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Agnes
Agnes
Agnes
Libro electrónico333 páginas7 horas

Agnes

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Información de este libro electrónico

 
Le ha sucedido a Agnes, pero podría sucederle a cualquiera.
Cuando en una cena de empresa y tras varios gin tonics discute con el nuevo propietario de la revista donde trabaja, este le propone un trato: le pagará el sueldo de un año si consigue escribir la biografía de Luis Foret, el escritor del momento. Un escritor a quien nadie ha visto en persona, de quien solo se conocen sus astronómicas cifras de ventas, y que acaba de anunciar su retirada del mundo de las letras. Hasta entonces, Agnes queda fulminantemente despedida.
La vida de Foret, comprende Agnes conforme avanzan sus entrevistas vía email, parece entretejida a base de coincidencias. Macabras casualidades de las que él sale ileso, pero no las mujeres que se cruzan en su camino.
Le está sucediendo a Agnes, y ahora tiene que sentarse a escribir como antes les ha sucedido a muchísimas otras. Ninguna supo que se estaba metiendo en la boca del lobo. Ninguna lo vio venir, excepto ella.

Javier Peña debutó con Infelices, donde mostró una técnica prodigiosa para ensamblar una trama coral perfecta.
Ahora da el salto al thriller psicológico, con un personaje femenino memorable: Agnes.
IdiomaEspañol
EditorialBlackie Books
Fecha de lanzamiento15 oct 2021
ISBN9788418733567
Agnes

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    Agnes - Javier Peña

    portadilla

    A la perrita Blackie nunca le gustó aquello de «perro ladrador,

    poco mordedor». Los ladridos, decía, pueden dar más

    miedo que los mordiscos. Y doler igual.

    portadilla

    Índice

    Cubierta

    Agnes

    Créditos

    Agnes. Prefacio a cargo de Luis Foret

    El hombre que sería Luis Foret (Una biografía)

    1. El relato de Shahriar

    Documento anexo n.º 1. Transcripción literal del off de un informativo de televisión

    Extracto del diario de Agnes Romaní

    2. El relato de Kathy Joyce

    Documento anexo n.º 2. Transcripción de los correos entre Luis Foret y Agnes Romaní

    Extracto del diario de Agnes Romaní

    3. El relato de Asia

    Extracto del diario de Agnes Romaní

    4. El relato de la chica del tiempo

    Documento anexo n.º 3. Transcripción de los correos entre Luis Foret y Agnes Romaní

    5. El relato de Nata

    Extracto del diario de Agnes Romaní

    6. El relato de Anne Marie Pascal

    Documento anexo n.º 4. Decálogo para echarse a correr

    7. El relato de Urgulanila

    Documento anexo n.º 5. Transcripción de los correos entre Luis Foret y Agnes Romaní

    8. El relato de Ilsa

    Extracto del diario de Agnes Romaní

    9. El relato de Kathy, Anne Marie y Nata

    Extracto del diario de Agnes Romaní

    10. El relato de Agnes Romaní

    Notas

    JAVIER PEÑA nació en A Coruña en 1979, aunque desde hace más de veinte años vive en Santiago de Compostela, adonde se mudó para estudiar periodismo. Licenciado en Ciencias de la Información por la USC en 2001, ejerció la profesión durante nueve años en la, ahora ya extinta, delegación del Diario AS en Galicia. En 2010 se unió al gabinete de la Consellería de Cultura de la Xunta. Durante los siete años siguientes redactó más de mil discursos para conselleiros del gobierno gallego. En 2015, aún en la Xunta, comenzó la escritura de Infelices, una obra sobre el fracaso y la tiranía de las expectativas que Blackie Books publicó en 2019. Fue seleccionada entre las mejores novelas del año por medios como la Cadena Ser, Zenda o La Voz de Galicia. Además de novelista, es profesor de escritura creativa. Creó y coordinó el Obradoiro de novela Cidade da Cultura, imparte los talleres online de Casa Blackie, y recientemente ha puesto en marcha la Residencia literaria Cidade da Cultura, en la que participan algunos de los jóvenes escritores gallegos más prometedores. Agnes es su segunda novela, un proyecto que inició en 2017 y en el que ha trabajado durante los últimos cuatro años.

