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La metamorfosis infinita
La metamorfosis infinita
La metamorfosis infinita
Libro electrónico356 páginas8 horas

La metamorfosis infinita

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Se llama Alegría. Tiene diecinueve años y toda la vida por delante. Esta noche ha quedado para salir con sus compañeras de academia. Se viste frente al espejo con la camiseta extragrande que deja al descubierto su hombro, mostrando el tatuaje de su mariposa favorita. En la cocina, se despide de su madre. Viven solas en un apartamento de la periferia, el primer hogar que han logrado construir tras un pasado marcado por la violencia. Ahora, después de muchos años, por fin están en paz. Lo que ninguna de las dos sabe es que el beso con el que se despiden en la cocina es el último que van a darse.
Volviendo a casa de madrugada, Alegría se encuentra con un grupo de hombres en un callejón. Un supuesto coqueteo escala hasta la agresión. En el hospital, la madre de Alegría tan solo llega a tiempo de escuchar el sonido más terrible al que puede enfrentarse una madre: el último latido del corazón de su hija.
La muerte de Alegría sacude a un país indignado con el asesinato de otra mujer. Masivas manifestaciones piden una pena ejemplar para los Descamisados, apodo con el que la prensa ha bautizado al grupo de agresores. Pero el juicio culmina con una injusta sentencia.
Esta vez, la madre de Alegría no va a agachar la cabeza frente a la violencia. Otra vez no. Sola, planea una venganza contra los asesinos, inspirada en el fenómeno natural que tanto fascinaba a su hija: la metamorfosis de las mariposas. Para llevarla a cabo, necesitará ayuda. Y la encontrará en un grupo de desconocidos con los que mantiene un vínculo tan inesperado como asombroso.
Paul Pen cuenta en su quinta novela la historia más desgarradora de toda su bibliografía. Sin dejar de lado la tensión habitual en sus tramas, el autor profundiza en el retrato emocional de unos personajes que conquistarán el corazón del lector para después destrozarlo. Y volver a reconstruirlo. Quienes hayan leído a Paul Pen volverán a experimentar en La metamorfosis infinita el duradero impacto emocional que provocan sus historias. Quienes lo lean por primera vez descubrirán la absorbente voz y el peculiar universo de un autor español de éxito internacional cuya trayectoria empieza a rebelarse contras las etiquetas.
"Una historia de amor y venganza protagonizada por una madre coraje inmensa."
Alejandro Palomas
"Esta historia te atrapa desde su cautivador arranque y no te suelta hasta su trepidante final".
Sónsoles Ónega
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 feb 2022
ISBN9788491397540

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    La metamorfosis infinita - Paul Pen

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    La metamorfosis infinita. Anatomía de una venganza

    © Paul Pen, 2022

    Representado por la Agencia Literaria Dos Passos

    © 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: Lookatcia

    Artista imagen de cubierta: Samuel de Sagas

    I.S.B.N.: 978-84-9139-754-0

    Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Parte I. Lo más bonito de las mariposas

    Parte II. El reencuentro

    Aire

    Luz

    Vida

    Hiel

    Pío

    Parte III. La labor de un corazón

    Parte IV. Actias alegria

    Para mi hija Alegría:

    Tu muerte no fue un final, sino el inicio de una bella metamorfosis.

    Para mis otros hijos, a los que conocí gracias a ti:

    Aire, Luz, Vida y Pío.

