Amok
Por Stefan Zweig
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Stefan Zweig
Stefan Zweig est l'un des écrivains et biographes les plus respectés du XXe siècle. Né le 28 novembre 1881 à Vienne, en Autriche, il est connu pour ses romans, ses nouvelles et ses biographies qui captivent les lecteurs par leur profondeur psychologique et leur style élégant. Zweig a grandi dans une famille juive aisée et a reçu une éducation cosmopolite. Il a étudié la philosophie à l'université de Vienne, où il a développé un intérêt profond pour la littérature et la psychologie. Ses premiers travaux littéraires, publiés au début du XXe siècle, lui ont rapidement valu une reconnaissance internationale.
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Amok - Stefan Zweig
AMOK
AMOK
HISTORIA DE UN OCASO
Cuando Madame de Prie regresó de su paseo matinal el día en que el rey retiró a su amante, el duque de Bourbon, la dirección de los asuntos de Estado, advirtió en los dos porteros, junto a la reverencia obsequiosa, una sonrisa reprimida que la molestó. De momento no dejó traslucir nada, pasó tranquilamente por delante de ellos y subió las escaleras, pero al llegar al primer descansillo, volvió de repente la cabeza y vio que los lenguaraces labios de ambos criados prorrumpían en una sonora carcajada, la cual en seguida cedió el paso a una nueva y atemorizada reverencia.
Ahora ya sabía lo suficiente. Y arriba, en su salón, donde un oficial con galones de la guardia real la esperaba con una carta en la mano, ella mostró un aire desenvuelto y casi arrogante, como si se encontrara de visita de cortesía en casa de unos amigos. Aunque advirtió el sello real en la carta y el porte un poco desconcertado del oficial, consciente de su penosa misión, no reveló ni curiosidad ni inquietud. Sin abrir la carta, sin examinarla de cerca siquiera, charló con el joven y aristócrata soldado y, al reconocer que era bretón por su acento, le habló de una dama que no podía ver a los bretones ni en pintura, porque en una ocasión uno de ellos se había convertido en su amante en contra de su voluntad. Era frívola y arrogante, en parte por cálculo, para hacer patente su despreocupación, en parte por costumbre, pues su olvidadiza e irreflexiva ligereza solía tornar natural cualquiera de sus artificios, e incluso les confería una apariencia de sinceridad. Habló tanto rato que llegó realmente a olvidarse de la carta del rey que estrujaba en la mano. Pero finalmente rompió el sello.
La carta contenía —en pocas palabras y con un tono de cortesía sospechosamente exiguo— la orden real de abandonar la corte sin demora y de retirarse a su finca de Courbépine, en Normandía. Había caído en desgracia, a la postre sus enemigos habían vencido: lo supo ya al ver la sonrisa de los porteros, antes de que llegara el mensaje real. Pero no lo dejó entrever. El oficial observó con atención sus ojos mientras seguían las líneas de la carta de arriba abajo. No pestañearon y, cuando se volvió de nuevo hacia él, centellearon sonrientes:
—Su majestad está muy preocupado por mi salud y desea que abandone el calor de la ciudad para retirarme a mi castillo. Comunique a su majestad que satisfaré su deseo sin tardanza.
Sonrió al pronunciar estas palabras, como si contuvieran un sentido oculto. El oficial ejecutó un largo saludo con el sombrero y se retiró con una reverencia.
Pero apenas la puerta se cerró tras él, la sonrisa cayó de sus labios como
una hoja marchita. Arrugó la carta con cólera. ¡Cuántas cartas parecidas, cada una sellando un destino, había escrito de su propio puño y letra y habían sido enviadas al mundo con la firma del rey! Y ahora con uno de esos papeles tenían la osadía de expulsarla de la corte, a ella, que durante dos años había gobernado Francia entera: no había esperado tanto atrevimiento de sus enemigos. Cierto que el joven rey no la había amado nunca, ni mostraba buena disposición hacia ella, pero ¿había ella convertido a María Leszczyríska en reina de Francia para que la exiliaran, sólo porque un tropel de gente la había abucheado ante su ventana y el país padecía hambre? Reflexionó un momento si debía resistirse: el regente de Francia, el duque de Orleans, había sido su amante, todo aquel que hoy poseía poder y posición en la corte se lo debía sólo a ella. No le faltaban amistades. Pero era demasiado orgullosa para presentarse como una mendiga allí donde la conocían como soberana; nadie en Francia debía verla sino sonriente. Además, el exilio podía durar sólo unos días, hasta que los ánimos se calmaran, después sus amigos conseguirían que se revocase la orden. Se complacía de antemano ante la idea de la venganza, engañando así su enojo.
