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El resplandor artificial
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Libro electrónico48 páginas31 minutos

El resplandor artificial

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Tal vez escribir no sea más que un gesto, una decisión de seguir tus propias palabras y ver cómo quedan impregnadas en una hoja de papel, luego en una pantalla y de nuevo regresan al papel para quedar contenidas en un objeto, en un libro donde otros las pueden seguir también. Pero quien escribe entiende que sus palabras transcurren con su propio ritmo y que si desea comunicar, expresar, debe seguirlas, acompañarlas. Los cuentos de El resplandor artificial, de Marina Porcelli, contienen historias de ciudad en las que las palabras son las protagonistas y la autora las ayuda, les abre el camino para que muestren la vida nocturna, el fútbol (dicho en argentino), la política, la muerte, el desaseo del poder, el destino del amor bajo el reflejo de la iluminación artificial, el sabor de la cerveza, el olor del humo del tabaco. En estos cuentos, los temas y las circunstancias importan de la misma manera que el lenguaje en el que están escritos, de hecho es difícil separarlos, pues la autora tiene la suficiente maestría para hacernos entender que el ritmo de su escritura es lo que ella desea dejar impreso en nuestra memoria. Ofrecemos aquí estos cuentos de Marina Porcelli porque estamos seguros de que el lector los disfrutará tal como una calle iluminada por luces de neón, en una noche lluviosa en cualquier ciudad latinoamericana.
IdiomaEspañol
EditorialE1 Ediciones
Fecha de lanzamiento10 may 2021
ISBN9786079895075
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    El resplandor artificial - Marina Porcelli

    porteñas"

    Esa noche llamó Tamara

    porque éramos jóvenes y estábamos borrachos y teníamos

    veinte años y nunca moriríamos.

    Thomas Wolfe

    –Pero si no fue así –Fani tomó de un trago lo que le quedaba de cerveza y alzando el vaso vacío, le hizo señas al mozo–. Otra de litro, corazón –dijo y volvió a mirarme–. No te acordás. Me llamó a las tres de la mañana porque se despertó de golpe a mitad de la noche, y me contó que mientras buscaba el velador, metió la mano en el cenicero.

    Sentadas en El imaginario –uno de esos bares modernosos, decía Fani, con pinturas súbitas en las paredes y recitales de público escaso, en el sótano–, íbamos por la segunda cerveza cuando empezamos a discutir sobre la última vez que ella habló con Tamara. El diálogo, por supuesto, yo lo conocía de memoria, Fani me lo había contado mil veces en estos siete años, y sin embargo esta noche, al acotar que no sólo fue eso, que también estaba su miedo, o su tristeza, ella había vuelto a plantearlo, como si únicamente así, repitiéndolo, pudiéramos entender por qué se había matado. No era extraño al fin de cuentas, ya que desde la tarde, al escuchar la voz siempre un poco ronca de Fani, diciendo que hoy los chicos se quedan con la abuela, y nosotras sí o sí nos vemos a la una en El imaginario, supe que después de varias cervezas alguna de las dos acabaría por nombrarla. Y hasta pensé, incluso, mientras buscaba a mi amiga con cara de alemana y peinado caótico, entre las mesas desbordadas de ruido y de humo de cigarrillo, en que fue una noche parecida cuando me encontré con Tamara, a solas, por última vez. Ella se mató una madrugada, y su cuerpo había quedado colgando de uno de los tirantes del techo, oscilando apenas, ajeno y desgarrado como un trapo. Su muerte había sido una especie de fin de la adolescencia, las caminatas nocturnas en las que nos quedábamos silenciosas mientras ella tocaba la armónica se derrumbaron de golpe con el estupor de la noticia de una mañana. Sin embargo ahora, Fani y yo sabíamos que aún quedaban cosas sin contar, y tal vez por eso volvíamos a vernos, tal vez por eso, seguíamos tomando y hablando y buscando esa alegría que ya no teníamos.

    –Evidentemente, se nos confunden los recuerdos –dije–. Pensaba en la tarde esa de frío en que se encontró con los chicos en la calle.

    –A vos se te confunden –Fani peleaba por abrir un paquete de cigarrillos. Encendió uno, me lo pasó–, yo me lo acuerdo clarísimo. Eran las tres menos cuarto cuando me llamó. Ese es tu problema, cariño –explicó, chasqueando los dedos–, te creés que tenés buena memoria y no hacés más que distorsionar la realidad. Qué tarde de frío.

    Con todo, era bueno que se filtrara la vieja Fani, la que yo llamaba así y no por el nombre absurdo de Fabricia, la que todavía contestaba con la voz un poco ronca y era capaz de absorber, sin inmutarse, cantidades industriales de cerveza. La que, aunque se quedara conmigo despierta hasta el amanecer, podía rodearse de escobas y pañales y críos, y se preocupaba por tener la cena lista a las

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