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¿Cómo ha podido?
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Libro electrónico352 páginas4 horas

¿Cómo ha podido?

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Información de este libro electrónico

Después de una brutal ruptura con su novio, Geraldine lucha por volver a encarrilar su vida en Toronto. Sus dos mejores amigas, Sunny y Rachel, se fueron hace tiempo a Nueva York, donde encontraron un buen trabajo, un marido estupendo y una vida glamurosa (o al menos eso le parece a Geraldine). Harta de ver la vida desde el margen, decide dar el salto y por fin se muda a la Gran Manzana, donde, después de asistir a todas las fiestas de moda, descubre sin embargo lo difícil que es encontrar un lugar propio en un universo de influencers y expertos mediáticos. Por su parte, Rachel lucha por ser escritora, esposa y madre, y la vida de Sunny como creadora de tendencias en el West Village no es tan deslumbrante como parecía. Ya no son las tres jóvenes y grandes amigas que lo compartían todo y su relación corre el peligro de entrar en una profunda crisis. Lauren Mechling construye en ¿Cómo ha podido? una magnífica novela sobre la amistad femenina a través de una mirada privilegiada al mundo despiadado de Nueva York.

«Las novelas inteligentes sobre la amistad entre adultos son tan, tan, tan difíciles de encontrar que esta está destinada a convertirse en ese libro al que puedes recurrir cuando no sabes si abrazar o estrangular a tu mejor amiga al verla repentinamente catapultada al éxito.» Vulture
«Un libro emocionalmente astuto, un placer.» Kirkus Review
«El inteligente retrato de la amistad femenina es perfecto para los fanáticos de Meg Wolitzer... Mechling explora todas las capas de la envidia, junto con el apoyo y el res-peto, que llenan las grietas de cualquier relación duradera. Es una delicia.» Booklist
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 mar 2021
ISBN9788490657591
¿Cómo ha podido?
Autor

Lauren Mechling

Graduada en Ciencias Visuales y Medioambientales en Harvard en 1999, es una reputada periodista y escritora estadounidense. Ha trabajado en The New York Times y The Wall Street Journal y tiene una columna en la revista Vogue. En 2005 publicó su primera novela juvenil, The Rise and Fall of a 10th Grader Social Climber y desde entonces, ha publicado otros cinco libros de literatura juvenil. ¿Cómo ha podido? es su primera novela para adultos.

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    ¿Cómo ha podido? - Manu Berástegui

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    Lauren Mechling

    ¿Cómo ha podido?

    Traducción
    Manu Berástegui

    alba

    23 de diciembre de 2016

    Nueva York

    Queridos amigos de cerca y de lejos:

    Después de un maravilloso lapso de ocho años, mi tarjeta anual de felicitación reaparece en escena abochornada como tarjeta de felicitación de Año Nuevo. Estos últimos meses han sido un poco más complicados de lo habitual, y, desde luego, las elecciones no han facilitado las cosas. Escribo esto unos días antes de Navidad, tenéis que creerme. Me gusta imaginaros en un futuro no muy lejano, con mi mensaje en las manos. Las acuarelas de flores de invierno son la parte individual. He pensado en cada uno de vosotros mientras las pintaba, así que más vale que os llegue todo el cariño. Dios sabe que lo necesitamos más que nunca.

    Vamos con el informe anual, el que no sale en los periódicos… El año arrancó en plan duro, con el accidente de mi madre cuando esquiaba. Una vez que supimos que podría volver a andar, fue agradable tener una excusa para quedarme en casa de mis padres, pero al principio estábamos un poco alterados y no puedo dejar de daros las gracias a todos los que nos ayudasteis a pasar el trago. Las llamadas de teléfono, las galletas improvisadas, el increíble poema de Sylvia Plath serigrafiado en una funda de almohada por una de vosotras particularmente heroica. A mamá le encantó. Ha sido muy constante con su fisioterapia y está decidida a volver a las pistas muy pronto. Mis padres están hablando de un viaje a Chile el verano que viene.

