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Lo mejor de la pandemia
Lo mejor de la pandemia
Lo mejor de la pandemia
Libro electrónico185 páginas2 horas

Lo mejor de la pandemia

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Juanita, una anciana de noventa y seis años desesperada por la actitud de su hija ante la COVID-19, decide escapar de su casa. Hará todo lo posible para sobrevivir a la pandemia.

Juanita, una anciana de noventa y seis años, escapa de su casa acompañada por su cuidadora Ángela, harta de la actitud irresponsable de su hija Rosita, con quien vive. Logrará acceder a una residencia de ancianos en un pueblo del Pirineo oscense. Le cambiará la vida y será muy feliz. La Dra. Isabel Carbonell, hija de su yerno, irá al rescate de Juanita con la ayuda de su mentor, el Dr. Jaime Lascuñas. Nada es como aparentaba ser, por lo que acudirán más colegas.

Isabel, madre soltera, decidirá trasladarse con su hijo a un pueblo oscense, donde trabajará como médica de familia en el centro de salud con el Dr. Elías Manteles como director. Elías tiene mucho que esconder.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento26 feb 2021
ISBN9788418608124
Lo mejor de la pandemia
Autor

Clara-Marina Enseñat

Clara-Marina Enseñat es médica y escritora. Nació en Palma de Mallorca el 30 de enero de 1976. Licenciada en Medicina y Cirugía por la Universidad de Barcelona en el año 2000, especialista en Medicina de Familia y Comunitaria en Zaragoza, donde reside. Doctorada en Sociología por la Universidad de Zaragoza. Ha cursado un máster en Gestión Sanitaria que la ha llevado a conocer este mundo y por el que queda mucho por hacer. Actualmente, compagina el ejercicio de la medicina con su pasión por la escritura.

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    Lo mejor de la pandemia - Clara-Marina Enseñat

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    Lo mejor de

    la pandemia

    Clara-Marina Enseñat

    Lo mejor de la pandemia

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608612

    ISBN eBook: 9788418608124

    © del texto:

    Clara-Marina Enseñat

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    [email protected])

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a [email protected] si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Dedicado a mi querido hijo por ser tan bueno,

    superar la pandemia de manera ejemplar

    y querer tanto a su mamá.

    A mi madre que me enseñó el valor de la independencia de una mujer, me enseñó a leer y me transmitió

    su pasión por la literatura.

    A mi maestro, amigo José quien me hizo descubrir

    mi pasión por la escritura, por su inestimable ayuda

    esta novela no habría sido posible.

    A mi querido padre y a mis pequeñas sobrinas.

    No niego que en esos tiempos espantosos se cometieran muchísimos latrocinios y perversidades. El influjo de la codicia era tan fuerte en algunos que eran capaces de correr cualquier riesgo para robar y saquear.

    Daniel Defoe

    I. La familia

    ¡Juanita, cuántas luchas! Pasaste la guerra, criaste once hijos en la posguerra.

    Te casaste a los diecisiete años con el señorito Francesc Serra, al que conociste en una fiesta de verano de 1934 en la terraza del piso de tu prima segunda por parte de padre, del paseo Bonanova. Llegaste la última, cogida del brazo de tu primo Fernando. La más elegante, con un vestido rosa a puntitos blancos a la altura de media rodilla, tu sombrerito a juego y tus guantes de ganchillo de color crema. Francesc, con su camisa de rayas azul y una chaqueta de marinero. No te quitó el ojo de encima y, al despedirse, preguntó qué parroquia frecuentabas. A partir de entonces no fallaste a ninguna liturgia de los domingos con la mantilla que te había hecho tu madre el día de la primera comunión. Luego te invitaba a agua de Vichy Catalán en la cafetería de la calle Córcega, esquina Diagonal, eso sí, acompañados de tu madre. Un año más tarde, Francesc pidió tu mano a tu padre y accedió. Aquel apuesto arquitecto de clase alta era un buen partido y no se equivocó. A pesar de sus canitas al aire, Francesc estaba fuerte como un toro, un semental. Tú siempre con la barriga hasta la boca. ¡Y bien orgullosa que ibas!

