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Otro mar
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Libro electrónico101 páginas2 horas

Otro mar

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En vísperas de la Gran Guerra, el joven Enrico, helenista y filósofo, se embarca para Sudamérica y desaparece en el anonimato y en la soledad, un gaucho en la remota Patagonia. Abandona su Gorizia, todavía de los Habsburgos, con su mosaico de culturas diferentes: la ciudad del Michelstaedter, el amigo que ha marcado para siempre su destino, haciéndole vislumbrar un absoluto que no conseguirá alcanzar y sin el cual no conseguirá vivir, dejándole una herencia espiritual que será el único sentido de su vida pero que, demasiado elevada y opresiva, acabará por sumirla en una destructora y obsesiva fidelidad.

Entre la fuga a la Patagonia y el retorno al mar istriano, entre la caída del imperio y las tragedias de la segunda guerra mundial y del comunismo, entre los grandes espacios transoceánicos y el empecinado retiro inmóvil en un escollo del Adriático, la existencia de Enrico, rica de aventuras, amores y vicisitudes, se consume internamente en un ansia de perfección que la conduce a la nada, se quema por exceso de luz y se cierra en un amargo y nostálgico rechazo, sobre el gran fondo del mar, de su encanto y de su vacío. En una narración seca y cortante, acompasada por la sucesión de los hechos y confiada a una escritura épica y esencial, animada por fulminantes epifanías y abierta a continuos escorzos sobre otros personajes, historias y pasiones, Claudio Magris cuenta la historia de un amor por la vida que arriba a la imposibilidad de vivir, una parábola que alude a la odisea de otros grandes fugitivos de la
literatura y de la cultura moderna.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 1992
ISBN9788433943552
Otro mar
Autor

Claudio Magris

Claudio Magris (Trieste, 1939), prestigiosísimo germanista, ensayista y traductor de Ibsen, Kleist y Schnitzler, entre otros, es una de las figuras mayores de la literatura italiana contemporánea. En Anagrama se han publicado sus obras narrativas Conjeturas sobre un sable, El Danubio (Premio Internacional Antico Fattore y Premio Bagutta), Otro mar (Premio Europeo Agrigento, Premio Palazzo al Bosco y Premio Pannunzio), Microcosmos (Premio Strega), A ciegas (Premio Tomasi di Lampedusa), Así que Usted comprenderá y No ha lugar a proceder, el libro de textos breves Instantáneas, la pieza teatral La exposición y los ensayos recogidos en Utopía y desencanto, El infinito viajar, La historia no ha terminado, Alfabetos, La literatura es mi venganza (coescrito con Mario Vargas Llosa) y El secreto y no. Claudio Magris ha recibido numerosos premios, entre los cuales están el Premio Erasmus en 2001, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2004, el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes en 2009 y el Premio de la FIL de Guadalajara en 2014.

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    Otro mar - Joaquín Jordá

    Índice

    Portada

    I

    II

    III

    IV

    Notas

    Créditos

    I

    ’Aρετὴ τιμὴν φέρει, la virtud trae consigo el honor. Realmente, para ser exactos y obedecer las buenas reglas de la filología, Tugend bringt Ehre. En efecto, Konrad Nussbaumer, el profesor encargado de la clase, quería la traducción en alemán y era lógico, en aquellas aulas opacas del viejo Staatsgymnasium provincial de Gorizia, entre los pupitres regulares y tan iguales como las hojas del calendario de pared que desaparecían día a día con un leve crujido bajo la mano del bedel, y las paredes grises, de un gris que no se sabía si era un color o bien el vestigio de algún color perdido.

    Puede que hubiera comenzado allí, cuando al entrar en aquellas aulas experimentaba la sensación de que algo faltaba; el tintero sobre el pupitre era el ojo hondo y oscuro de un cíclope, pero la tinta estriaba el cristal con reflejos azules que evocaban la lejanía del mar o incluso solo de los montes del Collio, tan fáciles de alcanzar apenas salidos de la escuela, y el deseo de llegar a ese azul vaciaba las horas de clase en la impaciencia de que transcurrieran lo más rápidamente posible, era el dolor y la nulidad de las cosas, que siempre quieren haber ya sido.

    Ahora, a su alrededor, solo el mar. Ya no el Adriático de Pirano y Salvore, donde pocos meses antes ya había sucedido todo, tampoco el Mediterráneo sometido a la autoridad de los aoristos y de la consecutio temporum, más familiares para él que el italiano e incluso que el alemán, sino el océano, monótono e indefinido. Grandes olas en la oscuridad, una espuma blanca, el ala de un pájaro que se precipita en las tinieblas. Lleva horas y horas en el puente, inmóvil, jamás cansado de esas cosas que no cambian. La proa corta el agua y no la alcanza porque parece caer en el vacío de la hendidura que se abre debajo de ella, el sordo rumor de la ola se rompe contra los costados de la nave.

    Ahora es de noche y no se ve nada, pero también antes, con los ojos entornados en el sol tenaz y manchas rojoscuras bajo los párpados, aquel profundo azul del cielo y del mar parecía negro; además el universo es oscuro y solo el ojo, también él viejo filólogo, tiene la manía de traducir invisibles frecuencias de onda en luces y colores. Tampoco en la reverberación cegadora del mediodía, cuando todo el mar es resplandor, se ve nada y es un encanto, la epifanía de los dioses.

