Mobtel
Por Rafael Marín
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Rafael Marín
Rafael Marín (Cádiz, 1959) es uno de los más destacados autores españoles de literatura fantástica. A principios de los ochenta se abre camino por varios fanzines y publica un puñado de relatos en la mítica revista Nueva Dimensión. En 1983 aparece su primera novela, Lágrimas de luz, que es recibida como un hito en la entonces incipiente ciencia ficción española. Con un cuidado casi exquisito en el manejo del lenguaje, Marín se ha movido como novelista por casi todos los géneros, no sólo la ciencia ficción o la fantasía, sino el policiaco o la novela histórica, por no mencionar el juvenil. También ha cultivado con fortuna el relato corto, en el que a menudo es capaz de aportar una perspectiva novedosa a elementos sumamente cotidianos. Enamorado de los comics como medio de expresión, a ellos ha dedicado algunos de sus mejores trabajos de divulgación, como W de Watchmen, Spider-Man: el superhéroe en nuestro reflejo o Hal Foster: una épica post-romántica. También ha sido guionista en ese medio con obras como Tríada Vértice e Iberia Inc. Junto a su amigo el dibujante Carlos Pacheco estuvo al frente de Fantastic Four para la americana Marvel.
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Mobtel - Rafael Marín
Mobtel
Copyright © 2015, 2021 Rafael Marín Trechera and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726783032
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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que vivió en la vida real
casi todas las aventuras de esta novela
a T.C.
Estoy con el agua al cuello.
Literalmente: me llega hasta justo por debajo de la barbilla. Está muy fría.
Me escondo y procuro no hacer ruido, para que no me encuentren. Poco a poco, a mi alrededor, se va formando un hilillo sonrosado. Es mi sangre.
No es agradable estar metido dentro de una olla de metal que quizá sea incapaz de sostener tu peso, pero mucho peor es que te peguen un tiro por no saber lo que no sabes.
Fuera, escucho pasos. Alguien me dice que salga. La voz llega distorsionada por el miedo y por el agua.
Tarde o temprano, si son pacientes, descubrirán que estoy escondido aquí. No hay más salida. Estoy atrapado y ellos están fuera.
Pero espero un milagro. La policía que llegue. Los inquilinos que despierten. Algo que les haga dar la vuelta y a mí salir de aquí dentro.
El depósito cruje. Trato de controlar la respiración. Un minuto, tan sólo pido un minuto, el tiempo justo para que decidan buscarme en otro lugar.
Entonces me suena el móvil y el pitido resuena como el badajo de una campana, descubriéndome.
Ahora sí que estoy con el agua al cuello.
Literalmente.
1
THOMAS
Ellos siempre me llaman por mi nombre poniendo acento en la o. No pronuncian la th
, pero os juro que puedo oírla, allí al principio. Un poste telefónico y detrás, pegadita, una especie de silla puesta de lado. Y la o con el acento. A mi antigua profesora de lengua, la Pato, le habría dado un soponcio. Todo aquello de las palabras agudas terminadas en ene o en ese. O como fuera, que ya no me acuerdo.
Porque el caso es que el inglés no tiene acentos. Bueno, acentos sí que tiene. Lo que no tiene son tildes. Ni la letra eñe, con lo cual han tenido que inventarse un montón de tacos pintorescos. Resulta que pronunciar mi nombre, y mira que es sencillo, parece que les cuesta la misma vida. Tomás. Tomás Rivera. No hay ningún misterio, ¿no?
Pues ni por esas. Para todos ellos soy Tómas. Así, con el acento en la o, como decía. Thomas, como si no les entrara en el coco que uno se llama como se llama hasta que decide cambiarse el nombre porque va a dedicarse al cine, o al teatro, o tiene que buscarse una nueva identidad porque la policía le pisa los talones.
O la mafia, claro.
Pero no adelantemos acontecimientos.