Madame de Prie preparó su partida en el mayor de los secretos. No dio ocasión a nadie de compadecerla y no recibió a nadie para no tener que anunciarle su marcha. Quería desaparecer de golpe, de manera misteriosa y novelesca, unir su ausencia a un enigma duradero que desconcertara a toda la corte, pues ella poseía la notable cualidad de querer engañar siempre, de extender siempre una mentira sobre sus actos reales. La única persona a la que visitó fue el conde de Belle-Isle, su enemigo mortal, el mismo que había conseguido su exilio. Lo visitó para exhibir ante él su sonrisa, su despreocupación, su seguridad. Le contó lo agradable que le resultaba poder descansar por fin de las fatigas de la vida cortesana, mintió y con una mentira tan obvia le mostró todo su odio y su desprecio. El conde se limitó a dedicarle una sonrisa fría y comentó que le costaría soportar tan larga soledad, acentuando la palabra «larga» de un modo tan singular que ella se asustó. Pero se controló y lo invitó cortésmente a cazar en su propiedad. Por la tarde se reunió con uno de sus amantes en su casita de la calle Apolline y le encargó que en todo momento la tuviera al corriente de cuanto ocurriese en la corte. Partió por la noche. No quería cruzar la ciudad de día en su calesa descubierta, porque el pueblo le era hostil desde la revuelta que tantas vidas humanas había costado y también porque se obstinaba en mantener en secreto el misterio de su desaparición. Quería viajar de noche para regresar de día. Dejó su casa tal como estaba, como si se ausentara sólo por un par de días, y en el momento en que el vehículo se puso en marcha dijo clara y perceptiblemente —a sabiendas de que sus palabras llegarían a la corte— que se proponía realizar un pequeño viaje para reponerse y que no tardaría en volver. Y tan bien había aprendido el arte del disimulo, que, realmente tranquilizada por su propia mentira, pronto se
sumergió en un plácido sueño a pesar del traqueteo del coche, y no se despertó sino ya muy lejos de París, en la primera posta, sorprendida de encontrarse en un coche y yendo al encuentro de un nuevo destino del cual no sabía aún si le sería favorable o aciago. Notaba tan sólo que las ruedas corrían bajo sus pies sin que pudiese gobernarlas, se daba cuenta de que se deslizaban hacia algo desconocido, pero se sentía demasiado liviana para preocuparse de cosas serias y no tardó en dormirse de nuevo.
El viaje a Normandía había sido largo y pesado, pero ya el primer día en Courbépine le devolvió la apacibilidad de su ser. Su espíritu inquieto, juguetón y siempre ávido de cosas nuevas descubrió un aliciente inusual en abandonarse a la pureza cristalina de un día de verano en el campo. Se perdía en mil locuras, se divertía corriendo por las alamedas, saltando setos y persiguiendo mariposas juguetonas, ataviada con un vestido de un blanco radiante y una cinta descolorida en el pelo, como la niñita que un día fue y que ella creía ya muerta en su interior. Iba y venía, y por primera vez en muchos años experimentaba el placer que se escondía en distender los miembros caminando rítmicamente, en volver a descubrir extasiada todas las cosas de la vida primitiva que había olvidado en sus días en la corte. Echada sobre la hierba esmeralda, contemplaba las nubes. Por raro que parezca, desde hacía años no había vuelto a ver una nube y se preguntaba si las que se deslizaban por encima de las casas de París también estaban tan bellamente ribeteadas y si eran tan esponjosas, blancas, limpias y flotantes. Por primera vez contempló el cielo como algo real y su bóveda salpicada de manchas blancas le recordaba los maravillosos jarrones chinos que un príncipe alemán le había regalado recientemente, sólo que aquel cielo era todavía más hermoso, más redondo y azul, y estaba lleno de un aire más liviano y perfumado, suave al tacto como la seda. La ociosidad la deleitaba, a ella que en París corría tras toda clase de divertissements, y el silencio a su alrededor le era tan precioso como una bebida fresca. Ahora, por primera vez, tuvo conciencia de que todas las personas que la rodeaban en Versalles le eran indiferentes, de que no amaba ni odiaba a ninguna, le importaban tan poco como los campesinos que encontraba en la linde del bosque con sus grandes y resplandecientes guadañas, y que de vez en cuando dirigían hacia ella sus miradas curiosas y sombrías. Desbordaba siempre alegría: jugaba alocadamente con los árboles jóvenes, pegaba grandes saltos hasta agarrar sus ramas más bajas, las soltaba de golpe y se reía a grandes carcajadas cuando algunas flores blancas le caían, como tocadas por un dardo, en su pronta mano, en su cabello por primera vez suelto desde hacía años. Con aquella maravillosa facilidad de olvido que poseen las mujeres livianas en cada momento de su vida, perdió el recuerdo de que estaba proscrita y de que en otro tiempo había sido soberana de Francia y que había podido jugar con los destinos con tanta indolencia como ahora con las mariposas y los trémulos árboles; perdió cinco, diez, quince años y no era
más que mademoiselle Pleuneuf, hija de un banquero de Ginebra, una muchachita delgada y traviesa de quince años que jugaba en el jardín del convento y nada sabía de París ni del mundo entero.