    Diseño de colección: Setanta

    www.setanta.es

    © de la ilustración de la cubierta: Mercedes Bellido

    © de la fotografía del autor: Cecilia Díez González

    © del texto: Javier Peña, 2021

    Autor representado por la Agencia Literaria Rolling Words

    © de la edición: Blackie Books S.L.U.

    Calle Església, 4-10

    08024 Barcelona

    www.blackiebooks.org

    [email protected]

    Maquetación: Newcomlab

    Primera edición: octubre de 2021

    ISBN: 978-84-18733-56-7

    Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

    A Ana.

    0

    Agnes

    Prefacio a cargo de Luis Foret

    Agnes: no llega a los treinta años. Metro sesenta y cinco, cabello crespo, ojos verdes. Omóplatos fuertes, caderas anchas, tobillos desdibujados. Entra en comisaría a las 10:57 p.m. con un hematoma en la frente y una herida en el extremo externo del ojo izquierdo.

    El agente Bascoy acostumbra a tomar nota de todos los detalles que suceden en su turno, pero admite que tomaría nota de Agnes aunque no estuviera de guardia porque, a su juicio, no está exenta de atractivo.

    A pesar del golpe frontal, la lesión en la ceja, los ojos vidriosos, el atuendo estrafalario.

    A pesar de que sus dedos desprenden cierto aroma a pomada para las hemorroides.

    A pesar de que su aliento huele a alcohol a la legua.

    El agente Bascoy apunta en sus notas: «Probablemente whisky de malta». Lo apunta aun a sabiendas de que «probablemente» es enemigo del rigor. «Probablemente» puede ser la vía de escape para un culpable. ¿No es cierto que usted escribió «probablemente» en sus notas preliminares?, preguntaría el abogado defensor. ¿No es menos cierto, pues, que usted albergaba dudas razonables sobre mi defendida? Y él no podría mentir. Él no.

    Tacha «probablemente», deja «whisky de malta».

    Al agente Bascoy le gusta experimentar con los olores. Se enjuaga la boca con diversos licores que después escupe; se echa el aliento en la mano y la olfatea; se considera a sí mismo capaz de distinguirlos; se dice que algún día esto podrá ayudarle con algún caso. Quizá con Agnes. Aunque no hay caso con Agnes. No hay informe oficial. Solo las notas del agente Bascoy.

    Hace cuatro años que el agente Bascoy superó la fase de formación en la academia de policía. Tras cuarenta y cinco meses anodinos en una comisaría de pueblo —y un pequeño empujón familiar que no viene a cuento—, consiguió recientemente el traslado a Santiago. Su padre, orgulloso, le escribió una carta la semana pasada en la que tildaba de meteórica su carrera.

    Agnes espera a que el agente Bascoy anote revelando cierta impaciencia. Bajo un abrigo largo beis, desabrochado, luce un vestido ceñido de raso negro con transparencias, medias de rejilla negras, zapatos con diez centímetros de tacón. Abertura del vestido en ambas piernas. Escote excesivo. El agente Bascoy apunta: «No se debe descartar completamente la prostitución».

    Luego tacha «completamente». ¡Malditos adverbios!

    Agnes porta en la mano una prenda de lencería femenina. El agente Bascoy duda si escribir «lencería» o «ropa interior». Lo cierto es que la prenda es poco excitante. Es de algodón blanco y está usada. El agente Bascoy no quiere decir que esté sucia, pues no lo parece. Quiere decir usada: gastada. Si el agente Bascoy quisiera decir «sucia», diría «sucia» y no «usada».

    A ojos vistas, la prenda es demasiado grande para ella. Aun considerando su problema de caderas. Aquí, en las notas del agente Bascoy, se ve tachada la palabra «problema» y escrito «anchura» por encima.

    El agente Bascoy levanta al fin la cabeza y pregunta si puede ayudarla en algo.

    Agnes farfulla.

    —Las bragas... las bragas... pueden haber servido para un crimen.