    Parte I

    Lo más bonito de las mariposas

    No voy a empezar esta historia contando cómo mataron a mi hija. Ni voy a limitarme a contar lo relativo a mi venganza. Aunque sé que es lo que ahora interesa a todo el mundo, para mí, esa historia de venganza es mucho menos importante que la historia de mi hija. Si todos los libros que leí en mi vida han enseñado a esta mujer que no acabó sus estudios de secundaria hasta los treinta a juntar palabras con cierta armonía, y si al leer estas palabras alguien siente que ha conocido, no a mí ni a mi venganza, sino a mi hija Alegría, entonces leer, estudiar y decidirme a escribir este libro habrán sido decisiones acertadas. Porque el público, los medios, lo que quieren saber ahora es dónde conseguí el arma, cómo planeé matarlos. Me preguntan si era necesario hacerlo delante de tanta gente, si realmente me provoca algún alivio saber que han muerto. Si ha merecido la pena. Se cuestiona qué sería del mundo si otras personas me tomaran como ejemplo, qué pasaría si la sociedad al completo empezara a corromper la justicia recurriendo a violentos correctivos ajenos al sistema. Algunos, los más retorcidos, me preguntan por el olor de la sangre, por el fragor de la estampida. Seguramente acabe respondiendo a todas esas preguntas en estas páginas, pero no pienso empezar por ahí. Porque me niego a que la vida de mi niña quede reducida a mi venganza. O a su muerte, a su asesinato, a lo más horrible que le pasó nunca. Eso es lo peor que se le puede hacer a una víctima, reducirla a algo que nada tiene que ver con ella. Mi hija no fue un cuerpo abandonado en un callejón, por mucho que así la describieran tantas palabras escritas sobre ella. Tantas noticias, tantas imágenes recordándome día tras día, año tras año, que mi hija fue un cuerpo abandonado en un callejón.

    Pero mi hija no fue eso. Mi hija fue los mejores diecinueve años de mi vida. Mi hija fue la mariposa más bonita que haya existido nunca. Y eso que, como ella misma me enseñó, existen mariposas en este mundo con tantos colores que ni siquiera tenemos palabras para describirlos. Mi hija fue la dueña de unos hoyuelos que sigo echando de menos cada día, los que aparecieron en sus mejillas la primera vez que me dijo su nombre. Mi hija fue una manita buscando la mía bajo la colcha cuando seguía teniendo pesadillas con lo que nos hizo su padre, fue la dueña de los mechoncitos puntiagudos que formaban sus pestañas mojadas después de llorar. Fue también la niña de la que se enamoró este país gracias al fenómeno viral del vídeo en el que aparecía bailando como Shakira, con cuatro años, mientras comía patatas fritas sobre la barra del Burger King en el que yo trabajaba por aquel entonces. Morirse fue lo menos importante que mi hija hizo en su vida, aun cuando su muerte transformó la vida de tantas personas.

    Se supone que somos las madres las que enseñamos a vivir a nuestras hijas, pero a mí fue Alegría la que me enseñó el mundo. La que me hizo verlo de una manera que jamás hubiera imaginado, tan lleno de cambio, de posibilidades, de renacimiento. La que me hizo entender la vida como una constante e interminable transformación. Mi hija solía contar que entendió lo que era la belleza la primera vez que vio emerger una polilla del capullo en el que había entrado un gusano de seda. Lo vio ocurrir en una simple caja de zapatos en la que yo había metido cuatro gusanos que me había regalado una de sus tías del centro de acogida, pero Alegría aseguraba que ser testigo de aquella metamorfosis a quien transformó de verdad fue a ella.

    Así era mi hija, capaz de identificar la belleza aunque se manifestara dentro de una vieja caja de cartón. Esa tarde, mientras ella observaba fascinada el milagro de la metamorfosis, señalándome con su dedito la mariposa blanca que extendía sus alas en una esquina de la caja, yo le dije que el verdadero milagro de mi vida era ella. Y, al besar su manita, noté el sabor de las moras que había comido, cogidas del mismo árbol del que arrancábamos las hojas para alimentar a los gusanos, como si ella también fuera una oruga destinada a convertirse en mariposa. Algo que, de alguna manera, acabó haciendo. Y que supone el único final feliz que puedo encontrarle a esta historia que no lo tiene.

