en el otro sentido, como imagen de un doble fantástico, esos dobles espectrales que nos persiguen desde el otro mundo. Un parpadeo de la cámara (no recordaba el nombre del fotógrafo) y la niña vestida con hojas se convertía en todas esas cosas: triste, terrible, hermosa, divertida, espantosa, sombría, luminosa, encantadora, espectral, fantástica, legendaria, real. La verdad más prosaica era que había comprado aquella postal (¡Boubat! ¡Así se llamaba el fotógrafo!) cuando visitaba la ciudad del amor con una de tantas mujeres que había querido que lo amasen pero que no lo amaba, claro que no, una mujer de cuarenta y tantos, un hombre de sesenta y muchos, vamos, sé sincero, de casi setenta, y además él tampoco la amaba a ella. No de verdad. Por una cuestión de profunda incompatibilidad, nada que ver con la edad: en el Centro Pompidou le había conmovido tanto la intensidad de una pintura de Dubuffet que se descalzó y arrodilló ante la obra para mostrarle su respeto, y la mujer, que se llamaba Sophie algo, se avergonzó y en el taxi al aeropuerto le dijo que ya era demasiado viejo para descalzarse en una galería de arte, aunque fuese arte contemporáneo.
En realidad, lo único que recuerda de ella es que le envió una postal que ojalá se hubiese quedado él.
En el dorso había escrito: «Con amor de un niño viejo».
Nunca ha dejado de buscar esa fotografía.
No la ha vuelto a encontrar.
Siempre se ha arrepentido de no haberla conservado.
¿Arrepentirse, cuando estás muerto? ¿Un pasado, cuando estás muerto? ¿Es imposible escapar del vertedero del yo?
Desde la arboleda contempla la orilla, el mar.
Dondequiera que esté, al menos he conseguido este elegantísimo traje verde.
Se lo pone. Le queda bien y huele a verde, a frescor. Sería un buen sastre. Ha hecho algo, ha hecho algo de provecho. Su madre estaría satisfecha, por fin.
Ay, Dios. ¿Sigue habiendo madre después de la muerte?
Es un niño que recoge castañas del suelo, bajo los árboles. Parte el verde zurrón espinoso de la castaña y libera el fruto, marrón y resplandeciente, de su cáscara cerosa. Llena la gorra de castañas. Se las lleva a su madre, que está con su hermanita recién nacida.
No seas tonto, Daniel. Tu madre no puede comerse esas castañas. Nadie se las come, ni siquiera los caballos. Están demasiado amargas.
Daniel Gluck —siete años de edad y buena ropa, esa ropa que, siempre le dicen, tan afortunado es de tener en un mundo donde tantos tienen tan poco— baja la vista a las castañas que nunca deberían haberle manchado la gorra y ve que su resplandor se apaga.
Recuerdos amargos, incluso cuando uno está muerto.
Qué desalentador.
Da igual. Anímate.
Se pone de pie. Vuelve a ser su yo respetable. Mira a su alrededor, y con unas piedras grandes y un par de palos señala la entrada de su arboleda para no perderse.
Sale de entre los árboles vestido con su deslumbrante abrigo verde, cruza el llano y vuelve a la orilla.
¿Y el mar? Silencioso, como el mar de un sueño.
¿La chica? Ni rastro. ¿El corro de bailarinas? Ya no está. Sin embargo, en la orilla hay un cuerpo que ha arrastrado la marea. Se acerca para verlo. ¿Será el suyo?
No. Es una persona muerta.
Y cerca de esa persona muerta hay otra. Y más allá otra, y otra.
Contempla, a lo largo de la orilla, la oscura hilera de cadáveres que ha dejado el mar.
Algunos son niños muy pequeños. Se agacha junto al cadáver tumefacto de un hombre que arropa en su chaqueta a un niño, en realidad un bebé, con la boca abierta, babeando mar, la cabecita muerta caída sobre el pecho hinchado del hombre.
Playa arriba hay más gente.
Son seres humanos, como los de la orilla, pero están vivos. Descansan debajo de unas sombrillas. Están de vacaciones, cerca de la orilla de los muertos.
Se oye música. Una de esas personas trabaja con un ordenador. Otra lee en una pantallita, sentada a la sombra. Otra sestea bajo la misma sombrilla y otra se unta crema solar en el hombro y el brazo.
Un niñito ríe a gritos mientras entra y sale del agua, esquivando las olas más grandes.
Daniel Gluck contempla la muerte y la vida, y luego de vuelta a la muerte.
La tristeza del mundo.
Ya no le cabe duda de que sigue en él.
Baja la vista a su abrigo de hojas, todavía verde.
Alarga un brazo, que sigue milagrosamente joven.
No durará, el sueño.
Coge una hoja de un extremo de su abrigo. La sujeta con fuerza. Se la llevará de vuelta, si puede. Será una prueba de dónde ha estado.
¿Qué más puede llevarse?
¿Qué decía ese estribillo?
Cuántos mundos
Puñado de arena
Es un miércoles de mediados del verano. Elisabeth Demand —treinta