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Ylandra. Tiempo de osadía
Ylandra. Tiempo de osadía
Ylandra. Tiempo de osadía
Libro electrónico793 páginas14 horas

Ylandra. Tiempo de osadía

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Es época de cambios en la República de Ylandra y la quietud de una calma tensa se quiebra ante los brotes de conspiraciones, vendettas y traiciones. Las elecciones para cubrir el puesto de gobernador del oeste se convierten en escenario de la rebelión de los esclavos anirios.
Un alzamiento alentado por un misterioso asesino de terratenientes conocido como el Inferus. La Escuela, una institución que instruye a jóvenes con dones extraordinarios y los forma como maestros, ve peligrar la estabilidad y hegemonía con las que ha guiado y apoyado a los gobiernos de la República durante siglos. La premonición que asalta a uno de sus maestros anuncia su propia destrucción, mientras el Estado del Norte abre viejas heridas al mantener la ocupación de un territorio que no les pertenece.
Entre tanta turbación, los susurros de una profecía olvidada se extienden por una fortaleza oculta, donde la prohibida y creída extinta Orden de Addai decide acudir a sus eternos enemigos para evitar el destino de Ylandra. Depositan la última esperanza en el maestro Aleyn Somerset, señalado como traidor y genocida. Alguien a quien todos dan por ajusticiado y muerto. La amenaza del fin ya ha comenzado a cumplirse. Los Tres han despertado y su odio lo consumirá todo. Dioses que sembrarán el caos frente a hombres divididos. No hay lugar para la cobardía. Es tiempo de ser osados.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 oct 2020
ISBN9788416366491
Ylandra. Tiempo de osadía

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    Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes

    La plantación Wellington se extendía a lo largo de una decena de hectáreas y se situaba a unas cinco leguas al noroeste del centro de Viendavales. Mara podría haber llegado la noche anterior, pero no le pareció adecuado reaparecer ante su familia desaliñada, con aroma acre a sudor y a punto de caer extenuada. En lugar de eso, y tras su obligado paso por el humilladero para encenderle una vela a los Tres, decidió buscar una habitación en alguna de las posadas de la ciudad, tomar un baño, lavar la ropa, comer y dormir bien y aclarar las ideas antes de ver a su padre.

    Gracias a las cartas recibidas, escritas la mayoría por su hermano Jules en representación de toda la familia, Mara sabía que su madre había sido asesinada por un grupo fugado de anirios; que su hermana mayor, Eyra, se había casado con un político local de Porterris, ciudad en la que residía en la actualidad; que su padre, el juez Wellington, se había vuelto a casar con la tercera hija de un importante terrateniente del condado de Helia; que Viktor había sido padre y que Jules era, en resumen, feliz, aunque ni se había casado, ni había engendrado hijos. En sus cartas Mara les hablaba de su vida en La Escuela, de la dureza de los estudios y de la casi crueldad del entrenamiento físico.

    Conforme se aproximaba a la plantación, fue reconociendo los alrededores y los recuerdos acudieron en tropel a su mente, hasta el punto de que la felicidad que ya sentía se fusionó con una nostalgia lacrimógena reflejo de unos sentimientos que hacía tiempo había aprendido a obviar. Verse obligada a irse a un lugar desconocido a la tierna edad de once años le había arrebatado no solo a su familia y amigos, sino también su infancia y el futuro que siempre había imaginado. Había llegado el momento de recuperarlo y Mara se sentía expectante.

    Llegó a la entrada de la plantación y apuró el paso de su caballo. A lo lejos, divisó la gran casa de blanca fachada, la escalinata con sus columnas y capiteles ornamentados con motivos florales y sus enormes ventanales. Rodeándola se extendían decenas de pobres chamizos de adobe destinados al descanso de los esclavos anirios y un enorme pabellón para los guardias. Un atisbo de insatisfacción relampagueó en su mente al sentir que el tamaño de la casa no era tan imponente como el que guardaba en sus recuerdos. Incluso el parterre, que recordaba bañado de las más variadas y preciosas flores y fragancias, se le antojaba ahora pequeño, gris e insípido. Mara había crecido y, al parecer, el mundo había empequeñecido.

    Ató el caballo a un poste y se dirigió a la entrada de la casa. Tiró de una pequeña cuerda y una campanita tintineó en el interior. Una aniria de piel blanca, baja y regordeta, apenas a un paso de la ancianidad, le dio la bienvenida con gesto sumiso y mirada confusa.

    —¿Deseaba algo, señorita?

    La cara de Mara se ensanchó en una enorme sonrisa.

    —¡Cazi! —exclamó—. Soy yo. ¡He vuelto!

    —¡Bendito Daxal! —respondió con los ojos iluminados como dos farolillos—. ¿Mara?

    Mara se abalanzó sobre ella y la abrazó mientras reía. A Cazi, por el contrario, unas lágrimas empezaron a surcarle las mejillas. Cuando por fin se apartaron, Cazi se secó los ojos con un pequeño pañuelo blanco y se fijó en la persona que tenía frente a ella.

    —Por la gracia de los Tres, ¡te has convertido en una mujercita, niña!

    La vieja Cazi tenía mucha razón. La niña que se había marchado poco tenía que ver con la persona que ahora regresaba. Su pelo seguía siendo de ese castaño cobrizo, sus ojos continuaban siendo verdes y las pecas de sus pómulos se mantenían firmes en sus posiciones, pero el resto de su cuerpo había madurado. Se había convertido en una muchacha dulce y bonita, igual que antaño hicieran su madre y su hermana.

    —Pero entra, cariño. No te quedes ahí en la puerta —dijo Cazi—. ¿Dónde tienes tu equipaje?

    —Es solo una bolsa con un par de prendas. No te preocupes, luego lo meto yo.

    —¡Tonterías! —desdeñó—. ¡Güido!

    Al cabo de unos segundos un chico anirio apareció en la estancia.

    —¿Me llamaba, madre?

    —Ve fuera y recoge el equipaje de la señorita Wellington, ¿quieres?

    —¿La señorita qué?

    Güido miró alrededor y se cruzó con la sonrisa de Mara. En sus ojos, una profunda emoción de sorpresa, alegría y lo que parecía ser miedo estalló en apenas un segundo. Mara, al igual que había hecho con Cazi, se abalanzó sobre él y lo abrazó.

    —Te he echado de menos —dijo apoyando la cabeza sobre su pecho.

    Güido no devolvió el abrazo. Permaneció quieto y tenso, con su mirada de anirio viajando por el infinito.

    —¡Qué alto estás! —observó Mara separándose de él, pero sin dejar de agarrarle los hombros.

    Al sentir la frialdad de aquel encuentro, que había imaginado de mil y una formas diferentes y nunca como aquella, Mara frunció el ceño y se encogió de hombros.

    —Te acuerdas de mí, ¿verdad?

    Güido asintió y esbozó una sonrisa triste.

    —Sí, señorita Wellington.

    ¿Señorita Wellington? Güido jamás se había referido a ella de esa forma. Siempre había sido Mara para él. Ni Mara le había tratado nunca como su esclavo, ni Güido se había referido a ella como su dueña. Al parecer, siete años cambiaban muchas cosas.

    —El equipaje, hijo.

    Güido miró a su madre, asintió y echó a andar, evitando en lo posible la presencia de Mara.

    —¿Ocurre algo? —preguntó Mara.