    * * *

    Alegría fue un milagro desde su nacimiento. Es más, desde su concepción, porque me quedé embarazada de ella incluso tomando la píldora. De alguna manera, ella decidió que tenía que existir y ninguna barrera o tratamiento hormonal iba a impedírselo. Al segundo mes de falta, comprobé con una prueba rápida de farmacia lo que supuestamente era imposible que ocurriera. Antes de decirle nada al padre, esperé a que un análisis de sangre y una ecografía confirmaran lo imposible. Para mí fue una sorpresa. Para mi ginecóloga, una rara excepción. Y para el padre de Alegría, una tragedia. La responsabilidad del embarazo, además, recayó en mí, porque el padre sospechó que yo me había olvidado de tomar la pastilla o que, incluso, la había dejado de tomar a propósito, para engañarle. El mismo día en el que se enteró de la noticia, fue cuando el muy cerdo —a quien voy a referirme como Cerdo a partir de ahora—, me retorció la muñeca por primera vez con sus dedos manchados del hollín del taller. Sus manos eran grandes, el dorso y los dedos cubiertos de vello negro hasta los nudillos. También fue la primera vez que me pidió que me deshiciera del bebé, gritando que no estábamos preparados para traer un crío al mundo. Amenazó con dejarme si seguía adelante con el embarazo, amenazó con dejarme cuando Alegría nació y siguió amenazando con dejarme cada día de la vida de nuestra hija. Yo por aquel entonces era tonta, tenía que serlo, porque aún pensaba que me quería. A su manera. Sobre todo cuando me pedía perdón y me besaba los moretones que él mismo me había provocado. Yo estaba o muy enamorada o muy sola, una de dos. Escapé de casa con catorce años y viví en la calle durante otros tres, hasta que conocí a Cerdo y me acogió en la nave donde dormía, compartida por vagabundos, camellos y drogadictos. Para mí, que él me ofreciera cobijo fue una de las mayores muestras de amor que había recibido en la vida, por eso todo lo que me hizo luego —incluso cuando me dislocaba algún hueso, el hombro se me desencajaba fácilmente— acababa perdonándoselo. Tampoco nadie me había dicho nunca que quería vivir en mi boca, y él me lo dijo al amanecer de la primera noche que pasamos juntos. Lo hizo con sus labios pegados a los míos, nuestros alientos excitados mezclándose al hablar:

    «Quiero vivir en tu boca».

    Y yo, como una idiota, caí rendida. Hizo otras cosas buenas por mí, como convencerme de que tener un empleo —y no andar pidiendo limosnas o robando carteras— era necesario para vivir dignamente. Él lo había aprendido cuando entró a trabajar a media jornada en el taller de un conocido. Decía que el trabajo le había enseñado lo que significa ser una persona decente, aunque después descubrí que en otros asuntos la decencia no le preocupaba tanto. A base de insistir, me convenció para pedir trabajo en un Burger King del barrio. Allí, el día de la entrevista, una encargada me miró de arriba abajo, haciéndome sentir con su mirada más flaca de lo que ya era, más fea de lo que ya me consideraba, y menos válida de lo que ya me hicieron sentir mis padres. Yo me limité a sonreír a la encargada, como si conseguir aquel puesto para juntar panes con carne y lechuga dependiera de caerle bien o no. Y debí de caerle bien porque me dio el empleo. O quizá se lo hubiera dado a cualquiera.

    Teniendo dos sueldos a compartir, Cerdo y yo decidimos alquilar algo donde pudiéramos vivir a solas sin que ningún colgado nos vomitara de madrugada mientras dormíamos —algo que nos sucedió dos veces en la nave—. Tras una búsqueda rápida de piso, nos quedamos con el alquiler más barato que encontramos, un cuchitril con más cucarachas que ventanas. En un colchón en el suelo de ese piso fue donde concebimos a Alegría sin esperarlo. Y también fue en ese piso, en todas sus esquinas, donde Cerdo amenazó tantas veces con dejarme. Al final tardó cuatro años en cumplir sus amenazas, nos abandonó una noche en la que mi hija volvió a convertirse en un milagro, porque fue ella la responsable de que yo milagrosamente salvara la vida.