    Tras dos años de vida nómada, Nick y yo nos mudamos por fin a la casa unifamiliar propiedad de Nick desde hacía años, pero a la que nunca había prestado atención. Dejamos la casa subarrendada de Chelsea en junio y las obras de reforma no se acabaron hasta el otoño, así que, después de varios meses de vivir en la calle (primero en el North Fork y luego unas cuantas semanas en la casa de Fernando en Mallorca, el amigo de Nick, o sea, que no me quejo), apenas estamos empezando a asentarnos en nuestra casa. Es curioso ver nuestros muebles todos mezclados y tratando de convivir en un espacio que siempre ha sido austero y «masculino» en un sentido de mediados de siglo. Mi estudio está en el piso alto, con un techo tan inclinado que tengo que agachar la cabeza cuando me estiro para cambiar la emisora de radio. La ventana da a un patio en el que dormita un viejo galgo todo el día. Tengo una cama de perro para Stanley, de manera que se pasa el día allí arriba conmigo. Es mi nuevo lugar favorito en el mundo.

    Nick ha estado trabajando en el proyecto de un albergue y algunas otras cosas, sobre todo en Berlín, así que cada vez que nos vemos es casi como si tuviéramos una cita (a veces es más como si sufriéramos demencia: ¡es imposible estar al día cuando alguien es como un fantasma la mayor parte del tiempo!). Por fin ha cedido a mis provocaciones y ha vuelto a jugar al tenis. Después de lo que debe admitir que ha sido una primavera promiscua, con trabajos para revistas y galerías, acabo de aceptar una invitación fantástica para participar en una exposición colectiva sobre «el frío» en la Biblioteca Pública de Brooklyn. Sospecho que, con eso de ser canadiense, querrán que aporte un par de cuadros de tundras infinitas, pero no estoy en un estado de ánimo glacial. Me he liado a hacer acuarelas de copos de nieve y cucuruchos de hielo en toda clase de colores psicodélicos. Parecidas a las que os estoy enviando.

    Aquellos de vosotros que vivís en la ciudad, venid a la inauguración el 14 de febrero (ya, ya lo sé) y os daré pan de plátano con crema o posiblemente un castillo de pan de jengibre nevado como los que hacía en el colegio. Si sois de los que viven lejos, por favor, sabed que os quiero y os echo mucho de menos, y será un placer para mí reservaros un trozo de castillo solo para vosotros.

    ¡Por un 2017 seguro y no muy surrealista!

    Con cariño,

    Sunny

    Geraldine: si estás pensando venir por Nueva York pronto, ¿vendrás a la inauguración? Seguro que Gus estará aquí. xxxxx

    1

    Geraldine analizó su pomelo. A un observador le habría parecido que estaba simplemente comiendo algo, pero cualquiera que la conociera podría atestiguar que Geraldine Despont era una persona analítica. Encaramada en el asiento de la ventana de su sala de estar, con la espalda recta contra el cielo deslavado de enero, peló la fruta en metódicas tiras que colocó formando un montoncito a su lado. Al girar la pesada esfera rosada en la palma de su mano, se sintió inesperadamente sorprendida por el aspecto erótico del pomelo. Era el seno del reino de la fruta o, decidió tras un breve apretón, más bien la nalga. Geraldine pensó en su propio trasero, que era rosado y musculoso con suaves pliegues junto a los muslos. La comparación con el cítrico era ciertamente acertada.

    Geraldine dejó escapar un gruñido y se sonrojó al recordar que no estaba sola aquella tarde. Barrett, su compañero de piso, estaba en su cuarto con su novia Katrina, que se daba duchas épicas en el cuarto de baño de Geraldine la mayoría de las mañanas y utilizaba los productos de baño de los demás. Desde que Geraldine había empezado a guardar su champú y su gel de ducha en una bolsa de aseo de loneta verde cazador que traía y llevaba con ella al baño todos los días, Barrett se sentía con derecho a acusarla de que no le gustaba Katrina. Que le gustara no era la cuestión. Era sencillamente que no entendía a Katrina. Su compañera de piso no elegida era una mujer se veintitantos años que vestía con pantalones de rave y camisetas de tamaño bebé, como si exhibir su piercing del ombligo fuera más importante que evitar parecer que se había escapado de mediados de la década de los noventa. También Barrett tenía piercings y no era ajeno a la escena rave de Toronto (¡Dios! ¿Podía haber tres palabras más feas en lengua inglesa?), pero por lo menos era serio respecto a su trabajo y estaba en vías de perder el pelo. Ahora, su cabeza se parecía a una flor de diente de león a medio soplar, algo que Geraldine encontraba conmovedor.

