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Los extraños
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Libro electrónico117 páginas1 hora

Los extraños

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Jon y Katharina pasan el invierno en la costa cantábrica, en la vieja casa familiar de él, demasiado grande para dos personas. Cuando Katharina se queda embarazada sin desearlo, empieza a preguntarse si irse a vivir con él fue buena idea. Una noche, unas luces extrañas aparecen en el cielo. A la mañana siguiente, Markel, un primo lejano de Jon se presenta por sorpresa en la casa. Le acompaña la atractiva y silenciosa Virginia. Los primos no recuerdan haberse visto nunca y Jon duda de que Markel sea quien dice ser; la presencia de Virginia se hace cada vez más amenazadora y, poco a poco, los visitantes empiezan a apropiarse de la casa. Pese a todo, Jon y Katharina se sienten fascinados por esos extraños en los que ven un remedio para su aburrimiento y quizá también para sus problemas.
IdiomaEspañol
EditorialImpedimenta
Fecha de lanzamiento13 sept 2021
ISBN9788418668128
Los extraños
Autor

Jon Bilbao

Jon Bilbao nació en Ribadesella (Asturias) en 1972. Es autor de los libros de cuentos «Como una historia de terror» (2008; Premio Ojo Crítico de Narrativa), «Bajo el influjo del cometa» (2010; Premio Tigre Juan y Premio Euskadi de Literatura) y «Física familiar» (2014); así como de las novelas «El hermano de las moscas» (2008), «Padres, hijos y primates» (2011; Premio Otras Voces, Otros Ámbitos) y «Shakespeare y la ballena blanca» (2013). En Impedimenta ha publicado su volumen de relatos «Estrómboli» (2016), su tríptico «El silencio y los crujidos» (2018), el western «Basilisco» (2020), la nouvelle «Los extraños» (2021) y «Araña» (2023). Actualmente reside en Bilbao.

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    Los extraños - Jon Bilbao

    cover.jpgimagen

    Una pareja con dificultades. Una casa demasiado grande. Ribadesella. Invierno. Ovnis. Una nouvelle dotada de un pulso extraordinario.

    «Cada obra de Bilbao es una celebración de la narratividad, del gusto por contar inexcusable en cualquier relato.»

    El Cultural

    «El gran mérito de Bilbao es, además de retratar unos personajes impactantes, su notable agilidad, ese ritmo trepidante que nos lleva de una historia a otra, sin darnos cuartel.»

    Rosa Martí, Esquire

    Parte i

    Katharina lo oye teclear en el salón. Ella está en la habitación que comparten, la más espaciosa de la casa, donde él dormía cuando era niño. Si quisiera decirle algo cara a cara, tendría que cruzar el amplio cuarto, recorrer ocho metros de pasillo, bajar quince escalones, girar a la izquierda en el recibidor de la planta baja y llamar a la puerta con cristales emplomados del salón. Y aun así lo oye teclear en su ordenador. Apenas pasan vehículos por la carretera ante la casa. Cuando por fin alguno interrumpe el silencio, el siseo de las ruedas sobre el asfalto mojado la deprime más aún. Hace cuatro días que llueve sin descanso. Tumbada en la cama, recostada en un almohadón que huele a humedad, con el ordenador portátil sobre el regazo, pierde el tiempo en internet en lugar de trabajar. Usa el chat para comunicarse con Jon.

    «Qué haces?»

    La respuesta tarda en llegar. Debe estar terminando un párrafo.

    «Dorsales oceánicas»

    Ahora le encargan temas de geología. Antes fueron máquinas térmicas. Antes, física.

    «Un té?»

    De nuevo, la respuesta se demora.

    «Luego. Tómalo tú»

    No insiste. Es viernes; sabe que él quiere terminar la cuota semanal de capítulos y enviarla.

    Hace mucho rato que Katharina no oye ruido en la cocina. Lorena, la mujer que limpia la casa y les prepara la comida, estará echándose una de sus siestas. Trabaja para la familia de Jon desde hace años. En la despensa tiene un sillón, una radio, revistas y, en una balda de la alacena, frente a los tarros de aceitunas y las latas de atún, fotos enmarcadas de sus nietos y una imagen de la Virgen de Covadonga.

    Le apetece el té, pero no quiere ver a Lorena. Un ciprés más alto que la casa crece frente a la ventana, bloqueando casi toda la vista. A los lados del árbol, entre la llovizna, se intuye la ría y, en la otra orilla, el pueblo. Suena la campana de la iglesia. Las cinco.

    Está traduciendo al alemán un manual de odontología. El texto tiene seis autores: dos mejicanos, dos colombianos, un peruano y un argentino; cada uno escribe empleando las expresiones y giros propios del castellano en su país, y ninguno escribe bien. Cuando ella aceptó el encargo, Jon dijo que la ayudaría. No lo está haciendo. Le regaló un atril para apoyar el libro al lado del ordenador; eso fue todo. Katharina tiene abierto el archivo, pero hoy no ha traducido nada. Como sucede a diario, Jon le preguntará luego cuántas páginas ha avanzado; ella se enfada por anticipado con él.

    Suena la campana de la iglesia. Las cinco y media.