    Esa madrugada, Cerdo llegó borracho del bar y entró en casa repitiendo por millonésima vez que él nunca quiso tener un hijo, que yo le engañé, que esta no era su vida, que debí haber abortado, que todo era una estrategia mía para atraparlo. Cada acusación fue seguida de un puñetazo a una puerta, una patada a la pared o la explosión de algún vaso. Aquel cuchitril se recorría en tres zancadas, así que al inicio de una frase Cerdo se encontraba en la cocina rompiendo un plato y al final de esa misma frase ya estaba en el dormitorio, agarrando mi tobillo bajo la sábana para tirarme al suelo desde la cama. Después derribó la columna de libros que yo siempre formaba en mi mesilla —leer era la manera en que, desde pequeña, aprendí a escapar de la realidad—. Comenzó a lanzármelos uno a uno, sin detenerse, aunque yo le gritara que dolía de verdad, que me había dado en el ojo con la esquina de una cubierta dura, o que no podía respirar del miedo. Mientras me los lanzaba, Cerdo preguntaba si por leer me creía más lista que él, si era de esas páginas de donde había sacado la idea de engañarlo haciéndole creer que no iba a quedarme embarazada. Que no soportaba la forma en que esos libros me hacían hablar, usando palabras raras, frases largas, que a quién pretendía engañar creyéndome una mujer educada cuando no lo era. Que solo era una mentirosa. Una imbécil a la que ni siquiera sus padres querían. Que solo él me quería y mira cómo se lo pagaba yo, con engaños, mentiras, niños sorpresa. El lomo de uno de los libros más gordos abrió un agujero en una pared, la que daba a una despensa reconvertida en dormitorio en la que dormía Alegría. Esos frágiles tabiques permitieron seguro que los vecinos escucharan todo lo que estaba pasando, y cómo la niña rompía a llorar, pero ninguno de ellos llamó a nadie —en el edificio vivíamos un hatajo de parias que procurábamos no meternos en los problemas de los demás, bastante teníamos ya con los nuestros—.

    Aunque traté de calmar a Alegría diciéndole a través del agujero en la pared que no pasaba nada, que siguiera durmiendo, que papá estaba un poco enfadado, pero que ahora se metería en la cama conmigo y mañana desayunaríamos galletas los tres juntos, la niña vino a la habitación. Llegó justo cuando Cerdo me agarraba del pelo y me arrastraba al baño. Después me metió la cabeza en el retrete y tiró de la cadena tantas veces como tuvo paciencia. Me atraganté en el agua, que también me taponó los oídos. Alegría trató de detener a su padre, le dio inútiles puñetazos que se estrellaron contra sus piernas, hasta que Cerdo se la quitó de encima y la llevó de vuelta a la despensa. La dejó encerrada allí, poniendo una silla bajo el picaporte.

    Cuando regresó a por mí, yo había huido del baño al salón. Allí usé como arma un ventilador de pie al que le faltaba la malla protectora. Al embestir a Cerdo con el ventilador, las aspas que giraban, afiladas como cuchillas, le abrieron un corte profundo en la mejilla. Tras limpiarse con el brazo la sangre que brotó de su herida, me gritó que me preparara, que iba a enredarme el pelo en las aspas hasta que me arrancara el cuero cabelludo. Que yo podía estar muy orgullosa de esa melena que me llegaba hasta la cintura, pero que a él le parecía un montón de asqueroso pelo negro. El aparato me sirvió de eficaz escudo hasta que cometí el error de alejarme demasiado, estirando el cable hasta que se desenchufó. En cuanto el ventilador se detuvo, Cerdo saltó a por mí y me llevó de vuelta al baño, gritando que le había desgraciado la cara, que tenía que pagar por ello. Atascó el váter con una esponja y una piedra pómez que encontró en la ducha. Comprobó que, al tirar de la cadena, el agua ya no corría, tan solo se llenaba la taza. Entonces bajó la cremallera de su bragueta y vació su vejiga, salpicándome las piernas con la espuma de su orina y llenando el baño de un olor a pis alcohólico que me hizo toser. Ese mismo pis lo acabé tragando cuando me metió de nuevo la cabeza en la taza, esta vez sin ánimo de dejarme sacarla. Mientras me ahogaba, tiró varias veces de la cadena hasta que el agua se desbordó, empujando mi cara contra la cerámica. Golpeé mis rodillas contra el suelo a modo de súplica para que me dejara respirar. Agité las manos contra todo lo que me quedaba al alcance —papelera, mampara de la ducha, escobilla, un rollo de papel— buscando algo con lo que defenderme, pero resultó inútil. Aquellas enormes manos llenas de vello me tenían sometida a su fuerza, completamente a su merced. Y su voluntad fue mantenerme debajo del agua y del pis hasta que me sentí morir. La última imagen que vi antes de creer que me despedía del mundo fue la carita de Alegría arrugada contra mi pecho el día que la di a luz.

