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Una casa es un cuerpo
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Libro electrónico200 páginas3 horas

Una casa es un cuerpo

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Información de este libro electrónico

"Shruti Swamy es un talento poco común; Una casa es un cuerpo es un magnífico debut" (Laura Furman).
"Una colección de relatos deslumbrante, exquisitamente elaborada" (Kirkus Review).
"No pude dejar de leer Una casa es un cuerpo una vez que lo empecé. Me hizo amar la lectura de nuevo" (Rebecca Lee).
Desde la primera página de Una casa es un cuerpo, uno comprende que está frente a una escritora inusual. Dos veces ganadora del Premio O Henry, Shruti Swamy escribe como si lo más normal fuera extraño, y lo extraordinario algo natural. Leer sus cuentos es adentrarse en una cotidianeidad misteriosa, hecha de belleza y frustración, de asombro y dolor, poblada de personas que gravitan entre la deriva y una tímida esperanza. Una víctima de violencia doméstica se atreve a confesar su padecimiento a una vecina que también lo sufre y le responden con indiferencia y negación: una joven india visita al viudo de su hermana, que ha muerto dejando a una bebita, y es arrastrada por una extraña pasión; una madre paralizada se enfrenta a un incendio forestal que amenaza su casa, mientras lidia con el vacío que dejó la reciente partida de su marido y con una crisis febril tal vez grave de su pequeña hija.
En todos los casos, Shruti Swamy se acerca a sus personajes con cautela y va develando sus secretos sin pudor aunque compasivamente. Su prosa clara y sencilla, capaz de sorprendentes y variados registros, es el arma perfecta para sacar a la luz la perturbadora intimidad; su mirada distante, la mejor manera de narrar enigmáticos sentimientos. Colección de cuentos exquisita, Una casa es un cuerpo es un debut estelar.
IdiomaEspañol
EditorialEDHASA
Fecha de lanzamiento10 dic 2021
ISBN9789876286541
Una casa es un cuerpo

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    Vista previa del libro

    Una casa es un cuerpo - Shruti Swamy

    Cubierta

    Shruti Anna Swamy

    UNA CASA ES UN CUERPO

    Traducción de Pablo Ingberg

    Edhasa

    "Shruti Swamy es un talento poco común; Una casa es un cuerpo es un magnífico debut".

    LAURA FURMAN

    Una colección de relatos deslumbrante, exquisitamente elaborada.

    KIRKUS REVIEW

    Desde la primera página de Una casa es un cuerpo, uno comprende que está frente a una escritora inusual. Dos veces ganadora del Premio O Henry, Shruti Swamy escribe como si lo más normal fuera extraño, y lo extraordinario algo natural. En sus cuentos vibra una cotidianeidad misteriosa, poblada de personas que gravitan entre la deriva y una tímida esperanza. Una víctima de violencia doméstica confiesa su padecimiento a una vecina que también lo sufre y le responden con indiferencia y negación: una joven india visita al viudo de su hermana, que ha muerto dejando a una bebita, y es arrastrada por una extraña pasión; una madre paralizada se enfrenta a un incendio forestal que amenaza su casa, mientras lidia con una crisis febril tal vez grave de su pequeña hija.

    Shruti Swamy se acerca a sus personajes con cautela y va develando sus secretos sin pudor aunque compasivamente. Su prosa clara y sencilla, capaz de sorprendentes y variados registros, es el arma perfecta para sacar a luz la perturbadora intimidad; su mirada distante, la mejor manera de narrar enigmáticos sentimientos. Una casa es un cuerpo es un debut estelar.

    Swamy, Shruti Anna

    Una casa es un cuerpo / Shruti Anna Swamy. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Edhasa, 2021.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga y online

    Traducción de: Pablo Marcelo Ingberg.

    ISBN 978-987-628-654-1

    1. Narrativa. 2. Novelas. I. Ingberg, Pablo Marcelo, trad. II. Título.

    CDD 823

    Título original: A House is a Body

    Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere

    Primera edición en Argentina: octubre 2021

    Edición en formato digital: diciembre de 2021

    First published in the United States under the title: A HOUSE IS A BODY: Stories

    © Shruti Anna Swamy,

    2020 Grateful acknowledgment is made to the editors of the following journals, where these stories first appeared: Black Warrior Review, for Blindness; the Kenyon Review Online, for The Laughter Artist; West Branch for Wedding Season; AGNI for A Simple Composition; the Boston Review for The Siege; the Paris Review for A House Is a Body; McSweeney’s Quarterly Concern for Mourners; Joyland for Didi; and Prairie Schooner for Night Garden. Additional thanks to Laura Furman for her inclusion of A Simple Composition in the O. Henry Prize Stories 2016, and Night Garden in the 2017 collection. Published by arrangement with Algonquin Books of Chapel Hill, a division of Workman Publishing Co., Inc., New York.

