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Tarantela
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Libro electrónico219 páginas3 horas

Tarantela

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Tarantela es una novela con forma de galaxia: el centro de gravedad es un fichero que registra, de manera cuidadosa, los últimos días de la vida de Jano, internado en el hospital por haber ingerido veneno para ratas. La narradora recuerda la muerte de su tío, que ocurrió cuando era pequeña, y descubre que la historia reciente de su familia gira en torno a aquel suceso envuelto en el misterio y el dolor, que los destinos individuales, tanto de ella como de su hermano, siguen los pasos de una maldición que los precede. ¿Cuándo nuestra historia personal resulta inseparable de la historia de nuestra familia? En Tarantela, la narradora emprende una búsqueda a través de las constelaciones genealógicas, para reinterpretarlas y tratar de reconstruir los vínculos que la unen con las personas que más quiere. Mientras que el veneno tiñe los caudales melancólicos de este libro, Abril Castillo busca el antídoto en la hermandad y en la escritura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 oct 2020
ISBN9786079781576
Tarantela

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    Tarantela - Abril Castillo

    RÍOS DE PIEDRA

    Tengo cuatro años y se hace tarde para salir. Mi mamá nos da jugo de mandarina y nos dice a mi hermano y a mí que nos lo tomemos rápido, pero el jugo no está colado y yo trato de escupir las semillas. No hay tiempo, me dice, trágatelas, no pasa nada. Y me acabo el jugo y me como todas las semillas.

    Tengo cinco años y vamos en carretera. Mi mamá saca unas mandarinas y me pasa una. Me divierto quitándole la cáscara mientras coloco cuidadosa los pelitos en mi muslo. Es lo único que no me como. Cuando me termino la mandarina, mi mamá voltea para tomar la basura y me pregunta por las semillas. ¿Dónde dejaste las semillas?, me dice preocupada. Me las comí, le contesto. Mueve la mirada de mi muslo a mis ojos y me dice que las semillas no se tragan. ¿Qué me va a pasar? Suspira y se voltea a ver con mi papá, que maneja. Me mira de nuevo y me asegura que, no siempre pasa, pero podría crecerme un árbol en la panza. Espero paciente todo el día. Si para la noche no me ha atravesado una rama la garganta, expulsaré la semilla y seguiré viva otro día, al día siguiente, y otros más después de eso. Y si eso ocurre, no volveré a comer semillas.

    Los pies me colgaban aunque tenía las piernas totalmente estiradas. El tío Guillermo me dio una galleta y seguimos esperando en ese pasillo largo con luces blancas. Batas blancas. Piso blanco. Paredes blancas. Cristales que separan los cuartos. No alcanzaba a ver qué había del otro lado, pero la gente se asomaba. No, no quería galleta. Me di cuenta cuando ya la había mordido y sólo la escupí. Guillermo dijo que me la comiera. Lloré. Dejó de insistir. Salió un hombre con bata azul, con la cabeza y la boca cubiertas. Sonrió. No lo supe por su boca, porque no la veía, sino por sus ojos. Eran los ojos de mi papá. Era su voz cuando dijo que Lucas estaba mejor. Guillermo me cargó y a través del cristal vi una pecera con alguien más pequeño que yo. La persona más pequeña que jamás había visto. Vi un pie, quizá era una mano. Vi tubos que salían de su nariz. Su boca clausurada. Vi luces falsas y un movimiento muy leve. No vi completa su cara. No alcancé a ver sus ojos. No existían trajes azules de mi tamaño. O eso me explicó mi tío cuando traté de seguir a mi papá y la puerta se cerró en mi cara.

    Me ofreció otra galleta y esta vez me la comí.

    ¿Cómo se vería la boca de Lucas sin esos tubos?, imaginaba. ¿Y sus ojos, cuando los abra?

    Mi hermano nació enfermo. No lo había visto, pero ya sabía que se llamaba Lucas. Mi mamá me había dado una muñeca que se llamaba Lucas también y tenía unos ojos muy bonitos que se le cerraban al acostarla. No había visto a mi mamá tampoco. Guillermo me cuidó mientras tanto.

    El tío Guillermo tenía muchos animales en su casa. Pájaros, un perrito de la pradera y un oso enorme en las escaleras. Mi papá me dijo que Guillermo los había matado. Mi mamá, que los había cazado. Todos estaban muertos. Cuando iba a su casa, no podía dejar de ver al oso con el gran hocico abierto y los ojos de canica. Si no hubiera estado tan alto, habría intentado tocar esos ojos que miraban siempre sin ver nada.