    Cerdo desapareció del piso sin más. Sin preocuparse por lo que pudiera pasarme dejándome como me dejó. O quizá deseando que pasara. Fue Alegría quien, con sus propias manos —las mismas que años después me sabrían a mora—, empezó a romper la pared de aquella despensa que usábamos como improvisado dormitorio para ella. A partir del agujero que había abierto el libro lanzado por Cerdo, pudo ir desbaratando una pared que en realidad era un falso tabique de cartón y yeso levantado por el dueño de la propiedad para inventarle estancias a un cuchitril. Tras abrir con sus manitas un hueco lo suficientemente grande, Alegría se coló, como se colaba en los tubos del parque de juegos del Burger King, en el dormitorio contiguo. Desde allí fue a buscarme al baño y me encontró con la cabeza aún metida en el retrete. Años después, ella diría no recordar nada de todo aquello, incluso me acusaba en broma de estar inventando la historia para hacerla sentir como una heroína, pero ninguna madre debería necesitar contarle un cuento tan horrible a su niña. Alegría tiró de mi pelo empapado hasta conseguir sacarme la cabeza de la taza, momento en que mi cuerpo se venció hacia atrás, dejándome desplomada en el suelo, pero proporcionándome al menos la posibilidad de respirar. Y no fue eso lo único que hizo Alegría. A sus cuatro años, pensó también en buscar mi teléfono móvil. Fue tan lista de desbloquearlo usando mi contraseña. Ella solita presionó el número de emergencia y explicó a la operadora que su madre estaba inconsciente, consiguiendo que viniera la ayuda que finalmente me salvó la vida. Sin la reanimación que me practicaron allí mismo, en el suelo del baño y fuera de todo plazo recomendado, yo no estaría hoy escribiendo esto.

    A veces me pregunto si salvar la vida esa noche mereció la pena para acabar sufriendo mucho más cuando a la que mataron fue a ella. El dolor de lo que hicieron a mi hija acabó con mi vida de una forma mucho más dolorosa de lo que supuso ahogarme en el pis de Cerdo. En ocasiones pienso que, a mis cuarenta y nueve años, yo he vivido solo diecinueve, los mismos que vivió mi hija. Primero, porque su nacimiento quitó valor a todos los años que hubo antes de ella, ni siquiera entiendo qué sentido tenía vivir en un mundo en el que Alegría no había nacido, quién era yo en ese entonces. Y después, porque su muerte ha quitado valor a todos los años que han venido detrás. Durante meses tras su asesinato, cuando por fin conseguía dormir alguna hora suelta gracias a alguna pastilla, siempre soñaba con la manita caliente de Alegría buscando la mía bajo la colcha. Solía despertar justo antes de que ella por fin me agarrara, como si ni siquiera en sueños se me pudiera conceder el deseo de volver a tocar a mi niña. Una noche del primer invierno sin ella, creí que no podría soportarlo más. Desperté apretando el puño en el aire, como siempre agarrando la nada que dejaba la mano de Alegría al desvanecerse en el sueño. La sensación de pérdida fue tan demoledora, tan devastadora la añoranza de algo imposible de recuperar, que supe que, si volvía a sentirla en otro despertar, no superaría ese invierno. Moriría de pena allí mismo, en la cama, o acabaría ahorcándome con las sábanas o lanzándome por el balcón. Bajé de la cama tan triste como para buscar alivio en las medidas más desesperadas. Me dirigí al fregadero. De debajo, cogí un guante de goma y lo llené de agua caliente, cerrándolo con un nudo. Después lo metí en otro guante, uno de lana que Alegría usó durante sus últimos años. Todavía olía a ella. Volví a la cama y entrelacé los dedos con aquella cosa en el intento desesperado de luchar contra el vacío que me mataba por dentro.

