El sonido de la tierra
Por Pérez Henárez y Antonio
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"El sonido de la tierra" irradia la honda pasión de su autor por la Naturaleza, en el mismo paisaje del que brotaron los personajes de la célebre trilogía Nublares o su más reciente y aclamado éxito, La tierra de Álvar Fáñez.
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El sonido de la tierra - Pérez Henárez
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SENDAS Y QUIETUDES
1
Cuando el sol oculta por fin su sangrienta agonía, cuando la luz del crepúsculo se evapora y el cielo oscurecido preludia el brillo aún inexistente de la primera estrella, cuando el día ya muere, y ha muerto, pero la noche aún no ha nacido, es el silencio.
Se han ido callando las criaturas diurnas. Ha callado el críalo, han dejado de piar junto a la charca los pequeños pájaros, ya no viene a beber el arrendajo y hasta los mirlos han dejado de revolar vocingleros y escandalosos por los pies de los matones de encinas. Ha callado todo y la noche no quiere hacer oír aún sus voces. Es el silencio. Es la inmovilidad, es el suave paso entre la luz que ya no descubre ni penetra las formas y los cuerpos de la tierra y la oscuridad que aún no acaba de compactar las sombras y aún permite atisbar los contornos.
En el río, el agua se aquieta, serena. Ni siquiera se deja mecer por el viento. Hasta los peces quieren boquear en lo manso y más tendido de la corriente sin hacer ruido alguno, tan solo una onda que se mueve y se diluye en su propio y suave movimiento. Es el sereno que espera. Porque todo parece haberse quedado, tierra, aire, agua y cielo, esperando.
Luego se oirá la llamada de algún pájaro nocturno, queda, muy queda, pero ahora ni siquiera vibra esa nota en el aire. Por un instante, que se alarga y pareciera que no iba a romperse nunca, es el silencio y nada se mueve. Nada.
Rebullirá un conejo, y el tamareo del jabalí y el regaño de dos turones en celo. Tardará aún más en elevarse del suelo la sinfonía de los grillos y habrá que esperar a que el búho real se decida a hacerse oír en el gran pino, donde ha dormido a salvo de cornejas molestas, de cuervos agresivos y hasta de osadas urracas que no tienen reverencia para el señor alado de la tiniebla.
Después habrá luces en la oscuridad. Luces en el cielo y ojos brillantes en la tierra. Habrá sonidos, roces, caminar de pezuña hendida y el quedo acecho de las garras acolchadas del felino. La noche sonará y cantará. Podrá, si hay luna, recuperar incluso formas y siluetas. Pero ahora es el silencio. Ahora se ha muerto el día y no ha empezado aún a vivir la noche.
Es ahí y no en ningún otro momento cuando se encuentra el verdadero silencio de la tierra. En la «vespra» (una hermosa palabra catalana sin traducción exacta al castellano), entre el crepúsculo y la noche ya cerrada. Ahí puede uno sumergirse y callar para no molestarle en nada. Hay que llegar e irse despacio, procurando no despertar los ruidos. El sonido es otra cosa. Porque este silencio sí suena.
Iré a escuchar ese silencio, a sumergirme en él como en un agua limpia y protectora, a oír también mis voces interiores y procurar conjugarlas con las suyas. Para que luego ambas vuelvan a fluir juntas.
2
Apenas un apagado piar de pájaros ocultos se hace oír en la noche. Me cantan. Y yo quiero escribirlo para mí y para todos.
El tenue reclamo de las aves oscuras ensancha aún más el sosiego del espacio nocturno. El reflejo de las luces de un pueblo lejano hace subir y fijar la vista en las estrellas y desde el altozano, atalayando sobre el sombrío bosque, yo lo escribo en mi interior para mí y espero llegar a la cabaña y anotarlo para compartirlo un día con todos.
He recuperado de nuevo el viejo don de escuchar la tierra, el privilegio de sentirme un hijo suyo y al que ella contesta.
3
La tarde metida en lluvias, con nubes bajas y plomizas y nieblas espesas que velaban los cielos, invitaba a la tristeza. He llevado las cenizas del «Lord» al último monte que le vio caminar por él. Allí pasó sus últimos días, todo este verano hasta el 31 de agosto, y nunca pensé que ya no volvería cuando aún subió conmigo una vez más a ese lugar donde he querido dejarle.
Debajo del mirador de las grullas, en uno de los puntos más altos y el mejor divisadero sobre todo el entorno, hay una vieja y muy centenaria sabina, la más hermosa, con su copa redonda y perfecta, de todo El Enebral. Allí he enterrado sus cenizas. La tarde, mientras hacía el pequeño hoyo que he protegido con lascas de yeso cristalino y de pizarra, se ha abierto un poco y se ha quedado blanda y más serena. El otoño, dulce y silencioso al atardecer, ha asomado su rostro lavado y húmedo de enebros, encinas, robles, aliagas, retamas y romeros. Una luz amable ha querido despedir la tarde y a mi viejo perro. Me he quedado allí mientras caía y en silencio han vuelto por la sierra de Altomira las nubes y las nieblas, hasta que poco a poco han ido ocupando primero el horizonte y luego han acabado por envolverlo todo. He vuelto entonces a la cabaña, con el joven «Mowgli» a mi lado, tras dejar sobre la lasca de pizarra una ramita de romero. El cielo ha comenzado de nuevo y mansamente a llorar sobre la tierra y por el bosque, por los árboles y por mí se han deslizado sus lágrimas.
