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Caer es como volar
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Caer es como volar
Libro electrónico174 páginas4 horas

Caer es como volar

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Información de este libro electrónico

Nunca quiso contar esta historia, pero no hubo escapatoria. La muerte de su hermana mayor tras años de desnutrición y aislamiento hizo aflorar en Manon Uphoff los recuerdos de una infancia aterradora, transcurrida bajo la férula de un padre tiránico y abusador, pero dotado de un perverso carisma. Henri Elias Henrikus Holbein es un hombre sensible —«artista aficionado, seminarista frustrado, creyente y (ex)convicto»— que inicia a sus hijas en el mundo del arte y la ciencia. Pero también es un monstruo, el lujurioso Minotauro que visita el lecho de las niñas y las encierra en un laberinto sin salida: las baña, las alimenta, sigue sus ciclos menstruales y lee sus diarios secretos mientras su esposa, ausente en su «palacio de nicotina», fuma un cigarrillo tras otro. Como brujas que aguardan su propia noche de Walpurgis, las hermanas sueñan con la venganza y recurren a la risa mientras esperan el momento de la redención.



En esta obra inclasificable, finalista del prestigioso Premio Libris a la mejor novela holandesa, Uphoff se aleja de la crónica autobiográfica al uso para crear un universo simbólico y poético que conecta los traumas del pasado con la mitología griega, los cuentos de hadas y la ciencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 sept 2021
ISBN9788412419955
Caer es como volar
Autor

UPHOFF MANON

(Utrecht, 1962) es una escritora, guionista y artista visual holandesa. Debutó en 1995 con la colección de cuentos 'Begeerte', nominado al Premio de Literatura AKO. Su primera novela, 'Gemis' (1997), fue nominada al Premio Libris de Literatura. .

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    Caer es como volar - UPHOFF MANON

    Portada

    Caer es como volar

    Caer es como volar

    manon uphoff

    Traducción de Catalina Ginard Féron

    Título original: Vallen is als vliegen

    Copyright © 2019 Manon Uphoff

    Published in the Spanish language by arrangement with Sebes & Bisseling.

    This publication has been made possible with financial support from the Dutch Foundation for Literature.

    © de la traducción: Catalina Ginard, 2021

    © de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2021

    Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

    08008 Barcelona (España)

    [email protected]

    www.gatopardoediciones.es

    Primera edición: septiembre de 2021

    Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

    Imagen de la cubierta: Halloween Kids © Mercedes Helnwein (2019)

    Imagen de la solapa: © Frank Ruiter

    eISBN: 978-84-124199-5-5

    Impreso en España

    Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,

    la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Índice

    Portada

    Presentación

    1. El largo invierno de nuestro descontento

    2. Henne Fuego

    3. Escenario y contexto

    4. El nido de la Arriera

    5. El Minotauro

    6. El albergue de Toddiewoddie

    7. «Sweets for my sweet»

    8. Aquelarre («grand guignol»)

    Bibliografía

    Árbol genealógico

    Manon Uphoff

    Otros títulos publicados en Gatopardo

    Para los muertos

    H.R., E.U.

    Para los vivos

    T.R., J.M.U., A.M.U., M.M.U., F.U.,

    I.M., Z.B.

    Y para las almas de

    P.E.H.U., A.U.S.

    Hemos de mantener elevado el ánimo y ver pasar

    confiados lo que ocurra; siempre tuviste el más

    recio valor. Ahora va a pasar algo espantoso, el

    mundo y la posteridad lo negarán, pero tú anótalo

    fielmente en tus anales.

    Fausto

    1. El largo invierno de nuestro descontento

    Lector:

    Yo no quería contar esta historia. Durante mucho tiempo me aferré a la idea de mi huida milagrosa, mi «salto cuántico», con la esperanza de poder llevar una existencia tranquila y controlada en un mundo de ficción. Un mundo propio del que poder entrar y salir libremente.

    Desde que me alcanza la memoria, siempre me han gustado las historias y he deseado que me contaran cuentos, con avidez desmesurada y con una vista, un oído y un olfato especiales para la tragedia. Entonces pataleaba y resoplaba como un caballo..., con curiosidad e ilusión. ¡Por fin sucedía algo, por fin quedaba todo claro! Historias bíblicas, mitos, sagas, cuentos atroces se me clavaban en el corazón y despertaban mis sentidos. Mira, una mano atravesada por clavos, un niño con un carámbano hundido en el corazón, una ciudad castigada con la destrucción. ¡Qué horrible es todo, y tan real!

    Mi mayor deseo era, algún día, poder añadir algo a esta gran construcción de la experiencia humana. Sin embargo, ¿quién puede predecir lo que un día se separará de la oscuridad para perseguirnos como un perro asustado?

