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96 grados
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Libro electrónico179 páginas2 horas

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Información de este libro electrónico

Cuentos sobre la condición humana sin tapujos, que retratan lo bueno, lo malo y lo peor de los personaje, que en más de uno se verá reflejado el espectador. Todos, con un punto en común, el alcohol. Las narraciones breves tienen un grado de dificultad diferente de las novelas; ninguna es mejor que otra, pero no se puede negar que los cuentos, los buenos, son más atrayentes para un público más amplio, ya que en cuestión de minutos podemos disfrutar de historias completas y contundentes.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Cõ
Fecha de lanzamiento25 ago 2021
ISBN9786074570380
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    96 grados - Eusebio Ruvalcaba

    Portada

    96 grados

    Editorial

    96 grados (2015)

    Eusebio Ruvalcaba

    D. R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2015)

    D. R. © Editorial Cõ

    Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

    [email protected]

    Cõeditor digital

    Edición: Marzo 2021

    Imagen de portada: Ilustración de portada: Julio Farell / Gabriela León

    Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

    Índice

    .

    .

    El padrino Herminio

    Connecticut

    Dilema

    Dolly

    96 grados

    Bajo el cielo gris

    El abuelo

    El paquete

    El paraíso

    El primo de mi mujer

    El quiste del dolor

    El revólver

    El sentido de la vida

    Fokin noche

    Gabriel Pérez Rolón

    Siempre volvemos a lo mismo

    Como se besan los perros

    Marisela

    Suerte

    Un parpadeo en la vida de unas cuantas personas

    Una oleada de fuego

    Una casualidad del diablo

    La lección

    Pensionado a los 35 años

    Horas hombre

    Como suspendida en el aire

    El príncipe de las equivocaciones

    Un padre y sus hijos

    Trece años

    No pertenezco a ninguna mujer

    Malditos

    Mi hermana

    El señor Rodolfo Romero

    Un convicto anciano y estorboso

    Un hombre en el umbral

    La Sultana

    Katzina

    Alzheimer

    Un alma extraviada

    Chema, el mesero

    Unos minutos de espera

    Mis padres

    A la altura de mis ojos

    Una cara enternecida

    Dos cerdos y medio

    Por mi familia, por mi religión, por mí mismo

    La ruta de los asesinos

    Un brillo de lástima

    Macho a la orden

    El angelito

    .

    Asombra lo que puede hacer un rayo de sol

    en el alma de un hombre.

    Dostoievsky

    Hay extraños momentos en la vida humana en que

    la intensidad de una emoción soterrada respecto

    a otra persona —un rencor o un afecto reprimido—

    se abre paso hacia la superficie de la conciencia

    con inmediata claridad.

    William Styron

    .

    A la sensibilidad literaria y humana de Coral.

    Para mi hijo León Ricardo, que en su violín toca a Schumann.

    Para mi hija Érika Coral, que lee a Dostoievsky en su lengua original.

    Para mis hijos Alonso y Flor, que ya están viejos. Para Koechel 622, mi perro, por su dulzura.

    Agradezco el apoyo del Sistema Nacional de Creadores del Fonca.

    El padrino Herminio

    Herminio chico firmó en la entrada. Mostró y dejó su credencial del IFE, y la puerta le fue abierta vía electrónica. Todo él iba temblando.

    Estaba en el manicomio. En Tlalpan. En lo que se conocía como clínica psiquiátrica.

    Iba a visitar a su padrino Herminio.

    Hubiera querido hacer un comentario con el policía de la entrada; pero lo único que vino a su cabeza fue un lamentable ay. No se imaginaba qué habría de toparse. Lo mandaron por un largo pasillo. Oscuro. Hasta el final da vuelta a su derecha. Ahí le informan. Dijo gracias sin decirlas. Y prosiguió su camino. ¿De dónde sacaba tanto aplomo?, se preguntó.

    Faltaba poco para que su padrino de bautizo, de confirmación y de comunión cumpliera un año en aquella institución. Quién iba a pensarlo. Hermano de su madre, su padrino Herminio había dado muestras de una desintegración progresiva desde diez años atrás. A todos les había afectado. Familia muy unida, ninguno de sus integrantes habría pensado que el tío Herminio estaba perdiendo la razón. Pero día a día se pronunciaba la catástrofe. Consultaron a todo tipo de especialistas. Se sabían de memoria los cuestionarios. Desde cuándo esto, y desde cuándo aquello. Por supuesto, siempre había un pariente cerca, que respondiera las preguntas. Porque una terrible y desastrosa pesadumbre caía en el alma. A punto del llanto. Cuando se enteraban de que el tío Herminio había sido interrogado, unos a otros se responsabilizaban. Te lo encargué a ti, No, yo a ti.

