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Y no soñé
Y no soñé
Y no soñé
Libro electrónico129 páginas1 hora

Y no soñé

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La felicidad es frágil, como los sueños de un chico y una hoja seca al viento.

Kimero es el mayor. Tiene que cuidar a su hermano, darle de comer al perro, limpiar lo que ensucian, hacer los mandados, contarle historias al pequeño, trabajar, recibir palizas, rescatar las sobras de la comida de sus padres para alimentarse...

Para Kimero esto es normal, y es cierto que casi ya no hay niños, los pocos que quedan tienen que arreglárselas como puedan. Lo que más le gusta a Kimero es soñar, él es el único en el mundo que puede hacerlo; le gustan los sueños que son como volutas de humo, su elegante danza lo maravilla y estremece, pero lentamente desaparecen y se olvidan. Ama los sueños que son como pompas de jabón, perfectas y hermosas que estallan al despertar, dejando tan solo la sensación de los colores en su lisa superficie.

Pero el mundo onírico no le permitirá escapar, Kimero enfrenta un gris destino, debe sobrevivir a las crueles garras del mundo que le quieren arrebatar lo que más ama en la vida.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 jun 2019
ISBN9788417637262
Y no soñé
Autor

Simón Domínguez Barahona

Simón Domínguez Barahona, escritor nacido en Quito (Ecuador). Apasionado por los sueños y los relatos. Desde muy temprana edad se vio amparado por la literatura; es redactor y guionista, así como dramaturgo y profesor de cine en la universidad. En 2014 publica su primer libro: Cuentos para antes de despertar, una compilación de relatos basados en sus aventuras oníricas. Y no soñé, su primera novela, es un retrato sobre la crueldad del sistema que está en contra de lo efímero, sencillo y sublime de la vida; una crítica al mundo que, por causa del dinero, se ha olvidado de soñar.

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    Y no soñé - Simón Domínguez Barahona

    Y no soñé

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417447168

    ISBN eBook: 9788417637262

    © del texto:

    Simón Domínguez Barahona

    © de las ilustraciones de interior:

    Natalia Carvajal

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    [email protected]

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a [email protected] si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para Nati. Por animarme a terminar esta novela.

    Sin ti seguiría escondida entre mis miedos.

    Gracias por transformar en imágenes

    algunos de los rincones del mundo de Kimero.

    Que el camino nunca se detenga

    y que el viento nunca deje de soplar.

    Ayer me desperté sobresaltado y me encontré en el mismo lugar, en la misma cama, en el mismo mundo.

    Caminaba por sendas oscuras e interminables galerías: largas, tristes y sombrías; la oscuridad se estremecía y las nubes ya no cabían. Las tinieblas asesinaban con largos puñales sedientos de sangre, y la muerte rondaba por donde los borrachos blasfemaban.

    Quise mirar mis manos y encontré solo dos llantos; quise mirar mis ojos y solo encontré un alma sin encanto. Me acurruqué despacio en una esquina fría y desnuda, donde no existía nada. Ni siquiera había esquina.

    Dormí dos horas,

    un día,

    mil años

    o dos segundos.

    Solo la luna lo sabe.

    Y no soñé.

    Prólogo

    ¿Cómo son los sueños?, ¿qué se siente al soñar?

    ¡Mira! El árbol está moviendo los dedos. ¿Es eso un sueño?, ¿o es solo el viento?

    —Yo antes soñaba, pero ya casi no me acuerdo. Recuerdo solo algunas cosas, ¿sabes? Tú estabas en él. Pero no me acuerdo de nada más.

    »Caminábamos despacio por un bosque lleno de algarabía y trinos de pequeñas bolas emplumadas. Los rayos de una enorme esfera de fuego que dormía en un gran mantel azul se filtraban, soñolientos, entre los dedos de los árboles.

    »Pisábamos las hojas secas y a ti te encantaba hacerlo. A mí me gustaba verte saltar sobre los crujientes dedos de los árboles, que yacían esparcidos por el suelo y te llenaban de felicidad. Me gustaba verte feliz.

    »Pero ahora no podemos estar pensando en eso, nos toca seguir caminando. Vamos.

    ¿Qué pasará si gritamos?, ¿se enojará la gente?, ¿y qué? Que se enojen, a mí no me importa.

    Pero pueden decirnos algo. ¿Y qué pueden hacer? No nos pueden lastimar. ¿O sí? Voy a gritar, ya me lo propuse. No, espera, no puedo gritar; los árboles se despertarían y debemos respetar su sueño. ¡Qué grandes son!

    Quiero subirme a un árbol. Subiré despacio para que no se despierte; además, soy muy liviano y ni siquiera me notará.

    I. Caminos grises

    —¡Despierta, muchacho!