    Y tenía historia. En el pasado, cuando Geraldine era asistente de la editora jefa de Province, la revista semanal canadiense, Barrett, que entonces estaba en su segundo curso en la Universidad de York, era uno de los becarios editoriales. Se presentaba en el trabajo vistiendo camisas brillantes y, como nadie más hablaba con él, le llevaba encantado tazas de té a Geraldine y le escribía detallados resúmenes para artículos más largos, que por lo general tenían que ver con políticas alimentarias o el cambio de las ciudades en Canadá (Jane Jacobs era una gran influencia). Geraldine no tenía ni idea de si sus ideas eran especiales, pero siempre estaba dispuesta a suministrar una buena dosis de ánimos. Incluso le invitó un par de veces a tomar el té con ella. Barrett era enormemente respetuoso con su colega, sin darse cuenta de que ella no era más que una chica de veinticinco años que pensaba matricularse en la Facultad de Derecho en cuanto se quitara de encima la deuda de estudiante que tenía. Geraldine no hizo nada por desengañar a su becario de la percepción que tenía de que ella era una especie de ser todopoderoso, y nunca le dijo explícitamente que ella se limitaba a pasar sus trabajos a su jefa, Barb McLaughlin. Barrett se sentía seguro en manos de Geraldine, y ¿quién era ella para quitarle la ilusión?

    Casi una década después se encontraron por casualidad en Kensington Market y ahora allí estaban, viviendo juntos en el segundo piso de una casa victoriana destartalada. Geraldine ya no era su superior, y a estas alturas apenas trabajaba en su profesión, pero él la seguía viendo con suficiente respeto para no hacerla sentir constantemente como una perdedora por estar a punto de cumplir los treinta y siete y alquilando el segundo dormitorio de un apartamento que ni siquiera era suyo. Ella lo tenía realquilado indefinidamente a su antigua amiga Sunny MacLeod, que hacía años había dejado la ciudad para mudarse a Nueva York, donde estaba, a todos los niveles, mensurables y no mensurables, ganando en el juego de la vida.

    –Yo no me voy a comer esas sobras de sabe Dios hace cuánto tiempo. Están apestando toda la nevera. –La voz áspera de Katrina entró en la habitación antes que ella. Geraldine se secó las manos en los pantalones de chándal y se planteó salir corriendo hacia su habitación y cerrar la puerta, pero ya era tarde. Katrina ya estaba en el sofá, una mano jugueteando con su lacia coleta y el mando de la tele colgando en la otra–. ¿Te molesta si Oso y yo vemos la tele antes de salir? –Katrina miró a Geraldine sin verla, con sus ojos azules como esferas de indiferencia.

    Se detuvo en una promo del maratón Kids in the Hall, y luego pasó a la HGTV. Un hombre con las puntas del pelo decoloradas y su esposa de Europa del Este estaban recorriendo un piso de tres habitaciones en Vancouver Island. Garth, el jefe de Geraldine, le había pedido que dedicara algún tiempo a ver esos programas que podrían inspirarles ideas nuevas. Garth era el director editorial de Blankenship Media, la compañía que había comprado Province siete años antes, después de que sus dueños de tantos años, el trust de la familia Ricker, en un ataque de prudencia financiera provocado por los consultores, decidieran venderla en vez de arreglarla. Ella era editora sénior de Títulos Especiales de Blankenship, la división responsable de crear ejemplares únicos y graciosos relacionados con festividades, películas populares y famosos canadienses. Geraldine no conocía a nadie que hubiera comprado aquellos mazacotes de revistas que pasaban por «libros de mesa de café», y sin embargo eran sorprendentemente rentables. El número especial de Drake seguía reeditándose y los ejemplares de una edición limitada con un póster desplegable llegaban a cotizarse a casi ochenta dólares en eBay.

    –¿No sales esta noche? –preguntó Katrina.

    –Se supone que tengo que ir a la proyección de una película a las ocho –dijo Geraldine, y, como Katrina no siguió haciendo preguntas, Geraldine no comentó que se trataba de una película de ciencia ficción que se había rodado parcialmente en Toronto.