    Os casasteis en junio de 1936, justo un mes antes de que estallara la guerra, en la parroquia de los Salesianos, de Sarriá, donde os conocisteis. A Montserrat fuisteis de viaje de novios, subisteis en funicular por primera vez y os alojasteis en una celda.

    En la noche de bodas ya te quedaste encinta de Jaime, que murió en el parto. Huisteis de la guerra a Jaca, donde nació María, que murió de otitis a la edad de tres años. Luego tuviste un aborto. Tú, Juanita, siempre pensaste que llevabas una niña, pero nunca lo sabrás.

    ¿Por qué les ponías nombre tan temprano? Ni siquiera sabías si era niño o niña.

    Volvisteis a Barcelona para empezar de cero y os instalasteis en la torre de la avenida Tibidabo.

    Hasta que, por sorpresa, llegaron trillizos y les pusiste ¡Melchor, Gaspar y Baltasar! Uf, de estos, mejor no hablar. Luego tuvisteis a Miguel, que a sus ocho años se dio un golpe en la cabeza y quedó tonto. Carmencita, la séptima, se hizo monja para ayudar a los pobres y se fue a las misiones en Etiopía. Luego Ramón, que era diferente, de poco le sirvió tener una hermana monja, Ramón era homosexual. Fue uno de los primeros en contagiarse del VIH, luego se enganchó a las drogas y ni siquiera murió de sida. Falleció tan solo un año más tarde, de sobredosis de heroína. Nunca aceptó haber contraído el sida. Nunca se lo contaste a nadie más que a Paquita, tu hermana, y al mosén Joan, quien le perdonó todos sus pecados, incluso ser homosexual.

    La novena es Lolita, ni se casó ni estudió ni se hizo monja. No hizo nada. Prefirió vivir de la pensión PIRMI¹ que le consiguió mosén Joan. Ella pensaba cuidar de sus padres en la vejez y vivir de su pensión, pero no llegó a hacer ni eso. Se pasaba el día en la parroquia, era catequista, voluntaria y usuaria de Caritas. Vivía con otra catequista, se intuía que era lesbiana, a saber…

    Y llegó Pedrito, homosexual también, él no se perdió, supo esconder su condición y se casó a los cuarenta años con Pepita y le dio dos nietos, uno médico, Gabriel, el otro ingeniero industrial, José María, ¡un crack! En tiempos de COVID-19 imprimió como un loco respiradores 3D. Lo quería probar contigo, abuela Juanita, menos mal que te negaste, pues el primero explotó.

    Gabriel es médico de urgencias, pero no del hospital ni del centro de salud, ¿cómo lo llaman? CUAP.² Tiene un hijo, Amadeo, que se fue a China a cultivar arroz. Raro, raro, el tío. ¡La madre que lo parió, a China tenía que ir! Joder, tan lejos… Pilló el primero la COVID-19. ¡José le explicó todo, todo, todo a su abuelita Juanita! José tiene dos niñas pequeñitas, medio chinas, que Juanita solo conoce por Skype.

    ¡Quien más llevaba de cabeza a Juanita era su hija pequeña, Rosita! Rosita tuvo dos maridos, uno se murió de anginas y el otro de infarto. Rosita tiene un hijo de cada marido: Martí, arquitecto casado con una psicóloga argentina, con un bebé de ocho meses, y Aurelio, cajero del Lidl, con una niña de cinco años, Mariona.

    Juanita vivía con Rosita desde que se quedó viuda del segundo. Rosita se reencontró con Pablo, vecino de la infancia, en el parque con su nieta Mariona, justo antes del confinamiento. Rosita hasta lo metió en casa, ¡sin estar casada! ¡Ay!, Rosita, ¿qué haces?

