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Mr. Smile. La aventura
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Libro electrónico335 páginas4 horas

Mr. Smile. La aventura

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Los padres del joven esquimal Smile han desaparecido. Acompañado de su amiga Kesuk, ambos descubren unas extrañas huellas a la salida de su casa. Siguiendo ese rastro, la pareja llega hasta un iceberg, en cuyo tobogán descienden para acabar en la sala de un trono. Han sido trasladados a un planeta mágico, a años luz de la Tierra, llamado Memento. En la sala les espera la reina Urina, una elfa blanca; el hada Magüa; un gigante de piedra, Karku; y un arácne, un ser de cuatro piernas y cuatro brazos, el general Perawan. Allí Smile sabrá que sus padres son los Vigilantes, los magos que protegen el sistema solar de la Tierra, y que han sido secuestrados. Con la ayuda de sus nuevos amigos, Smile y Kesuk saldrán en su rescate. A la partida se unirá la princesa elfa Altea y la enigmática ninfa Pétalo, y habrán de enfrentarse a todo tipo de criaturas fantásticas que no imaginarían en la peor de sus pesadillas. Y sobre todo, deberán combatir a un poderoso enemigo que ha renacido para vengarse. El único que podría vencerle, si no perece en el intento, es Smile, el chico de la sonrisa eterna.

Si en la tradición de los cuentos y narraciones orales es un lugar común que los padres —y los adultos en general— salven a los niños y jóvenes de peligros sin cuento, esta deliciosa obra de Daniel Múgica invierte esa tendencia y muestra a Smile, un joven esquimal, intrépido y valeroso, haciendo frente a los más poderosos villanos para rescatar a sus propios padres y lograr reencontrarse con ellos. Para esa empresa contará con la ayuda de unos compañeros muy especiales, entre lo cómico y lo heroico, y de una chica cuyo corazón tiembla al escuchar su nombre. "Mr. Smile. La aventura" es el primer peldaño de una saga fascinante, llamada a encandilar a jóvenes y adultos.

"Daniel Múgica es leonardesco, hace la novela, el artículo, lo que sea. (...) Le admiro". Diccionario de Literatura, Francisco Umbral.

"Múgica, sin duda, es el mejor escritor de su generación". Pedro M. Domene.

"El autor vasco es una nota de brillo entre tanta mediocridad literaria". Diario 16, Santiago Aparicio.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento21 mar 2019
ISBN9788415943808
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    Mr. Smile. La aventura - Daniel Múgica

    1

    Fuera sopla un frío que congela los huesos.

    10 h. de la mañana, amanece.

    Domingo.

    Mi nombre es Smile y soy esquimal. Desde pequeño me llaman así; pongo al mal tiempo buena cara y una sonrisa.

    Despierto en un iglú moderno, una vivienda fabricada en forma de cúpula, a base de ladrillos de nieve mezclados con fibra de plástico. Tiene cien metros cuadrados, chimenea, dos habitaciones, baño, cocina, comedor y garaje. Dibujo un rato, me gusta representar la naturaleza y los animales de mi entorno.

    El coche, un viejo Volvo todoterreno, se nos estropeó la semana pasada. Está en el garaje y las piezas de repuesto tardan en llegar. Lo conduce mi madre y mi padre lo detesta. Vivo en Alaska, el Polo Norte, uno de los lugares más fríos del planeta. Mi madre, Nivi, una mujer baja y delgada de ojos verdes, es médico. Cura resfriados, gripes y catarros, enfermedades que provocan los vientos gélidos. No se ve un solo árbol y la nieve y el hielo cubren el horizonte, una blancura a veces pálida y otras veces brillante. Mi padre, Alek, un hombre alto y fortachón de ojos castaños, se dedica a la caza. Vende las pieles de los animales. Ha escapado de tormentas de nieve y miles de peligros, a veces con mi madre. Mis padres tienen un solo defecto: son demasiado orgullosos. Su honor está por encima de todo.