    –Ah, es que como estás… –dijo Katrina.

    –¿Con los pantalones de estar por casa? –Geraldine llevaba su adorado chándal verde Rana Gustavo con dibujo de raquetas y tiras naranjas en las costuras. Cuando lo descubrió en el fondo de un cubo en una tienda de segunda mano le recordó a su infancia. No exactamente su infancia, que había pasado casi totalmente vestida con disfraces baratos de princesa de Winners, sino una versión alternativa en la que ella lo pasaba en grande vestida de colores brillantes con una familia feliz.

    Hey. –Barret llegó de la cocina abrazando un cuenco de palomitas de microondas que olían ligeramente avinagradas–. ¿Tienes hambre? –preguntó a Geraldine–. Son veganas.

    –Vale, pero yo no soy vegana –dijo ella soltando una risita, y se levantó para coger un puñado.

    –Creía que te habías convertido en enero –dijo Barrett inclinando la cabeza.

    –Hice una limpieza de lácteos –le recordó Geraldine–. De cinco días.

    Barrett se instaló en el sofá junto a su novia.

    –¿Quieres ver la tele con nosotros?

    –Claro, pero un ratito –dijo Geraldine. Una de sus resoluciones de año nuevo había sido trabajar en mejorar su vida casera. Ya había pasado de creer que tenía alguna oportunidad de hacer algo con su carrera. Había más posibilidades de crecimiento en el tema de la casa. Vivir con frikis indefensos era mucho mejor que cohabitar con un novio que se creía con derecho a introducirse en cualquier orificio practicable. Eso ya pertenecía al pasado, afortunadamente. Geraldine se desmoronó en el sillón bajo junto al sofá (con miembros tan largos como los suyos, más que sentarse, solía desmoronarse) y alargó el brazo para coger otro puñado de palomitas, respondiendo a la mirada de curiosidad de Katrina con una cálida sonrisa. Hasta ese punto estaba decidida Geraldine a ser amable.

    El mes anterior Barrett había pasado un total de cero noches de fin de semana en casa y se había ido a casa de sus padres en Winnipeg a pasar la semana de Navidad. Sin embargo, diciembre había sido estresante para Geraldine, una sucesión de fiestas navideñas, con los mismos platos rezumando queso brie al horno y el inevitable hombre soltero de muestra vestido de terciopelo. ¿Por qué iban siempre de terciopelo? Cuando Geraldine se encontraba entre los emparejados podía ignorar a esos solterones depredadores. Su exprometido, Peter Ricker, le había arruinado la vida, y, sin embargo, a veces echaba de menos tenerlo a su lado, aunque no fuera más que para mantener una conversación en las fiestas. Al estar sola, ahora se esperaba de Geraldine que apareciera en las fiestas con un vestido llamativo y no se quejara de la desorbitada tarifa del coche de vuelta a casa.

    Esta misma noche, con el tiempo desapacible y helado, se esperaba de ella que saliera por ahí. La verdad era que Geraldine no tenía ninguna gana de desplazarse hasta la calle Richmond para ver una película que, sin duda, no contendría ni un solo chiste ni el menor fragmento de diálogo interesante. Pero Garth le había más o menos ordenado que fuera como una especie de embajadora ante la compañía productora, para decir hola a cualquier empleado que, con los ojos febriles, estuviera aferrado a una tablet en la entrada del cine a la espera de tachar el nombre de Geraldine de la lista electrónica. Geraldine dedujo que haber entregado el último mes de su vida a confeccionar un número para coleccionistas dedicado al último estreno de la franquicia no era suficiente. Habría preferido con mucho quedarse en casa y leer el libro que había comprado en las rebajas de la librería de la calle Yonge, una edición en bolsillo de No volverás a almorzar en esta ciudad. O, más realista, miraría su horóscopo en Internet y se pondría a realimentar casi hasta el infinito sus aportaciones a las redes sociales. Gus Di Paolo, con quien se había acostado en su último viaje a Nueva York, con el que mantenía una correspondencia muy esporádica y que probablemente iba a ser el próximo gran amor de su vida, había estado tuiteando unos rollos muy raros. Tal vez lo último, «La vida solo se puede entender hacia atrás, pero hay que vivirla hacia delante», tenía la intención de sugerir que pasaba su tiempo libre cavilando sobre los filósofos daneses, pero la única conclusión que Geraldine podía sacar era que algo inesperado e importante pasaba entre Gus y su ex, Sarah.