    El agente Bascoy le pregunta si esa prenda de ropa interior —elude la palabra bragas— le pertenece.

    Agnes niega con la cabeza.

    —Entonces, ¿qué hace en sus manos?

    —Él me las envió.

    El agente Bascoy se congratula, el interrogatorio le conduce pronto por el camino adecuado.

    —Ajá. ¿Quién es él? Empecemos por ahí. Dígame el nombre de la persona que le envió la prenda.

    —No lo sé.

    —Ajá. No lo sabe.

    —Nadie lo sabe. Quien lo sabe ha muerto. O ha firmado un contrato de confidencialidad.

    —¿Usted no ha firmado un contrato de confidencialidad?

    —No.

    —Entonces mejor que no lo sepa.

    El agente Bascoy sonríe. Intenta caerle simpático con un comentario que calificaría como cercano.

    El silencio de Agnes denota que fallido es un adjetivo más apropiado.

    —¿Tiene esto algo que ver con ese golpe en la frente? —pregunta él reanudando el interrogatorio.

    —No... —vacila ella.

    —¿Cómo se produjo ese hematoma, entonces?

    —Un accidente... doméstico.

    —¿Doméstico, eh?

    Agnes asiente con un gesto.

    —¿Y esa tumefacción junto a la ceja?

    —¿De verdad le parece importante?

    —No lo sé, dígamelo usted.

    Agnes chasquea la lengua entre los dientes.

    El agente Bascoy toma nota.

    —¿Cómo llegó hasta usted esa... prenda? —prosigue el cuestionario.

    —Por correo.

    —Entonces tendrá un remite o algo.

    —Sí, Luis Foret.

    —Ajá. Luis Foret.

    El agente Bascoy apunta el nombre.

    —¿No le suena? —dice ella.

    —¿Debería?

    —Es un escritor famoso.

    —¿Escribe novela negra?

    —No.

    —¡Ah! Yo es que de libros... Solo novela negra.

    Al agente Bascoy siempre le ha dado reparo reconocer su ignorancia sobre cualquier asunto. Se dice a sí mismo que debe ponerse al día en otro tipo de novelas.

    —Se ha retirado hace poco. Salió en todas las televisiones.

    —Tampoco veo mucho la televisión, ¿sabe?

    Agnes vuelve a recurrir al silencio; echa una ojeada alrededor como si buscase otro interlocutor; la comisaría está vacía, a oscuras, excepto por el agente Bascoy, que se apoya en un atril bajo una lámpara de tubos amarillos. En el atril hay pegado un folio de impresora donde pone RENOVACIONES DNI y una flecha:

    —Entonces, ¿quién es Luis Foret? —pregunta él.

    —La persona que me envió las bragas.

    Al agente Bascoy la chica empieza a ponerle un poco nervioso.

    —Pero usted me ha dicho que desconocía su nombre.

    —Luis Foret no es un nombre, es un pseudónimo.

    —Ajá, un pseudónimo. ¿Y por qué lo usa?

    —Es una larga historia.

    —Tengo toda la noche.

    —Yo no —dice Agnes.

    El agente Bascoy da golpecitos alternos en el suelo con los pies como hace siempre que está inquieto.

    —¿Y cómo me decía que era su nombre? —pregunta a continuación.

    —¿El mío?

    —Sí, el suyo.

    —Aún no se lo he dicho.

    —Ya, por eso, dígamelo, por favor.

    —Como me preguntaba que cómo decía que era mi nombre...

    —Es un decir. Una forma de hablar.

    —Agnes.

    —¿Agnes qué más?

    —Agnes Romaní.

    Al agente Bascoy el nombre le parece inhabitual. ¿Inventado? Es posible.

    —De acuerdo, Agnes Romaní, ¿qué relación le une con ese tal Luis... —echa un ojo a sus notas— Foret?

    —Soy su biógrafa.

    —¿Biógrafa?

    El agente Bascoy frunce el ceño, agita los pies cada vez más rápido. Es consciente de que cuando lo hace los hombros le bailan. Se atusa el uniforme azul marino. El parche reglamentario se está descosiendo. Su madre no es una gran costurera.