    ¡Me sacan de quicio sus conversaciones sobre el honor!

    Mi padre me ha enseñado a rastrear huellas, a usar el arpón, el arco y el cuchillo. El mes pasado, cuando cumplí trece años, me regaló un arpón y un cuchillo nuevos. El cuchillo tiene la empuñadura de hueso y la lámina de acero, con el filo trasero dentado como una sierra. El arpón acaba en un cabezal con forma de media luna.

    A mi padre le gustan las tradiciones y no le gustan las armas de fuego.

    A veces acompaño a mi padre de caza y surcamos la nieve en nuestro trineo, tirado por los perros. Mi padre prefiere el trineo a los todoterrenos y las motos de nieve; dice que contaminan el paisaje.

    Los nunamiut, mi tribu, están enfadados. El calentamiento global, un fenómeno de la naturaleza, funde parte del Polo Norte y nos quita la caza, el alimento de la tribu. Osos polares, zorros, morsas, focas y renos desaparecen poco a poco.

    No sé por qué mis padres han construido un iglú en medio de la nada cuando hay un montón de casas bonitas en Kaktovik, el pueblo a diez kilómetros, camino del sureste, subiendo una empinada cuesta por un camino que ha asfaltado mi padre. Al norte, a tres kilómetros, empieza el mar Ártico. Mis padres son unos solitarios y esconden algún secreto; estoy convencido. En el garaje hay un arcón de acero con un candado cuyo contenido no me dejan ver.

    Todos los domingos estoy muy contento porque viene conmigo de caza mi buena amiga Kesuk. Tiene catorce años y una figura espectacular, los ojos negros y la piel morena. Es un poco más alta que yo, y eso que estoy crecidito para mi edad. Su padre es el chamán de la tribu, un brujo que nos cuenta que habla directamente con los dioses esquimales. Ha viajado por todo el mundo, aprendiendo de los magos de muchos países.

    Su hija, Kesuk, los domingos, viste un mono negro y unas botas negras de una materia parecida a la goma, delgada y flexible, que se ajusta a su cuerpo como un guante tapándole las manos y dejando al aire su preciosa cabeza. No entiendo que le abrigue tanto.

    ¡Está espectacular!

    Trae una lanza de caza y viene del pueblo en su tabla de snowboard. Están hechas de un metal parecido al acero. Mi amiga me ha dicho que el traje, la lanza y la tabla la ha diseñado el rey de Wakanda¹, T’Challala, otro brujo. Kesuk añade que ha heredado el talento de su padre y que le ha enseñado todos los hechizos que conoce. Cuando le pido que me muestre alguno, me mira y se calla. Yo no me lo creo, pero me da igual.

    ¡Kesuk me gusta un montón!

    Me lavo la cara y las manos, le hago una mueca al espejo. No soy el niño más feo del mundo, tampoco el más guapo, y soy fuerte gracias a que ayudo a mi padre en el trabajo. Aunque tenga trece años parezco mayor. Muestro músculo y saco pecho, soy un poco chulo. ¿Y qué? Mi cuerpo todavía no se ha desarrollado del todo, pero el de mi mejor amiga sí, Kesuk. Tengo la cara ovalada, con un lunar en mitad de la frente; el pelo negro, ondulado y largo, hasta los hombros; piel morena tirando a color cobre y orejas pequeñas; ojos asiáticos y alargados, de color café; boca que muestra sonrisas de broma, optimismo y desafío.

    Por eso me llaman Smile.

    Los mayores suelen estar cansados de tanto trabajar o agobiados por la situación económica. Mis compañeros de clase se quejan de las discusiones de sus padres o de las peleas con sus primos mayores. Hay demasiadas malas caras. Yo prefiero enfrentarme a los problemas con alegría. Las nieves acabarán y llegará el verano; los problemas también pasarán, o eso creo. No voy a perder el tiempo en estar triste. No hay mejor defensa que una sonrisa, pensar que mañana será mejor que hoy.