    Geraldine no había conocido nunca a Sarah, pero Sunny la había puesto al día. Sarah y Gus habían estado juntos casi una década y no habían tenido problemas, salvo por el deseo que tenía Sarah de hacer bebés y la poca disposición de Gus a pedirle matrimonio. El verano pasado Sarah había asombrado a todo su círculo y el de Gus abandonándole por un tipo que había conocido haciendo surf en Rockaway Beach. Gus, que tenía los ojos azules rodeados de arrugas y unas manos recias con las que hacía cosas que vendía por unas cantidades de dinero alucinantes, estaba hecho polvo. Geraldine le conoció un par de meses después de aquello y Sunny le recomendó que le diera una oportunidad.

    –Ya sé que no lo parece, pero es mucho más sensible de lo que aparenta –le dijo Sunny.

    En el televisor, los cazadores de casas llevaban cascos en la cabeza e inspeccionaban el sótano. El hombre daba golpes en las vigas mientras su mujer expresaba un ardiente deseo de construir en la casa un estudio de spinning. Geraldine se dio cuenta de que era la única que miraba la tele. Barrett y Katrina intercambiaban miradas extrañas y luego Katrina miró un mensaje en el teléfono de Barrett.

    –¿Qué pasa? –preguntó Geraldine–. ¿Va todo bien?

    –No pasa nada. –La voz de Katrina sonaba tensa–. Estamos bien.

    Barrett posó la mano en la rodilla de su novia y se volvió lentamente hacia Geraldine.

    –A lo mejor deberíamos hablar –dijo.

    Geraldine forzó su rostro a mantener una expresión serena, como si así pudiera eludir el pavor que se cernía sobre ella. Sabía exactamente de qué iba aquello.

    –Kat y yo estamos pensando en… mirar pisos.

    –¡Pisos! –exclamó Geraldine.

    –Hemos visto uno –dijo Katrina–. Pero estaba muy por encima de lo que podemos pagar.

    –¿Ya habéis hecho un presupuesto? –dijo Geraldine. La habitación se estaba desenfocando un poco.

    –Nada definitivo –respondió Barrett.

    –Pero os vais a vivir juntos. –Geraldine intentó mantener la compostura, pero no pudo evitar tragar saliva–. Menuda noticia. ¡Vaya! –Se ahorró felicitarles; Barrett y ella estaban más allá de esas falsedades–. Te voy a echar de menos, colega.

    –Sé que no es agradable –dijo Barrett–. Pero no quiero ocultarte un secreto hasta el último minuto. El domingo pasado, cuando nos preguntaste dónde íbamos, me sentó fatal mentirte.

    Geraldine recordó haber hablado con ellos del restaurante al que iban a ir: el Ondine East, el nuevo sitio de moda de un chef de Vancouver en las Playas. En aquel momento le dio envidia, no su plan, sino su entusiasmo por hacer cola para tomar el brunch, una comida inventada que era totalmente innecesaria en una ciudad cuyas calles estaban muertas a medianoche.

    –¿No fuisteis a tomar el brunch?

    –Comimos unos bagels. –Barrett carraspeó–. Por supuesto, te ayudaremos a buscar sustitutos cuando llegue el momento. No te voy a dejar con cualquier psicópata.

    –Mi amiga Mabel conoció a su novio a través de una app para buscar compañeros de piso –dijo Katrina.

    –¡Ah! Acabo de acordarme de una cosa. –Geraldine, evitando mirar a Barrett a los ojos, se levantó del sillón y se dirigió a la puerta de su habitación.