    —Sí, biógrafa. ¿Sabe lo que es?

    (¡Eh, Agnes Romaní, no es necesario ofender!)

    —Evidentemente, señorita, evidentemente —responde el agente Bascoy dejando patente su irritación.

    Agnes agita un poco las bragas como queriendo decirle que se centre en lo verdaderamente importante.

    —Así que me está diciendo que usted es la biógrafa de Luis... —Vuelve a mirar sus notas.

    Agnes pone los ojos en blanco.

    —... Foret —prosigue—. Pero desconoce su verdadero nombre.

    —Así es.

    —¿Y tiene usted muy avanzada su biografía?

    —Casi finalizada.

    —Curioso.

    El agente Bascoy intenta recordar las biografías que ha leído. No demasiadas; de todas ellas la parte más reconocible, la más fácil de memorizar, es el nombre del biografiado.

    —¿Puede describir físicamente al señor Foret?

    —No.

    —Ajá. ¿Y eso por...?

    —Porque nunca lo he visto.

    —Pero sospecha de él.

    —No lo sé.

    El agente Bascoy mueve el bolígrafo pero cuando mira el papel se da cuenta de que ahora no escribe más que rayas, sus trazos ya no forman letras.

    —Ajá. No lo sabe. Y, dígame, ¿sabe el nombre de la persona a la que pertenece esa prenda de ropa interior?

    —No lo sé.

    —Ajá. No lo sabe. ¿Pero sabe si esa persona se encuentra en buen estado de salud?

    —Puede estar muerta.

    —¿Puede?

    —No lo sé.

    —Ajá. No lo sabe.

    —No.

    —Sabe que puede estar muerta pero no su nombre.

    —¿Urgulanila?

    —Urgu... Discúlpeme, ¿cómo se escribe?

    —Creo que esto ha sido un error.

    Agnes gira sobre sus gruesos tobillos.

    —Espere, un momento, esta Urgu... ¿Esta señorita es conocida suya?

    —Nunca la he visto.

    —Pero sabe que ha desaparecido.

    —No lo sé.

    —Ajá. No lo sabe. Y el suceso que usted viene a denunciar, ¿cuándo se produjo?

    —Hace siete años.

    —Señorita, permítame que le pregunte: ¿ha estado bebiendo? ¿Tal vez whisky de malta?

    El agente Bascoy lo pregunta no sin cierto orgullo.

    —Tengo que irme.

    —Señorita —le grita antes de que salga—, ¿no cree que su atuendo es... es... inadecuado para una noche tan fresca como esta?

    —Vengo de clases de tango.

    —Ajá. Así que fue a clases de tango antes de venir a denunciar lo que sea que haya venido a denunciar.

    —Mire, déjelo.

    —Señorita...

    Agnes apura el paso hacia la puerta; de espaldas, antes de marcharse, le dedica una peineta al agente Bascoy.

    Él no sabe muy bien cómo actuar. No puede ordenarle que se quede ni arrestarla. Beber whisky o pasearse con transparencias y una prenda de ropa interior en la mano no está tipificado como delito. Tampoco contar historias raras.

    El agente Bascoy ve desaparecer las caderas de Agnes al otro lado de la puerta automática.

    Solo entonces se da cuenta de que se ha dejado la prenda de lencería sobre el atril. ¿Qué puede hacer con ella? La sujeta con la mano y constata lo que le había parecido: está ajada, especialmente rugosa en la parte del trasero a causa del roce con unos pantalones. La estira, es enorme.

    El agente Bascoy apunta en su cuaderno: «Las bragas de Polifemo». Luego tacha «bragas» y escribe por encima «ropa interior». Después tacha «Polifemo». La inventiva no es el trabajo de un policía nacional. Guarda en su cajón las notas y la prenda de algodón.

    Dos semanas más tarde su jefe, buscando un archivo, encontrará las bragas en el cajón del agente Bascoy, lo cual le acarreará no pocos problemas y afectará a su meteórica carrera. Pero esa historia ya nada tiene que ver con la chica ni con Luis Foret. En lo que respecta a la chica, lo único que ha hecho el agente Bascoy ha sido tomar notas en su cuaderno.