    —Sí, que tiene dieciocho años y que cada día está más tonto. No le hagas caso, niña. Ya se le pasará —dijo Cazi—. ¿Quieres comer algo o darte un baño? Mandaré que preparen tu habitación y podrás descansar.

    Mara sonrió.

    La casa podía ser más pequeña de lo que recordaba y Güido podía haberse olvidado de ella, pero Cazi seguía siendo la misma Cazi, tierna y cariñosa, de siempre. Era imposible no quererla.

    —Muchas gracias, Cazi, pero me encuentro bien —dijo Mara—. Estoy bien alimentada y descansada. Me gustaría ver a padre y a los chicos.

    —¡Oh, claro, claro! ¡Qué tonta!

    —¿Están aquí?

    Cazi torció el gesto e hizo un mohín con los labios.

    —El señor y la señora salieron temprano. Tenían concertado un desayuno con un amigo de la familia.

    —¡Vaya! —se desilusionó Mara—. ¿Y mis hermanos?

    Cazi negó con la cabeza.

    —Ambos viven en la ciudad ahora. Puede que Viktor venga a comer después con su mujer y la niña.

    —¿Y Jules?

    —No creo que Jules venga, pero una vez sepa que estás aquí…

    —Bueno, no importa.

    —Lo siento, niña.

    —Da igual. Debería haber enviado una carta, pero quería daros una sorpresa. Creo que sí iré a mi habitación. ¿Podrías avisarme cuando padre llegue?

    Mara subió las escaleras, anduvo por el pasillo, entró en la que había sido su habitación y se dejó caer sobre la cama. Abrió los brazos y sonrió al notar que el tamaño del colchón seguía siendo capaz de acoger toda su envergadura. En comparación con el camastro que tenía en La Escuela, apenas lo bastante grande como para no caerse al girar el cuerpo, aquella cama suponía un mundo entero. El dormitorio ni siquiera podía compararlo con el de La Escuela, ya que allí no había podido disfrutar de una estancia individual, reservadas en exclusiva a los aspirantes veteranos y a los maestros.

    Al cabo de un rato, Mara se levantó de la cama y paseó por la pieza. Tocó todos los objetos a la vista: peines, tiaras, adornos y complementos. Luego abrió los cajones y finalmente el enorme vestidor. Todos aquellos vestidos, signo inconfundible de la alta sociedad a la que su familia pertenecía, le parecieron recuerdos de una realidad lejana.

    El tiempo pasaba y Mara cada vez estaba más aburrida. De no ser porque quería estar en la casa cuando su padre regresara, ya se habría ido a recorrer los terrenos de la plantación como hacía de niña. En lugar de eso, salió de la habitación y fue directa al despacho de su padre. Con cautela, repasó los muebles, fijó su atención en la rodela colgada sobre la pared, recuerdo de los tiempos en los que su padre había comandado las tropas del oeste sobre Cienaguas y, finalmente, se detuvo ante los volúmenes que plagaban los anaqueles, casi todos ellos manuales jurídicos. No tocó nada. Únicamente se permitió leer los títulos impresos sobre los tejuelos y se detuvo cuando uno de ellos captó su atención: Ascenso y caída del gran maestro Aleyn Somerset. Crónica de un traidor. Estaba a punto de cogerlo cuando la puerta se abrió.

    —Mara —dijo una voz grave y masculina.

    Giró de golpe y sonrió al ver a su padre. Alto, fuerte, con una rala barba blanca, los ojos grises y hundidos; una mata de pelo castaño cada vez menos poblada.

    —He vuelto, padre —anunció conteniendo el impulso de abrazarle.

    El juez Wellington nunca había destacado por su ternura y Mara no quería incomodarle con un comportamiento inadecuado. En su presencia, la más absoluta deferencia era la única conducta permitida y aceptada.

    —Me alegra tenerte de vuelta, hija —afirmó en un tono frío y respetuoso—. No estaba seguro de si volverías durante la Deliberación Bimestral.

    La Deliberación Bimestral era el período de dos meses que se les concedía a los aprendices de La Escuela para que pudieran tomar una decisión sobre su futuro. También era la primera vez que los alumnos tenían permitido abandonar los terrenos de La Escuela y volver a su casa o ir allí donde quisieran. Antaño esos dos meses estaban empapados de meditación, simbología y consejo, pero en la actualidad dicho proceso se había desvirtuado.

    La deliberación era, en esencia, sencilla. El hasta entonces alumno obligado de La Escuela debía decantarse entre convertirse en aspirante, camino que concluiría con la obtención de la maestría, o abandonar por completo su adhesión a La Escuela y retornar a la vida civil.

    —¿Sabes qué es lo que vas a hacer? —se interesó el juez.

    —Creo que sí, pero me gustaría escuchar su consejo primero.

    El juez asintió y avanzó a través de la sala. Rodeó su imponente mesa de nogal y se sentó en una silla que casi podría confundirse con el trono de uno de los antiguos grandes reyes.

    —Tienes dos opciones. Cada camino supone diferentes ganancias y sacrificios. Eso es lo que debes valorar.

    —Así es —respondió Mara.

    —¿Qué obtendrás si decides volver?

    Mara suspiró, se acercó a la mesa de su padre y se sentó frente a él, sobre una silla mucho más humilde.

    —La mayor ventaja de continuar como aspirante es la oportunidad de adquirir unos conocimientos y habilidades que no se encuentran en ningún otro lugar. Tendría en mi mano la oportunidad de convertirme en maestra de alguna de las artes más esquivas de toda Ylandra. Mi futuro estaría resuelto y formaría parte de una de las instituciones más poderosas de este país.

    —Exageras —dijo el juez—. Es posible que antes de la guerra eso fuera cierto, pero hoy en día, y después de lo ocurrido en Ciudad Gloria, yo no afirmaría tal cosa. La decisión de Aleyn de atacar fue francamente decadente para La Escuela, como imagino sabrás.

    Mara podría haber discutido tal afirmación. Su padre tenía razón en que los hechos ocurridos hacía más de una década habían arrebatado un número importante de privilegios a La Escuela, pero no por ello dejaba de ser cierto que el poder de esa institución no descansaba en las concesiones de este u otro gobierno. El verdadero poder residía en el conocimiento de cada uno de sus maestros. No obstante, no deseaba una discusión al respecto con su padre, más aún conociendo su pasado como oficial de los ejércitos comandados por Aleyn.

    —De cualquier forma, La Escuela continúa siendo una de las instituciones más respetadas, y pertenecer a ella sería, sin duda alguna, un gran honor —alegó Mara, esquivando el conflicto.

    —¿Cuáles son los sacrificios? —preguntó el juez.

    —A todos los efectos dejaría de ser miembro de esta familia. Abandonaría el apellido Wellington y lo sustituiría por el de mi mentor, en caso de conseguir alguno. No podría engendrar hijos y mi vida estaría dedicada a los designios de La Escuela. Podría casarme, siempre y cuando el gran maestro otorgara sus bendiciones, pero el matrimonio estaría supeditado a los intereses de La Escuela. Elegir la senda del mesías equivale a entregar tu vida al servicio de algo más grande que uno mismo.

    —¿Crees que eso es malo? —cuestionó el juez.

    —Creo que es un sacrificio enorme. No soy yo quien debe juzgar la bondad de ese acto.

    El juez asintió, satisfecho.