    Así que cuando el psiquiatra recomendó —ordenó— una temporada en el manicomio, a todos les pareció trágico pero necesario. Nadie protestó. Ni siquiera el tío Herminio. Más bien se puso feliz. Se echó a correr por toda la casa —una casa muy grande, por cierto—, con los brazos levantados al cielo: ¡Soy libre! ¡Soy libre!. Todos sus parientes se sintieron dichosos. La aflicción había pasado a segundo plano. ¿Así que cualquiera de sus parientes podría llevárselo como si fuese un muñeco? Sí, seguramente sí.

    Herminio chico —sabía perfectamente que el nombre se lo habían puesto como recipiente genético de su padrino—, Herminio chico había decidido sentarse en una banca que no estuviera embarrada de heces fecales. Se puso la mano en forma de visera y buscó a su padrino a lo lejos. No lo veía por ninguna parte. Aunque por ahí andaría. Un enfermero se lo había dicho. Y había añadido algo de una changa.

    Carajo. Se la debía a su padrino. Él era ya un adulto. Ya hasta había pedido la mano de su novia. En término de meses se casaría. Pero ahora más que nunca la figura de su padrino Herminio se le aparecía constantemente. Lo recordaba de niño. Lo había querido mucho. Se habían querido mucho. Incapaz de sostener una conversación, el padrino se limitaba a sacar al perro a pasear. Se llamaba Tormenta. Y era el momento de máxima felicidad del día para el padrino. Hasta que se le perdió el perro. Se soltó y desapareció. Su padrino había llorado toda una semana. Además era la única persona que le daba domingo. Ni su padre ni su madre lo hacían. Los únicos centavos que caían en su bolsillo provenían del bolsillo de su padrino. Vivía en la vieja casa. Donde vivían todos los parientes. Porque todos cabían allí. También se encargaba de llevarlo a comulgar todos los domingos. Los dos Herminios caminando rumbo a la iglesia. Los dos Herminios entrando a la iglesia de la Candelaria. Se veía a sí mismo de lejos. Y ahora la imagen se reproducía en su cabeza.

    Echó a andar. El área estaba poblada de enfermos. Algunos platicaban solos. Una mujer jugaba con tierra. Un hombre ocultaba algo en una suerte de fosa miniatura. Alguien por allá arengaba a un grupo. Tenía un libro en las manos. Entonces su vista cayó en el pequeño monumento del asta bandera. No había más bandera. Pero sí el asta, enclavada con majestuosidad. Encadenada al asta, se encontraba lo que supuso una changa porque tenía una falda bordada. Era la changa que le había mencionado el enfermero. Y junto a ella, un hombre que no dejaba de acariciarla, de besarla, de tocar lascivamente sus partes nobles. Identificó al hombre. Era su padrino Herminio.

    Se dio media vuelta para volver el estómago. Lo cual hizo y a nadie le llamó la atención. A leguas se veía que eran amantes. Se encaminó hacia la salida, pero a los pocos pasos se arrepintió. Cambió su destino y se dirigió hasta su padrino. Hola, padrino. ¿Te acuerdas de mí? Soy Herminio chico. Tu ahijado. El padrino se le quedó mirando con unos ojos infinitamente tristes. Atrás de esa mirada había desamparo. Balbuceó una palabra. Balbuceó otra. Tomó entonces la mano de la changa y la besó. Es mi amor, dijo.

    Claro, padrino. Yo también te amo —dijo Herminio chico, con los ojos anegados de lágrimas. Y ahora sí se dirigió a la salida. Definitivamente.

    Connecticut

    Mi tío George purga una condena de cadena perpetua en Connecticut. Por un tris se salvó de la pena máxima. Es un criminal. Y todos en casa lo detestamos. Ni siquiera podemos pronunciar su nombre; excepto mi papá, que es su hermano.

    Mi tío George no se llama George sino Germán, y, como mi padre, también es negro. Para muchos, un negro nacido en Veracruz puede considerarse algo perfectamente normal, pero ni hablar que mi tío George, hasta donde recuerdo, tenía algo como de tránsfuga, como que no era de ninguna parte, ni de Veracruz, ni del Caribe, ni de África. Ni siquiera de Estados Unidos.

    País al que decididamente se marchó en busca de mejor suerte.

    Todos —aun yo, que era un chiquillo— le aconsejamos que no hiciera eso. Que en Estados Unidos le iba a ser imposible conseguir trabajo, o destacar en lo que fuera —él quería ser piloto comercial— por su calidad de negro, y por su falta de educación escolar pues con dificultades había cursado la educación básica.