    Eso hacemos la mayoría. Hasta los más rigurosos. Apuntamos en un cuaderno, apuntamos en el bloc de notas del móvil, apuntamos mentalmente. Reflexionamos sobre lo que pudimos haber hecho y no hicimos, sobre lo que hicimos y pudimos no haber hecho. Luego lo dejamos pasar. Simplemente dejamos que suceda, que el mundo siga su curso.

    A menudo lo que la vida tiene para ofrecernos se reduce a una colaboración en nuestra propia biografía.

    El hombre que sería Luis Foret

    (Una biografía)

    POR AGNES ROMANÍ

    (CON LA COLABORACIÓN DE LUIS FORET)

    1

    El relato de Shahriar

    Hydra (Grecia), junio de 2011

    Las verdaderas historias no suceden en orden cronológico, esa fue una de las primeras cosas que me dijo Luis Foret cuando me encargó escribir su biografía. Una vida es un mosaico hecho con un puñado de fragmentos, no un millón de teselas como aquel de Pompeya, dijo, sino tan solo nueve o diez: esa es la dificultad para una biógrafa, dar sentido a un dibujo con diez teselas sin que parezca un garabato infantil. Tendrás que saltar hacia adelante y hacia atrás, dijo, y luego volver a saltar, solo así hallarás el significado del conjunto, como un cuadro, no como una melodía. Luego añadió: si yo escribiese la historia de Luis Foret, colocaría como primera tesela una imagen del golfo Sarónico un año antes de que existiese un hombre llamado Luis Foret.

    Un músico con bigote y camisa blanca de lino toca el buzuki en el puerto de Hydra sentado en un bolardo de amarre plano como la cabeza de una serpiente. El sol cuelga sobre el Peloponeso negándose a iniciar el descenso e ilumina un día eterno. Shahriar canta al compás de las notas sincopadas, altivas y discretas como las mujeres griegas:

    Ena dio kai tria kai tessera...

    El hombre que sería Luis Foret no puede dejar de admirar la facilidad de Shahriar con los idiomas. A decir verdad, en esa soleada tarde de junio, no puede dejar de admirar a Shahriar. Con el paso de los años, afirma, si le hicieran elegir una tarde, solo una, en la que sintiera eso que se suele llamar felicidad, elegiría las primeras horas de aquella tarde.

    Aunque es cierto que el paso de los años tiende a confundirlo todo.

    —Es muy fácil —explica ella leyéndole el pensamiento—: uno, dos y tres y cuatro, ena, dio, tria, tessera, hasta tú eres capaz de aprender eso en griego.

    Le gusta verla sonreír a golpes de buzuki, con los brazos descubiertos, los poros diminutos abiertos al sol. Su sonrisa dibuja un futuro halagüeño; en sus ojos persiste un poso de tristeza. Ha pasado los dos últimos días encerrada en el hotel por culpa de una gastroenteritis. O eso creen aún en esa soleada tarde de junio.

    —Así que esta es la luz de Grecia —dice estirándose en la silla como una niña perezosa.

    Una pequeña embarcación de recreo se aproxima al puerto dejando una estela en el agua. El barco se llama Calipso, como la amante con la que Ulises se entretuvo mientras Penélope aguardaba su regreso. Una mujer se asoma en la cubierta de Calipso y silba al hombre del buzuki metiéndose dos dedos en la boca.

    —Creo que me quedo con la luz antes que con la Acrópolis —dice Shahriar sorbiendo té helado por una pajita—. Si tuvieras que escoger una cosa de Grecia, ¿con qué te quedarías tú?

    La mujer amarra un cabo donde antes estaba el músico, que se aleja sin dejar de tocar su instrumento y sonríe a Shahriar. Ella se despide con un gesto de la mano. Un hombre nórdico sale de la carlinga con una silla de bebé. La mujer coge de dentro a un niño que balancea el cuello como si, agarrado apenas por un clavo, se fuera a desmontar. De un salto, madre e hijo abandonan el barco y ponen pie en el muelle.