    —Tienes razón —refrendó, tamborileando la madera con los dedos—. ¿Qué ventajas tendría quedarte?

    —Muchas, creo —respondió—. Por un lado, recuperaría la vida que me arrebataron. Volvería a formar parte de esta familia y podría estar presente en los momentos más importantes. —Se detuvo y en un instante los ojos se le anegaron de lágrimas—. Sentí mucho no poder estar cuando madre…

    —… fue asesinada —concluyó el juez—. No tuviste opción, hija. Es uno de los sacrificios de los que hablabas. La Escuela no deja lugar para la familia. A todos nos hubiera gustado tenerte aquí, pero entendimos que era imposible.

    —Aun así, lo siento.

    —Gracias por decirlo. Esos asquerosos anirios no tienen rastro de conciencia o humanidad. Jamás entenderé las sociedades abolicionistas. Son solo un reflejo de la cobardía que yace en los corazones de los hombres —expresó antes de caer en la cuenta de la persona que tenía frente a él—. Espero que La Escuela no te haya convertido en uno de ellos, Mara.

    El tono en el que pronunció ese último indicio de acusación hizo que Mara meditara cuidadosamente su respuesta.

    —En La Escuela no existen esclavos, padre —explicó, consciente de que ni apoyaba ni desmentía su acusación.

    —Sí, lo sé. Incluso hay maestros annos.

    El vello de Mara se erizó al escuchar aquella palabra. Dicha en un contexto inadecuado, lejos del oeste, por supuesto, podría convertirse en motivo de lucha e incluso de muerte. No se trataba solo de unas cuantas letras colocadas en un orden determinado, era el término que mayor odio y repugnancia transmitía. Resultaba ofensivo como ningún otro y, a pesar de estar en la casa de un esclavista convencido, en el estado más restrictivo en cuanto a los derechos de los anirios se refería, a Mara le pareció una completa falta de educación y respeto decir aquello.

    —No debería utilizar esa palabra, padre —se atrevió a reprenderle.

    —¿Por qué? —replicó él, envalentonándose.

    —Es demasiado dañina.

    El juez se levantó de su asiento, rodeó la mesa y se plantó frente a su hija.

    —Son peores que animales, Mara. Tú no viste el cadáver de tu madre. Ella siempre les trató bien, les alimentó y redujo los castigos a algo casi irrisorio y, a pesar de ello… —dijo, rememorando un recuerdo doloroso—. Dos asquerosos annos la raptaron por miedo a que les delatase. La golpearon repetidas veces y la violaron antes de ser encontrados y ejecutados. —Escupía odio en cada palabra—. Fue torturada y violada. Son bestias, y la única forma de convivir con las bestias es domarlas. Así que no vuelvas a recriminarme el uso de ninguna palabra, y menos aún en mi casa, en mi despacho, sentada en una de mis sillas. ¿Estamos de acuerdo?

    —Sí, padre —concedió Mara con la cabeza inclinada.

    —De acuerdo, entonces. Bien, estabas hablándome de las ventajas de no regresar a La Escuela.

    —Sí —retomó Mara entre susurros—. Con la educación que he recibido me aceptarán en cualquier universidad de Ylandra. Podré estudiar lo que quiera y no tendré que preocuparme por el dinero. Todo el mundo sabe que a los aprendices que abandonan la senda les financian los estudios.

    —¿Desventajas?

    —Ninguna. No tendré ataduras. Seré libre. Podré hacer lo que quiera.

    El juez juntó las manos y las apoyó sobre su barbilla.

    —¿Y bien? ¿Sigues necesitando mi consejo?

    Mara se encogió de hombros y luego asintió.

    —Quédate —demandó el juez, tajante—. Te hemos echado de menos y a todos nos gustaría que te quedaras. Verte marchar fue una de las cosas más duras que esta familia se ha visto obligada a soportar y, como bien dices, aquí te espera un buen futuro.

    Mara asintió. Lo cierto es que había decidido quedarse o, para ser más exactos, no había tenido que decidir nada, porque la opción de no regresar ni se la había planteado. Pero en ese momento, tras las palabras racistas de su padre, se sentía desesperanzada.

    —Antes me has dicho que ya tenías tomada tu decisión —apuntó el juez. Mara le miró, apretó los labios con fuerza y dijo:

    —Me quedo, padre. Creo que es la mejor opción para mí.

    —Yo también lo creo. —El juez se puso en pie—. Acompáñame, quiero presentarte a tu madrastra. Creo que os llevaréis bien.

    La dichosa brújula señalaba el Norte. Durante doce años había señalado el Norte, para desesperación de Siara. ¿Por qué, en nombre de Daxal, no funcionaba? La fórmula era correcta. La interacción entre los diferentes potenciales alquímicos —los relativos a la materia y al propio alquimista— debería haber conseguido que aquel estúpido instrumento indicara la dirección correcta, pero no lo hacía. En lugar de eso, apuntaba hacia el Norte.

    —Ya sé dónde está el Norte, estúpida brújula inútil —masculló Siara entre dientes.

    Lo había intentado añadiendo otros elementos, inscribiendo runas y mezclando diferentes estados emocionales sin que aquello diera resultado alguno. Podría haberse rendido hacía años, pero se negaba a hacerlo. Abandonar era sinónimo de perderle o, peor aún, de aceptar que, como creía todo el mundo, estaba muerto. Siara se negaba a creer que aquello fuera cierto.

    Agarró el artilugio y lo apretó en su puño. Quería lanzarlo y destrozarlo, encontrar la fuerza y el tesón para abandonar toda esperanza, pero en su lugar volvió a guardarlo entre los pliegues de un pañuelo de seda. Desesperada, frustrada e impotente, sintió cómo una lágrima se precipitaba desde sus ojos. La capturó con la punta del dedo índice, sintió la violenta vibración de la materia e introdujo la lágrima en un pequeño frasco cilíndrico sin advertir las explosivas características alquímicas de los elementos que estaba a punto de mezclar. En cuanto la pequeña gota salada tocó la miel, una gran llamarada salió disparada hacia el techo. Siara se apartó, dejando que el frasco cayera al suelo y provocara un pequeño incendio.

    —¡Maldita sea! —exclamó.

    Corrió a por una jarra de agua, regresó al lugar del incendio y se detuvo un segundo antes de lanzar el líquido. ¿De dónde había salido esa agua? ¿Puede que fuera agua de lluvia? ¿Agua del río? ¿Del lago? ¿Del pozo? Introdujo la mano en el líquido y cerró los ojos, concentrándose en las vibraciones de las moléculas. Sí, parecía ser agua del pozo. Entonces volcó la jarra y el fuego se extinguió. Exhausta, Siara se desplomó sobre una silla. A punto había estado de incendiar el laboratorio y todo por no ser meticulosa.

    Decidió dejar la alquimia para otro momento. Emociones violentas desencadenaban reacciones violentas y con el incendio Siara se sentía ya saciada.

    —¿Qué demonios ha pasado aquí? —dijo una voz afable desde la entrada del laboratorio.

    Siara se giró e hizo un aspaviento con las manos.

    —¿Cómo está, director?

    —Mejor que tú, según veo —observó sonriendo—. ¿Se te ha quemado algo?

    —Algo —admitió Siara—. No te preocupes.

    —No lo hago. ¿Puedo pasar?

