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El manuscrito del brujo
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Libro electrónico185 páginas2 horas

El manuscrito del brujo

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Agustín Lopresti acaba de separarse de su esposa. No es eso en realidad lo que le duele, sino el hecho de no convivir más con sus tres hijos. Trabaja en una editorial como asesor literario, cena todos los días solo y habita el departamento que le presta Walter, quien es su amigo personal y además su jefe. Sus días transcurren como siempre, de manera aburrida, hasta que un extraño contrato de edición, en el que se ve involucrado profesionalmente, rompe con todas sus rutinas y empieza a comprometer seriamente su integridad física y emocional. Se trata de una confesión inédita de José López Rega en la que aclara sucesos oscuros de la historia argentina: entre ellos, la profanación del cadáver de Juan Domingo Perón. A partir de que el manuscrito del Brujo llega al escritorio de Agustín, la realidad se convierte en una pesadilla, los muertos se suceden y el pasado nacional retorna como una amenaza.
Esta novela de Eduardo Zannoni, que entrecruza de manera impactante la ficción con la historia, capturará al lector desde la primera página. Imposible abandonarla hasta saber la verdad que se oculta detrás de tantos enigmas, compromisos personales y secretos políticos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 sept 2021
ISBN9789875993815
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    El manuscrito del brujo - Eduardo Zannoni

    Eduardo Zannoni

    El manuscrito

    del brujo

    Foto de tapa: Maia Croizet

    ©Libros del Zorzal, 2011

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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    Índice

    -1- | 6

    -2- | 16

    -3- | 23

    -4- | 32

    -5- | 38

    -6- | 45

    -7- | 48

    -8- | 63

    -9- | 69

    -10- | 72

    -11- | 80

    -12- | 85

    -13- | 89

    -14- | 97

    -15- | 101

    -16- | 103

    -17- | 108

    -18- | 113

    -19- | 122

    -20- | 129

    -21- | 137

    -22- | 141

    -23- | 146

    -24- | 160

    Agradecimientos | 167

    Ese estado de guerra que se nos impone no puede ser eludido, y nos obliga no solamente a asumir nuestra defensa, sino también a atacar al enemigo en todos los frentes y con la mayor decisión. En ello va la vida del Movimiento y sus posibilidades de futuro, además de que en ello va la vida de sus dirigentes.

    En todos los distritos se organizará un sistema de inteligencia, al servicio de esta lucha, el que estará vinculado con el organismo central que se creará.

    Fragmentos del Documento reservado del Comando Superior Peronista, 1° de octubre de 1973.

    No conozco entre los pueblos cristianos, uno que tenga más ardiente el odio como el nuestro.

    Domingo Faustino Sarmiento, Presidente de la Nación, Carta a Luis Vélez, 1871.

    -1-

    Mientras hacía esfuerzos por lograr que en la valija entrase la poca ropa que me llevaría —sólo la indispensable, claro está—, y metía en un bolso de mano unos cuantos pares de medias y varios calzoncillos, los elementos de aseo y medicamentos, algunos libros insustituibles, mis discos compactos preferidos y el pequeño equipo de audio reproductor, me invadieron diversos y contradictorios sentimientos.

    Me iba de casa, y eso significaba claudicar de todo un proyecto de vida en el que no sólo contaba yo mismo. Aunque eso no me hacía sentir bien, lo había asumido como un mal necesario, es decir, como algo sencillamente inevitable. Pero al separarme debía resignar, también, espacios y rincones de la casa que conocía palmo a palmo; rincones que evocaban distintos momentos más o menos felices de nuestros años jóvenes, y otros que, después, fueron mi refugio durante las frecuentes soledades, como el entorno recoleto del escritorio donde estaba mi biblioteca. En aquellos últimos meses —¿o años?—, durante los prolongados silencios entre Vilma y yo que fueron hitos de nuestra crisis matrimonial, me aislaba allí, en la lectura, en la escritura, o simplemente dejándome arrastrar por cavilaciones sin destino.

    Pero no eran tales cosas, con todo, las más importantes que dejaba. Además me separaba de mis hijos. Lo viví con culpa, no voy a negarlo. A mis hijos (Cristina de diecinueve, Luis de dieciséis, y Guido de doce) los he amado toda la vida y por supuesto los seguiré amando. Yo sabía que aunque me fuese, ellos me necesitaban (los hijos siempre necesitan de sus padres, pensaba y pienso). Si bien Vilma y yo habíamos conversado con ellos acerca de la decisión de separarnos, y habíamos tratado de hacerles comprender razones y hasta sinrazones, el hecho de irme les había causado un dolor inmenso. De eso precisamente me sentía culpable.

