La herencia
Por Eduardo Zannoni
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Con esas palabras, el narrador de "La herencia", que da título a este volumen, ofrece algunas claves para leer tan perturbador conjunto de cuentos. La memoria, las vivencias del pasado, la posibilidad de abordar y comprender los hechos desde diferentes perspectivas son los ejes de estas historias que no pocas veces conducen a la tragedia. Pero lo más inquietante es que aquí lo trágico es un signo que resuena en lo cotidiano: en el seno de una familia en conflicto por un testamento, con una historia impronunciable de relaciones, celos y traiciones mutuas; en la convivencia de los vecinos de un edificio en que la introducción de un simio, que recuerda a Poe, trastorna el habitual desarrollo de los días; en la conservación de un secreto que pone en juego las bases morales de toda una existencia; en el luto por la muerte de una esposa que ha sembrado una incertidumbre, es decir, en la reproducción indefinida de la fatalidad…
Contundentes, probables, turbulentos, tan diversos como diversos son sus narradores, estos relatos vuelven a dar cuenta de la solidez y originalidad de la pluma de Eduardo Zannoni.
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La herencia - Eduardo Zannoni
Eduardo Zannoni
La herencia
©Libros del Zorzal, 2016
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Índice
La herencia | 5
El secreto | 71
El del mono | 108
Lo que cuenta son los proyectos | 119
Una noche en lo de la Coca Yasky | 127
Nochebuena | 135
Miguelito Sánchez | 144
El fantasma del stripper | 151
Luto de la memoria | 161
La herencia
1
Cuando llegaban a sus manos antiguas fotos con escenas de familia y descubría en ellas a personas que seguramente habían muerto hacía veinte, treinta o más años, a Gerardo solía poseerlo un extraño sentimiento. No sólo se veía transportado al pasado, sino que, además, algo parecía revelarle misteriosamente el hálito de vida que, por un brevísimo instante, la imagen recreaba. Era como si, por milagro, las escenas familiares y sus protagonistas lograsen dar un salto al presente, a un tiempo que, en realidad, no sólo les era extraño, sino también ajeno; un tiempo que jamás les había pertenecido.
Fue justamente mientras hurgaba en un desván, en el que halló un grueso álbum que contenía fotografías envejecidas, que Gerardo revivió un trozo de su propia historia. Le resultó inevitable que lo poseyeran los espectros que acuden cada vez que son conjurados por los recuerdos. Sobre todo porque le hicieron evocar los acontecimientos que rodearon a la muerte de tío Lautaro.
Gerardo nunca hubiese imaginado que la muerte de tío Lautaro desencadenaría una tragedia como la que les tocó vivir. Si bien habían pasado ya muchos años de los infaustos sucesos que se proponía narrar, tuvo la impresión de que la memoria los había fijado hasta en sus mínimos detalles, de modo que se mantuviesen tan vívidos como el primer día. Pero logró persuadirse por sí mismo, no obstante, de que haría mal en anticipar el sino de lo trágico. Los lectores —se dijo— podrían sentirse influidos por las premoniciones ominosas, lo cual suele ser nefasto; es preferible dejar que los recuerdos fluyan, recreando las vivencias del pasado, para que unos y otras hagan posible sacar las propias conclusiones al final del relato.
Fue pasando las fotografías, una tras otra; volvió a asistir a la ceremonia de su bautismo, en la cual sólo le fue posible reconocer a sus padres, muy jóvenes por entonces; se detuvo en fotografías de algún cumpleaños de su niñez celebrado en un salón de fiestas, rodeado de los compañeros y amiguitos de ese momento, y reconoció a varios de ellos; en otra toma, en una reunión familiar, sus padres y sus tíos, en su casa, aparentaban ser felices. ¿Lo serían realmente?
, se preguntó Gerardo mientras evocaba los años felices de su propia juventud. No estaba tan seguro. Vio a tía Claudia entre ellos y también a tío Lautaro y a sus abuelos, don Francisco Cabanillas Álzaga y Pilar Morel, por entonces todavía en la plenitud de su madurez. Al ver esa fotografía, los fantasmas del pasado de la familia lo poseyeron. Gerardo tuvo, en ese momento, la convicción de que no lo abandonarían mientras no hubiese concluido de contar la historia que lo atormentaba. Para aliviar en algo sus tormentos, decidió escribirla en tercera persona.
Francisco Cabanillas Álzaga y Pilar Morel se habían casado hacía exactamente setenta años. Entonces, él era un joven abogado, hijo de Modesto Cabanillas, un famoso médico cirujano y antiguo dirigente demócrata, y de Paulina Álzaga Iraola. Francisco fue el menor de cinco hermanos. Pilar, a su vez, era hija de don Salustiano Morel y doña Zelmira Iraola (emparentada con los Álzaga Iraola; de hecho, Francisco y Pilar eran primos hermanos), ambos de tradición conservadora también, con estancias en Tandil y Balcarce. Su hermano menor fue don Lautaro Morel, de quien más adelante se harán las pertinentes referencias.