    El director Kremy avanzó, rodeando un mostrador repleto de objetos extraños. Recogió los pliegues de su capa celeste al pasar por encima de la tarima incendiada y buscó un lugar donde sentarse. Una queja fue emitida mientras lo hacía, indicio de los achaques característicos de una edad avanzada.

    —He traído pastelitos de mantequilla. ¿Has desayunado?

    —¿Son de la panadería de Anto?

    El director asintió y le tendió uno de ellos, envuelto en una tela suave. Siara le dio las gracias y se lo llevó a la boca.

    —Las manos de ese chico deben de ser mágicas, te lo juro —dijo con la boca llena.

    Comieron en silencio, disfrutando de los aromas y del sabor. Al terminar, Siara se llevó los dedos a la boca y se limpió el glaseado, aún cerrados los ojos. Para cuando volvió a abrirlos, su mirada había cambiado.

    —Cuéntame.

    —¿Has oído lo del aspirante que entró en las habitaciones del maestro Kolvak?

    —Sí. Lo oí hace un par de días, el año pasado, el anterior y también el anterior a ese. Si lo que quieres es convencerme de que has venido a cotillear sobre las pésimas ideas de algunos aspirantes, te tendrías que haber ahorrado el desayuno. Los aspirantes investigan sobre la vida de sus potenciales mentores. Ninguno desea quedarse sin padrino. Ya ocurría cuando yo estudiaba. Yo misma lo hice. Todos lo hacen —dijo sin apartar su mirada inquisitiva del director—. Así pues, Kremy, ¿por qué estás aquí?

    El director apretó los dientes.

    —¿Lo ves?

    —¿Qué tengo que ver?

    —Eso es lo que hace que el resto del mundo se aleje de ti. Todo ese sarcasmo, la desconfianza y el humor de perros.

    —¡El gran maestro mentalista! ¿Es necesario estudiar mucho para deducir que un humor de perros aleja a las personas?

    El director se echó a reír. Trató de ocultarlo tapándose la boca con las manos, pero el sonido las atravesó. Se quitó los anteojos y se frotó los párpados.

    —Con lo divertida que podrías ser, Siara. Es una pena.

    —Lo es. ¿Me dices ya qué quieres?

    —Sí. —El director sofocó el último rastro de sonrisa—. He venido a pedirte que seas la nueva profesora de Alquimia. También me gustaría que este año aceptaras tutorizar a algún aspirante, para variar.

    Siara apretó sus gruesos labios y los movió a un lado y al otro.

    —Gracias, pero no.

    —Eres una cobarde.

    —Y tú un viejo inútil.

    —Es verdad. Ambas cosas lo son, pero solo una tiene remedio. ¿Qué problema tienes en hacerlo, Siara?

    —¿Por qué necesitas que lo haga yo? Ya tienes un profesor y no hay tantos aspirantes a alquimistas como para necesitar otro. ¿Cuántos alumnos van a la clase de Jubén? ¿Seis? No me necesitas. Tema zanjado.

    El director suspiró. Siara sintió el juicio expresado en su mirada y un atisbo de culpabilidad nació en su interior.

    —Ese es justo el problema que me preocupa, maestra alquimista. Ese bendito número. ¿Seis alumnos? ¡Por Daxal, es ridículo! Antaño la alquimia era una de las artes más perseguidas. Muy pocos se convertían en maestros, pero muchos lo intentaban. Hoy en día, en esta villa tenemos seis aspirantes, de los cuales, ¿cuántos, uno se convertirá en maestro? ¿Dos, si tenemos suerte? Es un desastre, y no creo que en las otras villas la situación sea mucho mejor.

    —¿Y qué culpa tengo yo de que los aprendices quieran dedicarse a artes mucho más mundanas, como la que esa capa representa? —protestó Siara mientras señalaba a la capa celeste que vestía el director—. Hoy en día los jóvenes no quieren vestir el gris. Les aburre. Son el fiel reflejo de en qué se está convirtiendo esta escuela. En algo ridículo.

    —Siara…

    —¿Qué, director? Lleva catorce años siendo algo ridículo.

    —Está bien —se rindió—. ¿Podemos dejar la política a un lado, por una vez?

    Siara estuvo a punto de reprocharle que no era de política de lo que hablaba, sino de algo mucho más profundo. De traición e hipocresía. De engaños. Pero se mordió la lengua. La mañana no había empezado bien y no quería continuar estropeándola.

    —Además, ¿qué te hace pensar que la situación mejoraría si yo fuese profesora?

    —Bueno, muchos alumnos se sentirían más atraídos hacia una clase que no estuviera impartida por un anciano como Jubén. Al fin y al cabo, sigues siendo una belleza.

    Siara le atravesó con la mirada.

    —Y tú eres un viejo impertinente.

    —Sí, cosas de la edad. Cuando pases los sesenta, si quieres, volvemos a comentarlo.

    —Eso dependerá. Para serte sincera, no creo que vivas tanto.

    —¡Y ahí está otra vez! ¡La encantadora Siara Roscharch!

    —Vete al infierno.

    —Sí, ahora. Pero antes tengo que lograr convencerte. Probaré con la verdad, entonces.

    Siara fingió estar indignada:

    —¿Significa eso que no soy una belleza?

    —Lo serías, si quisieras —señaló el director, serio y apenado—. Pero parece que también en eso has claudicado.

    Siara había sido la maestra más joven en vestir el gris desde hacía décadas, y el director aún recordaba a esa muchacha de piel oscura y oscuros ojos por la que muchos hombres perdían la cabeza. Era una chica menuda, con la nariz fina y unos labios carnosos. Orgullosa de su feminidad, más inteligente que ninguno de los patanes que, como moscas molestas, rondaban a su alrededor. La mujer en la que se había convertido, sin embargo, lucía desgreñada, cansada, con bolsas en los ojos. Su capa, que antes ondeaba a su paso dejando ver una figura bien cuidada, ahora lucía vieja y sucia, con remiendos mal colocados aquí y allá.

    —Lo cierto, Siara —continuó el director—, es que eres una gran alquimista. Cualquier aspirante a tu cargo sería muy afortunado. No deseo privar de eso a esta escuela.

    Siara detuvo su mente y se centró en las palabras del director. La maestría, la pertenencia a La Escuela, tenía un precio. Un precio más alto que ningún otro, pues te arrebataba la vida y la ponía a su servicio. Desde el primer momento. Desde que te colocaban la primera capa blanca tu vida dejaba de pertenecerte. Si lo que decía el profesor era cierto, Siara no podría rechazar la oferta. Si sus habilidades podían servir de algo a La Escuela, debía dárselas, pues eran suyas.

    —Nadie querrá que yo sea su tutor —siseó Siara con tono lastimero.

    —Eso no lo sabes.

    —Claro que lo sé. Los alumnos investigan a sus posibles mentores antes de decidir. ¿Cuánto tiempo tardarán en descubrir quién fue mi marido? Y cuando lo hagan, ¿quién querrá…?

    —¡Jamás creí que fueras tan ingenua!

    —No lo soy. Sabes bien todo lo que se ha dicho sobre mí durante estos años. Nada va a cambiar eso.

    —Llevo ya bastante tiempo sin escuchar nada, la verdad. A la gente se le olvidan estas cosas, pero tienes razón. Los alumnos escucharán esas historias y ¿qué? Creo que los subestimas.

    —¿Eso crees?