    En el invierno de 2009, este amor por las historias, que tanto me había reconfortado hasta entonces, se desvaneció y su lugar lo ocupó la desazón.

    Sucedió poco después de la publicación de un libro en el que había sacado a escena a mis amigos, a mi familia e incluso a mi marido Oleg. Pero él rechazó el papel de musa, tras lo cual nos sumimos en una profunda crisis. En aquel mismo periodo, mi mejor amigo me hizo saber que padecía una enfermedad incurable y que ya no podríamos vernos a menudo, y menos de forma despreocupada.

    Así que era invierno. Anochecía y yo estaba delante de la ventana de mi despacho en la «cabaña del bosque» en la que nos habíamos instalado temporalmente, una casa de la que Oleg había sido nombrado administrador. Un edificio feo y desangelado, una renovación barata de la granja que había antes en el lugar, que quedó desprovista de personalidad (solo se habían conservado los establos), por lo que podía decirse sin temor a equivocarse que allí éramos los únicos objetos originales.

    Yo apenas había trabajado desde mi Libro Maldito, mi Libro Perverso, mi Libro Infame, escribiendo «sin moral ni conciencia».

    Las semanas anteriores habían sido duras. Con días seguidos de reproches, silencios amargos, comentarios crueles y mi llanto impregnado de una asfixiante autocompasión. Después, intenté curarme viendo documentales de National Geographic y dando largos paseos por la nieve que había caído copiosamente en ese periodo. ¡Había nevado muchísimo! Tanto, que me quedé vacía de ideas después de hacer muñecos de nieve, sacar la lengua para atrapar los copos y mirar cómo nuestro joven gato Jevgeni regresaba sobre las huellas que él mismo había dejado en el campo blanco. Copo tras copo tras copo..., con los que el viento formaba torres delante de la casa. Y nadie con quien hablar desde que había dejado de escribir, salvo las cartas al amigo moribundo, de las que nunca hablé. Al menos una persona a la que le gusta saber algo de mí y recibir noticias mías desde mi Nueva Zembla, me decía a mí misma. Al fin y al cabo, aquello era una Nueva Zembla y mis raciones de comida apenas bastaban para sobrevivir. Es cierto que Oleg me dejaba compartir su cama, sin embargo, era tan gélida como una tundra. La abandonaba a mitad de la noche para escabullirme a la habitación de enfrente. Mi estudio, qué risa: allí no daba ni golpe, me limitaba a sentarme desnuda, como un enano o un antiguo buda chino, sobre el suelo de tarima de pino que Oleg había colocado tres meses antes (cuando aún soñábamos con lo que podía acabar siendo este lugar), y arrancaba una a una las páginas del libro, mientras dejaba que se me cayeran los mocos. Arranqué capítulos enteros del monstruo que había creado, incluso mechones de pelo de mi cabeza, hasta que empecé a sentir un dolor lacerante en la muñeca.

    ¿Qué me había aportado la escritura (me preguntaba) aparte de la pérdida de calor, cuidado y ternura?

    ¡Cuánto tuve que defenderme!

    Incluso hubo un caricaturista que en una revista me dibujó con ojos turbios, sin luz en las pupilas, como si no fuera humana. Y no había nada de amor, ni una pizca de placer para la pobre escritorzuela, ni siquiera dinero para salir adelante.

    No había ni rastro del otrora cautivador aroma de los libros, del placer y del gozo de escribir.

    «Per aspera ad astra..., me has traicionado, traicionado...»

    Estas palabras de Oleg seguían escociendo. Eres una impostora. Te mueves entre las personas, entre tus amigos y familiares, pero debajo del brazo, o en una oscura cavidad, ranura o rendija, escondes tu ratero bloc de notas... Como una criatura siniestra, una arpía, recorres los pasillos de nuestro mundo compartido. ( There’s a killer on the road, his brain is squirming like a toad.) ¹

    Verás, el caso es que había conseguido enfurecer a todo el mundo. Y los que no estaban furiosos, estaban muertos.

    Así que pasé al duelo y al dolor, y a la autolesión, y me dediqué a desvencijar y a romper los libros. Treinta y dos ejemplares, y solo me queda uno. Y al hacerlo me sentía como una de las esposas condenadas a muerte por Enrique VIII.

    El rey Enrique con seis mujeres

    se casó.

    Una murió,

    una sobrevivió,

    de dos se divorció

    y a dos decapitó.

    Qué solos y amargados están los agraviados.

    ¿Quién era esa criatura, ese Sméagol² de la habitación? Era yo, el último día del año delante de la ventana de mi estudio observando las ramas cimbreantes de los árboles y las dos figuras oscuras que estaban fuera. Oleg, delgado y erguido, clavando a ambos lados del sendero las antorchas que había hecho él mismo, y Max, mi hermano diez años mayor, que atizaba el fuego en el brasero (feliz, como lo era yo siempre, de poder estar cerca del fuego y ver cómo las llamas se agitaban y crecían, relamiéndose).