    Ellos lloraron mucho —rectifico: lloramos— el día que les anunciamos que me iría, cosa que hicimos dándoles tiempo para que elaboraran una especie de emergente duelo que era inevitable. Pero siempre estaré cerca de ustedes, agregué a modo de consuelo, si es que decirles eso era un consuelo. Porque aunque nunca fui un padre demasiado presente, ellos sabían que hasta ese momento yo había estado allí, en la casa, cerca de ellos, al menos físicamente. Y que a partir del día siguiente ya no lo estaría.

    La mañana acordada para mi partida, una vez concluido el último desayuno en casa en compañía de mis hijos, me despedí de ellos con un beso, y les prometí volver a verlos muy pronto. Después que partió cada cual a lo suyo —a la facultad o al colegio—, me despedí también de Vilma. Luego cargué la valija, el bolso y lo demás en el asiento trasero de mi automóvil, y partí.

    A medida que dejaba atrás la casa, vi a través del espejo retrovisor la imagen de Vilma, que se había arrimado al cordón de la calle y me observaba alejarme con un gesto compungido que delataba, probablemente, cierta congoja. En ese instante yo mismo sentí que algo laceraba mi pecho. Pero ya era demasiado tarde para lamentaciones. Eran más de veinte años de casados, veinte años que son algo, no nada, como dice el tango de Gardel, veinte años que comenzaban en ese preciso instante a formar parte del pasado.

    Mientras me dirigía con el automóvil hacia el departamento que me había ofrecido en préstamo Walter Carrizo, mi editor y amigo, para ocuparlo durante el tiempo necesario, hasta que consiguiera instalarme en otro más apropiado o al menos alquilar una pieza, dentro de la cabeza comenzó a darme vueltas una pregunta que podría parecer insólita. Me preguntaba una y otra vez por qué diablos me iba de casa. Era una pregunta, lo reconozco, lisa y llanamente ridícula a esa altura de los acontecimientos. La pregunta parecía dictada más por una suerte de sentimiento de culpa que por otra razón. Recién en ese momento caía en la cuenta de que había concretado en los hechos la decisión, postergada una y otra vez, de separarme de Vilma; era eso, paradójicamente, lo que me abrumaba. La pregunta me hacía vacilar, aunque sólo volver a rememorar los últimos tiempos con ella era suficiente para ratificarla.

    Cuando llegué al edificio, dejé de pensar en tonterías. Logré aparcar el automóvil a pocos metros de la entrada, tomé la valija y los demás bártulos, y entré. Mi amigo me había confiado un juego de llaves: la del portal de entrada del edificio y la del departamento. Subí por el único ascensor que había y descendí en el sexto piso. Busqué la puerta y abrí.

    El interior se hallaba a oscuras o apenas en penumbras. Tanteé en la pared buscando el interruptor para poder situarme en el espacio, pero simultáneamente percibí jadeos inconfundibles que partían de algún lugar del interior. Me llamó la atención que, quienes fueren, continuaran cogiendo como si nada, a pesar de que alguien había abierto la puerta de entrada. Me quedé paralizado en el vano de la puerta, asustado y en silencio porque, convengamos, es de muy mal gusto interrumpir los instantes de éxtasis y goce. De pronto los jadeos cesaron y por un breve instante se hizo un silencio absoluto. Después alguien se revolvió en la cama, o al menos se oyó un restregón entre las sábanas.

    —¿Walter? —preguntó una voz masculina entre las sombras.

    Dudé por un momento entre cerrar la puerta y desaparecer sin ser visto, o desafiar la situación. Opté por la segunda alternativa. Hallé al tanteo la llave de luz. Estaba parado en la entrada de un pequeño ambiente dividido por un marco rústico de madera que carecía de mampara u otro cerramiento. En la parte anterior había una mesa, un par de sillas a modo de minúsculo estar y, a un lado, a la derecha de la puerta de entrada, una cocina y un lavadero diminutos; en la parte de atrás, la cama de dos plazas, un roperito de madera y una mesa de luz a uno de sus lados, sobre la que había un teléfono. A un costado se veía una puertita de vidrio esmerilado que, se me ocurrió, debía ser el baño, y al otro costado, enfrente, una ventana que se hallaba con sus persianas de madera totalmente bajas.

    Al verme, la muchacha que estaba en la cama junto a quien había preguntado por Walter se cubrió la cara con la sábana.

    —¿Quién es usted? —preguntó en un tono contrariado su compañero, mientras se sentaba en la cama.

    Me sentí muy incómodo en ese instante pero, como pude, respondí:

    —Un amigo de Walter.

    Mi interlocutor no ocultó su contrariedad.