    Juanita nunca hubiese podido imaginar, a sus noventa y seis años, que su hija predilecta, Rosita, quien nunca se había saltado un rosario, pudiera llegar a hacer eso. A sus setenta y tres años un novio en casa, viudo y más joven. ¡Pablo, de setenta años, su vecino de la infancia! Pablo tenía dos hijos: Isabel, una médica, madre soltera de Pol, de cinco años, y José Luis, que vivía con su familia en Francia, cerca de la frontera española. Él nunca se ocupaba de nada, un fresco. Se casó con Mihan, una japonesa que conoció por Internet. Tiene dos niñas preciosas, Kim, de siete años, y Lin, de tres.

    Pablo cuidaba a su nieto Pol cuando se reencontró con Rosita en el parque. Enseguida salieron de marcha. Una vida de lo más. Una vida social imparable, agotadora… Clubes, bailes, besos, largas noches en casa de Juanita y Rosita. Rosita tenía una gran familia, enorme. Entre hermanos, primos y tíos se juntaban sesenta en Navidades. Pablo tenía una minifamilia, en la práctica eran tres: Pablo, su hija Isabel y su nieto Pol. Pol y Mariona eran muy amiguitos, apenas se llevaban un mes. Sus abuelos eran novios y les daba risa. Se quieren casar a escondidas.

    Martí, hijo de Rosita y su primer marido, hizo como proyecto de fin de carrera un bloque de pisos para su madre. Resultó que al final se lo quedó toda la familia y se repartieron los pisos. ¡Un bloque familiar! ¡Ideal para conservar un secreto!

    A Juanita al principio le encantó volver a ver a Pablo, aquel niño delgadito, estudiante modélico, becado, que llegó a delegado de la central del Banco de Santander, pero pronto se escandalizó. A sus noventa y seis años le tocaba ver a su hija Rosita vivir en pecado. Pero ¿qué había hecho ella para merecer esto? ¿Su hija Rosita con Pablo? Rosita que nunca salía, se había vuelto una parrandera, llegaba a las tantas, se besaban toda la tarde delante de ella. ¡Sinvergüenzas!

    Juanita se pasaba el día leyendo la Biblia y rezando. Pablo le regaló su Biblia de cuando se casó con la mujer que nunca olvidó, Carmen, la mujer de su vida. Nadie podía cambiarlo, por mucho que Rosita se esforzara. Rosita nunca leía. Era simple, solo miraba las telenovelas del mediodía.

    Pablo y Rosita se acostumbraron a la vida fácil. Desayuno, comida y cena en bares y restaurantes. Isabel se quejaba, siempre le decía a su padre que no era rico y que se lo iba a petar todo en restaurantes. ¡Viva el colesterol! Los dos tenían la tensión arterial de espanto y el colesterol por las nubes, pero siempre decidían comer lasaña y compartir pizza.

    Juanita pertenecía a la comunidad de los pobres descalzos laicos. Se reunía cada viernes en su casa «el grupo de la mesa redonda», con Jesusín como centro de mesa. En cada sesión comentaban un pasaje de la Biblia, compartían pan, vino y agua para tomarse su colección de pastillas y al acabar rezaban tres padrenuestros y cuatro avemarías. Si veían a los novios, rezaban cuatro más para salvar sus almas. Total, un «fiestón» que acababan a la una de la madrugada.

    Por la tarde, Pol y Mariona regalaban dibujos a la comunidad por debajo de la puerta y en medio de risas cantaban «Pablo y Rosita se casan». ¡Qué cara ponía Juanita al oír este gran secreto de la familia! Al enterarse el cura de la comunidad, fue corriendo. Reunión urgente, nunca había visto que dos ancianos de setenta años se quisieran casar para asistir a fiestas familiares en categoría de marido y mujer, y no de simples novios. ¡Perderán la pensión! ¡Insensatos!

    Una vez Rosita y Pablo lo tuvieron todo decidido, lo anunciaron a sus hijos. Ninguno estaba de acuerdo. Apenas hacía nueve meses que salían. Se casaban para no convivir. Se liaron a hacer papeles y a convencer a todos los hijos, que no entendían nada en pleno siglo

    xxi

    .

    Juanita nunca debió decirles que estaban en pecado y les decía: «Que Dios tenga piedad de vosotros».