    Me visto con el plumas de color rojo con la capucha forrada de lana, los pantalones de neopreno y las botas rojas apresky, ropas especiales contra el frío. Papá y mamá estarán fuera, alimentando a los perros. Hasta que arreglen el coche, me acercan al colegio de Kaktovik en el trineo de caza.

    Bajo a la cocina. Mi desayuno no está preparado y no oigo las voces de mis padres; tampoco escucho los ladridos de los perros, de raza Husky, resistentes a las bajas temperaturas. Adoro a esos perros, nos queremos como hermanos; duermen en el salón, enfrente de la chimenea. Se llaman igual que las antiguas divinidades de los esquimales: Sila, dios del aire; Nuna, dios de la tierra; Tukik, dios de la luna, y Pinga, dios de la medicina. Mis padres sostienen que los viejos dioses existen, y que vendrán en nuestro auxilio cuando les necesitemos.

    Recorro la casa y no encuentro a mis padres. El trineo no está en el garaje. Mis padres habrán salido a hacer algún recado.

    Lo pienso de nuevo; mis padres nunca me han dejado solo, salvo cuando me cuida mi tía. El silencio empieza a mosquearme y me embarga un mal presentimiento.

    Abro la puerta y salgo a la nieve; calculo quince grados bajo cero, lo normal en esta época del año. Aparece Kesuk. Su pelo moreno, corto y con flequillo brilla con el resplandor de la nieve. Está preocupada, lo percibo en su mirada de gata. Dice:

    —Pasa algo, Smile.

    Respiro hondo y mi aliento parece humo a causa del frío. Miro hacia arriba, siempre tapa el cielo una niebla baja; miro hacia abajo y no veo las huellas del trineo.

    —¿Me acompañas, Kesuk?

    —Hasta el fin del mundo —responde con su voz suave.

    —Y más allá —cierro la conversación.

    Nos reímos en voz baja. ¡Adoro su risa!

    Después de unos minutos, callamos. La cara de mi amiga aclara que no estamos para bromas. Rodeamos el iglú y reconozco las huellas de las botas de mis padres, de las patas de los perros y de los patines del trineo. Las huellas se dirigen al mar, mis padres viajarán encima del trineo.

    Avanzamos unos pasos observando unas huellas que nos desconciertan. Corren paralelas al trineo y son de un ser humano, o de algo parecido. Distingo con claridad las siluetas de las plantas, los talones y los dedos. Lo que sea va descalzo, pesará una barbaridad; las huellas se hunden treinta centímetros en la nieve dura. Los pies, si estuvieran calzados, alcanzarían el número ochenta, un tamaño de zapato descomunal.

    ¿De un gigante? No, los gigantes no existen, ni tampoco las hadas. Son cuentos para niños.

    —Son huellas de gigante, mi padre los ha conocido en uno de sus viajes —dice Kesuk como si me leyera el pensamiento.

    Lleva bajo el brazo izquierdo la tabla de snowboard y la lanza en la derecha, apuntando de frente y esperando que aparezca algo peligroso. ¿El qué?

    —Venga ya.

    Kesuk, como siempre que se molesta, se limita a callar y no responder. Insisto:

    —Cuentos de críos que…

    Me corta:

    —Smile, no discutamos. Aquí ocurre algo raro.

    Tiene razón, mis padres jamás me abandonarían. El del número ochenta de pie les ha obligado a seguirles y siento que mis padres se encuentran en apuros. Puedo ir corriendo al pueblo a pedir ayuda, pero tardaría. Las huellas se dirigen al mar y quien esté con ellos quizás pretende ahogarles. Me preocupo, tomo una decisión: debo ayudar a mis padres. Entro en el iglú y cojo mi arpón, mi puñal, mi arco, un par de bengalas y la aljaba (una especie de mochila rectangular de cuero que me cuelgo a la espalda y guarda las flechas). Me pongo el arco al hombro.

    Salgo.

    —Estás muy guapo —me sonríe mi amiga con sus labios anchos, de color rosa oscuro.

