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Coníferas
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Libro electrónico237 páginas3 horas

Coníferas

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Joel vive en Walden, una comunidad idílica en plena naturaleza cuyos miembros rechazan las nuevas tecnologías y abogan por una vida fiel a las costumbres de antes. Con el propósito de acercarse a Alina, una recién llegada que lo tiene fascinado, empieza a enviarse cartas a sí mismo a casa de la joven. Todo va sobre ruedas hasta que Alina le entrega una que no ha escrito él y cuyo contenido sugiere que el remitente anónimo lo conoce mejor que nadie. A medida que la relación con Alina avanza, se suceden los equívocos y las amenazas de este saboteador epistolar empeñado en separar a la pareja. Lentamente, sin darse cuenta, Joel queda atrapado en un inquietante laberinto de espejos donde su reflejo parece adquirir vida propia mientras él lucha para recuperar las riendas de su destino. Marta Carnicero urde con maestría los hilos de este relato conmovedor sobre la identidad, el amor y la angustia de perder una y otro.
 
"No es exagerado decir que Carnicero maneja el detalle significativo con una maestría poco común en las letras peninsulares […] posee una inteligencia que le permite extraer de un tema acotado todas sus posibilidades".
Carlos Pardo, ElPaís -Babelia
IdiomaEspañol
EditorialAcantilado
Fecha de lanzamiento25 nov 2020
ISBN9788418370113
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    Coníferas - Marta Carnicero Hernanz

    MARTA CARNICERO HERNANZ

    CONÍFERAS

    TRADUCCIÓN DEL CATALÁN

    DE PABLO MARTÍN SÁNCHEZ

    ACAN

    ACANTILADO

    BARCELONA 2020

    CONTENIDO

    PRIMERA PARTE

    1—2—3—4—5—6—16:22—7—8—9—10—11—16:50—12—13—14—15—16—17:14—17—18—19

    SEGUNDA PARTE

    20—21—22—23—24—25—17:41—26—17:57—27—28—29—30—18:12—31—32—18:24—33—34—35—36—18:31—37—38—18:45—39—40—41—42—43—19:11—44—45—46—47—48—49—19:14

    TERCERA PARTE

    50—51—52—53—19:20—54—55—56—19:25—57—58—59—60—19:40—61—62—63—64—65—66—67—68—69—70—71—19:47—72—20:03—73—20:05—74—20:18

    AGRADECIMIENTOS

    Para Oscar,

    My first, my last.

    Para Roser,

    que lo habría leído.

    Para Montse,

    que nos dejó su sonrisa.

    Para Laia y Abril, siempre.

    Llegia distret el color d’unes roses

    en uns versos d’Ausoni, quan, de sobte,

    emergiren del record uns llavis,

    els teus.

    Visió fugaç d’un o dos segons, no més.

    Em vaig descobrir fent per no perdre’ls.

    Com qui rescata tombes d’un cementiri

    d’un poble que s’ha de negar sota un pantà.

    Era tan poc, o tant, que t’estimava.

    MANUEL FORCANO, Corint

    Todo el mundo tiene un secreto, un pacto que firma consigo mismo. No hablo de esos secretos que se guardan por instinto, por miedo o por lealtad, de esos que te incomodan sólo cuando los recuerdas pero te ayudan a ir tirando. Hablo de los otros, de los que te dejan el alma en carne viva aunque intentes enterrarlos; de los que llevas contigo, dentro, encima. Nada visible, en apariencia; nada alarmante. Nada que te identifique entre la masa de cuerpos que circulan por las entrañas de la ciudad como si el resto, centenares de cuerpos tan anónimos como el tuyo, formasen parte del mobiliario. A lo sumo, cierto desengaño, como un peso sobre los hombros, una pizca de acritud en el carácter que te hermana con tanta gente de vida solitaria como la tuya. Porque la vida es así, esa vida que intentabas esquivar: nada de pueblos idílicos alrededor de un lago, vecinos que se saben tu nombre o chicas que te saludan desde el otro lado de la ventana. Hablo del mundo real, de una herida invisible que has intentado negar y no se cierra. Y no puedes decir nada: por algo es un secreto y tú has decidido que lo fuera. Siempre ahí, como un compañero de celda a quien no conviene molestar.