    Como en el súper, en donde me detenía a ver los pescados mientras mi mamá le pedía algo al encargado. Aprendí que pez es cuando está vivo, pescado cuando está muerto. Pez cuando nada, pescado cuando lo sacan del agua. Pescado lo que te comes. ¿Qué palabra se usa para un humano muerto? Tocaba los ojos de los pescados. Tocaba su cuerpo frío. Mojados, no sabía si por el hielo en el que los acuestan o porque son ellos mismos de agua. Sus escamas de colores, delicadas, fáciles de quebrar cuando se secan. Apenas rozaba con mi dedo sus cuerpos quietos. Sus diminutos dientes y su boca abierta, igual que la del oso.

    Nunca vi un humano muerto.

    ¿Quieres conocer a tu hermano?

    Mi papá me cargó y juntos recorrimos ese frío camino de mi recámara a su cuarto. Ahí había una cuna blanca con un velo que caía desde el techo, que brillaba solo. No sabía dónde estaba mi mamá, no la había visto en semanas. Mi papá me puso en el piso, como si fuera un pez que dejaba en el río, y con cuidado me acerqué, sintiendo que lo que estaba a punto de ver iba a cambiarlo todo, después de una larga espera.

    Sólo veía cobijas enredadas, sombras grises entre mantos blancos. Noté una mano, pero me dio miedo tocar a mi hermano.

    Después vi una nariz, bajo un gorro que terminó por caerse. Lucas abrió los ojos y me encontré con una mirada frágil que me contaba sin palabras que nacer era tan difícil como morir. Tomé su mano y dejó de preocuparme no ver a mi mamá, porque podía sentirla cerca. Y entendí que esa fragilidad ante la que estaba era la felicidad y la muerte, que son una y la misma cosa.

    Mi papá siempre me pedía que no matara a las arañas. No te hacen nada, me decía. Además se comen a los moscos.

    En la casa había muchas telarañas. Me gustaba vivir ahí. Me gustaba esa casa y mi ciudad húmeda. Me gustaban las arañas.

    Mira, abuela, una telaraña, le enseñé a la abuela una vez que fue de visita. Disfrutaba ver a las arañas tejiendo y también a la abuela. La abuela tomó una escoba y destruyó la telaraña. En cuanto la araña cayó, la abuela dio un paso adelante para aplastarla y la arrastró hacia ella. Todos sus jugos quedaron embarrados en el piso.

    No me miró en ningún momento.

    A las arañas no las matamos, abuela.

    No se mata a las arañas, me había enseñado mi papá, a los alacranes sí. Los alacranes son venenosos, las arañas no.

    Una vez vimos una tarántula. Parecía casi un ratón miniatura. Daba miedo matarla con sus pelos y lomo enorme. No es lo mismo aplastar una hormiga que a un animal con huesos y sangre.

    Las arañas no son venenosas, decía mi papá, y con un vaso y un papel las sacaba por la ventana.

    Nunca me picó ninguna. Lucas y yo sólo las observábamos. Igual que a las serpientes del jardín. Una vez mi papá mató una: se retorcía y seguía dibujando ondas en el pasto. Hasta que se quedó quieta en una letra S perfecta.

    La vida de los insectos dependía de la temperatura de la sala de mi casa. Estaban vivos gracias a la madera y a la tierra y a los sillones. Gracias a las tejas y a los tapetes y a ciertas flores que crecían solas en el jardín. Igual se reproducían las serpientes en el pasto. Surgían de la nada. Un día mi papá encontró una y se la llevó con un recogedor. Otro día surgió otra y Lucas casi la pisó.

    En las esquinas de los muros, en los escalones y abajo de los cojines del sillón, había alacranes. Abajo de nuestra cama y entre el colchón y la base también. Todas las noches mis papás revisaban que no hubiera ninguno. A veces había. Pero ya estaban muertos. Aplastados quién sabe cómo.

    Mis papás mataban a los alacranes o siempre aparecían muertos. Se deshacían de las serpientes que siempre aparecían vivas. Pero a las arañas no les hacían nada. Los alacranes picaban con su aguijón. Las arañas te mordían con sus dientes, su veneno es su saliva. Y a todas, sin importar cuál fuera, Lucas les decía alacrañas.

    Lucas nombraba el mundo y yo lo entendía. Y a diferencia de cómo ciertos tonos de azul son para algunas personas esmeralda y para otras verde, para Lucas tarántulas y alacranes eran un mismo universo. No sabía que uno te mata y otro te salva. No sabía que cuando se encuentran, se anulan.

    Una vez puse un vaso sobre un alacrán y se encajó el aguijón a sí mismo. Una vez vi a una araña envolver a una abeja y comérsela.

    A las arañas no las matamos porque se comen a los otros insectos, decía siempre mi papá. Él tampoco sabía que hay arañas venenosas. No sabíamos distinguirlas. Todos llevamos una gota de veneno en la familia. Y otra gota que es la salvación. El secreto está en la mirada, en ver a la alacraña y saber nombrarla: veneno o antídoto.