    —Te gusto, te parezco la leche.

    —Smile, siempre estás con lo mismo —contesta coqueta, pero sigue sin abrirse del todo.

    Corremos hacia el mar siguiendo las huellas, una línea recta. Sopla una escarcha que nos ciega y blanquea nuestras cejas. Llegamos a la orilla sudando, me aparto el pelo de la cara y me muevo en círculos; no permitiré que el sudor me congele. Kesuk no se mueve y me acerco a ella. Su traje, típico, está cálido. Es un mono distinto, desde luego.

    No dejo de contemplar la orilla, la gran franja de hielo. Han cortado un cuadrado de unos quince metros cuadrados, creo que han confeccionado una balsa de hielo. El que ha secuestrado a mis padres se los ha llevado en la balsa con los perros y el trineo.

    ¿Pero adónde?

    Se está levantando una ventisca de nieve. Diviso en el mar trozos de hielo e icebergs, montañas de hielo y nieve cuyos picos asoman sobre el agua y flotan a la deriva de las mareas. Todas las porciones de hielo son irregulares, no hay ninguna cuadrada. ¿Dónde está la balsa? Me pongo la mano sobre los ojos a modo de visera, no distingo en la distancia personas ni animales.

    Aguzo el oído, escucho el viento y los pedazos de hielo entrechocando entre sí y la suavidad del agua nieve al rozar la orilla. Kesuk me imita, y tampoco oye a mis padres.

    —Usa tu magia.

    Pruebo a ver si al final es verdad lo de su magia.

    —No es una cosa de niños, Smile. Se debe utilizar como último recurso.

    —Tú decides, es tu vida.

    Una excusa, supongo. A cada momento que pasa estoy más convencido de que su magia es una mentira.

    Cierro los ojos, me concentro y al fin escucho ladridos. Identifico los contornos entre la nieve, provienen de la izquierda. A unos cien metros en perpendicular, de pie sobre un iceberg, me llaman a ladridos. Les he enseñado a recibir instrucciones y a avisarme. Nuestros perros están atados al trineo. No hay rastro de mis padres, tenemos que llegar al iceberg, allí encontraremos alguna pista sobre ellos.

    Recorto con el cuchillo una parte de la orilla de hielo, más larga que ancha, en forma de balsa plana. Kesuk me ayuda y el filo de la punta de su lanza separa el hielo como a mantequilla. No he visto nunca un metal tan duro, ni siquiera el del mejor arpón de la colección de mi padre.

    Montamos, empujamos la balsa con el arpón y la lanza. Nos separamos de la costa.

    Hinco una rodilla, remo con el cabezal del arpón, me cuesta una barbaridad. Kesuk lo hace con los brazos, sin que se le enfríen gracias a su extraño traje. Además, no se le nota el esfuerzo. La observo; cada vez que da una brazada el traje parece cargarse con la energía de sus músculos y soltarla a la siguiente con un resplandor leve y negro. ¿Qué propiedades tendrá ese traje? Me fijo en su rostro delgado, que irradia seguridad, y en sus piernas alargadas, y en sus ojos, a la búsqueda de un desafío.

    ¡Una chica dura y hermosa!

    Esquivamos los trozos de hielo que se cruzan en nuestro camino. La nieve se está convirtiendo en un temporal. Hemos navegado cincuenta metros y estalla la tormenta de nieve; clavo el cuchillo en la balsa, me agarro a la empuñadura para que el viento no me arroje al mar. Kesuk gira unas cuantas veces la lanza con las dos manos, como si la cargase de energía, y hunde en el hielo la lanza.

    ¡Alucino!

    Nunca la he visto actuar con semejante fuerza. ¿Se la proporcionará su mono negro?