    —Sí, y dado que soy maestro mentalista deberías escucharme. No hay nada que incendie más rápido las mentes de las personas que un jugoso chisme. Estoy seguro de que esos chicos escucharán las historias y también sé que querrán conocer a su protagonista. Irán a clase solo para oírte hablar. Solo para verte.

    —¡Qué gran logro! —bufó Siara.

    —Y una vez estén allí te conocerán. Y entonces se olvidarán de esas estúpidas historias y tendrás la oportunidad de moldear a los futuros alquimistas. ¿Eso te parece mejor?

    —Creo que sí —respondió a regañadientes.

    —¿Qué me dices, maestra alquimista? ¿Aceptas ser la nueva profesora de Alquimia?

    Siara, con gesto mohíno y pensamientos timoratos, asintió.

    La cena estaba alargándose más de lo habitual y la postura enhiesta exigida a los anirios encargados del servicio hacía que a Güido le doliera la espalda. Le hubiera gustado desprenderse del chaleco, los pantalones de franela y la camisa y estirar la espalda, pero se mantuvo firme. El señor Wellington era muy estricto en cuanto a protocolos de etiqueta se refería y cualquier mínima incorrección tenía consecuencias, así que Güido se armó de paciencia y se esforzó por distraerse viendo como la familia cenaba, conversaba y reía. Sentados en torno a la gran mesa del comedor se encontraban el señor y la señora Wellington, su hijo Viktor, su joven esposa y su pequeña, de apenas tres años de edad, y Mara.

    Hacía ya tres días de su inesperado regreso y desde entonces la casa parecía haber recobrado la vitalidad que perdió la noche en la que asesinaron a la anterior señora. Para Güido aquello no eran buenas noticias. La presencia de Mara, de su risa y su alegría, complicaba lo que hacía solo una semana se antojaba algo sencillo. Sentirla, de nuevo, tan cerca, hacía daño. Avivaba unas emociones que empapaban miles de recuerdos: la muchacha correteando por la plantación a su zaga, su eterna sonrisa, las mil y una veces que se escapó de la casa para acudir a los cultivos a ayudar a los anirios, las mil y una noches que se escapó de la casa para dormir junto a él. Güido se esforzaba por empujar esos recuerdos al fondo de su memoria, donde pudieran ser encadenados, pero a cada palabra que oía surgir de los labios de ella, su cuerpo cedía.

    La presencia de Mara no solo le afectaba a él. Al señor Wellington se le percibía incómodo cada vez que su hija rompía una de las estrictas reglas protocolarias. Danea, su joven mujer, apenas hablaba, aunque, al igual que a su marido, se la notaba molesta. Viktor actuaba con el desdén y la altivez acostumbrados. Su mujer, Neire, hablaba con Mara sobre su hija, la pequeña Aulyn, mientras la recién llegada jugueteaba con la niña ante la atenta mirada de su padre. En un brinquito, Aulyn puso una extraña expresión, estornudó, se rio y después vomitó sobre el vestido de Mara.

    El bebé comenzó a llorar.

    —Lo siento —dijo esta, azorada.

    —No te preocupes. No es culpa tuya —respondió Neire—. Tiene muchos reflujos y vomita con facilidad.

    —¿Y eso es normal?

    —No, pero el médico dice que a algunos niños les ocurre. Desaparece con la edad —respondió Viktor—. Deberías limpiarte el vestido. ¡Güido, trae un paño húmedo!

    Güido asintió y abandonó la estancia. Llegó a las cocinas, donde cuatro anirias se afanaban en limpiar cubertería, vajilla y demás utensilios de cocina y miró en derredor, buscando la figura de su madre.

    —¿Qué quieres, Güido? —le preguntó una de las anirias. Una anciana a la que apenas le quedaba algo de pelo.

    —¿Mi madre?

    —Ha salido un segundo. ¿Qué querías?

    —Mara… La señorita Wellington se ha manchado su vestido. Necesito un paño húmedo.

    Una de las anirias cogió uno, lo humedeció y se lo tendió.

    —¿A dónde ha ido mi madre? —preguntó.

    —¡Y yo qué sé! —respondió la otra de mala gana—. Anda, corre y ve. Las manchas cuanto antes se froten mejor se van. Apúrate.

    Güido emitió un gruñido y volvió al comedor. Le tendió el paño a Mara.

    —Señorita.

    —Gracias, Güido —contestó Mara de forma automática, sin siquiera percatarse de su presencia. Extendió un brazo, cogió el paño y empezó a frotarse la mancha.

    Güido retrocedió dos pasos y volvió a formarse, recto y atento a las órdenes de sus amos.

    —Es una lástima que Jules no haya podido venir —dijo Mara—. Me hubiera gustado verle.

    Al oír aquel nombre, Güido levantó la cabeza y durante un segundo fijó su atención en la reacción del señor Wellington. Desde hacía algún tiempo, ese era un nombre que no se pronunciaba. Nadie lo había prohibido, pero el recuerdo de fuertes discusiones disuadía por sí mismo.

    —Tú hermano… está muy ocupado —dijo el juez.

    —Jules no es un gran admirador de los eventos familiares, todos lo sabemos —añadió Viktor—. Además, Mara, le verás mañana por la noche.

    —¿Mañana por la noche?

    —Es el Día de la Liberación. Todas las familias importantes acuden al baile del gobernador, ¿recuerdas?

    —¡Oh, sí, claro! —recordó Mara—. La verdad es que se me había olvidado. En La Escuela no lo celebran.

    —¿No? —se escandalizó Danea—. ¡Creí que se celebraba en toda Ylandra!

    —Sería muy hipócrita para La Escuela celebrar la caída de Ciudad Gloria —intervino el señor Wellington—. Al fin y al cabo, ese día perdieron mucho.

    Güido dejó de prestar atención a la conversación. Lo único que sabía él de la guerra era que había durado mucho y que los defensores de la república habían vencido, aunque la forma en la que lo consiguieron no había sido la correcta. Con esa información le parecía que ya sabía demasiado acerca de algo que, como anirio, poco le incumbía.

    —Cariño, deberíamos irnos —dijo Neire en un momento en que la conversación comenzó a decaer.

    —Tu mujer tiene razón —sentenció el señor Wellington—. Es tarde para la niña. Ordenaré que preparen la berlina.

    El señor buscó la mirada de Güido y este volvió a salir disparado. Se dirigió a los establos y dio el aviso de que estuvieran preparados. Luego regresó a la escalinata principal, donde la familia se despedía.

    —Aulyn está preciosa —dijo Mara viendo cómo el carruaje se alejaba.

    —Es una niña débil —respondió el juez.

    Mara se encogió de hombros, se giró y volvió a la casa. Su padre y su madrastra la siguieron. Güido cerraba la marcha. Antes de que pudiera cruzar el umbral de la puerta, su amo se giró.

    —Güido, puedes retirarte.

    —Sí, señor. Gracias, señor —dijo, viendo que la puerta se cerraba antes de que él pudiera terminar de hablar.

    Anduvo hasta el destartalado chamizo que compartía con su madre y se encontró a Cazi allí, remendando unos pantalones.

    —Madre —saludó.

    —¿Qué tal, hijo? ¿Cómo ha ido la cena?

    —Estupenda, como siempre —respondió sin demasiado entusiasmo—. Fui a las cocinas y no estabas.