    Cuando estuvo a salvo en su habitación, la sensación de desamparo se hizo aún más dolorosa. Barrett era el tercer compañero de piso de Geraldine en cuatro años que se marchaba para irse a vivir con el ser amado. Geraldine había asistido a dos bodas consecuencia de estas evasiones. Se arrodilló torpemente y sacó un arcón de plástico azul de debajo de la cama. Revolvió entre algunos álbumes de fotos y cuadernos de espiral llenos de anotaciones que usaba como diarios antes de darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo. Algún instinto animal le había empujado a buscar la libreta de notas con tapas con dibujo de mármol que había empezado a escribir hacía años. Era una especie de grandes éxitos: solo lo peor de los peores momentos de Geraldine merecían un registro en el Libro de los Agravios. Y ahora se enfrentaba al que podía ser el mayor de todos los agravios: ni siquiera tenía el libro. En una de las peores decisiones de su vida, le había dejado la libreta a Sunny, quien había prometido devolvérsela en cuanto ilustrara las escenas que contenía. Lo más cerca que Sunny había estado de cumplir su promesa fue cuando mandó por e-mail a Geraldine una imagen de su versión pintada al pastel de uno de sus agravios originales: Papá se marcha a Alberta, tres años. Habían pasado ya dos años. Seguro que no seguía trabajando en ello.

    Geraldine se derrumbó encima de la cama dejando que sus rizos de color coral se desplegaran sobre el estampado de nubes del edredón y se sintió estúpida por haber permitido que la noticia de Barrett la pillara por sorpresa. Eso era lo que hacían los hombres, hasta los más encantadores. Se iban. Intentó decidir qué era peor, si el abandono anticipado de Barrett o la desgracia añadida de tener que recordarle a Sunny que le devolviera el cuaderno. Sunny solo olvidaba las cosas cuando le convenía, cuando no tenía nada que ganar. Probablemente su libro estaba almacenado junto a un revoltijo de tesoros que Sunny habría adquirido en alguna de sus correrías internacionales y otros adminículos de arte abandonados.

    La única forma de recuperarlo que Geraldine imaginaba era colarse en casa de Sunny. Durante años y años no había recibido ni una invitación a pasar en su casa más allá de una tarde. Geraldine se vio a sí misma como una loca desquiciada, abriéndose paso entre una multitud de admiradoras de Sunny ataviadas con vestidos espectaculares en una de sus reuniones de mujeres meticulosamente seleccionadas para exigirle que le devolviera la libreta de notas. Podía visualizar el desconcierto de Sunny, su risa nerviosa mientras el eje de su cuerpo se alejaba cinco grados de su amiga al comprender la magnitud de la ofensa que había experimentado Geraldine. Sunny había sido más amable con Geraldine durante sus horas más bajas que todos los demás, y, desde luego, más amable de lo que era necesario con alguien que no tenía medios para devolverle el favor. Había estado al lado de Geraldine durante su crisis y había cedido su apartamento de Toronto, con su suelo de tarima destartalada y su chimenea con molduras, a su amiga. Pero, de alguna manera, Sunny tenía que saber la verdad. Quedarse con la libreta era una manera de poner a Geraldine en su sitio, usándola como un seguro que impidiera a Geraldine pensar alguna vez, Dios no lo permita, que era igual que Sunny.

    Geraldine flexionó los dedos de los pies y se quitó los calcetines de lana con renos. Hasta sus pies eran un desastre: las uñas demasiado largas y con restos descascarillados de esmalte aguamarina. ¿Cómo había terminado así? Y ojalá la pregunta fuera retórica. Conocía el error que había cometido. Cuando Barb le pidió que fuera a trabajar para ella en la oficina de Nueva York de la CBC, Geraldine debería haber dado saltos, pero es que no tenía intención de irse de Toronto. Hubo un tiempo después de su decisión en que Geraldine casi llegó a olvidar la oferta de Barb. Ahora pensaba en ella constantemente, a veces mientras lloraba en un retrete de los baños, su único refugio en la oficina diáfana de Blankenship Media.

    A Geraldine le temblaba la boca mientras observaba todo lo que la rodeaba. La pintura que Sunny había incluido en su tarjeta de navidad, una jubilosa maraña de formas como semillas en rosas y azules, estaba apoyada en una vela perfumada encima de su escritorio. Geraldine rodó a un lado, dándole la espalda al mueble. Si le hubiera dicho sí a Barb… Geraldine habría sido una subdirectora genial. Pocos tenían su talento para ejecutar la visión de aquellos que estaban por encima, sin dejar desinflar la moral de los que estaban por debajo. Pensar en dónde estaría en este mismo instante en su vida paralela, en qué voces estaría escuchando en la habitación contigua. No… sería solo una voz masculina, y le hablaría a ella. Geraldine miró al techo y cruzó los brazos sobre el torso, más como una chaqueta de fuerza que como un abrazo, y se acunó con todo el cariño del que fue capaz.