    —Caramba —dijo después de pensar un momento mientras se rascaba la cabeza—. Si hubiésemos sabido que usted llegaría tan temprano…

    —¿Walter no les dijo que yo…? —me sentía francamente ridículo parado allí, frente a ellos.

    —Sí, sí —admitió mi interlocutor—. Usted debe ser Agustín Lopresti, ¿no? —dijo y yo asentí con timidez—. Walter me avisó, sí. Usted viene a pasar un tiempito aquí porque... —dejó la frase sin terminar.

    —Algo así —dije sin demasiada convicción, mientras la muchacha seguía cubierta por la sábana.

    Quedamos ambos en silencio durante algunos segundos, hasta que él dijo:

    —¿Podría dejarnos solos? Así nos damos un baño, nos vestimos y salimos en unos minutos, para que usted se instale. No vamos a tardar más de media hora.

    —¿Apoyo mis cosas aquí? —pregunté, señalando el piso.

    —Donde le venga bien, amigo. Esto es un quilombo, de manera que no molestarán en ningún lado. Y menos a nosotros, que ya nos vamos.

    Dejé la valija y el bolso en un rincón, y sin decir más, salí. Pensé en dar una vuelta con mi automóvil para reponerme de la sorpresa. Pero ya que había logrado aparcarlo a pocos metros del edificio, preferí entrar en un barcito que divisé enfrente, sentarme junto a una ventana que me permitiera observar la calle y aguardar el momento en que los inesperados ocupantes del bulín se retirasen. Pedí un café cortado y tomé de un revistero el diario para entretenerme en algo.

    Al rato salieron. Pude observarlos a ambos. Él tendría entre cincuenta y cincuenta y cinco años, es decir, más o menos mi edad. Vestía atuendos típicos de un yuppie decadente. Ella no tendría más de treinta, una rubia de buen cuerpo, tetas razonables, pero a mi gusto mejores piernas; se había colocado un par de anteojos enormes que casi le ocultaban el rostro. Típico, pensé en un arranque prejuicioso, de la mujer casada que anda de trampa. Y él, un veterano ejecutivo también casado, conjeturé con igual prejuicio. Se trata de los candidatos habituales para esa franja horaria; los que escogen la hora aún temprana sin despertar sospechas, después de que cada cual ha desayunado en su casa y, seguramente, ha despedido a su cónyuge y a sus hijos con un beso. Por eso, alguien me comentó que los hoteles alojamiento o albergues transitorios, como se les denomina, están atestados a esa hora.

    Walter es un tipo generoso y comprensivo con aquellos a quienes aprecia, pensé, y buena prueba de lo que digo es que me lo ha ofrecido sin cobrarme un peso, el tiempo que yo lo necesite para vivir en él, aunque eso prive a sus amigos de usarlo como aguantadero para furtivos encuentros y retozos clandestinos. Aunque pensé también que por algo Walter lo tenía: no sería razonable creer que era sólo para hacer beneficencia.

    Cuando ya se habían cumplido unos minutos desde que ambos pasaron frente a la ventana del bar, pagué el café, crucé la calle y volví a subir. Entré, encendí la luz y observé el entorno, que se me representó como lo que era: una verdadera cochambre. Todo parecía estar fuera de lugar. En el dormitorio el roperito estaba con las puertas abiertas de par en par, la cama revuelta, las sábanas hechas un bollo, y un par de toallas de baño en el suelo, a cada uno de los lados. Me asomé al baño: el piso estaba totalmente mojado, y alguna canilla de la bañera aún goteaba. Me acerqué a la cama deshecha con cierto temor y mis aprehensiones se confirmaron: las sábanas todavía estaban calientes y hasta me pareció que había en ellas algún rastro de semen. La puta que los parió, pensé, y al punto me abalancé al roperito para ver si había otro juego de sábanas en su interior. Nada. ¡Qué mierda, ni un juego de sábanas de repuesto! Si a nadie se le ocurría cambiar la ropa de cama, me pregunté cuántos habrían cogido sobre las mismas sábanas una y otra vez.

    Yo, en cambio, iba a vivir un tiempo allí, mi caso era diferente. Fui hasta la cocinita. ¡Ay! Había de todo: una cafetera enlozada con restos de café de mil años por lo menos, algunos pedazos de pan duro en la mesada, una botella de Old Smuggler y otras de vino y de cerveza —todas vacías, por supuesto—, una sartén con sobras carbonizadas de alguna añeja fritanga. En la pileta había algunos platos sucios y vasos usados que habían sido apenas enjuagados, una verdadera mugre. Por suerte no vi cucarachas ni otras alimañas merodeando entre los detritos. En la alacena descubrí un par de vasos, frascos vacíos y algunos envoltorios diminutos con vestigios de especias, que habían sido abiertos y dejados allí

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