    Lo único bueno es que el temporal sopla en dirección al iceberg, un golpe de suerte. Desembarcamos en el iceberg. Nuestras caras están cubiertas de nieve y el frío y la ventisca nos azota. Trepamos una pequeña cuesta y nos encontramos con mis perros; me lamen, les acaricio y me abrazan. Me indican con ladridos que subamos al trineo. Miro a mi amiga, dice sí con un movimiento de cabeza, asintiendo. La ventisca de nieve no nos permite ver lo que hay delante de nuestros ojos. Montamos en el trineo. Mis perros, con mucho esfuerzo, empiezan a subir la pendiente.

    Se detienen y ladran. Echo el freno al trineo, enciendo una bengala. El rojo de la bengala se funde con el blanco de la nieve; alumbro en la dirección que me indican los perros con sus hocicos, la entrada a una cueva.

    —¿Qué habrá en esa cueva, Kesuk?

    —Una aventura —responde ella, con una chispa en la mirada.

    Buena chica, valiente; le encanta el peligro. La he visto danzar delante de renos que amenazaban con atropellarla, moverse como una equilibrista y cazar a uno con su lanza.

    Contemplamos en el suelo las huellas de la persona o cosa que se ha llevado a mis padres y las del calzado de ellos. La cosa los ha arrastrado al interior de la cueva. Me asomo y veo un túnel de siete metros de diámetro que desciende dentro del iceberg. Hay marcas de tres espaldas que han sido arrastradas por la gravedad; dos pertenecen a mis padres y la tercera es de un ser demasiado grande.

    El túnel parece no tener fin, pero son mis padres, me digo, y mi responsabilidad es ayudarles. Sonrío, la mejor manera de vencer al miedo. Sila y Nuna, los perros de cabeza, a mi señal se arrodillan colgando sobre la entrada del túnel. Tukik y Pinga, detrás, les imitan. Compruebo las correas de los perros y el trineo. Suelto el freno, lo empujo, monto con Kesuk, agarro las riendas con la mano izquierda y con la derecha sostengo la bengala.

    Los perros de rodillas y nosotros de pie, sobre el trineo, nos deslizamos en el túnel, un tobogán de paredes de hielo que parecen espejos. Bajamos a gran velocidad mientras Kesuk se abraza a mí con un brazo, y con el otro sujeta la tabla de snowboard, y con la mano libre la lanza. Nunca me había abrazado.

    ¡Me chifla el tacto de su cuerpo!

    Veo una luz brillante al final del túnel.

    Salimos del túnel, volamos seis metros, aterrizamos en una sala redonda con un trono de plata. Hay una criatura parecida a una mujer que se sienta en el trono, y un gigante de tres metros de altura, con la cabeza vendada; el ser que ha secuestrado a mis padres, suponemos, con una porra de metal, de un color tendente a la plata, como un bate de béisbol grande, al hombro.

    Me fijo en sus pies descalzos, el número ochenta que calculé. Una gran mariposa se posa en su hombro izquierdo. Pero los gigantes no existen, o eso pensaba yo. La bengala se apaga.

    Creo que he viajado a otro mundo. Por dentro, aunque no se me note, tiemblo de pánico. Entonces sonrío.

    Kesuk me pregunta en voz baja:

    —¿Qué hacemos? ¿Buscamos a tus padres? Tú mandas.

    —Esperar. La paciencia es una virtud.

    Mis padres suelen aconsejarme ser paciente, esperar agazapado durante horas a que aparezca la presa, o pensármelo bien antes de actuar ante cualquier problema. Lo mejor es hacer lo que nunca hago: hacerles caso.


    ¹ T’Challa, el rey brujo de Wakanda, apodado Pantera Negra, aparece en los cómics y las películas de la compañía Marvel.

    2

    Me froté los ojos y parpadeé. No estaba soñando. Kesuk apenas disimulaba su asombro, menor que el mío. ¿Alguna de sus historias sería verdad? Empecé a pensar que a lo mejor eran ciertas.

    Me apeé del trineo sujetando el arpón. De momento no sacaría el cuchillo de su funda ni me descolgaría el arco y la aljaba. Acaricié a los perros, los tranquilicé mirando de refilón lo que me rodeaba. Kesuk se posicionó a mi lado desafiante, sin soltar su tabla, pegando un golpe en el suelo con el extremo plano de la lanza, como explicando: ¡Aquí estoy!