    © de la traducción Pablo Ingberg, 2021

    © de la presente edición Edhasa, 2021

    Avda. Córdoba 744, 2º piso C

    C1054AAT Capital Federal

    Tel. (11) 50 327 069

    Argentina

    E-mail: [email protected]

    http://www.edhasa.com.ar

    Diputación, 262, 2º 1ª, 08007, Barcelona

    E-mail: [email protected]

    http://www.edhasa.es

    ISBN 978-987-628-654-1

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

    Conversión a formato digital: Libresque

    Índice

    Cubierta

    Portada

    Sobre este libro

    Créditos

    Dedicatoria

    Ceguera

    De luto

    Mi hermano en la estación

    El asedio

    Placeres terrenales

    Temporada de casamientos

    Las vecinas

    Una sola composición

    La artista de la risa

    Didi

    Una casa es un cuerpo

    Jardín nocturno

    Agradecimientos

    Sobre la autora

    Para Abe.

    Con un amor tan vasto, no veo la otra orilla

    Ceguera

    Sudha y Vinod tuvieron un casamiento modesto. Por insistencia de los padres de los dos, Vinod había entrado a caballo. Era la temporada de los casamientos en Delhi y todas las noches las calles se llenaban de ruidosos bailes de las familias de los novios, clima suave, todavía a unas semanas del calor feroz. A Sudha le habían cubierto el cuerpo de cúrcuma la noche anterior. No creyó que fuera a disfrutarlo, pero el placer de ser tocada por tantas manos amorosas era innegable. La cúrcuma era fresca, y en textura y consistencia se parecía al barro del río de la casa ancestral de su madre, donde ella misma había nadado de niña en los veranos. También le dieron un baño de leche. ¿Cómo te sientes?, le preguntó la madre, mientras la bañaba como cuando Sudha era una niña, y por eso Sudha no había sentido nada de vergüenza de estar desnuda.

    Bien, dijo Sudha. Olía a hierbas amargas, pero le habían jurado que al día siguiente estaría hermosa. Cuando salió del baño, la madre la frotó fuerte con una toalla áspera.

    ¿Y tu noche de bodas?

    ¿Qué pasa?

    ¿Estás lista?

    ¿Para qué hay que estar lista? Pero entonces le sonrió a la madre y la madre supo que solo estaba bromeando. Una noche semanas más tarde Sudha y Vinod subieron a la azotea de su nuevo departamento a fumar un cigarrillo. Desde alguna curva de una avenida subían los sonidos de los metales de una banda de casamiento. No hablaron, solo se pasaron el cigarrillo ida y vuelta. Había una capucha de smog que hacía fulgurar de color los atardeceres pero oscurecía las estrellas. Sudha tomó la mano del marido. Era delgada y estaba seca y tibia. Había memorizado las líneas de esa palma, talladas hondo como en madera. Le escuchaba el sonido de la respiración. Una vez se había acostado encima de él, muy quieta, con la cara cerca de la suya para poder saborear el aire que salía de su boca, con un dejo a clavo de olor por las pepitas que chupaba para mejorar la digestión.

    ¿Me ves atractivo?

    ¿Y tú a mí?

    Sí, dijo él, con su sonrisa amable, te veo muy atractiva.

    Yo también a ti.

    Vamos a tener que dejar de fumar estas cosas pronto. Nos van a matar.

    ¿En eso estás pensando?

    No, dijo él. Estaba pensando en la vez en que trataste de enseñarme a nadar y casi me ahogo. ¿Te acuerdas?

    Me acuerdo.

    ¿Qué edad tenías, nueve?

    Ocho, tú tenías nueve.

    ¿Me veías atractivo en ese entonces?

    No. No pensaba en esas cosas.

    La música de la calle se desvaneció. Había cometas en el aire, pero ¿quién los remontaba? Era tarde y Sudha se sentía cansada, apoyada en la baranda de concreto, con los pulmones llenos del smog de la ciudad antigua. Daba la sensación de que se acercaba el amanecer, aunque no era tan tarde como para eso: el cielo era de un morado intenso. Una vez abajo se quitó la ropa y se acostó desnuda en la cama. Su cuerpo se acoplaba al agua, mientras que los brazos flacos de Vinod la rechazaban; él agitaba los brazos delgados como loco, su boca había tragado pulmonadas de río. Ella al principio se rio, pensó que era un chiste; luego, con esfuerzo, lo sacó del agua. En su mente mientras se dormía: un cigarrillo, un río, un bebé y los ojos del marido, los mismos ojos oscuros de aquel chico que se ahogaba.