    Juanita decidió hacerse la dormida. Total, para ver lo que había que ver… Juanita se pasaba los días tumbada en el sillón reclinable, asistida por su fiel cuidadora Ángela, quien cocinaba para Rosita, Juanita y hasta para Pablo. Ella intentó leer la Biblia que Pablo le regaló, pero como pesaba media tonelada, abandonó y cogió la antigua que le había regalado mosén Benedictino.

    A una semana de la boda, anunciaron el confinamiento por la COVID-19. Era una señal, Dios había decidido que Rosita y Pablo siguieran viviendo en pecado. ¡Lo que le faltaba por ver!

    Rosita y Pablo no eran dados a las normas sociales. Cuando podían, se saltaban el confinamiento. Les encantaba vivir aventuras que no tuvieron en su adolescencia. El cura espació las visitas a Juanita por exceso de trabajo. Dos veces al mes, mosén Benedictino acudía a su domicilio más generoso que una visita de médico y le daba la comunión. ¡Era el gran día!

    Los novios seguían saltándose el confinamiento. Nadie sabía dónde iban, pues los bares y los restaurantes permanecían cerrados y, que supiéramos, no les había caído ni una multa. Juanita estaba asustada, escandalizada y, lo peor, estaba en peligro. Algunos de sus sobrinos iban cayendo: diarreas, fiebre, pruebas PCR³ positivas, otros con ahogo y fiebre. Ella seguía como una campeona, a pesar de la «kamikaze» de su hija Rosita.

    En abril, Juanita se asustó de verdad. ¡Alguien tosió en la cocina! A partir de aquel día Juanita, a pesar de no salir de casa, no se quitaba la mascarilla FFP2⁴ ni para ir al baño y completaba las dieciocho horas de reloj que permanecía en el salón con ella puesta.

    El día que Juanita se olvidó de colocarse la mascarilla, entró en pánico. Pablo había entrado en su casa sin guantes ni mascarilla y le había cogido la mano sin previa solución hidroalcohólica y con zapatos de calle. Ella había sobrevivido a la guerra, a la posguerra, a una epidemia del cólera y ahora ya le tocaba despedirse, ¿o superaría la pandemia, a pesar de su hija?

    La pobre estuvo siete días despidiéndose de toda la familia. Horas interminables de teléfono. Juanita se quedaba sin voz, con Yen, su bisnieta china, hablaba con auténtica complicidad. Había vivido ya su brote a cinco mil kilómetros, en Wuhan, China. Su bisabuela se despedía…, llantos y más llantos.

    Carmencita sufría en la distancia, había cuidado a tantos etíopes y ahora su mamá la necesitaba y no podía volver por el cierre de fronteras. Quería hablar cada día con su madre, se sentía culpable por no estar a su lado. Juanita no podía contestar, debía esperar su turno. Uf, Juanita estaba hablando con el pariente cuarenta y tres, y los que le quedaban. ¡Carmencita podía esperar sentada! Miguel, en cambio, pasaba de su madre, ni caso…

    Sin voz se quedó Juanita, sin apenas descanso. Rosita y Pablo entraban y salían de casa sin ninguna prevención ni multa. Además, la hija de Pablo, que vivía a cincuenta metros de distancia, estaba contagiada de la COVID-19 y cada día Pablo le pasaba el parte. Como si la pobre mujer pudiera hacer alguna cosa más que asustarse.

    Juanita no podía vivir tranquila hasta dar a cada nieto un mensaje de vida, a cada nieto lo que le pertenecía. Además, a sus noventa y seis años, trataba de no confundirse de rama genealógica. ¡Gran estímulo cognitivo!

    En mayo, Juanita, una vez acabada toda la ronda, estalló. Si Pablo no usaba mascarilla, no entraba. Rosita, armada de paciencia, logró que Pablo, durante cinco días, no olvidase su mascarilla.

    Al sexto día, Juanita tomó una decisión drástica: había mandado un audio de WhatsApp a mosén Benedictino para que fuera

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