    2

    La acera estaba cubierta por un centímetro y medio de nieve casi derretida, pero Rachel recorría la calle Lafayette con una firmeza incontenible. No podía evitar sentirse confiada. No era solo porque iba a comer con su agente, Josie. La gran victoria residía en que, por una vez, no había sido ella la que había tomado la iniciativa del encuentro. Rachel había estado a punto de borrar el e-mail de Sabrina, la secretaria de Josie, que solía enviar informes bianuales de las ventas a los autores o, en el caso de Rachel, de las devoluciones. En esta ocasión no había un cuadro adjunto. Sabrina preguntaba sencillamente si Rachel estaba libre para comer con su jefa y sugería una fecha cuatro semanas después.

    Después de confirmar la fecha, todos sus temores restantes fueron barridos al contestarle Sabrina: «Genial. ¡Dale un achuchón de mi parte al pequeño Leo!». Que el bebé de Rachel fuera una niña y se llamara Cleo no tenía importancia. Rachel tenía que creer que Sabrina no se molestaría en romper su fachada de reina del hielo si estuviera preparando la ruptura con una clienta. Y Rachel estaba bastante convencida de que los despidos no tienen lugar durante un agradable almuerzo.

    Rachel y Josie no habían compartido el pan desde que salieron a celebrar la publicación de La chica de Bird Street, el cuarto libro de Rachel, que ya se había descatalogado. La editorial ni siquiera se había molestado en apretar ese botón que hace falta para convertirlo en un ebook. Eso dolía, pero Rachel se había hartado de investigar en Google. Ahora lo estaba haciendo en el local reservado para los escritores de Clinton Hill, donde pasaba tres días a la semana trabajando en un libro nuevo, una novela totalmente diferente a cualquiera de las semiautobiográficas que había escrito en el pasado.

    Rachel sintió un revoloteo en el estómago y sacó el teléfono para comprobar otra vez la dirección del restaurante. Había recibido un mensaje de su amiga Geraldine. Tenía que leer el mensaje de inmediato; Geraldine vivía en Toronto. Y, además, tenía mucho cuidado con las tarifas de mensajes internacionales y normalmente mandaba e-mails.

    Rach, tengo una reunión con Barb McLaughlin el 15 de febrero, miércoles, ¿podría quedarme en tu casa un par de días? xx

    «¡No tienes ni que preguntar! –tecleó Rachel–. ¡Si puedes librarte del trabajo, quédate hasta el fin de semana!» Mientras sorteaba una acumulación de turistas del SoHo plantados delante de la tienda Supreme, la cabeza de Rachel viajó en el pasado hasta Barb, que había sido su primera editora en Province, y solo toleraba las colaboraciones de Rachel porque se lo decían los hombres de la revista. Barb había cubierto la guerra de Afganistán, mientras que el tema de Rachel era Rachel, lo que significaba cuando ella escribía sobre sus aventuras como cuidadora de mascotas o animadora de baile de un bar mitzvah en Forest Hill.

    Rachel se había encontrado a Barb un par de años antes en una fiesta que organizó el consulado canadiense. Fue una celebración muy rimbombante en una casa de Sutton Place, con bufet de mariscos y un trío de violinistas que habían traído en avión desde New Brunswick. Rachel se daba cuenta ahora de que no había vuelto a recibir una invitación del consulado desde entonces. La organización debió eliminarla de la lista de invitados cuando se enteraron de que, en realidad, no era canadiense.

    Barb estaba bastante borracha y extrañamente amable con Rachel en la recepción del consulado, acariciándole la cara con su mano tibia.

    –¡Todavía tienes esa cara de galletita! ¿No te dice todo el mundo que podrías ser la hija de Debbie Harry? –Barb frunció el ceño–. Nunca te has tomado en serio a ti misma, eso es lo que me fastidia.

    Rachel se estremeció ante el recuerdo y giró a la derecha en la calle Bond. Lo que decía Barb era cierto. Y aquí se encontraba ahora,

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