Me llamo Tomás, y ellos me han rebautizado a su idioma. Cosa que no me molesta, en realidad, porque allá en España todos los compañeros de la primaria, y hasta alguno del instituto, me llamaban Tommy. Aquí, por lo visto, Tommy es nombre de metralleta o de soldado antiguo, así que me dicen Thomas. O sea, Tómas con acento en la o, le guste o no le guste a la Pato, si alguna vez se entera y se recupera del soponcio. Mi apellido lo pronuncian más o menos bien, aquellos que caen en la cuenta de que tengo apellido. Con las dos erres muy suavitas, eso sí. De vez en cuando, alguno se equivoca y me llama Rivers, pero bueno, tampoco va a enfadarse uno por eso.
Ellos
son los británicos, y aquí
es Inglaterra. Un sitio muy bonito en las postales y en las películas de Hugh Grant, pero algo frío e inhóspito si tienes que sufrir sus lluvias en directo. Habréis oído decir que la comida es mala, pero es mentira. La comida es peor. Dicen que los ingleses construyeron su imperio huyendo de sus cocineros, y cuando uno va por la calle y huele lo que se cocina en las casas, dan ganas de irse por ahí a conquistar países y hacerse un monopolio a costa del té y otras infusiones.
Son encantadoramente raros, también es cierto. Puedes creer que eres amigo del alma de alguno de ellos y no saber en el fondo nada de su vida.
Y son muy educados, educadísimos. Hasta que les sale el Mister Hyde en forma de hincha de fútbol.
O de mafioso.
Pero no adelantemos una vez más los acontecimientos.
Llevo año y medio viviendo aquí, en el sur, cerca del mar. Un pueblecito turístico (un holidayresort, que dicen ellos), al lado de Brighton, llamado Seaford. Muy blanco, muy limpio, algo impersonal también, qué queréis que os diga. No muy distinto de cualquier otro pueblecito inglés cercano al mar.
Porque está cerca del mar, y desde casi cualquier parte se puede oler el salitre y se pueden ver los acantilados blancos y la playa. O lo que aquí hace las veces de playa: una extensión amarilla que no es de arena, sino de piedras redonditas y achatadas que parecen panes tal como los dibujan en los libros de religión, dentro de la cesta que está junto a la cesta de los peces, no sé si me explico. Cuando no llueve y sale el sol, en verano, hay gente que se baña y todo. En general, todo el mundo prefiere las piscinas de los leisure centers: son climatizadas y no se ahoga nadie que yo sepa. Cuando el mar se pone bravo por aquí abajo, ríete de la película aquella de la tormenta perfecta.
No me gusta mucho el mar, y eso que en España siempre (o casi siempre, ya os hablaré de mi abuela) he vivido en la costa. No me gusta el mar porque, por su culpa, mi familia siempre ha estado separada. Nunca tan separada como ahora, desde luego. Pero uno siempre piensa que las cosas no pueden ir a peor, hasta que empeoran.
Mi padre es marino mercante. Quiero decir que no es pescador, ni marino de guerra. Marino mercante, un oficio que yo no comprendía de más pequeño y que, con eso de que no tiene uniforme vistoso ni galones ni sables, tampoco me hacía mucha chispa. La pega que tiene estar embarcado es, precisamente, que tu padre es ese señor que asoma a la puerta cada equis meses, y te mira como si fueras un extraño cuando el extraño es él, que ni sabe en qué curso estás, ni se acuerda que el libro que te trae de su último viaje es exactamente el mismo que te trajo el antepenúltimo. Y quien dice el libro dice el llavero, o la camiseta de la selección argentina de fútbol, o el muñequito articulado de Spider-Man que es igualito al que venden en la tienda de los veinte duros que está cerca de casa.
Como mi padre siempre estaba en la mar (mi madre siempre llama al mar en femenino, como si fuera una rival; mi padre también lo llama en femenino, como si fuera una amante), y al parecer la profesión es dura y no da para muchos lujos, siempre hemos vivido a la cuarta pregunta. O sea, sin un céntimo. Comprando fiado y pagando luego facturas enormes. Y comprando en supermercados de esos de productos marca ACME. Creo que sólo pisamos El Corte Inglés cuando fuimos al cine a ver El señor de los anillos.
