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Memoria de chica
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Libro electrónico141 páginas2 horas

Memoria de chica

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«He querido olvidar a aquella chica. Olvidarla de verdad, es decir no querer escribir más sobre ella. No pensar más que debo escribir sobre ella, sobre su deseo, su locura, su estupidez y su orgullo, su hambre y su sangre cortada. Nunca lo he conseguido.»
En Memoria de chica, Annie Ernaux se sumerge en el verano de 1958, el de su primera noche con un hombre. Una noche que le iba a le dejar una marca indeleble, que iba a perseguirla durante años. Hasta la valiente decisión de reconstruirla escribiéndola, ayudada por fotografías y cartas recuperadas, sumida en una búsqueda: la de sus antiguos amigos y amigas, la de Él, ese primer hombre, pero sobre todo la de sí misma, aquella Annie del 58 que tanto le cuesta entender a la Annie actual, en un vaivén implacable entre el ayer y el hoy.
Autora ganadora del Premio Nobel de Literatura 2022.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2021
ISBN9788419047014
Memoria de chica
Autor

Annie Ernaux

Annie Ernaux is an award-winning, bestselling French author who began her career writing fiction and later turned to autobiographies. Her novels have won many notable awards and recognitions, including the 2008 Marguerite Duras Prize, three New York Times Notable Books, and a Publishers Weekly Best Book of 1998. She is one of the seven founding members of Seven Stories Press.

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    Excelente narradora Annie! Un lenguaje sencillo, sin algarabías ni pretensiones que consigue transmitir el retrato psicológico del personaje y que empaticemos con él. Me quedo con ganas de leerla más.
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    ¡Annie Ernaux me vuela la cabeza! Es sin duda un gran ejercicio de auto exploración literaria y psicológica.

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Memoria de chica - Annie Ernaux

Hay seres que se ven anegados por la realidad de los otros, su manera de hablar, de cruzar las piernas, de encender un cigarrillo. Atrapados en la presencia de los otros. Un día, más bien una noche, se dejan arrastrar por el deseo y la voluntad de un único Otro. Lo que creían ser se desvanece. Se disuelven y miran cómo obra, cómo obedece, arrastrado por el curso desconocido de las cosas, su reflejo. Van siempre por detrás de la voluntad del Otro. No la alcanzan nunca. Les lleva siempre un tiempo de ventaja.

Ni sumisión ni consentimiento, solo el asombro ante la realidad que hace que uno se diga simplemente «qué me sucede» o «me está sucediendo a mí», salvo que en esa circunstancia ya no hay un yo, o ya no es el mismo yo. Únicamente existe el Otro, amo de la situación, de los gestos, del momento siguiente, que solo él conoce.

Luego el Otro se va, has dejado de gustarle, ya no te encuentra el menor interés. Te abandona a la realidad, por ejemplo la de una braga manchada. Solo se ocupa de su propio tiempo. Estás solo con lo que ya es tu costumbre, la de obedecer. Solo en un tiempo sin amo.

A otros les resulta entonces fácil embaucarte, precipitarse en tu vacío, no les niegas nada, apenas los notas. Esperas al Amo, que te conceda la gracia de tocarte al menos una vez. Lo hace, una noche, con los plenos poderes sobre ti que todo tu ser ha implorado. Al día siguiente ya no está. Qué más da, la esperanza de volver a encontrarte con él se ha convertido en tu razón de vivir, de vestirte, de cultivarte, de aprobar los exámenes. Volverá y serás digno de él, más aún, lo dejarás boquiabierto con la diferencia de belleza, sabiduría, seguridad, entre tú y el ser indiferente que eras antes.

Todo lo que haces es para el Amo que has elegido en secreto. Pero, sin darte cuenta, al trabajar para acrecentar tu valor, te alejas inexorablemente de él. Te das cuenta de tu locura, no quieres volver a verlo nunca más. Te juras olvidarlo todo y no contárselo a nadie jamás.

Fue un verano sin particularidad meteorológica, el del retorno del general De Gaulle, el del franco nuevo y una nueva República, el de Pelé campeón del mundo de fútbol, de Charly Gaul vencedor del Tour de Francia y de la canción de Dalida Mon histoire c’est l’histoire d’un amour (Mi historia es la historia de un amor).

Un verano inmenso como lo son todos hasta los veinticinco años, antes de acortarse en veranillos cada vez más rápidos cuyo orden confunde la memoria, dejando que subsistan solo los veranos de sequía y canícula.

