Canciones para el camino: Poesía escogida 1974-2019
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45 años de historia, amores, censuras, perplejidades de Colombia y el mundo en versos memorables.
Ciento ochenta y dos poemas agrupados en siete libros nos entrega en su Canciones para el camino el humanista colombiano Hernán Urbina Joiro, que desde los 9 años empezó a registrar en versos las masacres entre familias de su pueblo, San Juan del Cesar, las conmociones trágicas o alegres de Colombia y el mundo en voces, metros e imágenes diversas, al tiempo que sembraba en las calles de Colombia varias de las canciones más queridas que allí se cantan desde los años ochenta: «La última palabra», «Cómo te quiero», «Páginas de Oro», «Aquí están tus canciones», «Como nunca», «Ahora sí», «Cómo premiarte», «Tú eres la reina», «La suerte está echada», «Hijav, «A un cariño del alma», entre más de 70 grandes poemas líricos. Estrofas intensas, mordaces, de sonora musicalidad componen Canciones para el camino. Poesía escogida 1974-2019 del reconocido autor colombiano.
Hernán Urbina Joiro
Hernán Urbina Joiro (Valledupar, Colombia, 16 de junio de 1965) es Humanista colombiano. Desde su infancia en San Juan del Cesar se proyectó como poeta y músico. En simultánea con sus estudios médicos también se formó como periodista, ensayista y académico. Ha colaborado con los periódicos colombianos El Tiempo, El Heraldo, El Universal, entre otros. Por su obra poética y sus ensayos ha recibido varias de las más altas condecoraciones de su país como la Orden Puerta de Oro de Colombia, la Orden Pedro Romero de Cartagena de Indias y la Orden del Congreso de Colombia Grado Caballero. Vive en Cartagena de Indias. Sus más recientes libros son Entre las huellas de la India Catalina (2017) y Humanidad Ahora: diez ensayos para un nuevo partidario de lo humano (2018). Actualmente prepara su primera novela El Almirante del desierto.
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Canciones para el camino - Hernán Urbina Joiro
Ese mundo que canta
(La poesía de Hernán Urbina Joiro)
por William Ospina
Que Hernán Urbina Joiro es un poeta, es algo que saben hace mucho tiempo su tierra y su gente, ese mundo vallenato, a la sombra de la Sierra Nevada de Santa Marta, del Cesar a La Guajira, desde Valledupar hasta El Molino y San Juan del Cesar, desde el valle hasta el desierto, y desde la sierra samaria hasta la Serranía del Perijá, detrás de la cual también canta y llora Venezuela. Ese mundo que no puede vivir sin canciones, la región más unida que conozco por un sentir común y por una música. Ahora Hernán ha decidido mostrar de sus obras, de su experiencia y de su sentir, más de lo que nos han cantado Rafael Orozco o Diomedes Díaz, o tantos otros juglares que todos conocemos.
Todas las palabras de este libro andan buscando la poesía. Y yo la siento a menudo en versos sorpresivos:
Como un insecto luminoso atrapado por otra luz más fuerte.
Así describe al rayo:
Se fue en un destello,
en su luz,
en su estruendo.
Y estos son versos de sus primeros tiempos, cuando miraba el mundo y descubría ya en imágenes nítidas las paradojas de nuestra modernidad deformada:
Carros último modelo
se pudren frente a las chozas
o cuando saludaba así, con nostalgia y no con alegría, la llegada del pavimento:
Adiós a las arenas de mi calle
y percibía en las obras materiales los rumbos perturbadores del tiempo, porque ya esa calle
Será ruta del ruido, de los tiempos veloces.
Hernán es vallenato, eso significa que aunque es un gran lector, es sobre todo heredero directo de una tradición profundamente arraigada en el habla popular, en las costumbres y las imágenes de su provincia querida, en sus travesuras y sus ironías. Es eso lo que le permite muy temprano nombrar así el amor, repitiendo a su abuelo Rafael, también poeta:
Miren lo que me encontré.
Una guayaba madura
picada de un guazalé.
Hay poemas cuya estructura musical puede imponerse en silencio a la mente, hay otros que sólo alcanzan su plenitud de sentido y de emoción con el canto, porque definitivamente «son para oírse».
Es una tradición de frases poderosas y sentidos profundos captados al vuelo lo que le permite decir tanto con pocas palabras:
No fui nieto, fui un amigo
y en un solo golpe de voz aliar reinos que parecían ajenos:
Una oración, un dejo de guitarra.