    No puedes decirme nada que no sepa; yo también he vivido esta historia. Cambia el escenario, sí: el pueblecito de casas bajas que has elegido, la vuelta a una vida que no concuerda con el hombre que eras fuera, con quien te encontrarás en cuanto vuelvas. ¿Qué harás, Peluchito, cuando todo esto acabe? ¿Retomar el piano como si nada? ¿De verdad crees que podrás?

    Ni siquiera sabes para qué has venido. Voy a contártelo, para eso estás aquí, ante este espejo que nos pone al uno frente al otro.

    Voy a contártelo. Compartir un secreto con uno mismo no es romper el pacto.

    PRIMERA PARTE

    Could a greater miracle take place than for us to look through each other’s eyes for an instant?

    HENRY DAVID THOREAU, Walden

    1

    Era la segunda vez que lo hacía, pero aún no había recibido nada. De todos modos, el trayecto hasta New Ithaca resultaba agradable a mediados de septiembre; bastaba con bajar las ventanillas para estar fresco, sin necesidad de poner el aire. La carretera partía en dos el horizonte rojizo y el chirrido de los grillos llegaba de los matorrales que asomaban a ambos lados del asfalto. Desde que vivía en las Walden había bajado a la ciudad cuatro o cinco veces, siempre por asuntos que no había podido resolver en el pueblo. En el pueblo no había bares con conexión; nadie habría aceptado ser visto en un lugar así.

    En New Ithaca quedaban dos buzones, que supiera: uno en los bajos del ayuntamiento, junto al juzgado de paz, y otro en el centro comercial, en el extremo norte de la ciudad. Cuando llegó, la gente hacía cola en el cine y las luces ya estaban encendidas. Antes de dirigirse al buzón, sin embargo, se desvió hacia la entrada del drive-in. Sabía que nada más pisar la ciudad se dejaría tentar por todo lo que detestaba, pero al volver a casa le daría pereza cocinar y el hambre le pareció una buena excusa para la autoindulgencia. Tampoco iba tan a menudo a la ciudad y, además, no recordaba qué tenía en la nevera.

    La dependienta llevaba una cola alta, una placa con su nombre y un fino brazalete tatuado en la muñeca. Le pareció un detalle vagamente sexi, aunque no supiera decir si el interés procedía de la muñeca o del tatuaje. Pidió una cerveza y un vegetal con pollo y mayonesa. Se le ocurrió hacer la broma del sándwich de pollo que quería ser vegetariano cuando la voz de la joven lo devolvió a la ventanilla. ¿Lo quería todo XL, por noventa céntimos más? Era una oferta. Le pareció excesivo, pero respondió Porsupuesto como si acabara de pedirle que escaparan juntos. Perfecto, contestó la chica sin levantar la mirada, mientras apretaba muchas más teclas de las que parecían necesarias.

    —Serán siete con setenta. ¿Nombre?

    —¿Perdona?

    —Para recoger el pedido a la salida.

    —Claro. Disculpa. Joel. Joel Oria.

    Rebuscó en la cartera sin dejar de mirar a la chica, que se afanaba en hacer saltar el esmalte de una uña despintada.

    —Lo siento—dijo sacando un billete grande—. He pasado por el cajero y…

    —No hay problema.

    Aprovechó para leer el nombre que ponía en la placa. No los habían presentado formalmente, pero no tenía importancia; si querían, ahora ya podían llamarse por el nombre. Además, Traci le parecía muy adecuado. Había elaborado todo un corpus sobre chicas que eligen la i latina cuando es evidente que va con y griega, pero aquélla en concreto—ya fuese por la muñeca, o por el tatuaje, o por ambas cosas—se había encaramado directamente al podio de las Tracies, de las que había conocido y de las que le quedaban por conocer. Sin duda habría un chico esperándola a la salida todas las noches. Una Traci siempre tiene a alguien, con o sin esmalte.

    —El cambio, señor.

    Habría deseado preguntarle cuántos señores conocía que pusieran el despertador una hora antes para salir a correr; cuántos señores de cuarenta y pocos que consiguieran dar la vuelta al lago, tres días a la semana, mientras los vecinos remoloneaban en sus camas intentando ignorar las ganas de mear que te despiertan al alba. Un trueno, no muy lejano, le hizo volverse para descubrir que el cielo se había encapotado por el este y brillaba de un modo imposible por el otro lado.