El verano de 1958.

Como los veranos precedentes, una pequeña porción de la juventud, la más afortunada, bajó con sus padres al sol de la Costa Azul, otra, la misma, pero escolarizada en el instituto o en los salesianos de Saint-Jean-Baptiste-de-La-Salle, cogió el barco en Dieppe para perfeccionar seis años de inglés balbuceante aprendido sin hablarlo en los manuales. Y otra, que disponía de vacaciones largas y poco dinero, constituida por alumnos de instituto, estudiantes universitarios y maestros, marchó a ocuparse de los niños de las colonias instaladas un poco por todas partes del territorio francés, en casonas y hasta castillos. Fueran donde fueran, las chicas metían en la maleta un paquete de compresas preguntándose, entre temerosas y deseosas, si sería ese verano la primera vez que se acostarían con un chico.

Aquel verano también marcharon miles de soldados de reemplazo a Argelia para restablecer el orden, a menudo lejos de sus casas por primera vez. Escribieron decenas de cartas donde contaban el calor, el jebel, los duares, los árabes iletrados que no hablaban francés después de cien años de ocupación. Enviaron fotos suyas en pantalón corto, riéndose, con los amigos, en medio de un paisaje seco y rocoso. Parecían boy scouts en plena expedición, se diría que estaban de vacaciones. Las chicas no les preguntaban nada, como si las «incursiones» y las «emboscadas» relatadas en los periódicos y la radio concernieran a otros que no eran ellos. Encontraban ellas natural que cumplieran con su deber de chicos y que, como se rumoreaba, echaran mano de una cabra atada a una estaca cuando la necesidad apretaba.

Volvieron de permiso, trajeron collares, manos de Fátima y una bandeja de cobre, se marcharon de nuevo. Cantaban «La blanca por fin vendrá» con la melodía de la canción de Gilbert Bécaud Le jour où la pluie viendra (La lluvia por fin vendrá). Y regresaron por fin a sus casas en los cuatro puntos cardinales de Francia, forzados a echarse amigos nuevos que no habían ido a los bleds, las aldeas argelinas, que no hablaban de los fellouzes del FLN o de los moracos, los sidis o crouillats. Los vírgenes de la guerra. Y se encontraron desfasados, condenados al mutismo. Y no sabían si habían hecho bien o mal, si debían sentirse orgullosos o avergonzados.

No hay ninguna foto suya del verano de 1958.

Ni siquiera una de su cumpleaños, sus dieciocho años que celebró allí, en la colonia —la más joven de los monitores y las monitoras—, su cumpleaños que cayó en día de fiesta, así que pudo ir a la ciudad a comprar unas botellas de espumoso, unos bizcochos de soletilla y unos Chamonix de Lu rellenos de naranja, pero solo pasó un puñado por su cuarto a beber y picar algo, antes de eclipsarse a toda velocidad —quizá ya intratable, o simplemente ininteresante porque no había llevado a la colonia ni discos ni tocadiscos.

De todos los que la frecuentaron aquel verano de 1958 en la colonia de S, en el departamento del Orne, ¿hay alguno que se acuerde de ella, de aquella chica? Sin duda, nadie.

La han olvidado como se olvidaron los unos de los otros, dispersados todos a finales de septiembre, de vuelta a sus institutos, a su Escuela Normal de Magisterio, a su Escuela de Enfermería, a su Centro de Educación Deportiva, u obligados a incorporarse con su reemplazo al contingente en Argelia. Satisfechos la mayoría por haber pasado unas vacaciones pecuniaria y moralmente rentables ocupándose de unos niños. Pero ella, olvidada seguramente más deprisa que los otros, como una anomalía, una infracción a la sensatez, un desorden —algo risible que resultaría absurdo almacenar en la memoria—. Ausente de sus recuerdos del verano de 1958, reducidos quizá hoy a siluetas difusas en lugares vagos, a ese Combat de nègres dans une cave durant la nuit (Combate de negros en una cueva durante la noche de Alphonse Allais), que constituía, junto con Relâche (Descanso de Erik Satie), su broma preferida.