    Sí, desazón desde el momento en que me llamó Libby, mi hermana menor, para decirme que aquel día no vendría a celebrar la Nochevieja con nosotros, porque se había producido un accidente con los fuegos artificiales, y ella y su mujer tenían que irse al hospital con su hijo. Y yo escuchaba el palpitar de mi corazón al inicio de lo que ahora conside­ro el largo invierno de nuestro descontento, cuando todos los miembros de nuestra familia nos convertimos en pacientes, aquejados de enfermedades difusas y síntomas complejos, mientras vivía en esta casa al borde del bosque que no era una casa, sino más bien una guarida, un refugio entre los árboles, donde yo me escondía, igual que los conejos se esconden del gato Jevgeni. En vano, porque él conseguía sacarlos sin dificultad de entre los arbustos. Luego los metía en casa a través de la gatera, los mordisqueaba a sus anchas en el vestíbulo y nos dejaba una pata de amuleto. O un trozo incomestible de las tripas. Por la mañana, Oleg siempre era el primero en entrar en el matadero, y armado de Cillit Bang se esmeraba en dejarlo de nuevo como la entrada de un hogar, pero, como he dicho, no era un hogar.

    Un tiempo en el que se rompieron todos los vínculos, se violaron todas las promesas de fidelidad. Un tiempo en el que Libby tomaba pastillas («Quiero otro diazepam, otro diazepam») y Dana Kidd, su mujer (que se había acostado en otras camas de otras casas), se había sentado a la mesa de Navidad con un ojo morado.

    Y en el que mi hermano Max se había instalado en mi despacho, donde dormía desde Nochevieja en una cama estrecha. Después de más de veinticinco años, habían prescindido de él en el trabajo y en el matrimonio. Su mujer lo había reemplazado por el adiestrador de perros.

    Un domingo por la noche llegó con la cara cubierta de escamas por la psoriasis que los genes de mi madre habían pasado con precisión aritmética a su segundo, cuarto y octavo hijo. Una enfermedad que disminuía cuando el sol pelaba una capa tras otra de su piel, mientras que en tiempos de adversidad («¡Quién me querrá ahora!... ¡Ya he cumplido cincuenta y nueve!») se expandía incandescente hasta convertirse en una máscara escarlata con copos plateados que a veces incluso le cubrían los párpados y le procuraban crueles inflamaciones. Sin refunfuñar dejó su maletín (cepillo de dientes, portátil, ropa interior) y la caja del telescopio contra la pared inclinada y fue a tumbarse sobre el lecho.

    Por la mañana lo despertaba con una taza de café instantáneo y eso me procuraba una sensación cálida y maternal; pero, por lo demás, no entraba en esa habitación, que estaba amueblada con una mesa de madera oscura con patas Luis XV (una pieza de segunda mano que había encontrado en una tienda de la Fundación Emaús, encima una lámpara blanca, detrás, una silla de oficina de IKEA). Sin embargo, al principio me gustaba acercarme a la ventana de ese cuarto escasamente iluminado para mirar las coníferas que había en la parcela. A un lado, nuestro jardín quedaba cortado y aislado del mundo por la carretera provincial sobre la que los coches trazaban serpentinas de luz rojas o blanco amarillentas al atardecer, con neumáticos silbantes si la calzada estaba húmeda o mojada; al otro lado, por los altos arbustos y abetos que formaban la entrada del bosque. Y sentirme tranquila, satisfecha o solo un poco agradablemente aislada. (Aunque en aquel entonces todavía no lo estuviera.)

    Un tiempo en el que no escribía, pero sentía la necesidad física de rodearme de libros que compraba en grandes cantidades en Amazon y en Bol, mientras Oleg se inclinaba ante sus pequeños invernaderos caseros en los que cultivaba acelgas (blitva), tomates, rábanos y lechugas. Y un tiempo en el que Libby llamaba, Libby llamaba. Para decirme que esta vez habían usado de verdad su corazón como un vertedero... Que esta vez la habían colgado de verdad de un clavo oxidado...

    La única interrupción fue la visita del último amigo que nos quedaba, el canoso surfista Sebastiaan (al que en este contexto no se le dará más espacio), un lingüista jubilado que salió del bosque como una flecha, inclinado sobre el manillar de su bicicleta, precedido por sus pequeños palafreneros, los conejos que saltaban a los lados para escapar de sus neumáticos. Nos traía regalos en una bolsa de plástico. Algunos DVD, así como poemarios y opúsculos en prosa auto­editados que me entregó galantemente, con ambas manos, y que yo arrinconé, para abrirlos solo años más

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