    El chico dormía sentado en una pequeña silla de madera gastada. No pasaba de los quince años. Se despertó sobresaltado y observó al hombre gordo, que vestía un mandil blanco muy sucio.

    —No puedes soñar en el trabajo, te lo he dicho un millón de veces. Toma esto y llévalo a la señora Francisca. —El gordo le lanzó un paquete envuelto en una funda de papel. El chico, asustado, tardó un momento en darse cuenta de dónde estaba. Cogió el paquete, salió del lugar lo más rápido que pudo y regresó para ver al hombre gordo del mandil. Este, sin mirarlo, regresaba a su periódico al fondo de la pestilente tienda.

    Emprendió el viaje, lívido y ligero. Parecía que no tocaba el suelo; o, más bien dicho, que a las piedras no les interesaba tocar sus pies. Dio un bostezo y luego suspiró. Vio una pequeña mariposa blanca y empezó a seguirla. Era muy, muy blanca y, además, de un blanco limpio y luminoso. La observaba con gran admiración y recordaba el mandil del hombre gordo. De pronto, un grito y una palmada lo golpearon por detrás.

    —¿A dónde vas, Kimero? —Un niño pequeño lo seguía.

    —Donde la señora Francisca. —Kimero estaba todavía desconcertado y parecía que no sabía con quién hablaba, pero al darse cuenta de quién era, le sonrió amigablemente.

    El pequeño se limitó a seguir caminando junto a Kimero en silencio. Mientras daba pequeños saltos, el gorro escarlata del pequeño, calado hasta las orejas porque le quedaba demasiado grande, subía y bajaba al compás de sus brincos; en la punta del gorro había una borla dorada que iba de un lado para otro como si tuviese vida propia.

    El pequeño niño volteó bruscamente hacia Kimero. Estaba infinitamente emocionado y se había contenido hasta ese momento, por lo que las palabras le salieron apresuradas y llenas de luz.

    —Después de que la princesa te dio la pluma mágica, ¿a dónde fuiste?, ¿encontraste el bosque prohibido con las arañotas y eso? —El pequeño niño alzaba sus manos, amenazante, tratando de imitar a una monstruosa araña. Kimero lo regresó a ver, como evaluándolo. De inmediato, alzó la vista sobre los grises balcones de las casas que los observaban de reojo. Allí se encontró de nuevo con el vuelo de la mariposa blanca.

    —Ya casi no me acuerdo.

    —Pero tú siempre sueñas. Cuéntame otro entonces. —El pequeño estaba muy emocionado y, al mismo tiempo, trataba de ver lo que veía su compañero. El pequeño no lograba ver a la alada criatura.

    —Ahora no puedo, estoy trabajando. Si te cuento algo, me voy a olvidar de lo que estaba haciendo; como la última vez. —Kimero soltó un sollozo y se palpó distraídamente la nuca—. Si hago algo mal de nuevo...

    Siguieron caminando mientras el niño pequeño buscaba algo en el cielo que no podía encontrar. Mientras tanto, un grupo de tres cuervos negros de ojos rojos se posó en un poste cercano. Miraron a los chicos mientras cruzaban una calle. Kimero evitó mirarlos; no le gustaban mucho esos pájaros negros.

    Se escuchaban solo sus pasos sobre las piedras frías de la calle, resonando en la distancia, perdiéndose en la nada. Sus pies eran escuchados únicamente por las pequeñas y descoloridas flores de los balcones aledaños. Ni una sola persona caminaba por esos enlosados caminos negros.

    De pronto, el pequeño tropezó en una piedra por estar distraído viendo el cielo. Cayó sobre sus rodillas y manos. Kimero, de inmediato, se acercó para ayudarlo.

    —¿Estás bien, enano? —El pequeño se sentó en la calle y miró sus rodillas con lágrimas en sus ojos.

    Su pantalón se había roto en la parte de la rodilla derecha y de ella brotaba una licuada y casi evaporada sangre.

    —Sí, estoy bien, solo me caí un poquito. —El pequeño trataba de aparentar como si no hubiera sido nada, pero su voz se le quebraba.

    El chico lo ayudó a levantarse y lo miró, tratando de sopesar el tono de las lágrimas que querían formarse en los ojos del niño.

    Kimero lo observó meticulosamente.

    —¿Todavía quieres acompañarme o quieres regresar?

    —No, yo quiero ir contigo, Kimero. ¿Ves? Ya se me pasó, no era nada.

    Kimero miró preocupado el hueco del pantalón. Ahora ese agujero era lo que más lo preocupaba. Después de un momento, asintió con la cabeza, resignado. Siguieron caminando.

    El niño ya no saltaba. Caminaba despacio, mirando al piso con las manos en los bolsillos y disimulando al mover la pierna derecha. El dolor le impedía caminar normalmente, pero quería que no se le notara.

    Después de un rato, llegaron a una gran casa señorial de aspecto gótico, con una inmensa

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