    ¿Me quieres?, dijo ella.

    Te quiero, dijo él. La penetró. Ella se había levantado el vestido hasta arriba de los pechos y se había corrido el calzón. Cerró los ojos. Mírame, dijo él, pero no pudo mirarlo. Cuando la madre de Dhritarashtra copuló con el padre con los ojos cerrados, el hijo nació ciego. Mírame, dijo de nuevo él, pero ella siguió sin mirarlo. Miedo, un sentimiento bueno-enfermo, ternura, un terror extraño. Cállate, dijo ella, y él corcoveó contra ella, respirándole fuerte. El ruido de su respiración era como un tren que ella trataba de alcanzar. Lo corría y sabía que si lograba subirse de un salto, la llevaría lejos.

    ¿Paro?, dijo él. Sudha…

    No pares, dijo ella, y lo hizo entrar más hondo. Él se salió y acabó sobre el vientre de ella. Se quedaron acostados codo con codo sin tocarse. Ella no se movió para quitarse el semen del vientre. Era cálido, el aire estaba cálido, el sudor de la espalda de él se secaba contra las sábanas y se espesaba en la tela. Cosas que al parecer resultarían repugnantes de repente no eran repugnantes. Eso la asombró.

    En julio le volvió una sensación oscura y se retiró del trabajo temprano, fue en metro hasta la casa y se sentó en el diván duro delante del televisor, sin volumen, sin mirar absolutamente nada en realidad, sentada en la sala y viendo cómo los labios de los actores formaban palabras mudas. Vinod la encontró así y trató de hablarle, pero ella lo sentía muy lejano. Estaba toda borrosa, traslúcida, inalcanzable, y observaba caminar a Vinod con mucha agitación de un lado a otro de la sala. ¿Qué pasa?, dijo él.

    No sé, dijo ella. Sentía la voz en su propia garganta, pero no le sonaba suya.

    ¿Habría que llamar a alguien?

    ¿A quién?

    ¿A un doctor? ¿A tu madre?

    Ella meneó la cabeza. Estoy bien, dijo. Cuando era chica, se quedaba dormida sobre el brazo y al darse vuelta durante la noche se despertaba y se daba cuenta de que la presión del cuerpo encima se lo había dejando sin sangre y pesado, se convertía en el brazo de otra persona. En los instantes previos a que llegara el dolor de las agujas, se lo tocaba con la otra mano, pasando la yema de un dedo por la piel del antebrazo, el vello fino, el nudo del codo. Era entonces que llegaba la sensación, pero en aquellas noches solo había sentido los primeros pinchazos, del modo en que una persona aplastada por piedras podría disfrutar de las primeras que le cayeran en el pecho, su peso placentero, el modo en que hacían sentir el cuerpo más pequeño o estrechado en un abrazo.

    No sabía cómo explicarlo, así que se quedó en silencio hasta que se le pasó y luego se dio un atracón con la cena fría que había preparado Vinod, sentada a su lado en la cama, observando cómo se le crispaban los dedos mientras dormía.

    Tres noches más tarde durante la cena Sudha se preguntó qué pasaría si muriera Vinod. La idea le vino de repente y después se sorprendió de no haberla tenido antes en cuenta. Era una pelota dura que le rebotaba en la boca del estómago: no va a morirse y luego y luego no por ahora y luego qué voy a hacer y luego no tendré a nadie, y él abrió la boca, y el rosado por dentro, el color apagado de la sangre, pero ahora estaba vacía, labios formaban palabras, lo veía en la calle, muriendo en un choque, y saltó de la silla y se fue al baño y gritó contra una toalla hecha una bola.