Estoy pensando en ese bello poema Una oración, escrito en 1979 en El Molino, donde todavía vive hoy su familia; ese poema en el que la música fluye y florece:
Virgen del Rosario
un verso
te aclama
que no es de acallarlo
porque quema lento
porque adentro es llama
y que termina diciendo
Yo me pongo triste al saber
que te brinda
su llanto sonoro
la campana antigua.
El que avanza por este libro no solo va encontrando un ser humano curioso, observador, compasivo, que no esquiva ninguna experiencia, que de todo quiere dejar testimonio, que mira, toca, siente, sueña, y a todo le busca una música (a no ser que la música esté antes, sea la fuerza que lo impulsa, y por eso lo obliga a someter las frases a una tensión, a unos virajes, como de un viento que cambia de rumbo), va encontrando también la región, el país, los acontecimientos de la época, guerras, atentados, accidentes, que dejaban sus titulares en los diarios pero nos iban dejando también sus huellas en el corazón. Y un rastro de dolores antiguos, como en este poema Penas guajiras, donde algo se va acumulando hasta romperse en un eco profundo:
Una lágrima abrasante
devastó las praderas.
El camino cruje
se agrieta
al cruce
al paso sobre el cristal quemado.
Arcabuces
por aquí sonaron
hace tanto,
espantando tribus, aves y piraguas.
Muy a menudo, como en el poema Tú y yo, su virtud está en la sencillez de la emoción, en la limpieza de los sentimientos, en la naturalidad del canto, sin presiones métricas, sin jaula, que consigue trasmitir la sensación de una alianza humana que no suprime las diferencias, que no deshace las soledades, y donde el halago no es adulación sino apenas ternura.
En muchos poemas aún en la quietud de la tipografía sentimos la canción, la singular entonación y el acento melódico de Hernán Urbina:
La angustia transformó mis años. Lo sé.
Hoy soy un dolor que canta. ¿Por qué?
Ella así lo ha decidido.
No queda llanto en mis ojos, ya no.
Hoy quererte es un delirio, mejor
Siempre hubiera sido un niño.
Aquí también, como en alguna página de García Márquez, sentimos la llegada de un muchacho del norte del país a Bogotá, esos contrastes de geografías y de climas que son uno de los misterios de Colombia. La diferencia está en que lo que para García Márquez fue contrariedad y extrañeza, para Urbina es algo más emocionante y más dulce: esos amaneceres fríos, la hierba mullida de los parques, un frío que puede verse y tocarse, la belleza cenicienta del cielo, el amor bajo las cobijas, un sitio donde se puede ser feliz en la nostalgia, y el susurro incesante de la lluvia, el amor de un hombre de los valles del norte por la urbe gris llena de vida, y esos repentinos asombros:
¡Una avenida de palmas! ¡Sin playas!
O la sorpresa de llegar a la ciudad de la Sabana y sentirse en el Londres de Brönte, de Lewis Carroll y de Charles Dickens:
Filas de casas altas
en ladrillos rojos
que me temo recordar.
Hay algo poderoso que acecha en estos poemas a veces bajo la apariencia de algo habitual y conocido. El poema sobre el desastre del Challenger, parece meramente descriptivo y enfático pero guarda una meditación poderosa: que a los seres vivos el dolor puede advertirles que algo anda mal, y en cambio a las máquinas no.
Recuerdo que alguna tradición llamaba a la muerte «la igualadora». En el poema Dos tigres enmudecen, Urbina aprovecha la casualidad de dos seres tan distintos, muertos casi al mismo tiempo, para contrastar su infancia con su adolescencia, asociando a Johnny Weissmuller con Julio Cortázar. Del grito de la selva al silencio de la prosa, de los músculos del uno a los ojos del otro, de la vigilancia a la contención, de la selva que se vuelve dibujo al dibujo que se vuelve selva. Y unidos por la muerte hace que selvas y cronopios se confundan, gritando juntos.
Hay otro poema, Campiñas del bien y del mal, cuya virtud es más bien de tono profético. El poeta se demora en la noticia de que han hallado petróleo en Caño Limón y de que han hallado laboratorios clandestinos en las selvas del Yarí, y se detiene un momento a preguntarse, temprano, en 1984, qué sombras se están alzando para todos.
Y se sucede la mirada sobre las tragedias de aquellos años. Del poema sobre el incendio del Palacio de Justicia:
Las voces se fueron quemando
desde las doce del día
los versos conmovidos buscan el canto:
En los baños y escalones
se iban quemando
las voces
y después del pavor, el clamor:
Ahí están, muchachos, los escombros vacíos,
piedra sobre piedra el palacio removido.