Mi madre tuvo que buscarse un empleo. Unos cuantos, más bien. Haga lo que haga, quizá porque es muy nerviosa, cada cinco o seis meses tenía que buscar la tarjeta verde del paro y hacer la romería al INEM. Al final, por aquello de lo tomas o lo dejas, y como ya había un Thomas en casa (lo siento, lo mío no son los juegos de palabras, pero sí los chistes malos), tenía que pasarse medio día yendo y viniendo de su puesto de trabajo a casa. Y como encontró una cosa medio fija en una cadena hotelera, le pasó como a mi padre: hoy aquí, mañana allí. Y mañana podía durar tres o cuatro meses.
Aquí es donde entra mi abuela en la historia. Pero prefiero saltármelo ahora y dedicarle luego un par de capítulos enteros. No quiero que esto parezca ya de entrada un libro de terror, aunque lo cierto es que hubo momentos en que pasé mucho miedo.
La compañía naviera de papá se hundió (otro chiste, pero menos malo, ¿no?), y mi padre tuvo que volver a casa con lo puesto y con un montón de meses de trabajo sin cobrar. Mi madre, por su parte, estaba ya más que harta de hacer camas que no eran suyas y de rellenar todos los días los útiles de aseo de un montón de habitaciones que olían a tabaco y calcetines ajenos.
Hubo cónclave familiar, al que yo no asistí, porque ni pinchaba ni cortaba, ni tenía voz ni voto y además estaba viviendo con mi abuela (más detalles en el próximo capítulo, palabra), y como resulta que los marinos tienen un amor en cada puerto y mi padre también tenía (lo del amor no es algo seguro: mi padre desde luego no es nada guapo) un montón de contactos, encontró una nueva compañía mercante. Aleluya, ya podríamos comprar huevos para acompañar a las patatas cuando tuviéramos patatas.
La pega fue que la compañía era inglesa. Y él, que creía que iba a estar destinado en Gibraltar, acabó aquí. Y aquí, os recuerdo, es Inglaterra. El Reino Unido. La gloriosa Gran Bretaña. UK. La pérfida Albión. Sinónimos todos de el quinto pino.
Para seguir comiendo, un defectillo que en la familia tenemos todos, mis padres decidieron aquello tan andaluz y tan senequista: de perdidos al río. Mi padre aceptó el trabajo (ahora sí que tenía que llevar un uniforme la mar de mono, naturalmente azul marino, y una gorra de plato blanca), y mi madre dijo que se iba con él. No al barco, claro, sino a Inglaterra. Que puestos a cambiar sábanas de turistas extranjeros, mejor cambiarlas en extranjerilandia misma.
Yo llegué justo a tiempo, superviviente de mi abuela (más detalles, ya lo saben, en el próximo capítulo), para decir que me iba con ellos. Ni un minuto más en casa de la vieja, digo, de la buena mujer.
Mis padres hicieron cuentas. Vieron que yo tenía mala cara, y como les convencí diciendo que era una oportunidad de oro para perfeccionar mi inglés, pillamos un vuelo barato, luego dos autobuses que salieron bastante caros, y nos establecimos en Seaford. Mi padre se incorporó pronto a su puesto de trabajo, a su nueva empresa consignataria, en Brighton. Mi madre encontró trabajo en un hotel, como había dicho. Y yo me incorporé a un colegio inglés donde me tuve que calzar un uniforme y ponerme calcetines hasta las rodillas. No, no tiene ninguna gracia que te compares a ti mismo con Harry Potter cada vez que te miras al espejo. Menos mal que no llevo gafas: estoy seguro de que habría decidido ir por la vida de cegato antes que convertirme en blanco de las bromas del resto de los alumnos del colegio.
Para variar, mi padre salió a la mar y no volvimos a verle ni el pelo, ni tampoco el uniforme ni la gorra de plato. Y no en otros cinco o seis meses, como antes. Fue decirnos adiós, salir por la puerta, subir a bordo de su nueva casa flotante, y tararí que te vi. Lo que pasa es que no lo vimos. Año y medio ya sin tener noticias de él. Jo, con mi padre. Y eso, ya digo, que es feo.