    Después del incidente del váter, mi hija y yo no volvimos a vivir en el cuchitril que compartíamos con Cerdo. Aquella agresión tan salvaje cambió algo en mí para siempre, decidí que jamás permitiría que ningún hombre volviera a ponerme ni un solo dedo encima, ni una sola vez. A Cerdo se lo permití desde el principio, porque comenzaron como pequeñas faltas de respeto que no parecían tan graves. A las primeras agresiones físicas también les busqué enfermizas justificaciones. Pero que te ahoguen en un váter es una lección definitiva para aprender que la violencia tiende a escalar y que es mejor cortarla de raíz. La médico y el enfermero que me salvaron la vida en el baño ya me preguntaron si pensaba denunciar al agresor. Después, me instaron a hacerlo todas las mujeres del centro de acogida al que nos derivaron. Pero lo que terminó de convencerme fue ver el bracito herido de Alegría mientras le ponía el pijama unas noches después —se le había amoratado, casi ennegrecido, por la fuerza con la que Cerdo se la había arrancado de las piernas antes de llevársela a la despensa—, y el desconcierto que anidó en su rostro al no entender por qué papá le había hecho eso a mamá y por qué éramos nosotras las que nos quedábamos sin casa. También me confesó que le daba mucho miedo que papá volviera a por ella, que la encerrara en la despensa otra vez o la ahogara en el baño como a mamá. Esa noche, tumbadas en la cama de aquel piso de acogida, las cabezas en la almohada y mirándonos de frente bajo la manta con la que nos cubríamos cada vez que queríamos hablar en secreto, posé dos dedos en el pijamita de mi hija a la altura de su corazón, sintiéndolo latir bajo mis yemas, y le hice una promesa:

    «Nunca permitiré que nadie vuelva a hacerte daño».

    Fue al día siguiente de aquella promesa cuando denuncié por primera vez a Cerdo. Lo que no previmos es que él también desaparecería. No volvió nunca al cuchitril y no respondió a ninguna de sus citaciones judiciales. Llegó a estar en búsqueda y captura, pero a las autoridades les resultó imposible dar con él, o quizá no se esforzaron tanto. Fue necesario que muriera otra mujer, otra pareja de Cerdo, para encontrarlo.

    Esa nueva novia corrió peor suerte que yo, pero también supo pelear mejor: defendiéndose con un cuchillo, logró herir tanto a Cerdo que el muy idiota no pudo ni escapar de la escena del crimen. Lo detuvieron allí mismo, junto al cadáver de esa víctima que murió peleando. Que murió matando, mejor dicho, porque Cerdo tampoco sobrevivió a sus heridas. Lo ocurrido con esa mujer a la que nunca conocí acabó marcando mi vida más de lo que fui consciente en ese momento. Primero, porque me enseñó que, a veces, la única manera de responder a la violencia es con violencia —a lo mejor nos hemos pasado de la raya con tanta educación, tanto control, tanta vanagloria del perdón y de la caridad, condenando por defecto lo que no deja de ser una básica norma de supervivencia: matar al que te mata, o al que quiere hacerlo—. Y segundo, porque la muerte de esa otra mujer inocente ha pesado en mi conciencia desde entonces. Mi cobardía, mi falta de acción durante tantos años, concedió a Cerdo la libertad necesaria para acabar matando a otra mujer que lo merecía tan poco como yo. Por el contrario, la valentía que esa víctima sí mostró, la forma de defenderse con la misma agresividad con la que la atacaron, no logró salvar su propia vida, pero sí salvó la de otro montón de mujeres a las que Cerdo ya nunca tendría acceso. En varios artículos que se escribieron sobre el suceso y en programas matinales de televisión, se repitió la opinión de que Cerdo había burlado al sistema judicial de este país, muriendo a manos de su víctima antes de poder ser juzgado por ese asesinato y por maltratos anteriores como el mío. Pero yo me pregunto, ¿acaso existe sentencia más justa para un asesino que la que decide imponerle su víctima? A mí ese supuesto sistema judicial que imparte justicia me falló por completo. Nos ha fallado a mucha gente. Todas las víctimas de todos los asesinos que han existido en la historia de la humanidad seguirían vivas si se hubieran defendido matándolos. Ojalá Alegría pudiera haberse defendido como se defendió esa mujer que acuchilló a Cerdo, y ojalá los cinco salvajes que mataron a mi hija hubieran acabado muertos en el mismo callejón que ella.