¿Encontrarían lo perdido?
¡Cuánto se perdió en el calcinar!
Por las escaleras
yermas
dicen que hay voces que aún arden
pero no es indescifrable
lo que dicen.
Todos se han ido pero aún no es tarde,
algún día se sabrá lo que piden,
frente al palacio, frente al templo, bajo el mustio cielo,
donde por un tiempo no se verán luceros
palpitar.
Y en el poema Avalancha, sobre la tragedia de Armero, después de hacernos sentir el torrente inmenso, la destrucción, el nevado que brama, las aguas sobre las aguas, nos dice:
Las lágrimas,
amigo mío,
son parte del río.
De su viaje por México, Hernán Urbina nos ha traído uno de sus poemas grandes, Rimas del Valle del Anáhuac:
Una anciana que llaman muerte delató mi huida
y sus tambores lanzan contra mí serpientes.
Dame una canoa para escapar, hermano de suerte,
no tengo caballo, aliados, ni armadura,
me acojo a lo que diga Moctezuma,
lloro como Cortés por los amigos que se pierden.
Ahora me sentaré en esta roca a suspirar esta amargura.
Créeme. No es posible acusar a esa mujer
el rencor y el amor —que son lo mismo— la legitiman.
Todos la amamos y después la vendimos.
¿Qué otra cosa con ella podía suceder?
Se alían los nuestros contra nosotros en la ofensiva.
¿Cómo no odiarlos?
Y después
¿Cómo no perdonarlos?
Hay estrofas que pueden acompañarnos siempre:
Yo llevo adentro estas heridas,
no necesito decir más,
cada quien sabe en esta vida
las cosas que no olvidará.
Yo sé que allá, por tus jardines,
mil cosas mías te han de faltar,
pero si un día te sientes libre,
no tengas miedo de cambiar.
Y hay poemas, como La suerte está echada, que tienen la extraña virtud de que cuando uno los ha oído cantar, ya nunca podrá leerlos sin esa música.
El que recorra este libro querrá recorrer también ese mundo, donde tantos labios cantan juntos una misma canción, el mundo del gran amigo de Hernán Urbina, Rafael Escalona, quien trajo a Edma a su vida; el mundo de Leandro Díaz, de Emiliano Zuleta y de Lorenzo Morales, donde todavía es posible hacer parrandas con Rafa Manjarrez y con Rosendo Romero, con Beto Murgas, que lo sabe todo de acordeones, y con ese muchacho estremecido que se llama Gustavo Gutiérrez, quien nos ha dado la felicidad de oírle cantar: Deja, déjame decirte negra, / si ya te alejas, si ya te vas,/ quiero, quiero decirte al oído/ cuánto en la vida mi dolor será…
Porque todos ellos son compadres entrañables, y aunque con voces singulares son parte de un coro, de memorias compartidas, de fiestas repetidas, de recodos frecuentados, y de amistades que el tiempo se va llevando pero la música va conservando. Uno de ellos es Hernán Urbina Joiro. Que vive ardientemente cada día, y cuyas miradas y cuyos sentimientos ya vuelan en la voz de todo un pueblo:
Lo que te aseguro
es que si tú te alejas
ya no habrá más sueños,
y tantas canciones
ya no tendrán versos,
porque solo llevarán
lágrimas mías.
I. Canciones
tempranas.
San Juan del Cesar
1974 - 1982
En el pueblo donde empecé a cantar el día era azul y se desparramaba desde lo alto de la madrugada fría hasta el oscurecer encendido muchas veces sin una sola nube. El cielo azuloso de San Juan del Cesar brotaba temprano en el estribillo metálico del vendedor de carbón, se colaba entre la madera y el hierro de las ventanas, se entrevolvía en la multitud de loros que volaban hasta el gigantesco árbol de mamón detrás de la tapia del fondo de mi casa y en camarilla hacían cimbrear el macizo de hojas, frutos y aves bajo el inmenso azul. Podría medir mi edad en aquel tiempo por el tamaño de la mesa bajo la enramada de uvas, por su entablado que atravesaba el enorme azul y yo apenas a saltos podía tocar el borde. El día de San Juan del Cesar era azul hasta que aparecían las golondrinas tijeretas en el aire abrasado del atardecer y poco a poco iban coloreándolo todo con su gris para de un momento a otro escapar juntas por convertirse en