Mi madre puso a mal tiempo buena cara. Y lo de mal tiempo, en Inglaterra, es literal, y descargó sus iras en las mantas y los colchones ajenos.
Yo puse cara de chico nuevo, interesante, latino y extranjero. Aprendí a soportar que me llamaran Thomas y no Tomás, mejoré mucho mi inglés, me enamoré de todas las chicas rubias que había en mi clase (o sea, de una sola; las sociedades multiculturales es lo que tienen, y Stacy se parecía a Elsa Pataky y no, como todas, a Lady Di, o eso creía yo).
Poco a poco, me acostumbré a la tristeza y el aburrimiento de un pueblo turístico donde no había turistas más que durante ese parpadeo en julio que aquí dicen que es verano. Cualquier cosa era mejor que vivir con mi abuela. Lo juro. De eso daré cuenta en los próximos capítulos.
Es decir, hasta que sin yo quererlo me metí en un lío bien gordo.
Con la mafia, nada menos, no sé si ya lo he dicho.
2
LA GRAN BERTA
Para poneros en situación de las cosas que sucederán luego, tengo que pasar por el trance de revivir mis desventuras en casa de mi abuela. Sé que volveré a tener pesadillas, pero si no lo cuento, luego no se entenderá mi situación en esta extraña historia, ni por qué tomé la decisión más tonta y más arriesgada que he tomado en mi vida.
Cuando mi madre tuvo que irse a trabajar a un hotel en Sevilla no pudo llevarme con ella. Demasiada carga familiar, y no era plan dejarme todo el día solo en una ciudad enorme y desconocida. La solución era meterme en un internado o enviarme a vivir con mi abuela.
Creedme, hubiera preferido el internado.
Hay quien tiene dinero y viaja en tren. Hay quien no tiene demasiado dinero y viaja en autobús. Luego estamos los pobres, con una autonomía de desplazamiento limitada. El trayecto entre mi ciudad y Granada, que es donde vive mi abuela, lo hice en un camión de la Puleva.
Una de las compañeras de mi madre tenía un marido que trabajaba conduciendo un camión de esa empresa, y como hacía el viaje dos o tres veces por semana, se ofreció a llevarme. A caballo regalado, no le mires el diente, ¿no? Allí me planté yo, en el semáforo convenido, a la hora fijada, esperando a que apareciera el camión. Hecho un pincel, para que la abuela se sintiera orgullosa de lo alto y lo guapo y lo limpio y estudioso que se estaba volviendo su nieto. O sea, yo, no hace falta que busquéis más lejos.
El camionero llegó con veinte minutos de retraso, me hizo sitio a su lado, y me dio conversación durante un buen rato. Yo no es que sea tímido, pero tampoco tenía mucho que hablar con un señor que tenía toda la cabina del camión lleno de fotos de toreros y cantantes de rumba flamenca, un San Pancracio y un San Cristóbal y la foto de dos niños mellados recortadas dentro de un cuadradito de metal que decía Papá, no corras
.
Correr, desde luego, le habría gustado a papá. Pero el camión no estaba para muchos trotes.
El camionero se llamaba Ramón, fumaba a destajo y me confesó que era alérgico a la leche. Cosas que pasan.
—¿Y para qué vas tú a Granada si puede saberse, Tomás? –me preguntó, todo amabilidad.
—A estudiar –contesté yo, saltándome la parte referida a mi exilio, pero en el fondo con la misma ilusión que si le hubiera dicho que me habían condenado a galeras… y eso que todavía no sabía la que me esperaba.
—¿Y ya tienes pensado qué vas a ser de mayor? –insistió él—. ¿Le has puesto el ojo a alguna carrera?
Me daba lo mismo contarle la verdad que mentirle. Soy un chico sensato, de modo que le dije la verdad.
—Quisiera hacer biología.
Ramón asintió. Yo no tenía muy claro que hubiera entendido qué demonios estudia la biología, así que murmuré, como si aclarara el término mejor que en la wikipedia:
—La ciencia que estudia la vida.
—¿La vida? –Ramón soltó una risotada y luego me sonrió mostrándome unas mellas clavaditas a las de los niños de la foto del Papá no corras
—.