Sé que será un lugar donde más de una vez me encuentre el crepúsculo. Subiré, lo he comprendido, sabiendo que no será para hacerle compañía, pobre, ya no la necesita, sino buscando la suya, que me falta.
4
El paso repetido hace el sendero. El rito es el sendero. El mío, al regresar al Enebral, es subir hacia donde se yergue la más hermosa de sus sabinas, centenaria y perfecta en su redonda copa, bajo cuya sombra reposan las cenizas de mi buen perro «Lord».
Iba a haberlo enterrado junto al mirador de las Grullas, un poco más arriba, desde donde uno gusta de saludar algunos atardeceres, pero al final opté por el pie y el cobijo del árbol, a media ladera.
Allí subo en este nuevo regreso a estos montes y estos bosques, de los que en cierta manera formo parte, y le pongo una ramita de romero entre la loseta de pizarra donde está grabado su nombre y la gran piedra que indica la tumba del viejo compañero. Allí deposité, junto a sus cenizas, su libro El diario del perro Lord, contado en primera persona de perro, por quien me fue leal durante los 16 años que le dio de sí la vida y con quien estuve hasta que los cerró para siempre.
Ahora veo que los conejos han hecho algunas escarbaduras en el pequeño promontorio y recuerdo como tantas veces aquellos sus últimos momentos.
Se ha dormido. Le he cogido la pata y acariciado la cabeza mientras se dormía para siempre. Se lo había prometido. Ha sido valiente y generoso hasta el final. Un último ataque, regresando a casa después de un viaje, una respiración angustiosa, un resuello, un quejido continuado. Estuve en el patio con él, esperando que abriera el veterinario, sabiendo sin quererlo aceptar que ya no podría recuperarse. Pero aún se levantó, aún comenzó a pasear por el patio, aún entró al salón, aún… No se quería rendir. El «Lord» no se rendía nunca. No sé, quizás también se despedía.
Estuvo conmigo 16 años, desde que era un cachorrillo apenas destetado, desde aquel día que lo recogí donde nació, en el bar «Los Morales», y vino a mí cuando apenas valía tenerse sobre sus patas con veinte días, apenas abiertos los ojos, y a quien bauticé como «Lord Jim», por la novela de Conrad, aunque se quedó con Lord a secas. A él está dedicada mi novela Nublares y en él está inspirado el lobo del protagonista paleolítico. He escrito mucho sobre él y me ha acompañado siempre mientras escribía. Durmió hasta anteayer en los pies de mi cama. Ha sido mi compañero en el campo, hemos compartido la pasión por la caza, la alegría de vivir, las tristezas (nadie captaba como él mis momentos de dolor o de abatimiento y nadie sabía tampoco ofrecer mejor su cariño y su cercanía). Ha sido mi perro y yo su amo y su amigo. Creo que muy pocas veces, nunca por supuesto con maldad, nos hemos fallado el uno al otro. Lo he querido como se quiere a un perro. Y se puede querer mucho a un perro. Y él me ha querido como los perros quieren a los hombres. Y el «Lord» lo hizo con toda la devoción y un espíritu leal pero también independiente y libre.
A los seis años una grave enfermedad, una maligna garrapata, casi lo mata. Los veterinarios decían que aunque se salvara ya nunca podría cazar ni salir al monte. Se recuperó. Los cuidados de mi mujer, María, le hicieron fortalecerse; ya lo creo que se recuperó. No había quien lo parara. Y hasta bien entrados los catorce fue mi inseparable compañero de correrías montunas. Hasta este mismo año, aún se acercaba al volver la cuadrilla para bajar en la boca un conejo hasta la casa.
No me importa decir que lloré mientras se apagaban sus latidos y se quedaba reposando, ya sin sufrir. Y que ahora no puedo reprimir, ni quiero, mis lágrimas al dejar estas líneas. No es un homenaje. Es, él lo percibiría y lo entendería a su buena y animal manera de entender, un desahogo, como un aullido de pena, de una inmensa pena y de saber que tantos sitios me harán recordarlo, que en tantos lugares y a cada paso lo voy a echar de menos. Hoy me queda, en el desconsuelo, la certeza de que ha sido feliz en esta tierra conmigo. Y a mí, mientras la compartimos, me hizo también feliz su compañía. Adiós «Lord», mi viejo «Lord», mi buen perro.
Pienso en los pasados. En lo que existió y ya no existe. Ya no es. Su nostalgia es nuestro recuerdo. Por ello, mejor abrazarlo antes que pretender el imposible de recuperarlo y mejor que nos acaricie, que intentar huir de él. No necesita siquiera alcanzarte lo que llevamos dentro y siempre va a encontrarnos. Más que nunca en el silencio y como inseparable compañero de la soledad.
El recuerdo del buen «Lord» me hace bueno a mí. Otros me hacen amargo. Pero ni les huyo ni los enfrento. Llegan raudos y