    —Lo sé. Tenía algo que hacer.

    Cazi dejó los pantalones a un lado con delicadeza, se levantó y abrió uno de los cajones. De allí extrajo un objeto envuelto en hojas de roble. Se lo tendió a su hijo, sonriéndole con cariño.

    —¿Qué es eso? —interrogó, agarrando el objeto.

    —Tu regalo.

    —¿Mi qué?

    —¿No sabes qué día es hoy, hijo?

    Güido reflexionó unos segundos y echó cuentas.

    —Es mi día del nombre.

    —Así es. ¿De verdad no te acordabas?

    Güido se llevó una mano a la cabeza y se la rascó.

    —Últimamente tengo muchas cosas en las que pensar —comentó, antes de centrarse en su regalo. Lo abrió, tratando de no destrozar el envoltorio, y descubrió un libro con una cuidada encuadernación—. Las andanzas del pícaro Josué —leyó—. ¿De dónde has sacado esto?

    —¿Acaso importa? —respondió Cazi.

    En cierto sentido sí que importaba. Los esclavos tenían prohibido leer o, en su caso, ser el propietario de cualquier documento escrito. La mayoría de los amos estaban convencidos de que ningún anirio sabía leer. Algunos, incluso, defendían la tesis de que solo una parte insignificante de ellos tenían la capacidad cognitiva suficiente para aprender a leer o escribir, aunque no por eso eran más transigentes a la hora de castigar la infracción de la norma. Eso significaba que, para una aniria como su madre, conseguir un libro era harto complicado y también peligroso.

    —¿De dónde lo has sacado, madre? —insistió Güido.

    —Eso no te importa —replicó—. ¿Te gusta?

    —Sí, claro, pero… podría ser peligroso. Creo que deberías devolverlo. Si el amo se entera de que tenemos esto aquí… —dijo devolviéndole el tomo.

    Cazi lo cogió, lo miró y le golpeó a su hijo con él en la cabeza.

    —Coge el maldito libro, Güido —le ordenó—. Lo lees, lo escondes y aquí no ha pasado nada. Tampoco es que vaya a ser la primera vez que tengas uno en tu cuarto.

    Su madre tenía razón, aunque al mismo tiempo estaba equivocada. Güido había aprendido a leer a la tierna edad de cinco años, época en la que muchos textos habían pasado por sus manos, pero eran tiempos muy diferentes. En primer lugar, el señor Wellington se ausentaba durante semanas, dificultando el descubrimiento de la transgresión. En segundo lugar, la persona que solía encargarse de la disciplina era su mujer, la madre de Mara, y Güido dudaba de que ella se hubiera enfadado por encontrar un libro entre sus manos. Por último, la persona que le daba los libros era la misma que le había enseñado a leerlos y Mara hubiera hecho todo lo posible por encubrirle. Ahora ya no estaba tan seguro de eso. Durante los últimos años solo había habido una certeza en su vida. No se podía confiar en los irios. El libro que acababa de regalarle su madre suponía una amenaza.

    —De veras, madre…

    —Güido, no me obligues a azotarte, porque ten por seguro que lo haré. Es tu día del nombre y me ha costado mucho encontrar esto, así que dame las gracias, entra a tu cuarto y no vuelvas a mencionarlo.

    Güido asintió, abrazó a su madre, le plantó un fuerte beso en la mejilla y le dio las gracias. Leyó durante unos minutos, a solas en su cuarto, a la luz de una parpadeante vela, hasta que oyó que alguien llamaba a la puerta de la caseta. Guardó el libro bajo el colchón y permaneció a la espera.

    —Mara, cariño, ¿qué haces aquí? —oyó decir a su madre.

    —Hola, Cazi. ¿Puedo pasar?

    Güido escuchó unos pasos y luego el sonido de la puerta al cerrarse.

    —¿Necesitabas algo, cariño?

    —No es nada, Cazi. Solo que no recordaba que mañana era el Día de la Liberación —dijo.

    —¡Oh, claro, entiendo!

    —¿Está aquí? —preguntó Mara.

    Güido ya se había levantado y abierto la puerta.

    —Buenas noches, señorita Wellington —saludó desde el umbral, con la cabeza caída hacia delante en un gesto de completa sumisión.

    —Hola, Güido. ¿Te importa que hablemos? —preguntó.

    —Lo que usted quiera, señorita.

    El silencio se paseó por la estrecha sala, susurrando taciturnas y tristes palabras.

    —Será mejor que os deje a solas —decidió Cazi.

    —No, no, por favor —dijo Mara—. No quiero echarte de tu casa. Preferiría que Güido y yo diéramos un paseo, si a él no le importa.

    —Claro —respondió Güido. Las palabras surgidas de la garganta de un autómata carente de voluntad.

    Salieron de la caseta y Mara puso rumbo hacia la arboleda que delimitaba los terrenos de la plantación. Durante todo el trayecto ninguno de los dos dijo nada. Solo caminaron, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Al internarse en el bosque, Güido no pudo aguantar más.

    —¿Podría decirme a dónde vamos, señorita? —preguntó.

    Mara paró en seco, con la cabeza ladeada de forma que el pelo tapaba su rostro. Güido también se detuvo, a escasos metros de ella.

    —¿Cuándo me he convertido en la señorita Wellington, Güido? —cuestionó—. ¿Cuándo dejé de ser simplemente Mara?

    Entonces volvió su rostro. Había cólera en sus ojos.

    —Lo siento, señorita —respondió Güido, apretando las mandíbulas.

    —Está bien —dijo Mara y echó a andar—. ¿Vienes?

    Güido la siguió durante unos minutos, unos pasos por detrás del caminar seguro de Mara. Se internaron en un bosquecillo poblado de encinas, se acercaron a uno de los árboles y se detuvieron.

    —Yo no me he olvidado, Güido —comentó—. ¿Tú sí?

    Güido alzó la cabeza y la giró hacia su izquierda. Sobre el tronco de una enorme encina alguien había tallado unas letras con la ayuda de una navaja. Eran una M y una G, rodeadas de un círculo. Güido recordó el momento exacto en el que lo hizo, hacía algo más de siete años.

    —¿Recuerdas lo que significa? —preguntó Mara. Güido asintió—. ¿Y qué significa, Güido?

    —Éramos críos —musitó sin apenas mover los labios.

    —¿Qué significa?

    Güido suspiró.

    —Que siempre seríamos amigos —respondió.

    —¿Y qué ha pasado? ¿¡Señorita Wellington!? ¿En serio? Hemos sido amigos toda la vida. Más que amigos. Aprendimos a correr juntos, a leer juntos. ¡Por Daxal, mi nombre fue la primera palabra que pronunciaste! ¡Y la mía fue Cazi! Antes que mamá o papá, dije el nombre de tu madre. Tú y yo nunca nos tratamos así —alegó—. ¿Por qué ahora sí?

    Güido apretó los puños, luego los dientes, el corazón y el alma, hasta que sintió que los ojos se le anegaban de lágrimas.

    —¡Porque soy tu esclavo, Mara! ¡Eres mi dueña! No podemos ser amigos porque solo soy una propiedad.

    —Eso no son más que… —discutió Mara, bajando el tono a casi un susurro.

    —No, no lo son.

    Mara negó y señaló la inscripción del tronco del árbol.

    —¿Entonces era mentira? ¿Mentiste cuando escribiste esto?