    * * *

    A veces un nudo de ansiedad me ahoga en el pecho cuando siento que estoy olvidando a mi niña. Que ya no recuerdo su rostro feliz, sus labios rosa pálido enmarcando la blanca amplitud de su sonrisa. O los dos colmillos superiores ligeramente torcidos. O sus hoyuelos. O la melena rubia de la que tan orgullosa estuvo desde los cuatro años, tras pedirme por favor que no le volviera a cortar el pelo. De pequeña le encantaba hacerse dos coletas a los lados, ya de mayor lo llevaba casi siempre suelto, con la raya en medio. A los quince, probó a teñírselo de negro para parecerse más a mí, con dieciséis le dio por llevarlo azul y, tras unos meses verdes que nunca me gustaron, regresó finalmente a su rubio natural. Así es como aparece en el último retrato suyo que me regaló, una foto en blanco y negro que tenía enmarcada en el salón.

    Eran muchos los recuerdos de Alegría a los que recurría cuando sentía que la rabia me iba a consumir. Las mariposas eran el alivio más inmediato. Me ponía en el ordenador documentales sobre su metamorfosis o releía los libros sobre lepidópteros —así las llamaba ella a veces— que fue acumulando en sus estanterías. Lo que Alegría presenció de pequeña con los gusanos de seda realmente la dejó marcada, y su fascinación por esos insectos creció hasta convertirse en su principal afición. Por Internet compraba huevos de una u otra especie de mariposa y ansiosa esperaba a verlos eclosionar en casa. Después alimentaba a las orugas semana tras semana, fascinada con su crecimiento. Cada especie necesitaba comer un tipo de planta diferente, y también las orugas de cada especie eran diferentes, así que en primavera me llenaba la casa de floreros con ramas de aligustre habitadas por enormes orugas amarillas con rayas azules y un rabito al final —de estas yo decía que parecía que iban en pijama—, y en verano los cambiaba por tallos de hinojo que devoraban unas orugas verdes con puntitos naranjas. Alegría conocía el nombre científico de las decenas de especies diferentes que acabó criando en casa, sabía que las amarillas eran Acherontia atropos y las verdes Papilio machaon. Para mí, eran todo gusanos que se transformaban en mariposas. «Y polillas», me recordaba siempre Alegría. A ella le gustaban especialmente las polillas. O mariposas nocturnas, como prefería llamarlas. Porque las que le gustaban a ella no eran las polillas pequeñas que se comen la ropa en los armarios, sino especies enormes de exóticos colores y apariencias, poco conocidas por la gente no aficionada. Su favorita era la familia de los satúrnidos —con ejemplares grandes como cometas—, pero le atraían todas las especies nocturnas, le resultaba fascinante la idea de una mariposa volando en la oscuridad, guiada por la luz de la luna.