Por la tarde ayudaba a las criadas a transportar el trigo: le divertía enormemente que le dejaran atar las gavillas y luego cargarlas en el carro con un violento impulso. Y se sentaba, arriba de todo, sobre el carro cargado hasta los topes, en medio de las demás, que al principio se sentían apocadas y temerosas, balanceando las piernas, riendo con los mozalbetes y luego, cuando empezaba el baile, se ponía a dar vueltas entre ellos. Lo tomaba todo como un gran juego de máscaras palaciego y ya anticipaba el placer de poder contar en París lo divinamente que pasaba los días, cómo había bailado en corro con flores silvestres en el cabello y había bebido de la misma jarra con los campesinos. De que todo aquello fuera realidad se apercibía tan poco como cuando en Versalles tomaba a engaño la poesía bucólica. Su corazón se perdía siempre en el momento, mentía diciendo la verdad y era sincero cuando quería engañar: ella sólo sabía lo que sentía. Y ahora sentía en todas sus venas dicha y alegría desbordante; la idea de que estaba en desgracia le hubiera provocado risa.
Ya a la mañana siguiente una oscura gota de mal humor se deslizó en la serenidad cristalina de sus horas. El mero despertar ya le dolió: salió de la oscura noche sin sueños y se zambulló en el día como quien se precipita en el agua helada desde un ambiente bochornoso. No sabía qué la había despertado. No había sido la luz, pues el lluvioso día despuntaba pálido ante las ventanas llorosas. Y tampoco había sido el ruido, pues allí no había voces, sólo los muertos de la pared miraban desde los cuadros con ojos fijos y penetrantes. Estaba despierta y no sabía por qué ni para qué: nada la llamaba ni la atraía.
Y pensó en lo diferente que era despertarse en París. Por la noche había bailado, charlado, pasado media velada con amigos y luego llegaba el prodigioso sueño del agotamiento, en el que los sentidos excitados seguían creando temblorosas imágenes de color. Y por la mañana, con los ojos cerrados, aún oía, como en sueños, voces ahogadas en las antesalas que se precipitaban dentro tan pronto como empezaba su lever: aseo y audiencia matutina. Los duques de Francia, los peticionarios, los amantes y los amigos, todos trataban de granjearse su favor y le traían la ofrenda del cortejador: alegría obsequiosa. Todos contaban cosas, reían, parloteaban, le llevaban hasta la cama las habladurías y las últimas noticias, y ella, salida de los sueños de colores, llevaba el despertar en medio del flujo de la vida; la sonrisa que en sueños tenía en la boca no desaparecía, sino que quedaba suspendida en la comisura de los labios y se balanceaba traviesa como un pájaro en la jaula.
De las imágenes de la gente, el día pasaba a la gente misma, y la gente se quedaba a su lado, mientras se vestía, paseaba en coche o comía, hasta la
noche. Se sentía constantemente llevada en un murmullo por ese flujo embravecido sin descanso, como olas que mecían la florida barca de su vida bailando a un ritmo incesante.