    —¡No! —protestó—. Tú te ibas. Cuando lo escribí… Pero en siete años las cosas cambian mucho y ahora… —dudó, pero no se frenó—. Ahora soy tu esclavo y tú eres mi ama.

    Los hombros de Mara cayeron hacia delante y al momento su cabeza empezó a dar sacudidas de arriba abajo.

    —Está bien —dijo Mara—. Ese es el problema. De acuerdo. Haremos un trato. Te prometo que haré que te den la libertad. A ti y a tu madre. A los dos.

    El interior de Güido se agitó al oír aquello. La libertad. Era el sueño de todo anirio esclavizado. Era mucho más que eso. Era algo tan grande que ningún anirio se atrevía a hablar de ello o siquiera pensarlo.

    —El señor nunca nos liberará.

    —El señor es mi padre, Güido. Puede ser testarudo e irascible a veces, pero no es una mala persona. Encontraré la forma de conseguirlo, créeme.

    Güido no la creía y no confiaba en que nadie pudiera hacer cambiar de parecer a su amo. Por otra parte, estaban hablando de libertad.

    —Está bien —se rindió, tras un momento de vacilación, sintiendo cómo se agarraba a un clavo ardiendo, pero exhausto por tratar de contener sus emociones—. Acepto el trato.

    Mara sonrió.

    —Pero me tienes que prometer algo —pidió—. Desde hoy me tratarás como lo que soy. Una amiga.

    —Una amiga —repitió y después, escondiendo su mirada entre su vergüenza, añadió—: Te he echado de menos.

    Mara se acercó y le envolvió en un abrazo. Güido se lo devolvió y sintió por primera vez cuánto habían cambiado sus cuerpos. La recordaba incluso más alta que él, pero ahora la cabeza se apoyaba sobre su pecho. Era liviana y frágil.

    Al separarse del abrazo, ambos se quedaron callados y sonrientes.

    —Debería regresar —dijo Güido—. ¿Te importa?

    Cuando salieron de entre los árboles, la luz de un millar de estrellas les acunó, bañando sus rostros. Güido tenía la piel paliducha y el pelo castaño y era de los anirios más enjutos de la plantación, gracias en parte a que sus labores siempre se habían circunscrito a los quehaceres de la casa. Nada de tratar con bestias. Nada de recoger cultivos. Era más bien feo, con algún que otro grano en el rostro. La adolescencia no le estaba tratando bien. Sus ojos eran como los de cualquier otro anirio puro. En el centro del ojo la pupila y en el resto un baño lechoso roto solo por algunos nervios enrojecidos.

    —Oye, ¿es cierto que en La Escuela algunos maestros son anirios? —preguntó.

    —Y no solo algunos. Más o menos la mitad de los maestros son anirios.

    —¿Cómo es?

    Mara levantó la vista hacia las estrellas, evocó sus recuerdos y se perdió en ellos. Sonrió.

    —Es un lugar maravilloso. Está en el norte del país y todo el terreno está rodeado de altas montañas hasta el mar. No hay forma de llegar hasta la costa si estás dentro, porque vayas a donde vayas siempre hay montañas. La única forma de entrar es por la capital, Lanti’s Cloe, o por el valle de Caldaso. La capital es una ciudad enorme, casi tan grande como Viendavales. Hay un gran lago de agua cristalina, ríos, campos para pastar, antiguas cuevas. Y aunque está en el norte apenas hace frío. Las montañas detienen el viento y hacen que el clima sea agradable durante todo el año. Es un lugar mágico.

    —¿Y por qué no vuelves? —preguntó Güido.

    —¿Cómo sabes que no voy a volver? —Güido se encogió de hombros y Mara le sonrió—. No lo sé. Creo que no está hecho para mí. Durante estos años mi vida ha consistido en dos cosas. Estudiar y entrenar. Estudiaba durante ocho horas y entrenaba otras seis. El resto del tiempo que te queda lo dedicas a comer y a dormir. Es demasiado. No me arrepiento de haber ido. He aprendido muchísimo sobre muchísimas cosas, pero ahora quiero estar aquí. Con mi familia. Con Cazi y… contigo.

    Se aproximaron al chamizo y se despidieron, deseándose las buenas noches. Mara echó a andar hacia la casa, pero antes de haber dado el tercer paso, se giró.

    —¡Qué tonta! Casi se me olvida —dijo—. Tienes que perdonarme. De pequeña siempre me acordaba por el Día de la Liberación y hasta que no lo han dicho hoy en la cena no he caído. Feliz día del nombre, Güido —felicitó sonriendo, al tiempo que sacaba algo del bolsillo y se lo entregaba.

    Era una esfera de vidrio ennegrecido, del tamaño de un puño. Dentro, aunque no se apreciaba bien, parecía haber un líquido espeso.

    —Gracias —expresó Güido sorprendido a la par que extrañado.

    —¡Agítalo! —propuso Mara, sonriente—. Solo una vez, con delicadeza.

    Güido obedeció y la esfera comenzó a emitir una débil luz azulada.

    —¡Es un iluminador! —anunció Mara triunfante.

    —¿Un qué?

    —¡Un iluminador! —repitió—. Un invento alquimista. Lo compré en una tienda de objetos raros en Lanti’s Cloe. Cuanto más lo agites más brillará. El vidrio es muy resistente, así que no hay riesgo de que se te rompa. Agítala un poco más.

    Güido movió el objeto de arriba abajo y este comenzó a brillar más y más.

    —¿Lo ves? Ahora sóplale.

    Al hacerlo, la luz fue perdiendo intensidad hasta desaparecer.

    —¡Es… alucinante! —se asombró Güido completamente absorto en la esfera.

    —¿Te gusta?

    —¡Es increíble! ¡Esto es pura magia!

    —Más o menos. Es alquimia. Me alegro de que te guste. Feliz día del nombre.

    Se dio la vuelta y se marchó, dejando un rastro de alegrías a su paso. Solo cuando se hubo alejado varios metros pudo Güido salir de su ensimismamiento.

    —Buenas noches —susurró.

    Se quedó allí plantado, vigilando los pasos de su amiga, feliz por volver a tenerla en su vida e incapaz de recordar por qué aquello no era algo bueno. Entonces una voz le devolvió a la realidad.

    —¡Güido! ¿Vienes o qué? ¡Llegaremos tarde!

    Procedía de un fardo de paja tras el que se escondía otro anirio. Güido echó una última ojeada en la dirección en la que Mara se había marchado y se guardó su regalo en el bolsillo. Luego siguió a su compañero.

    —¿Qué estabas haciendo? —le preguntó Coco.

    —Nada.

    —¿Esa era la señorita Wellington?

    —Sí. Tenía algo que decirme.

    —¿Sí? ¿Qué?

    —¿Qué te importa? —bufó hastiado de tanta pregunta—. Acelera, anda. Que no llegamos.

    Caminaron hasta llegar al granero, lo rodearon y se encontraron con un grupo de unos treinta anirios, todos ellos esclavos de la plantación. La mayoría de los congregados eran chicos jóvenes, algo mayores que Güido, aunque también había un chico de dieciséis años y un par de ancianos. Uno de ellos pidió al resto silencio y se dispuso a hablar.