Se conocieron en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, que en su hora fundaran los franciscanos junto al convento de los Monjes Recoletos. Ambas familias solían asistir con sus por entonces jóvenes hijos e hijas casaderas a la misa de once los domingos, al igual que lo hacían otros patricios y familias de la aristocracia porteña de aquel momento. La salida de la misa de once era propicia para los saludos protocolares en el atrio y en sus inmediaciones, y esos saludos, a su vez, la ocasión para el encuentro de los jóvenes que se conocían allí y que concretarían más tarde, con la aprobación de sus familias seguramente, una relación sentimental que culminaría en el matrimonio, tal como se estilaba en ese tiempo. La circunstancia hacía no sólo previsible sino también aceptable la cita, concertada de antemano y tácitamente bendecida por el entorno. Era difícil que las intenciones resultaran sospechadas de ser aviesas, y por eso facilitaban una invitación a caminar, después llegarse a una confitería del centro y tomar algo antes de regresar cada cual a su casa.
La misa de las once en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar era un oficio religioso relevante; una rutina, hoy en buena medida obsoleta, que se repetía cada domingo y que, aunque para muchos fuese apenas pour la galerie, congregaba a lo más granado de la aristocrática sociedad porteña de la primera mitad del siglo xx, que con su presencia exteriorizaba su acatamiento al precepto dominical. Por eso, la misa era un verdadero acontecimiento social. Pero don Francisco y doña Pilar no eran, por entonces, católicos practicantes como llegaron a serlo en su madurez —al menos durante un tiempo—, después de que ambos, siguiendo el influjo de ejemplaridad de los acomodaticios de la política vernácula, abrazaron la cruzada de los cursillos de cristiandad ideados por monseñor Juan Hervás y por el creador del Opus Dei, monseñor De Escrivá y Balaguer. Los cursillos hacían furor en esa época, porque habían inspirado a los militares usurpadores del poder, por cierto gracias al carisma de los sacerdotes que los habían importado desde la España del Caudillo por la gracia de Dios
a sus respectivas diócesis. Si bien estos hechos parecieran ajenos a nuestra historia, no lo son, pues sitúan el contexto social y familiar que rodeó a lo que se contará.
Francisco y Pilar tuvieron tres hijas: Doris, Gabriela y Claudia, en ese orden. El matrimonio de las dos primeras no satisfizo las expectativas que los padres alimentaban para sus hijas según la tradición y las costumbres de su generación. Tampoco llenó las expectativas la tercera, que no sólo no se casó, sino que además tuvo un hijo siendo soltera. No era cuestión menor, aunque ya por entonces los tiempos habían cambiado y se asistía a una sociedad más informal y profundamente desacralizada.
Doris se casó con Oscar Caracciolo, un hombre de clase media, que había abandonado los estudios de abogacía para dedicarse de lleno a la política, no precisamente en el partido demócrata conservador, sino en el radicalismo —la Unión Cívica Radical—, lo cual no fue aceptado de buen grado por don Francisco. Pero como no era lerdo ni perezoso para los negocios, prosperó económicamente mediante una agencia inmobiliaria que le había permitido obtener un interesante patrimonio que algunos maledicentes atribuían a negocios turbios vinculados a la política, aunque lo cierto es que jamás se le probaron actos de corrupción o enriquecimiento personal ni trapisondas semejantes. Oscar y Doris fueron los padres de Gerardo y de Zulema.
Gabriela, la segunda hija de don Francisco, se casó con Ángel Soto —todos lo llamaban Lito—, un ingeniero industrial que no practicaba la política (más bien ignoraba todo de ella) y que había montado una fábrica de rulemanes con la que tuvo relativo éxito, como se precisará en el curso del relato. Era un hombre manso, quizás algo falto de carácter y probablemente un tanto timorato. Por eso no supo aprovechar algunas oportunidades que el negocio llegó a posibilitarle en el devenir de su giro. Lito y Gabriela no tuvieron hijos.