    Año tras año, mantuvo por la metamorfosis la misma fascinación que demostró la primera vez que asistió a ella en la caja de cartón del piso de acogida. Cuando las orugas completaban su ciclo vital y salían de sus crisálidas convertidas en mariposa, Alegría me las traía para enseñármelas, para que compartiéramos lo que a ella no dejaba de parecerle un milagro. Con la boca abierta me explicaba que aquellas orugas a las que yo veía vestidas en pijama se habían convertido en estas polillas oscuras que parecían tener una calavera dibujada en el tórax. Y que las preciosas orugas verdes del verano ahora eran estas espectaculares mariposas amarillas con colas como de golondrina y unos diseños en las alas que parecían trazados por un artista. Entre confundida y conmovida, Alegría me preguntaba una y otra vez cómo era posible, cómo dentro de una crisálida podían reorganizarse los tejidos de una oruga rechoncha y terrestre para crear una criatura voladora, tan bella y tan diferente. Ella sabía la respuesta científica —venía explicada en los libros de su estantería—, pero Alegría prefería dejarse asombrar por el prodigio, instándome sin cesar a maravillarme con ella. Decía que no existen en el mundo seres tan variados y de tanta belleza como las mariposas, pero para mí lo más bonito de las mariposas será siempre la manera en que mi hija las miraba. Después tenía que mirarlas yo sola, experimentando cierto alivio a mi ansiedad mientras veía un documental sobre satúrnidos o cuando pasaba las páginas de los viejos libros de Alegría —aunque terminara llorando cada vez que aparecía la foto de una oruga amarilla con su pijamita de rayas—.

    También seguía mirando el vídeo viral de Alegría de niña, que aún estaba en todas las plataformas. Se hicieron incluso remixes. Eran treinta segundos que grabé con el móvil una tarde al final de mi jornada en la hamburguesería. Cuando acababa el turno, solía regalarle a ella unas patatas fritas, de las pequeñas, a las dos nos encantaban con kétchup y mucha sal. Era la recompensa con la que la premiaba por haberme esperado pacientemente en el coche, o escondida en el almacén. Ese día ella estaba subida al mostrador mirando cómo cerraba la caja. Las de la tarde eran las horas más tranquilas en el establecimiento, apenas había jefes o clientes que nos pudieran llamar la atención, así que los trabajadores podíamos hacer cosas como freírnos unos aros de cebolla, o subir el volumen de la música y bailar en la cocina con coronas de papel en la cabeza. Alegría estaba comiendo sus patatas sobre el mostrador cuando uno de mis compañeros hizo precisamente eso, subir el volumen del hilo musical en el que sonaba una canción de Shakira. Entonces mi hija empezó a bailar moviendo las caderas como habría visto hacer a la propia Shakira en el videoclip. La imagen resultó tan cómica, tan encantadora, que tuve que grabarla con el móvil.

    En el vídeo, Alegría movía la cintura como si de verdad estuviera replicando los movimientos de la cantante, su cara mostrando un regocijo tal que miles de comentarios repetirían después que lo mejor de las imágenes era las ganas que daban de regresar a una edad en la que los placeres se disfrutaban con tanto abandono. Para colmo, Alegría se las ingeniaba para comer una patata sin dejar de bailar, potenciando aún más la sensación de puro disfrute. El vídeo culminaba con una sonrisa plena de la niña, mostrando un montón de dientes llenos de kétchup. También arrugaba la naricita como si fuera consciente de su travesura, los ojos cerrados entregada a su particular éxtasis. Al terminar de grabarlo, se me ocurrió subirlo a la única red social que yo usaba, pensando que solo lo verían los veinte conocidos que tenía en ella. Pero una de las antiguas compañeras del piso de acogida lo volvió a compartir iniciando un fenómeno viral que acabó llevando el vídeo incluso a la televisión. Cuando mi encargada lo vio en un programa de entretenimiento, me comunicó que iba a tener que despedirme por hacer un uso inadecuado de las instalaciones del restaurante al haber permitido subir a mi hija al mostrador, con el agravante de haber tenido la osadía de compartir públicamente las imágenes. Pero al día siguiente, cuando el vídeo alcanzó millones visitas con el título de La niña de Burger King, algún jefe superior de la empresa decidió indultarme a cambio de la promoción gratuita que la viralidad de mi hija estaba proporcionando a la cadena,

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