    —No tenemos mucho tiempo, así que hablaré rápido. Todo está preparado para mañana. A las tres de la madrugada atacaremos la plantación. Una hora antes os daremos las armas que hayamos podido reunir. Hemos intentado conseguir pistolas, arcabuces y mosquetes, pero no ha sido posible. Casi mejor. Esas armas son demasiado ruidosas. Os proveeremos de espadas, pero no tenemos suficientes para todos, así que cogedlas solo los que penséis que podréis manejar una. El resto haceos con martillos, rastrillos, cuchillos, antorchas o lo que podáis. Troto y otros veinte se dirigirán primero al pabellón de guardias y capataces y el resto irán a la casa —explicó el anciano señalando a un anirio fuerte y con cara de pocos amigos—. ¿Alguna duda?

    Los treinta anirios permanecieron callados, salvo uno.

    —Deberíamos esperar —repuso Güido.

    Un murmullo se extendió entre los asistentes. Algunos preguntaban qué había dicho, otros quién lo había dicho. Independientemente de ello, nadie parecía acoger las palabras con cariño.

    —¿Qué dices, hijo? —preguntó el anciano.

    Los que estaban a su lado se apartaron de Güido. El resto se giró y decenas de ojos le atravesaron

    —Dice que no hay espadas suficientes para todos y que solo las cojan los que sepan usarlas. Ninguno sabemos usar una espada. No he cogido una en toda mi vida y dudo que alguno de vosotros lo haya hecho. Deberíamos esperar. Entrenar antes con ellas.

    —No podemos esperar —replicó el anciano—. Mañana es el Día de la Liberación. Los capataces y los guardias estarán de celebración. Comerán y beberán hasta caer rendidos. Es nuestra mejor oportunidad. Acabaremos con ellos en sus camas.

    —¿Y si alguno está despierto? ¿Y si nos ven y dan la alarma?

    —Aunque lo hagan seremos muchos más y estaremos bien armados —dijo el anciano—. Güido, ¿qué ocurre? ¿A qué vienen todas estas dudas?

    —Es por su amiguita. La señorita Wellington —intervino una desagradable voz a su derecha.

    Güido se volvió hacia aquella voz y le señaló con un dedo tenso.

    —Mara no tiene nada que ver.

    —¿No? ¡Venga ya!

    —Es verdad —apostilló Coco—. Antes los he visto hablando.

    El anciano se puso de pronto en pie.

    —Güido —recalcó en un tono reprobatorio que exudaba ansiedad—. Ella no sabe nada, ¿verdad?

    —¡Claro que no! Pero es cierto. Ella no se merece que le hagamos esto. Siempre nos ha tratado bien. No es justo lo que le va a pasar. Deberíamos esperar y pensarlo mejor.

    Todos volvieron a quedarse en silencio y Güido percibió el nulo apoyo con el que contaba. Cada uno de sus compañeros le transmitía decepción y también rabia.

    —Tampoco fue justo lo que le ocurrió al hermano de Josú, ni al hijo de Ascar. A ambos los mataron por nada, Güido. Y sabes bien que no son los únicos. Puede que esa jovencita no se merezca lo que le va a pasar o puede que sí. Pero no por ello vamos a abandonarlo todo. Además, no somos la única plantación que atacará mañana. Otras cinco granjas y plantaciones lo harán al mismo tiempo. Y, cuando se enteren, muchos de nuestros hermanos nos seguirán. Esta es nuestra oportunidad y no la dejaremos marchar.

    Esa noche, recostado en su cama e incapaz de dejarse llevar por el sueño, Güido rompió a llorar.

    El ciervo permanecía inmóvil y aterrorizado, atrapado en una red que se mecía con el rumor del viento. Era la imagen de la más pura indefensión. Aleyn desató la cuerda del tronco del árbol y tanto el animal como una roca que hacía de contrapeso se estrellaron contra el suelo. Al caer, el ciervo intentó zafarse de su captura, pero con las patas enredadas lo único que hacía era caerse, levantarse y volver a caer. Aleyn se aproximó, susurró un par de palabras tranquilizadoras y le cortó el cuello con un pequeño puñal. El ciervo emitió un par de ruidosos sonidos de desesperación y luego, cuando un enorme caudal de sangre bañaba el suelo, se desplomó.

    Limpió el puñal con un pañuelo viejo y ensangrentado y lo guardó en su funda. Se agachó, agarró las patas del animal y se echó su peso en los músculos de la espalda y los brazos.

    Cargado con al menos el doble de su peso, recorrió el lejano bosque de Odris, donde las primeras heladas del otoño habían dejado un manto de escarcha sobre la hierba. El bosque de Odris, situado en el extremo norte de Ylandra, era un horrible paraje para vivir. Apenas dos poblados constituían la única vida civilizada que se podía encontrar en cientos de leguas a la redonda, en mitad de un paisaje escarpado y quebradizo.

    Aleyn detestaba vivir allí, pero sospechaba que quizá no había lugar más seguro para un condenado a muerte como él. La única alternativa al bosque, con tan escasa demografía, se encontraba en el Gran Desierto del sur y, entre un mar de árboles y un océano de fuego, prefería el primero. Al menos allí ni el agua ni la comida le habían faltado nunca.

    Conforme avanzaba sintió otra presencia humana aproximándose por uno de sus flancos. Se ajustó el cadáver del ciervo en la espalda y apresuró el ritmo de sus pisadas. Lejos de aumentar la distancia con su perseguidor, esta menguó. Luego sintió otra presencia más, en su flanco derecho. Luego otra, esta vez en el izquierdo, y finalmente una última frente a él. Allí parado, con las piernas abiertas, las manos a la espalda y la postura erguida, le esperaba un joven vestido de rojo y negro.

    Aleyn dejó caer el cuerpo del animal. Se giró y vio a las otras tres figuras aproximándose. Dos eran equivalentes estéticos del hombre que ya había visto. La última era una mujer de mediana edad, vestida con una túnica nada elegante de color granate.

    —Buenos días, señor —saludó Nuza—. Una buena presa la que transporta.

    —Gracias, señora.

    —Yo no como ciervo. No me gusta el sabor.

    —No estaba en mis pensamientos compartirlo —dijo Aleyn.

    Nuza se rio, seguida de Aleyn. Una risa tensa y comprometida.

    —Dígame, ¿qué están haciendo en el bosque? ¿Se han perdido? —preguntó Aleyn.

    —No, señor. En realidad estamos buscando a una persona que creemos que vive aquí. —Aleyn reevaluó la situación, ya no como un incordio sino como una amenaza. Su cuerpo se tensó y su mano se preparó para desenfundar el puñal, única arma con la que contaba—. Al parecer estábamos en lo cierto —terminó de decir Nuza.

    Aleyn sonrió. Desde luego aquello se parecía mucho a una amenaza, aunque algo fallaba. Tres hombres y una mujer. Ninguno de ellos maestro de La Escuela. O no eran lo que parecían o Aleyn había envejecido mucho más de lo que su reflejo le decía.

    —Así que están aquí por la recompensa. Han decidido venir al norte, perderse en un bosque y buscar fortuna. Espero que al menos sean buenos luchadores.

    —Así es, señor.

    Aleyn sonrió, desconcertado. Sus cuatro adversarios permanecían tranquilos, siguiendo un guion previamente acordado. Aleyn se fijó en que no portaban arcabuces ni espadas, aunque aquello no quería decir que estuvieran desarmados. Un pistolete o un cuchillo podía esconderse en decenas de lugares

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