    —Señor…—La voz lo devolvió a la ventanilla.

    El siguiente aspirante a menús colosales avanzaba ya, conquistando un espacio que no le correspondía, y arrancó sin comprobar el cambio, con la imagen de los dedos lamentables de la chica soltando las monedas en la palma de su mano.

    Bajó a echar la carta sin apagar el motor. Conducir más de una hora para mandar una carta, teniendo un buzón a tres minutos de casa, era una de esas acciones que sólo el anonimato ayuda a vivir como si fueran menos estúpidas. La razón le hacía dudar a cada instante, pero si había llegado hasta allí no era para regresar con un sobre en el bolsillo. En la ciudad nadie lo conocía; de hecho, se atrevería a decir, en la ciudad nadie conocía a nadie. Y en el improbabilísimo caso de haber sabido quién era, nadie se extrañaría al leer su nombre en el sobre, en el espacio reservado al destinatario, ni al ver el nombre de su calle debajo. Ni uno solo de los habitantes de la ciudad lo habría juzgado por dejar en blanco el espacio del remitente, ni por mirar a ambos lados antes de echar el sobre en el buzón como si estuviese haciendo algo reprobable.

    Al entrar en el coche, unas gotas enormes como cagadas de pájaro empezaron a oscurecer la acera, estallando en el parabrisas con un ruido sordo mientras subía las ventanillas para volver a casa.

    2

    Al principio no se le había ocurrido ninguna estrategia, y eso que estaba acostumbrado a los recién llegados. De vez en cuando aparecían por la Comunidad nuevas familias, pero a menudo acababan yéndose porque les costaba adaptarse. Las que llegaban con adolescentes tenían más puntos para fracasar, y a veces se iban sin dar explicaciones y sin dejar ningún contacto; las parejas con niños, en cambio, solían mostrar una determinación admirable y, si no se divorciaban por el camino—en cuyo caso uno de los dos terminaba por irse, o se iban los dos, sobre todo si el divorcio lo había provocado alguien de dentro—, acababan convirtiéndose en piedra angular de la Comunidad. También estaba el intelectual, o el artista, que se instalaba en las Walden porque el personaje que se había creado lo pedía a gritos. Al propio Joel lo habían incluido al principio en esta categoría, hasta que los vecinos comprendieron que se habían equivocado en el pronóstico y lo aceptaron como miembro de pleno derecho. También había visitantes de fin de semana y estudiantes con ganas de aislarse, pero se trataba de casos particulares, pues no pretendían formar parte de una comunidad con los valores de antes: lo que los atraía era el silencio y la desconexión; el hecho de que, si no eres una presencia que palpita en las redes, existe un mundo donde quien palpita eres tú.

    Entonces había llegado ella, un perfil nuevo que no admitía predicciones, y había suscitado más preguntas que respuestas. Para empezar, nadie recordaba a chicas solas. El economato era un hervidero de conjeturas, y algunas mujeres mayores—alentadas por Marjo, que pasaba demasiadas horas etiquetando conservas y botes de champú—aprovechaban para inventarle un pasado infeliz o proyectar en ella frustraciones mal digeridas. Alina se había convertido en tema de conversación y, viendo el interés que despertaba—y las pocas novedades que llegaban a comunidades semiaisladas como las Walden, que rechazaban todo medio de comunicación que no existiera, en el mejor de los casos, en el siglo XX—, todo parecía indicar que se mantendría en el ranking de cotilleos, sin ningún problema, hasta el final del verano.

    A Joel no le costó imaginarle una vida a la recién llegada. Que las casas de la calle hubieran sido construidas en una sola fase, con una distribución similar, le permitía establecer paralelismos. A través de los ventanucos tintados de la escalera podía verla en la cocina, y el comedor, situado en la parte posterior de la casa, tenía un ventanal abierto de pared a pared. El dormitorio—y la cocina de nuevo, pero ahora vista desde arriba, en escorzo—quedaba cubierto desde la habitación de invitados, en la primera planta, donde él tenía el estudio. Desde el porche, donde Joel se tumbaba a leer por las tardes cuando aún hacía bueno, dominaba el patio trasero, el tendedero y la tumbona.