    Íbamos en tren. Era la primera vez que Lucas viajaba con mi mamá y conmigo. Mi papá nos dejó a los tres en la estación. Llámame llegando, le dijo a mi mamá. Íbamos a ver a los abuelos. Lucas tenía un año y casi no hablaba. Yo tenía casi cuatro y me gustaba viajar en tren.

    Llegamos a una cabina con litera. Yo quería arriba, así que nos subimos los tres ahí. Mi mamá preparó leche en polvo para mi hermano, me dio un trago y después le dejó la mamila entera.

    Pasó el encargado y nos dijo que apagarían las luces cuando el tren echara a andar. Que nos alejáramos de las ventanas porque la gente tiraba piedras. Sobre todo en el primer tramo. Era medianoche. Llegaríamos de día a la Ciudad de México. Cerré los ojos, escuché los golpes de las piedras contra el tren hasta que nos alejamos de ellas, o me quedé dormida como si ese golpe fuera un arrullo. Me desperté varias veces. Lucas no dormía, estaba sentado e inmóvil, mirando a través de la ventana, con los ojos abiertos, tratando de desentrañar la oscuridad del trayecto. Me desperté cuando amanecía. Lucas parpadeó por primera vez en horas y, como si fuera un gato, bostezó y se acurrucó junto a mi mamá, entre su brazo y su pierna. Mi mamá se despertó con ese movimiento, lo acarició y se dio cuenta de que no había dormido nada en todo el camino. Estábamos a punto de llegar a esa ciudad de la que no nos iríamos nunca.

    En la casa de los abuelos, nos acostaron juntos a Lucas y a mí. Parecía que la noche había durado muchos días. Me quedé mirando el techo y Lucas encontró una sombra que se movía.

    La señaló. Sólo la señaló porque no sabía hablar. O porque yo estaba ahí a su lado, nuestros brazos rozándose, y no era necesario decir nada. Yo la seguí con los ojos y tampoco dije nada. La luz se escapó y se escondió en la oscuridad. Un punto que se integró a esa plasta negra, que escupió su sombra y luego se la llevó, como papalote que desaparece arriba en el cielo, lejos de todos. Cerré los ojos con el compás de su respiración, la respiración de Lucas, que dormía a mi lado. Cerré los ojos y lo alcancé. Lucas y yo dormimos.

    Vivíamos con los abuelos en Cerro del Otate, donde creció mi mamá. Dormíamos en el que era su cuarto. En esa casa había vivido Jano, pero en su recámara ya no dormía nadie. Jano se acababa de morir.

    En esa casa también vivía Aura, con quien yo pasaba la mayor parte del tiempo.

    Otate quiere decir caña dura.

    A la abuela le gustaban las plantas. Cuidar su jardín. Me sentaba cerca de la ventana y veía cómo lo recorría. La escuchaba decir cosas. ¿Qué le decías a las plantas, abuela? Cada tanto ella salía de ese otro lugar, me sonreía y les seguía hablando. Pasaba más tiempo con las rosas que con cualquier otra flor. Le hablaba a las flores y me explicaba que un árbol de otate da flores cada siete años y después la planta se seca. Que se reproduce a través de sus semillas.

    El Cerro del Otate era una calle en un pedregal. La casa de los abuelos estaba sobre roca volcánica. Ahí las casas no se caían si temblaba.

    Antes había ríos por toda la ciudad. Ríos cerca de ese pedregal. Mi papá me enseñaba los nombres de las calles. Me decía que debía aprendérmelos por si me perdía. Que debía saber cómo regresar a casa.

    Las calles con nombres de ríos no siempre fueron calles. Antes tenían agua, me contaba él. Por eso en la Ciudad de México se dice: Cuando el río suena es porque agua lleva. En otros lugares dicen: Cuando el río suena es porque piedras lleva.

    Yo no entendía cómo, entre esos ríos de piedra, las semillas podrían germinar.

    La entrada del Otate olía a cebolla sofrita. A arroz con chile poblano. A jitomate con ajo y más cebolla. Aura cocinaba y yo la veía. A veces me dejaba ayudarla.

    Aura hacía sopa de lentejas, albóndigas, peneques, chalupas, chile con huevo, arroz rojo, arroz blanco con elote, pascal. El platillo favorito de Jano eran los peneques, me cuenta mi mamá cada que los comemos. También eran los favoritos de la abuela. No sé si siempre lo fueron.

    David, el hermano mayor de mi mamá, odiaba los peneques. Decía que eran quesadillas remojadas en salsa roja, sin chiste. Igual se los comía. A mí me encantaban. Quizá sólo para nosotras, que los preparábamos, no eran quesadillas.

    Con Aura

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