    Le sobresalta el teléfono móvil. Se queda mirando la pantalla. Es su padre. Sabe muy bien lo que él quiere decirle, y sabe asimismo que, si lo oye una vez más, es muy posible que ceda. Rechaza la llamada.

    Suena la campana de la iglesia. Las seis.

    Se relaja un poco. Es la hora a la que deja de trabajar, y también la hora a la que Lorena se va a su casa. Sin embargo, sigue sin oír nada más que el tecleo lejano en el salón. Se asoma al pasillo. A estas alturas ya sabe cuáles son las tablas que más crujen. Las pisa de camino al cuarto de baño. Tira de la cisterna. Cierra la puerta de golpe. Vuelve a la habitación saltando de tabla en tabla, a la pata coja, como si jugara a la rayuela.

    Suena la campana de la iglesia. Las seis y media.

    ¡Marcho!

    Katharina da un respingo. Ahora es ella la que se ha quedado adormilada.

    ¡Dejé comida!

    Lorena grita en el pasillo, desde donde parten las escaleras hacia la planta baja.

    ¡Gracias, Lorena! ¡Hasta el lunes!, responde Jon desde el salón.

    Katharina espera hasta que oye cerrarse la puerta.

    Después espera un poco más, por si a Lorena se le ha olvidado algo, como le sucede con frecuencia, y vuelve a entrar. A veces lo hace sigilosamente, con alguna disculpa absurda —coger un paquete de pañuelos de papel o cerrar una ventana que ha dejado entreabierta—, como si confiara en sorprenderlos en actitud íntima o censurable. Cuando oye los petardeos del ciclomotor de Lorena, Katharina va a la cocina y levanta la tapa de la cazuela que se enfría sobre el fogón. Carne guisada con alcachofas y guisantes, igual que el fin de semana anterior. Según Lorena, la carne guisada «aguanta bien». En la nevera, táperes y platos cubiertos con papel de aluminio, con sobras de toda la semana. Uno por uno, los olfatea y tira el contenido a la basura.

    «Voy al supermercado»

    «Ayuda?»

    «No»

    Se pone el impermeable y sale a la calle. Ya están en abril. Cuando ella se lamenta del mal tiempo, Jon responde que al menos los días son más largos, pero Katharina opina que eso solo prolonga la grisura. La puerta trasera da a la ladera escarpada donde se encuentra la casa. Cobijada bajo el alero, respira el olor a tierra y vegetación empapadas. Rodea la vivienda y baja por unas escaleras de piedra hasta la cochera. Desde allí, una resbaladiza cuesta adoquinada desciende hacia la entrada de la propiedad, al nivel de la carretera. Antes de la puerta enrejada, hay una cueva, un antiguo desaguadero natural del monte. Como Katharina no sabe bajar la cuesta marcha atrás, aparcan el coche allí dentro.

    Aunque a las afueras de Ribadesella hay un hipermercado mejor surtido, a ella le gusta hacer las compras en las tiendas del pueblo, así puede ver a más gente e intercambiar unas palabras con los dependientes. Quiere preparar una cena informal. Se cree merecedora de caprichos. Compra paté de aceitunas negras, salmón, almejas y una botella de vino blanco. Termina las compras antes de lo que le gustaría. Quisiera entrar en un bar, pedir una cerveza y charlar con alguien, pero Jon ya no tiene amigos en el pueblo. Hace muchos años que se fue de aquí. Tiene conocidos, pero a nadie con quien quiera alternar, y eso la priva a ella de vida social.

    Regresa al coche y cruza el puente que salva la ría, pero en lugar de girar a la izquierda y dirigirse a la casa, sigue hacia la playa. Paseará un rato, retrasando el momento de volver, pese a la lluvia.

    La ría traza una curva al pie del monte Corbero y desemboca en un extremo de la playa. Con tanta lluvia, baja enrabietada; el agua, espumosa y de color pardo. La playa presenta un aspecto muy diferente al que tiene en verano, cuando ella y Jon vienen a pasar unos días, y los padres de él están en casa y se ocupan de todo e insisten en que ellos vayan a bañarse y descansen cuanto puedan. Ahora, unos oscuros diques de broza y de residuos de plástico recorren la arena. Los padres de Jon pasan los inviernos en Canarias.

    Tres chavales con ropa de agua han encendido una hoguera usando madera de deriva. Como la leña está empapada y sigue lloviznando, no dejan de alimentarla con el contenido de una lata de queroseno para barbacoas. Mientras uno cuida del fuego, los otros revuelven la broza en busca de botes de aerosol. Cuando encuentran uno, lo arrojan a las llamas, se apartan y esperan, brincando, excitados, hasta que el calor inflama los restos del contenido del bote y este sale despedido como un proyectil. Si pasa cerca de alguno, se llevan las manos a la cabeza y lanzan aullidos. Los acompaña un rottweiler que se entretiene destrozando una botella vacía de lejía. El perro se encoje y mira asustado alrededor cada vez que un aerosol estalla.

    Acodada en la barandilla que bordea la playa, con la capucha del impermeable puesta, Katharina los contempla hasta que uno se fija en ella y le devuelve la mirada. Katharina sorbe

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