Desaparecida pues de la conciencia de los otros, de todas esas conciencias imbricadas en ese lugar preciso del departamento del Orne, en ese verano preciso, esos otros que evaluaban los actos, los comportamientos, la seducción de los cuerpos, del cuerpo de ella. Que la juzgaban y la rechazaban, se encogían de hombros o levantaban la vista al cielo al oír su nombre, a propósito del cual uno de ellos presumía de haber dado con el juego de palabras Annie qu’est-ce que ton corps dit (Annie, qué cuerpo, di), «Annie Cordy», ¡ja, ja!

Definitivamente olvidada por los otros, fundidos en la sociedad francesa o en otros lugares del mundo, casados, divorciados, solitarios, abuelos jubilados de cabellos grises o teñidos. Irreconocibles.

Yo también he querido olvidar a aquella chica. Olvidarla de verdad, es decir no querer escribir más sobre ella. No pensar más que debo escribir sobre ella, sobre su deseo, su locura, su estupidez y su orgullo, su hambre y su sangre cortada. Nunca lo he conseguido.

Una y otra vez esas frases en mi diario, alusiones a «la chica de S», «la chica del 58». El texto siempre por escribir. Siempre postergado. El agujero incalificable.

Nunca llegué más allá de unas cuantas páginas, salvo una vez, un año en que coincidía exactamente el calendario con el del año 1958. El sábado 16 de agosto de 2003, empecé a escribir: «Sábado 16 de agosto de 1958. Tengo un vaquero comprado de segunda mano por 5000 francos a Marie-Claude que lo había conseguido en la tienda de Elda en Rouen por 10000, y un jersey sin mangas de punto azul y blanco a rayas horizontales. Es la última vez que tengo mi cuerpo». Seguí escribiendo todos los días, rápidamente, intentando hacer coincidir exactamente la fecha del día en que escribía y la del día de 1958, cuyos detalles anotaba en desorden a medida que resurgían. Era como si aquella escritura-aniversario cotidiana, ininterrumpida, fuera capaz de abolir el intervalo de los cuarenta y cinco años, como si, a causa de ese paralelismo exacto del calendario, la escritura me procurara un acceso a aquel verano, tan simple y directo como pasar de una habitación a otra.

Muy pronto empecé a retrasarme en mi escritura, a causa de las incesantes ramificaciones que el flujo de imágenes, de palabras, hacía proliferar. No conseguía encerrar el tiempo del verano en la agenda de 2003, me desbordaba continuamente. Cuanto más adelantaba, más me daba la impresión de que no estaba escribiendo de verdad. Me daba cuenta de que aquellas páginas de inventario deberían pasar a otro estado pero no sabía cuál. Tampoco lo buscaba. Permanecía, a decir verdad, en el goce puro de la exposición pormenorizada de los recuerdos. Rehusaba el sufrimiento de la forma. Paré al cabo de cincuenta páginas.

Han pasado más de diez años, once estíos más que suman cincuenta y cinco años de intervalo desde el verano de 1958, con guerras, revoluciones, explosiones de centrales nucleares, todo lo que ya se está olvidando.

El tiempo se encoge ante mí. Forzosamente habrá un último libro, como hay un último amante, una última primavera, pero ningún signo que me lo indique. La idea de morirme antes de escribir lo que desde hace tanto tiempo llevo nombrando «la chica del 58» me obsesiona. Un día ya no quedará nadie para acordarse. Lo vivido por esa chica, ninguna otra lo recordará, quedará inexplicado, vivido para nada.

Ningún otro proyecto de escritura me parece, no ya luminoso, ni original, ni mucho menos dichoso, sino vital, capaz de hacerme vivir por encima del tiempo. Justo «aprovechar la vida» me parece una perspectiva insostenible, y además cada momento sin proyecto de escritura se asemeja al último.

Que sea yo la única que me acuerde, como así creo que es, me encanta. Un poder soberano. Una superioridad definitiva sobre ellos, los otros del verano de 1958, que me ha sido legada por la vergüenza de mis deseos, de mis sueños insensatos en las calles de Rouen, de la sangre cortada a los dieciocho años como la de una vieja. La gran memoria de la vergüenza, más minuciosa, más intratable que cualquier otra. Esa memoria que es en suma el don de la vergüenza.

Me doy cuenta de que lo que precede tiene por finalidad apartar lo que me retiene, me impide, como en los malos sueños, progresar. Una manera de neutralizar la violencia del comienzo, del salto que estoy a punto de efectuar para reunirme con la chica del 58, con ella y los otros, colocarlos a todos en aquel verano de un año hoy más remoto que entonces el de 1914.

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