    Lo más curioso, pues no lo había pensado nunca, fue descubrir hasta qué punto un espacio podía cambiar con la iluminación adecuada. Alina había puesto en su casa varias plantas, un tapiz, cojines por todas partes y una colcha que invitaba a la molicie; una mesa maciza, en la cocina, rodeada de sillas dispares y, sobre todo, un montón de luces indirectas de diversos tamaños y colores que salpicaban las paredes con la calidez de las bombillas antiguas. Él no era un hombre de plantas—le bastaba con el verde de las coníferas que poblaban los alrededores—, pero tenía que admitir que, en su casa, las luces encastradas del comedor iluminaban la estancia de manera homogénea, sin gracia, con aquel sofá de cuero marrón demasiado tieso y aquellos cojines que parecían mucho menos esponjosos que los cojines de Alina. No podía decirse que a su casa le faltara calidez—a las casas de madera nunca les falta, le gustaba pensar, cuando el suelo te corteja crujiendo a cada paso como una mascota indolente que se alegra de verte—, pero la de Alina se notaba vivida a los cuatro días de vivir en ella. No podía ser cierto todo aquello que se contaba en lo de Marjo: cada vez que miraba la casa descubría un detalle nuevo, cada objeto era señal de vida plena. En comparación con todos ellos, los suyos—las estanterías combadas por el peso de los libros, la alfombra blanca, impoluta, donde le gustaba hundir los pies mientras leía—parecían un intento desesperado de llenar las tardes, una broma: un esfuerzo por simular una vida como la de aquella recién llegada que, sentada al piano, no necesitaba nada, ni a nadie, para ser feliz.

    3

    Sin duda, Emma lo tenía calado desde hacía tiempo, pero él fingía no saberlo. Por la parte de atrás, los tres patios estaban alineados, con el de Joel en medio y los de Emma y Alina a ambos lados, separados entre sí por una mínima valla. Emma se había instalado con sus padres en las Walden cuando aún era pequeña e hija única, y ahora estaba en esa edad indefinida en que eres capaz de reconocer un club de carretera sin haber visto nunca ninguno, pero no sabes muy bien qué ocurre dentro.

    Leía al sol con los pies sobre la silla, como si tuviera toda la vida por delante o quizá precisamente porque sabía que la tenía. Últimamente—y eso también debía de saberlo—Joel salía al patio con cualquier excusa: para cortar el césped, para leer, para recoger la ropa tendida.

    —No está—dijo Emma haciendo visera con la mano para mirarlo.

    —¿Cómo dices?

    —No muy alta. Delgada, pecosa, como un chaval que acaba de liarla. De ésas a las que les queda tan bien el pelo corto que te entran ganas de cortártelo igual aunque sepas que a ti te quedará como el culo. ¿De verdad me estás diciendo que no sabes de qué hablo? Porque te pasas el día saliendo a mirar.

    —…

    —Haríais buena pareja. O sea, un pelín joven para ti, pero tampoco hay que ponerse tiquismiquis.

    —Sí que estás aburrida.

    —Me fijo en lo que pasa, eso es todo. Mi madre dice que para escribir hay que aprender a observar.

    —No sabía que escribieras.

    —Es que no lo hago. Todavía. De momento me limito a mirar qué escribe el resto.

    —¿Qué estabas leyendo?

    —Bufff. Lectura obligatoria, éste no enseña nada. En plan, que no te hace pensar… Sólo pasan cosas. Y encima es previsible.

    —Al menos tienes claro lo que no quieres hacer.

    —¿Por qué no me dejas alguno de tus libros? Tienes la casa llena.

    —¿De qué tipo?

    —Uno que me guste tanto que me entren ganas de quedármelo.

    —Mal negocio para mí, pero veré qué encuentro.

    —Aquí estaré, perdiendo el tiempo con un mal libro.

    —Eres demasiado inteligente para eso. Anda y coge la bici.

    Joel se aguantó las ganas de echar un vistazo al patio de Alina antes de volver adentro. Emma levantó los ojos del libro por última vez.

    —Que sepas que ha llamado a tu puerta cuando no estabas.

    —¿Quién?

    —Ella. ¿Volvemos a empezar?

    4

    No podía quejarse, y era consciente de ello. Excepto la chica del pelo decolorado, que empujaba el carrito como si fuera de camino a otra galaxia con una

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