    —¿A quién se le ocurre? —dice el hombre que sería Luis Foret—. Traer a un niño tan pequeño en ese barco.

    —Calla, pesado —dice Shahriar sin dejar de sonreír—, es maravilloso. ¡Cómo me gustaría ser ese niño! ¿No te habría gustado que tus padres te trajeran a Grecia? Los niños de ahora tienen suerte. Para ellos el mundo es un lugar muy pequeño.

    —¿Y eso es una suerte?

    —¡Claro que sí! Yo solo quiero ver el mundo. Pero ya soy tan mayor...

    Luego lo mira durante unos segundos y se echa a reír haciendo burbujas con la pajita en el té. En esa soleada tarde de junio Shahriar no supera los veinticinco años.

    —¿Podemos volver al hotel en burro? —pregunta como la niña que pide permiso al adulto.

    En Hydra no circulan vehículos a motor. Por la isla solo puedes desplazarte a pie, en burro o en barco. En la pinza de la herradura que forma el puerto, una hilera de asnos con jaeces de colores espera a los turistas para ascender a los hoteles de las colinas.

    —¿Ya quieres volver al hotel?

    —¡Nooo! —dice estirando la o—. Quiero ver el sol, quiero verlo hasta que se ponga.

    En la mesa de al lado unas chicas juegan al tavli, el backgammon griego; capturan fichas a gran velocidad golpeando con las suyas el tablero de madera. Cuando se han ido los excursionistas, Hydra es un remanso de paz; solo las partidas de tavli y las notas de buzuki desafían la parsimonia.

    —Pero podemos volver en burro —insiste Shahriar.

    Él hace un gesto de indiferencia con los hombros.

    Por el horizonte azul se aproxima a saltos una araña gigante que enturbia la tranquilidad. Es un Delfín Volador, un aerodeslizador que une Hydra y el Pireo en menos de dos horas. Las jóvenes griegas recogen el tablero y las fichas discutiendo quién ha ganado la partida inconclusa. La más bajita de las dos enciende un cigarrillo, la más alta utiliza el pitillo de su amiga para prender el suyo. Mientras aspiran el humo, el hombre que sería Luis Foret se da cuenta de lo mucho que le gusta oírlas hablar en griego.

    —... ena dio kai tria kai tessera... —canturrea Shahriar al verlo distraído con las otras chicas.

    A Shahriar parece satisfacerla ese juego. Disfruta haciéndose la celosa aunque ellos dos nunca hayan sido más que compañeros afectuosos. En esa soleada tarde de junio, al hombre que sería Luis Foret le resulta sencillo explicar por qué no han sido más que amigos: él es mayor, está casado en segundas nupcias, tiene una niña pequeña, es el jefe de Shahriar en el departamento de Literatura Comparada. Motivos de sobra por separado, abrumadores en conjunto.

    Pero una cosa son los motivos y otra la realidad: rara vez coinciden. La realidad es que nunca han sido más que amigos porque ella no ha querido. Aunque, a veces, afirma Foret, parezca lo contrario.

    Están en Hydra recopilando información para una investigación sobre Leonard Cohen que él paga de su bolsillo —así no tiene que dar explicaciones en la universidad—, y comparten habitación de hotel.

    —Con camas separadas —había insistido ella.

    —Con camas separadas, por supuesto. ¿Quién te crees que soy? Tengo una hija, ¿recuerdas?

    —Ya —había dicho ella—. Pero con camas separadas.

    Que su mujer piense que duermen en dos habitaciones no le genera remordimientos. No ha ocurrido nada de lo que arrepentirse.

    O sí, afirma Foret. Quizá de lo que uno deba arrepentirse más a menudo es de las ocasiones en las que no ha ocurrido nada.

    Las jóvenes griegas esperan ya en el borde del muelle al Delfín Volador, que rodea la muralla mientras escupe agua. El ruido del motor parece el de una enorme cisterna. La chica más alta, de nariz aguileña y hombros caídos, tira el cigarrillo al suelo y un par de gatos escuálidos se acercan corriendo pensando que la colilla es comida.