    No está claro si con aquella fuga está iniciando o concluyendo su vida; su currículum dice Enrico Mreule, nacido en Rubbia el primero de junio de 1886 del difunto Gregorio y de Guilia Venier, residente en Gorizia, calle Petrarca, tres, primero, desde 1898, bachillerato terminado en el instituto estatal y así sucesivamente, datos incontestables que quizá será difícil seguir enumerando, no porque él tenga la ambición de borrar sus propias huellas o despistar a quién sabe quién, sino porque de aquel mar oscuro, que suena uniforme allí debajo, sube y lo envuelve una irresistible despreocupación por todo lo que cae de los bolsillos. Se siente orgulloso de ello, es una virtud anónima que no le pertenece pero que en cierto modo trae consigo el honor, como en la sentencia preferida por Nussbaumer para los ejercicios de traducción.

    Enrico se fue el veintiocho de noviembre de 1909; embarcó en Trieste rumbo a la Argentina sin avisar a casi nadie y después de decirle a su madre que necesitaba un poco de dinero para un viaje a Grecia, con el cual coronaría los estudios de filología clásica realizados en Innsbruck y en Graz. Incluso después de la muerte ahora lejana del padre, su familia, gracias a unos cuantos molinos en Gorizia, había mantenido un modesto bienestar, y además el dinero era el único viático que su madre era capaz de darle.

    Su madre prefiere a su hermano solo porque es más pequeño. Pero para ambos, e incluso para la hermana, es difícil besar ese rostro más agrio que materno; hay un misterio doloroso en esa dura arruga en la boca, como en cualquier corazón que siente dificultad para amar. Es una amarga pena sin compasión, pero allí en el puente, contemplando la estela que se pierde inmediatamente engullida por la noche, Enrico decide no volver a pensar en ese rostro, en la recíproca deuda sin cancelar y en los malentendidos que los han enfrentado. Esa idea se pierde entre los palos de la nave y las tinieblas, se pierde verdaderamente para siempre, es extraño lo fácil que resulta liberarse de ella sin herida; pasado un instante ese estupor, con su atisbo de remordimiento, se desvanece también. Ahora solo se siente perezoso, adormilado en el viento de la noche y en el rumor del mar.

    A la partida en Trieste, solo lo había acompañado Nino. En la cabina de mando debe estar el sextante, que señala un punto sobre el mar midiendo la altitud de los astros en el horizonte, imperceptiblemente más bajos a medida que se avanza hacia el sur. Enrico intenta imaginar el sextante y los demás instrumentos que sirven para mantener la dirección y no extraviarse, para saber dónde se está y por tanto quién se es en esa uniforme extensión de agua; su vida, no importa lo que suceda a uno y otro lado del océano, será toda una trigonometría de aquella buhardilla donde se encontraban todos los días los tres: Carlo, Nino y él.

    Cuando se conocieron en la escuela, Carlo todavía constaba en el registro como Karl Michlstädter, y de inmediato se convirtió en «el amigo que debía colmar todo mi espacio y ser mi mundo, lo que yo buscaba», como Enrico le había escrito poco antes de partir; su común valoración del mundo era el deseo más grande, maravilla y placer. En la buhardilla de Nino, en Gorizia, los tres juntos habían leído, en el original, a Homero, los trágicos, los presocráticos, Platón y el Evangelio, y Schopenhauer, también en el original, claro, y los Veda, los Upanishad, el sermón de Benarés y los demás discursos de Buda, e Ibsen, Leopardi y Tolstói; se habían contado en griego antiguo sus pensamientos y los incidentes cotidianos, como aquella historia de Carlo con el perro, traduciéndolos luego al latín para reírse.

    En aquella buhardilla había ocurrido algo simple y definitivo, una llamada sin apelación, clara y despejada como aquellos días en que iban a nadar y hacer rebotar los guijarros en el Isonzo: Carlo sonríe, blanca cresta de una ola bajo los ojos negros y los cabellos negros, y se va, como quien se levanta de la mesa y se dirige a la pista de baile o se sube a la cumbre del San Valentín o a la buhardilla, en la persuasión.

    Nino Paternolli lo había acompañado de Gorizia a Trieste, un breve viaje a través de ásperos guijarros y matorrales rojizos, sangre coagulada del otoño bajo un cielo turbio. Cuando llegaron al puerto ya anochecía, en lo alto se deshacían murallas de nubes oscuras, un viento blando rozaba sus rostros como si fuese un trapo. El fanal de proa del Columbia iluminaba un círculo verdoso; entre mondaduras y otros desechos flotaba una calabaza y se rompía en los saltos de la luz, hinchado seno del mascarón de proa caído de un velero y carcomido por el mar.

    El fanal arrojaba un cono de luz sobre el agua igual que la lámpara de aceite sobre los papeles de la mesa, aquel velón con su alto fuste y dos picos sagrados y rapaces, que iluminaba las páginas de Carlo mientras este las llenaba con su caligrafía grande y nítida, feliz de escribir, libre y justo como era, sin la ansiedad de tenerlas ya escritas, como el histrión que quiere crear la obra pero no ama el trabajo y piafa en la prisa de acariciar el volumen bien encuadernado. Ahora la lámpara está en el escritorio de la buhardilla de Nino, con su pantalla historiada con sentencias de los presocráticos. La pistola en cambio debe de estar en algún cajón, Enrico quería llevársela consigo pero en la nave era imposible, de modo que se la ha dejado a Carlo, a quién si no podría dejar algo suyo.

    Carlo le había dicho que, a la hora en que la nave debía zarpar, subiría al tejadillo del tragaluz de la buhardilla para mirar, en la tarde que se apagaba, en dirección a Trieste, allí donde él, Enrico, partía, como si sus ojos pudiesen hurgar en las tinieblas y salvar las cosas de la oscuridad, él, que había enseñado que filosofía, amor de la sabiduría indivisa, quiere decir ver las cosas lejanas como si estuviesen próximas, abolir el

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