Pero hoy el despertar chocó con una roca, quedó encallado, inmóvil e inútil en la orilla de las horas. Nada la incitaba a levantarse. Los inocentes placeres de ayer ya no tenían encanto alguno, su exigente curiosidad era de las que se agotan rápidamente. La habitación estaba vacía, como sin aire, y vacía se sentía ella misma en esta soledad en que nadie la reclamaba: vacía, inútil, mayor, gastada; primero tenía que acordarse de por qué estaba allí y cómo había llegado. ¿Qué esperaba del día, ella que tenía los ojos tan fijos en el reloj, que con sus pasos temblorosos, apagados, recorría sin cesar el silencio?
Finalmente se acordó. Había pedido al príncipe de Alincourt, el único de sus antiguos amantes con el que la unía un afecto más íntimo, que le transmitiera a diario las noticias de la corte por medio de un mensajero a caballo. Durante toda la víspera había olvidado que con su desaparición había dejado París en estado de agitación y ahora deseaba saborear este triunfo. El mensajero cumplió ciertamente su cometido, pero no el mensaje. Alincourt le escribía algunos floreos, algunas noticias sobre el estado de salud del rey; relataba la visita de príncipes extranjeros y dejaba que la carta se desvaneciera en amables deseos de buena salud. Ni una sola palabra sobre ella y su desaparición. Se enfureció. ¿Acaso la noticia no era de dominio público? ¿O habían dado crédito realmente a la mentira de que se había retirado a aquel aburrido rincón para descansar?
El mensajero, un mozo de caballerías simple y cogotudo, se encogió de hombros. No sabía nada. Ella disimuló su cólera y contestó la carta de Alincourt sin mostrarle su enfado: le daba las gracias por las noticias y le pedía encarecidamente que la mantuviera cabalmente informada. Confiaba en no tener que permanecer mucho tiempo allí, aunque de todos modos le encantaba el lugar. No dejaba traslucir que le engañaba.
Pero ¡qué largo se hacía el día allí! Las horas, como las personas, parecían transcurrir con paso más lento, y ella no conocía medio alguno para apresurarlo. No sabía qué hacer consigo misma; todo estaba mudo en su interior, toda la chispeante música de su corazón estaba muerta como un reloj musical cuya llave se ha perdido. Probó toda suerte de cosas, se hizo traer libros, pero aun los más inspirados sólo le parecían hojas impresas. La asaltó el desasosiego, le faltaban las muchas personas con las que había vivido durante años. Hacía andar sin cesar a los criados de aquí para allá con órdenes caprichosas: quería oír crujir pasos en las escaleras, ver gente, crear artificialmente ese zumbido de los mensajes; quería engañarse, pero no lo conseguía, fracasaba como en todos sus planes. La comida le repugnaba tanto como la habitación, el cielo y los criados; sólo quería una cosa: noche, un
sueño negro y profundo, sin soñar, hasta la mañana, cuando llegaría un mensaje mejor.
Al fin llegó la noche. Pero ¡qué triste era aquí! Sólo un oscurecer, un desaparecer de todas las cosas, un entenebrecimiento de la luz. Aquí era un final lo que en París no era sino el principio de todas las diversiones. Aquí el atardecer derramaba noche; allí encendía las velas bordeadas de oro en los salones reales, hacía centellear el aire en los ojos, inflamaba, calentaba, embriagaba, estimulaba los corazones. Aquí los hacía todavía más miedosos. Anduvo errante de habitación en habitación: en todas acechaba el silencio acurrucado como un animal maligno, cebado durante muchos años puesto que nadie había venido a turbarlo, y ella temía que le saltara encima. La madera de los suelos crujía, los libros suspiraban en sus encuadernaciones en cuanto alguien los tocaba; en la espineta, algo gimió horriblemente como un niño apaleado cuando ella tocó las teclas, arrancándoles un sonido lastimero. Todo se defendía de la intrusa, se hacía fuerte en la oscuridad.
Entonces, sobrecogida de miedo, mandó encender todas las luces de la casa. Trataba de quedarse en una habitación, pero siempre pasaba a la siguiente, huía de una para refugiarse en otra, como si en ella hubiera sosiego. Pero en todas chocaba con la invisible pared del silencio, que desde hacía años poseía aquí el señorío y no quería dejárselo arrebatar. Incluso las luces parecían notarlo, siseaban apenas perceptibles y lloraban gotas calientes.
Desde fuera, sin embargo, el castillo fulguraba con sus treinta ventanas iluminadas, como si dentro se celebrara una fiesta. Las gentes del pueblo se apiñaban delante, llenas de asombro y comentando de dónde habían llegado de repente tantas personas. Pero la figura que