    ¡Un prodigio de chavala!

    La mujer del trono parecía una elfa de los cuentos que me leía mi madre. Aparentaba treinta y cinco años y podría tener cien según los cuentos. Conforme las narraciones, los elfos se conservaban jóvenes. Era muy guapa y tenía ojos verdes, piel color de la plata, pómulos suaves, nariz respingona, barbilla afilada, orejas terminadas en punta, un largo pelo plateado y un cuerpo de modelo que irradiaba calor, lo mismo que el traje de mi amiga, lo que me extrañó. Alcanzaba el uno setenta y cinco de altura. Vestía una túnica verde con un tulipán blanco bordado en el pecho izquierdo, un cinturón de cuero con esmeraldas del que colgaba una funda con su espada, y calzaba zapatillas bailarinas. A los pies del trono había un escudo. Tenía en la cabeza una corona de plata simple, bonita. Eso, más el trono de plata, me indicaba que era una reina, una reina de los elfos.

    Transmitía paz.

    Pero yo no me fiaba.

    El gigante que había apresado a mis padres se situaba a la derecha del trono. Su aspecto resultaba amenazante y vestía pantalones cortos. Contaba con dos ojos del color de la piedra, nariz, boca, cabeza sin pelos, cuello de búfalo y un cuerpo algo entrado en carnes, de piel similar a la del rinoceronte, de color beis, como la arena, aunque más dura, resistente a las cuchilladas. Estaba un tanto encorvado y tenía un zurrón, una especie de bolso de cuero con flecos. En vez de intentar asustarme, me observaba con pena, con vergüenza. Algo no encajaba, quizás no había secuestrado a mis padres.

    Otra sorpresa. La mariposa que descansaba en el hombro del gigante podía ser un hada, tal vez un hada guerrera. Tenía un cuerpo de treinta centímetros de largo, cubierto con un vestido de metal dorado y liviano que realzaba su cuerpo, exacto al de una humana. Una belleza de ojos color de almendra. Llevaba el pelo corto y negro, como engominado. En los extremos de la frente le nacían antenas cortas acabadas en dos pequeñas bolas. Blandía un pequeño tridente y un escudo. Coloreaban sus alas de mariposa un morado claro con rayas verticales rosas.

    La sala era redonda, la cámara de la reina mediría cien metros cuadrados. Había una serie de columnas de plata que terminaban en una bóveda de cristal; estaban labradas con figuras de flores. Cerca de la pared, que era circular, de ladrillos de plata hasta la mitad, donde empezaba la bóveda de cristal, había estatuas que componían otro círculo, reyes y reinas de una antigua familia, de una dinastía, supuse. Veía una mesa con papeles y mapas, otra mesa de comedor y un arcón. El suelo parecía un tablero de ajedrez, aunque redondo. Las baldosas blancas eran de plata y las negras de azabache. A lo lejos lucían dos soles gemelos, parecidos a los de la Tierra. Inundaban la sala de luz. La idea de estar en otro mundo me erizó el vello de los brazos.

    Kesuk me susurró:

    —Que no se note que estás asustado. Una muestra de flaqueza no nos conviene ahora.

    —Repites las palabras de mi padre cuando cazamos —repuse—. Y para tu información, no estoy asustado.

    —Es un hombre sabio, Smile. Aprende de él.

    —Pues vale, lo que tú digas.

    A veces mi amiga me irritaba con sus aires de superioridad, de los cuales se arrepentía enseguida. Empecé a pensar en cómo encontrar a mis padres y, lo más complicado, en cómo volver a la Tierra; siempre que estuviésemos en un planeta diferente, claro.

    Nos acercamos al trono de plata con el arpón y la lanza por delante, a modo de defensa. La elfa habló con una voz delicada, como de seda:

    —Bienvenido, Smile. ¿Quién es tu amiga?