    Pero él insistió en que no, que el destino no le podía jugar una mala pasada. Y aun sin cumplir los 18 años, se fue de espalda mojada. Era muy audaz, y logró librarse de un coyote que lo quería pasar a cambio de 5 mil dólares. La verdad no sé cómo le habrá hecho, pero en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en el otro lado. Y a pesar de tener ofertas de trabajo en la industria de la construcción en el estado de Nevada, una fuerza inexplicable guió su camino y decidió no detenerse hasta Nueva York. Algo tenía esta ciudad que lo atraía poderosamente.

    Pronto consiguió trabajo como taxista. Es increíble la facilidad que otorgan los gringos para que un ilegal consiga manutención, o, dicho de otro modo, es inaudito el grado de corrupción entre los patrones estadounidenses. Según supimos, en el sitio de taxis les bastó con que supiera manejar. Ya con 18 años, sus gastos como alimentación y techo se los pagaba el dueño del negocio. Pero mi tío George —admitamos que se llama así— no era la excepción; otros que estaban en la misma situación recibían las mismas canonjías. En un sitio que le daba trabajo a 200 taxis, sucedían las cosas más insólitas, recuerdo que escribió en una de las escasas cartas que llegaron a nuestras manos.

    Y así hubiera seguido hasta el final de los tiempos, pero se hizo amigo de un joven neoyorkino de nombre Hal. Y cuando digo amigo, lo que quiero decir es amigo de verdad. Hijo de un oficial del ejército de los Estados Unidos, y de un ama de casa a la usanza yanqui, Hal pasaba tantas horas solo que poco a poco compartió su tiempo libre con George. Al punto de que las mejores horas del día las pasaba jugando videos con George.

    Pero algo aconteció que cambió el curso de las cosas. En cierta ocasión en que George se encontraba jugando en la recámara de Hal —quien en esos momentos se había ido a recoger unos documentos a la escuela—, decidió ir a la cocina por un vaso de agua. Enorme fue su sorpresa cuando descubrió a la madre de su amigo en ropa interior apenas disimulada por una bata entreabierta. Jenny, se llamaba. Los dos se miraron estupefactos. Ambos tuvieron la intención de dar un paso atrás, como si de ese modo se pudiera pulverizar la impresión; pero ninguno lo hizo, al contrario, dieron un paso adelante.

    Aquel encuentro fue decisivo. La experiencia se repitió incontables veces. A la menor oportunidad, y aprovechando que Bennett, el marido de Jenny, estaba en Irak y viajaba a Estados Unidos una semana cada seis meses, George encontraba el modo de entrar a la casa y hacerle el amor a aquella mujer —por cierto de melena rubia y de ojos tan azules como expresivos.

    Ya con un inglés fluido que le permitía expresarle a Jenny lo que sentía por ella, George empezó a fallar en su trabajo. Fue conminado a enderezarse pero las palabras de su patrón —quien le tenía buena fe— le entraban por un oído y le salían por el otro. Ya sin contar con el menor ingreso, se mudó al cuarto de la servidumbre de la casa de Hal —quien, hay que decirlo, no sospechaba nada del romance que estaban teniendo su amigo y su madre.

    Y aunque querían descararse más allá de lo permitido, George lograba detenerse a tiempo; tal vez por un prurito de decencia que le había sido inculcado desde niño, no se atrevía a rebasar ciertos límites. Pero cuando Bennett anunció su llegada, la situación se complicó. George no quiso dejar la casa, y finalmente le aseguró al marido que si estaba ahí era por la generosidad de Hal —que en serio estaba convencido, manipulado por George y por su mamá, de que él era el causante directo de la estadía del negro en su casa.

    Bennett empezó a sospechar. Aquel hombre era casi 20 años más joven que su esposa, mexicano, ilegal y negro; menos le pareció correcto que no trabajara. Ese bueno para nada vive a mis costillas. Sus ochenta kilos los debería gastar trabajando, le reclamó a Jenny, quien a su vez lo defendía con el argumento de que estaban fomentando en Hal la clemencia, y que ellos mismos como matrimonio estaban haciendo una obra de caridad. Que eran buenos cristianos y que Dios los compensaría.

    Aquella noche, Bennett metió su auto al garage. Y apenas se apeó, una daga de 30 centímetros le atravesó el bulbo raquídeo y le salió por la garganta, provocándole una muerte instantánea. Enseguida y con la ayuda de Jenny lo metieron a la cajuela y arrojaron el auto a una presa cercana.

    Su propio hijo denunció la desaparición de su padre, y la policía investigó. No se necesitaba ser un genio para incriminar a George, quien se delató por un nerviosismo incontrolable. Confesó todo, y, como era de esperarse, inculpó a su amada.

    El juicio no duró

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