    Él entró en el baño y le tocó el brazo. Había embaldosado y concreto lisos allí dentro y el anochecer venía fresco después de mucho calor. Dijo el nombre de ella. La hizo sentir bien oír su nombre en esa boca, en esa voz. Había estado trabajando muchas horas, lo cual a veces mantenía a raya la sensación. La arquitectura era un culto de la lógica y de las líneas nítidas; trabajaba durante horas sin parar. Entonces vino el peso. Él volvió a decir su nombre. Él tenía catorce años, ella trece, estaban fumando su primer cigarrillo juntos en una playa de Bombay, lejos de los padres. Él ya había tenido una novia, no Sudha, otra chica, Sudha estaba enamorada de Amitabh Bachchan. Había elefantes en la playa y hacía calor pero no mucho, el puente a medio construir colgaba en el aire sobre el agua, un puente a ninguna parte. Trece años no eran demasiado pocos para saber que una era feliz y ahora le daba consuelo saber con certeza, por un momento, que había sido feliz. Más tarde esa noche él lloró en sus brazos en el dormitorio y ella supo que había decidido dejarla, pero no dijo nada, se limitó a mantener la cara de él entre sus manos y dejarlo llorar, enjugándole las lágrimas con el camisón. Él se fue tres días más tarde y ella, mientras lo observaba, con la oscuridad del cabello planeando sobre el torso encamisado de blanco al llamar a un bicitaxi, sintió por un minuto que no sería capaz de soportarlo sola. Pero pronto la sensación fue apagándose en cansancio. El calor secó a todo el mundo. Al final del día una sentía que iba a desmenuzarse como papel viejo. Si se cortaba las venas, saldría sangre seca semejante a arena.

    A últimas horas de la mañana, Sudha se despertó, embarazada. Lo sintió de repente, lo supo, a pesar de lo que habían dicho los doctores. Tenía una delgada película de sudor sobre el pecho. Bajó a la estación de tren, peleando contra la muchedumbre en la boletería. Su cuerpo tomaba decisiones por sí mismo, abriéndose paso a codazos hasta llegar al mostrador y deslizarle el dinero, húmedo de sudor, al hombre soñoliento situado del otro lado del vidrio. Luego fue a buscar el andén correspondiente. El día no había llegado aún a su cima, el sol no había llegado todavía a calentar lo suficiente para hacerla transpirar, incluso protegida como estaba por las marquesinas de chapa acanalada. A todo su alrededor los changadores, con sus uniformes rojos y su postura perfecta, subían y bajaban los extensos tramos de escaleras de acceso a los andenes con valijas en equilibrio sobre la cabeza, seguidos por viajeros, semejantes a niños. Se enjugó la frente con el dorso de la palma. Sentía los pechos sensibles y repletos.

    Encontró su andén y esperó. El tren debía llegar pronto. Un niño se acercó, descalzo y vestido con una camisa que en un tiempo había sido blanca pero ahora era marrón. Tenía los ojos brillantes y bordeados de una costra amarilla, los dientes amontonados en la boca. Tendía las manos. Señora, dijo, por favor, señora, tengo hambre. Mucho hambre. Hizo un gesto hacia la boca. Ella alcanzó a percibir la presencia de una chica, la hermana menor, detrás en algún lado, una chica con un vestido sucio y los mismos ojos relucientes, amarillentos. Por favor, señora, comida, señora, tengo mucho hambre. Sudha se había olvidado de sus ojos de ciudad. Se dirigió hasta el puesto donde vendían samosas y le compró cinco y fue a encajárselas en las manos. Y entonces él desapareció; la muchedumbre se lo había tragado. Se inclinó sobre las vías y vomitó un líquido claro y cuando se le pasó la náusea cerró los ojos.

    ¿Dónde estás?

    En el tren.

    ¿Qué tren? ¿Estás loca? El señor Malhotra está preguntando por ti. En quince minutos llegan los clientes.

    Tengo que ir a Rishikesh.

    Pero ¿por qué? ¿Dónde estás?

    En el tren.

    Bueno, bájate del tren.

    Ahora no puedo. Dile que es una emergencia. Por favor.

    No te oigo. Hay mala conexión.

    Digo si puedes decirle que es una emergencia.

    De acuerdo. Se lo digo. ¿Estás bien?

    Sí, todo bien, dijo Sudha. El tren traqueteaba contra las vías. Al otro lado de la ventanilla, los vastos campos verdes estaban llenos del sol de la tarde, de ciudades sin nombre, de pueblitos repletos de niños sin madre. El tren avanzaba paralelo a una ribera vacía y el cielo estaba repleto de pájaros y cometas vueltos diminutos por la distancia. Voy a estar bien, dijo al teléfono, y volvió a decirlo después que cortó su colega.

    Llegó a Haridwar al atardecer. Su bolso era pequeño, pero de todas maneras tuvo que luchar para recuperarlo de manos de un changador, que se lo había quitado en cuanto se bajó. Aquí

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