Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Tres cuentos
Tres cuentos
Tres cuentos
Libro electrónico114 páginas1 hora

Tres cuentos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Tres cuentos (Trois contes) es un conjunto formado por los relatos: Un corazón sencillo, La leyenda de San Julián el hospitalario y Herodías, escritas por Gustave Flaubert entre los años 1875 y 1877.

Gustave Flaubert inició la redacción de Tres Cuentos sumido en un intenso desaliento causado por circunstancias históricas y personales, y en medio de serias dudas acerca de su capacidad literaria. Aparentemente, estos cuentos son muy dispares entre sí, tanto por su ambientación como por sus personajes.

Es importante tener en cuenta que cada historia está ambientada en una época diferente. El primero se sitúa en la época moderna, mostrando la historia de Felicidad, empleada de una familia burguesa característica de ese período. La segunda historia muestra la vida de Julián, un hombre medieval que es una mezcla de santo y caballero andante. Y finalmente, la última de las historias cuenta un suceso de la vida de Herodes Antipas, y las causas que llevaran a la muerte a Jaocanán, también conocido como San Juan Bautista.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2021
ISBN9791259711878
Tres cuentos
Autor

Gustave Flaubert

Gustave Flaubert was born in Rouen in 1821. He initially studied to become a lawyer, but gave it up after a bout of ill-health, and devoted himself to writing. After travelling extensively, and working on many unpublished projects, he completed Madame Bovary in 1856. This was published to great scandal and acclaim, and Flaubert became a celebrated literary figure. His reputation was cemented with Salammbô (1862) and Sentimental Education (1869). He died in 1880, probably of a stroke, leaving his last work, Bouvard et Pécuchet, unfinished.

Relacionado con Tres cuentos

Libros electrónicos relacionados

Clásicos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Tres cuentos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Tres cuentos - Gustave Flaubert

    CUENTOS

    TRES CUENTOS

    I

    A lo largo de medio siglo, las burguesas de Pont-l’Evéque le envidiaron a madame Aubain su criada Felicidad.

    Por cien francos al año, guisaba y hacía el arreglo de la casa, lavaba, planchaba, sabía embridar un caballo, engordar las aves de corral, mazar la manteca, y fue siempre fiel a su ama -que sin embargo no siempre era una persona agradable.

    Madame Aubain se había casado con un mozo guapo y pobre, que murió a principios de 1809, dejándole dos hijos muy pequeños y algunas deudas. Entonces madame Aubain vendió sus inmuebles, menos la finca de Toucques y la de Greffosses, que rentaban a lo sumo cinco mil francos, y dejó la casa de Saint-Melaine para vivir en otra menos dis- pendiosa que había pertenecido a sus antepa- sados y estaba detrás del mercado.

    Esta casa, revestida de pizarra, se encon- traba entre una travesía y una callecita que iba a parar al río. En el interior había des- igualdades de nivel que hacían tropezar. Un pequeño vestíbulo separaba la cocina de la sala donde madame Aubain se pasaba el día entero, sentada junto a la ventana en un si- llón de paja. Alineadas contra la pared, pinta- das de blanco, ocho sillas de caoba. Un piano viejo soportaba, bajo un barómetro, una pi- rámide de cajas y carpetas. A uno y otro lado de la chimenea, de mármol amarillo y de esti- lo Luis XV, dos butacas tapizadas. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta. Y todo el aposento olía un poco a humedad, pues el suelo estaba más bajo que la huerta.

    En el primer piso, en primer lugar, el cuar- to de «Madame», muy grande, empapelado de un papel de flores pálidas, y, presidiendo, el retrato de «Monsieur» en atavío de petime- tre. Esta sala comunicaba con otra habitación más pequeña, en la que había dos cunas sin colchones. Después venía el salón, siempre cerrado, y abarrotado de muebles cubiertos con fundas de algodón. Seguía un pasillo que

    conducía a un gabinete de estudio; libros y papeles guarnecían los estantes de una biblio- teca de dos cuerpos que circundaba una gran mesa escritorio de madera negra; los dos pa- neles en esconce desaparecían bajo dibujos de pluma, paisajes a la guache y grabados de Audran, recuerdos de un tiempo mejor y de un lujo que se había esfumado. En el segundo piso, una claraboya iluminaba el cuarto de Felicidad, que daba a los prados.

    Felicidad se levantaba al amanecer, para no perder misa, y trabajaba hasta la noche sin interrupción; después, terminada la cena, en orden la vajilla y bien cerrada la puerta, tapaba los tizones con la ceniza y se dormía ante la lumbre con el rosario en la mano. Na- die más tenaz que ella en el regateo. En cuanto a la limpieza, sus relucientes cacerolas eran la desesperación de las demás criadas. Ahorrativa, comía despacio, y recogía con el dedo las migajas del pan caídas sobre la me- sa; un pan de doce libras cocido expresamen- te para ella y que le duraba veinte días.

    En toda estación llevaba un pañuelo de in- diana sujeto en la espalda con un imperdible,

    un gorro que le cubría el pelo, medias grises, refajo encarnado, y encima de la blusa un delantal con peto, como las enfermeras del hospital.

    Tenía la cara enjuta y la voz chillona. A los veinticinco años, le echaban cuarenta. Desde los cincuenta, ya no representó ninguna edad. Y, siempre silenciosa, erguido el talle y mesu- rados los ademanes, parecía una mujer de madera que funcionara automáticamente.

    II

    Había tenido, como cualquier otra, su his- toria de amor.