    En Hydra hay tantos gatos que se hace difícil no tropezar con ellos. Negros, alargados y huesudos, como pequeños acordeones, duermen en cada escalón, en cada esquina en la que encuentran sombra. Al contrario que Shahriar, los gatos de Hydra aborrecen la luz de Grecia.

    —Putos gatos —dice Shahriar y por vez primera en el día se le borra la sonrisa.

    Shahriar sigue a rajatabla los extraños preceptos de sus supersticiones. Le repugnan los gatos, le inquietan los treces, evita a los pelirrojos, congela a las personas. Cuando cree que un compañero de la universidad tiene malos deseos hacia ella, escribe su nombre en una tira de papel y la deposita en el fondo del congelador. Así, dice, neutraliza el mal de ojo.

    De la pajita de Shahriar se desprenden pequeñas gotas de té helado que ahora llueven sobre su ejemplar en inglés de Zorba el griego, con un burro negro y casas blancas de estilo naif en la portada. En la página de guarda ha dibujado con lápiz de grafito unos trazos que dice que le recuerdan al hombre que sería Luis Foret bailando sirtaki.

    —¿Te puedes creer que nunca lo he leído?

    Se lo dice blandiendo el libro en su mano huesuda como los gatos negros de Hydra. En esa soleada tarde de junio, Shahriar no sabe que ya no tendrá tiempo de leer Zorba el griego.

    Aquella mañana por fin habían podido abandonar la habitación compartida y pasear por la isla.

    Los días anteriores ella le decía que se marchase y la dejara sola, pero de ninguna manera podía abandonarla como estaba, escurriéndose en el retrete, enroscada sobre sí misma, con el rímel corrido alrededor de sus ojos enormes, el rostro descompuesto como si uno de sus pómulos se hubiese dislocado, un amargo olor en el aliento.

    —Debo de estar preciosa —le decía—. En breve me dejarás por una griega.

    Como si él pudiera dejarla por alguien. Como si pudiera.

    —Camas separadas —objetaba el hombre que sería Luis Foret agitando un dedo y ella entornaba los ojos con ternura.

    Luego, cuando se encontraba algo mejor, se daba un baño de espuma y le concedía permiso para que permaneciese junto a la bañera, sentado sobre el inodoro. Del agua sobresalían rodillas, brazos y cabeza, el resto de Shahriar estaba cubierto por un manto de burbujas blancas. Hablaban hasta que se le arrugaba la piel.

    —Ya parezco tan mayor como tú —le decía enseñándole las manos y le ordenaba salir del baño.

    Él esperaba obediente en la habitación imaginándola completamente desnuda al otro lado de la puerta. Solo tenía que girar el pomo. Un giro de la mano solamente.

    Entonces llamaba por teléfono a su mujer, hablaba unos minutos con ella y después le pedía que le pusiera a la niña. Shahriar salía del cuarto de baño, con el albornoz abriéndose lo justo en el pecho, sujeto por un alfiler invisible, y preguntaba moviendo la boca sin que emergiera un hilo de voz:

    —¿Es ella? Mándale saludos.

    Él se llevaba el índice a los labios.

    —Habitaciones separadas —respondía sin hablar.

    A los cinco o diez minutos ya estaba de nuevo retorcida vomitando.

    Así, afirma Foret, habían sido sus primeros días en Hydra.

    Aquella mañana la salud de Shahriar parecía haber hecho un gran progreso y estaba dispuesta a empezar el recorrido.

    Lo primero que acordaron hacer fue acercarse a la casa que Leonard Cohen adquirió en Hydra en 1960 con la herencia de su abuela, una vivienda encalada como casi todas en la isla, con una hiedra descuidada y un llamador gris en forma de estrella de David. Desde el hotel habían tenido que descender hasta el puerto y pasar por delante de los burros, las tiendas de souvenirs y los excursionistas que escupía el Delfín Volador.

    Luego Shahriar había comenzado a brincar por unos empinados escalones blancos. Se detenía delante de las puertas de colores y de los árboles florales con entusiasmo infantil. Arrancó una anémona azul y se la colocó a caballo sobre la oreja. De vez en cuando su rostro se nublaba, apenas una fracción de

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