Finalmente, Claudia, la menor y más atractiva de las tres hijas, no se casó, como ya se anticipó. Tuvo el descaro y mal gusto de ser madre soltera de Jorgito, cuyo padre no lo reconoció. Claudia jamás quiso revelar el nombre del padre. Este hecho fue un bochorno para la familia que, sin duda, conservaba como resabio los prejuicios que se le habían inculcado. Por eso, Jorgito no fue destinatario de las caricias y los mimos de sus tíos, quienes le retacearon, o lisa y llanamente le negaron, la ternura que de manera natural es el alimento del alma de los niños. Por el contrario, las dos hermanas mayores de Claudia prefirieron alejarse de ella, ignorarla y no verse involucradas en su maternidad. Fue gracias a tío Lautaro, el hermano de doña Pilar Morel, que había llegado a la madurez siendo un solterón irredimible, que Claudia, no obstante el desdén y el menosprecio que le demostraron sus hermanas, pudo sobrellevar con dignidad su maternidad y criar al bebé. Tío Lautaro se hizo cargo de la situación y, como era un hombre de una importante fortuna, no sólo le dio trabajo en sus oficinas, sino que además le asignó un sueldo más que decoroso para permitirle vivir sin depender de sus hermanas o cuñados.
El hombre, de mediana estatura, elegantemente vestido de traje, traspuso la puerta de vaivén del recibidor de las oficinas de don Lautaro Morel. Su secretaria, que ocupaba un pequeño escritorio en uno de los laterales del amplio recibidor cerca de un fichero, se puso de pie y se acercó al recién llegado. Ambos se reconocieron de inmediato.
—¿Cómo estás, Claudia? —preguntó él haciendo una tímida inclinación de cabeza.
—Bien, Lito —respondió ella con frialdad—. Tío Lautaro te está esperando.
Dio media vuelta e ingresó al despacho de Lautaro Morel. Transcurridos unos momentos, volvió a salir:
—Podés pasar —dijo.
Hizo una seña y regresó a su escritorio. Lito ingresó al despacho de Lautaro.
—Cuánto me alegra verte —dijo Lito, desde luego por puro compromiso, mientras caminaba al encuentro de Lautaro, que apenas hizo un gesto amagando levantarse de su sillón, aunque sin llegar a incorporarse del todo.
—¿Cómo andan tus cosas? —preguntó Morel.
Lito se sintió turbado, porque en los últimos tiempos nada andaba bien para él. Eso Lautaro lo sabía de sobra. La recesión económica hacía estragos en las industrias proveedoras de insumos y, según decía Lito, él era una víctima de esa recesión. Había recurrido a préstamos bancarios que no le era posible honrar. Se le había pedido la quiebra, que sólo pudo evitarse recurriendo a un préstamo que le hiciera Lautaro. Este, por ser de la familia, sólo le había hecho firmar pagarés sin garantías reales ni cobro de intereses como lo habría hecho con otro cliente. Ante la falta de pago a su vencimiento, los pagarés habían sido renovados en varias oportunidades. Para mayor desgracia, a Lito acaban de pedirle de nuevo la quiebra.
—No andan muy bien que digamos —respondió Lito—. Probablemente, la empresa podría recomponerse con una inyección de capital que no estoy en condiciones de aportar.
—Te recuerdo que aún me debés…
—¡No hace falta que me lo recuerdes! —lo interrumpió Lito, con un tono que dejaba en evidencia su desesperación—. Sé lo que te debo y, creeme, preferiría no ser deudor tuyo. Pero a vos te consta que no pude pagar mi deuda, mi maldita deuda; te mostré mis libros, mis balances y te demostré que traté por todos los medios de generar los recursos para cancelar los pagarés que tuviste a bien no ejecutarme…, lo cual te agradezco con sinceridad —Su voz se entrecortó.
—Es cierto. Vi tus libros y balances —acotó Lautaro—. Pero como comprenderás, no podés endilgarme tus quebrantos o tus malos negocios. Yo te presté una suma considerable.
—Volvieron a pedirme la quiebra.
—¿Y? —preguntó enigmáticamente Lautaro.
—No es un importe demasiado significativo…
—Entonces… —Lautaro Morel meneó la cabeza como si estuviese por decir una obviedad—. Hacete cargo de la deuda. La que tenés conmigo puede esperar… Yo no tengo apuro.
—No, Lautaro —replicó Lito—. Lo que quiero decir es que el importe de lo que debo no es significativo para vos… Pero yo no puedo pagarla.
—¿Te parece justo que me estés pidiendo que levante otra deuda tuya sin antes cancelar, o al menos comenzar a cancelar, la que tenés conmigo?
Lito se dejó caer en una silla que estaba cerca del escritorio de Lautaro. Se tomó la cara con ambas manos y permaneció en silencio. Lautaro no se inmutó, al menos en apariencia.
—¿No podés pedir la convocatoria de tus acreedores y hacerles una oferta de pago para evitar la quiebra? —preguntó Lautaro.
Lito alzó la vista y asintió en silencio.
—Me parece que deberías pensar en esa alternativa —Lautaro lo aseveró con firmeza.
—Pero el daño comercial…
—No podés evitarlo. Es la única alternativa que tenés para continuar con la producción