    Su padre, un albañil, se había matado al caer de un andamio. Luego murió su madre, sus hermanas se dispersaron, la recogió un labrador y la puso de muy pequeña a guardar las vacas en el campo. Tiritaba vestida de harapos, bebía, tumbada boca abajo, el agua de los charcos, le pegaban por la menor cosa y acabaron echándola por un robo de treinta sueldos que no había cometido. Entró en otra

    alquería, llegó en ella a moza de corral y, co- mo daba gusto a los amos, los compañeros de faena le tenían envidia.

    Una tarde del mes de agosto (tenía enton- ces dieciocho años) la llevaron a la romería de Colleville. Se quedó pasmada, estupefacta por el estruendo de los rascatripas, las luces en los árboles, la variedad abigarrada de los tra- jes, los encajes, las cruces de oro, aquella masa de gente saltando todos a la vez. Se mantenía apartada modestamente, cuando un mozo muy atildado, y que fumaba en pipa apoyado de codos en la barra de un toldo, se acercó a invitarla a bailar. La convidó a sidra, a café, a galletas, le regaló un pañuelo, y, creyendo que la moza le correspondía, se ofreció a acompañarla. A la orilla de un campo de avena, la tumbó brutalmente. Felicidad se asustó y empezó a gritar. El mozo escapó.

    Otra tarde, en la carretera de Beaumont, Felicidad quiso adelantar a un gran carro de hierba que iba despacio, y, ya rozando las ruedas, reconoció a Teodoro

    El mozo la abordó tranquilamente, diciendo que tenía que perdonarle, porque era «culpa de la bebida».

    Felicidad no supo qué contestar y estuvo por echar a correr.

    En seguida, Teodoro habló de las cosechas y de notables del municipio, pues su padre se había ido de Colleville a la finca de Les Ecots, de modo que ahora eran vecinos. «¡Ah!», ex- clamó la muchacha. El mozo añadió que de- seaban casarle. Pero él no tenía prisa y espe- raba una mujer que le gustara. Felicidad bajó la cabeza. Teodoro le preguntó si pensaba casarse. Respondió ella, sonriendo, que esta- ba mal burlarse. «No, no, ¡te lo juro!», y con el brazo izquierdo le rodeó la cintura; la mu- chacha andaba sostenida por aquel abrazo; acortaron el paso. El viento era suave, brilla- ban las estrellas, oscilaba ante ellos la enor- me carretada; y los cuatro caballos, arras- trando los cascos, levantaban polvo. Después, sin que se lo mandaran, doblaron a la dere- cha. Él la besó otra vez. Ella se perdió en la oscuridad.

    A la semana siguiente, Teodoro llegó a ob- tener citas.

    Se encontraban al fondo de los patios, de- trás de pared, debajo de un árbol solitario. Felicidad no era inocente como las señoritas

    -los animales la habían enseñado-; pero la razón y el instinto de la honra le impidieron caer. Esta resistencia exasperó el amor de Teodoro, hasta tal punto que para satisfacerlo (o quizá inocentemente) le propuso casarse con ella. Felicidad no acababa de creerlo. Teodoro le hizo grandes juramentos.

    Al poco tiempo confesó una cosa desagra- dable: el año anterior, sus padres le habían comprado un sustituto, pero cualquier día podrían volver a llamarle; la idea de ir al ser- vicio le espantaba. Esta cobardía fue para Felicidad una prueba de cariño; el suyo se duplicó. Se escapaba por la noche, y al llegar a la cita, Teodoro la torturaba con sus acalo- ramientos y su porfía.

    Finalmente, le anunció que iría él mismo a la prefectura a enterarse y le diría el resultado el domingo siguiente, entre las once y las do- ce de la noche.

    Llegado el momento, Felicidad corrió al en- cuentro del novio.

    En su lugar encontró a un amigo de Teodo-

    ro.

    El amigo le dijo que no debía volver a ver-

    le. Para librarse del servicio, Teodoro se había casado con una vieja muy rica, madame Le- boussais, de Toucques.

    Fue un dolor desmesurado. Se tiró al suelo, rompió a gritar, invocó a Dios y estuvo gi- miendo completamente sola en medio del campo hasta el amanecer. Después volvió a la alquería, dijo que pensaba marcharse, y, pa- sado un mes, le dieron la cuenta, envolvió todo su equipaje en un pañuelo y se fue a Pont-l'Evéque.

    Delante de la posada, preguntó a una se- ñora con toca de viuda y que precisamente buscaba una cocinera. La muchacha no sabía gran cosa, pero parecía tener tan buena vo- luntad y tan pocas exigencias que madame Aubain acabó por decir: «¡Bueno, te tomo!».

    Al cabo de un cuarto de hora, Felicidad es- taba instalada en casa de madame Aubain.

    Al principio vivió como temblando por la impresión que le causaban «el señorío de la casa» y el recuerdo de «Monsieur» planeando sobre todo. Pablo y Virginia, el uno de siete años, la otra de cuatro no cumplidos, le pare- cían hechos de una materia preciosa; los car- gaba a caballo sobre la espalda, y madame Aubain le prohibió besarlos a cada paso, lo que le dolió. Sin embargo, estaba contenta. La apacibilidad del medio había disipado su tristeza.

    Todos los jueves iban unos amigos a jugar una partida de boston. Felicidad preparaba de antemano las cartas y las rejillas. Llegaban a las ocho en punto y se marchaban antes de dar las once.

    Todos los lunes por la mañana, el chamari- lero que vivía debajo de la avenida exponía en el suelo sus chatarras. Después la localidad se llenaba de un runruneo de voces, en el que se mezclaban relinchos de caballos, balidos de corderos, gruñidos de cerdos, con el traque- teo seco de los carros en la calle. Al mediodía, en lo animado del mercado, aparecía en la puerta un viejo campesino de elevada estatu-

    ra, la gorra echada hacia atrás, la nariz gan- chuda: era Robelin, el colono de Greffosses. Al poco tiempo llegaba Liébard, el granjero de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1