    —Tengo voz, me llamo Kesuk —replicó ella, malhumorada.

    —¿Bienvenido adónde? ¿El gigante ha secuestrado a mis padres? ¿Cómo sabéis mi nombre?

    El gigante respondió con voz apenada, profunda:

    —Tus padres y nosotros somos buenos amigos, por eso te conocemos. Les fui a buscar. Cuando nos estábamos deslizando en el túnel, alguien o algo me golpeó en la cabeza y me abrió una brecha. No me dio tiempo a verla. Debía de ser una criatura muy fuerte. Hay pocas criaturas más fuertes que un gigante. Me llamo Karku, líder de los gigantes.

    —Yo soy Magüa, jefa de las hadas de las cuevas —dijo el hada parecida a una mariposa, con voz apacible.

    La elfa añadió:

    —Me llamo Urina, de la dinastía Tador. Estáis en mi palacio, Ciencielos, en la cámara regia. Ciencielos es el centro de Umbral, la capital del reino. El reino de Júbilo, el de los elfos plateados. Yo soy la reina. Antes lo fue mi hermana Casilda.

    Dije con una sonrisa:

    —No has contestado a lo de mis padres.

    —Antes debemos vestirte adecuadamente e informarte sobre nuestro reino. ¿Qué sabes de tus padres, Smile?

    —Que esconden algún secreto.

    —Una noticia vieja —dijo Kesuk en tono de broma.

    Lo conocía porque mi padre se lo habría comentado. O no.

    —Sois un poco insolentes —dijo el gigante Karku.

    —Solo estamos empezando —contesté con un sonido similar al de mi amiga.

    Kesuk me sonrió.

    ¡Me encantaba aquella sonrisa!

    Los demás pasaron de nuestros comentarios. La reina Urina se levantó y sacó de detrás del trono una bolsa y se acercó. Caminaba con gracilidad, como una bailarina. Los perros, según se aproximaba, le ladraban más y más con la intención de defenderme. Se agachó, les acarició detrás de las orejas y se calmaron. La reina élfica les agradaba. Me tendió la bolsa con la ropa. De cerca, el calor que desprendía la reina Urina me envolvía. Inspiraba confianza, al igual que el gigante Karku y el hada Magüa. No creía que me engañasen sobre mis padres. Les haría caso, al menos por el momento. Me cambié detrás de una columna y salí.

    El hada Magüa voló a mi alrededor y dijo:

    —Estás perfecto, Smile. Tan perfecto como la sabiduría de la Naturaleza.

    Vestía camiseta negra, chaqueta negra con cremallera, cruzada, de motorista, botas negras de motorista. De mi cinturón colgaba mi vaina o funda del cuchillo de cuero, de color negro, cuando antes era marrón. A la espalda había aparecido una funda de cuero negro donde introduje mi arpón, en el lado izquierdo. Y la aljaba de las flechas también era negra… aunque las flechas habían desaparecido. El arco, sin embargo, permanecía igual. No me faltaba la chica guapa de las pelis, venía conmigo.

    Me estaba empezando a mosquear. Muchísimo.

    —¿De qué vais? —interrogó mi amiga.

    —Todo a su tiempo, pequeña —dijo el hada intentando rebajar la tensión.

    —Ni pequeña ni nada.

    —Te estás excediendo —dijo muy seria la reina.

    Kesuk no respondió. Súbitamente, saltó hacia delante girando en círculos con la lanza en la mano. Luego, apuntó a la reina, que saltó del trono y apartó el arma de mi amiga con su espada. Kesuk, dando una voltereta en el aire, cayó de pie y le lanzó una patada de artes marciales a la reina. ¿Dónde diablos las habría aprendido? La reina la detuvo con el codo. El traje de mi amiga se cargó de energía y le propinó un puñetazo de kung fu que la elfa detuvo con su escudo, aunque la fuerza arrastró sus pies medio metro hacia atrás. Luego, mi amiga viró

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