La casa del río
Por Hannah Richell
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Margot no puede evitar recordar lo que le sucedió hace tiempo. El olor a sidra, a manzanas descomponiéndose, el tacto del papel en su cara, una mano que presiona su piel, las risas al lado del río, el barro negro manchando su cuerpo dolorido, sus manos ensangrentadas. Windfalls. Y esa voz, resonando en su cabeza: «¿Qué has hecho? ¿Qué demonios has hecho?» ¿Se puede curar alguna vez una herida del pasado que ha marcado toda tu vida?
Los Sorrell se han reunido para la boda de la hermana mediana, anunciada apenas un par de semanas antes, en Windfalls, su destartalada casa de Somerset, en la campiña inglesa, con sus exuberantes jardines que llegan hasta el río. Lucy, la novia, ha rogado a sus seres queridos que asistan, sin decirles que tiene una importante noticia que comunicarles una vez estén todos juntos. Su hermana pequeña, Margot, que se fue de casa después de una devastadora discusión con su madre, acepta a regañadientes, aunque la casa familiar es un lugar que solo le produce dolor. Mientras tanto, su hermana mayor, Eve, se ha lanzado en picado a ultimar todos los detalles de la boda, cualquier cosa para distraerse de cómo su propia vida se está desmoronando. Sus padres, Kit y Ted, artistas y divorciados desde hace mucho tiempo, se ven obligados a interpretar, de mala gana, el papel de alegres anfitriones.
Mientras la familia Sorrell se reúne para una semana de celebraciones y enfrentamientos, reviven dolorosos recuerdos del pasado y sus relaciones se tensan hasta rozar la ruptura.
«Hermosa y apasionante».
Libby Page, autora de Soñar bajo el agua
«Una novela cuyo punto fuerte son sus magníficos personajes y que fluye sin esfuerzo con una prosa descriptiva que dibuja cada escena emocional con sumo cuidado. Su habilidad para quitar las capas e ir revelando el crudo dolor que subyace en esta familia, tan complicada, es ejemplar».
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La casa del río - Hannah Richell
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La casa del río
Título original: The River Home
© Hannah Richell, 2020
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Originalmente publicada en Gran Bretaña en 2020 por Orion Books
© De la traducción del inglés, Celia Montolío Nicholson
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-18976-21-6
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Lunes
Martes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
El pasado 1986-1987
Capítulo 6
Miércoles
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
El pasado 2005
Capítulo 15
Jueves
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
El pasado 2009
Capítulo 19
Viernes
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
El pasado 2009
Capítulo 25
Sábado
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
El pasado 2009-2010
Capítulo 33
Domingo
Capítulo 34
Seis meses después
Capítulo 35
Capítulo 36
Agradecimientos
Créditos
Prólogo
Durante el sueño, los recuerdos afloran espontáneamente. Los árboles se alzan como sombras negras, indicando el camino a través del huerto de frutales. El ácido dulzor de las manzanas sube desde las altas hierbas, y el río, abajo, fluye silencioso.
En la oscuridad, tras los temblorosos párpados, recuerda el burbujeo fermentado de la sidra en la lengua, las bombillas danzando como luciérnagas sobre el embarcadero, las risas resonando sobre el agua. De nuevo, siente en el rostro el roce de los papeles, los dedos que se hincan en su piel, el denso barro negro pegado a sus manos cubiertas de sangre y arañazos, el lacerante dolor como de cristales rotos.
Sumida en la duermevela, los aromas, los sonidos y los colores de su pasado salen a la superficie, y todo lo que ha enterrado —los secretos, la oscuridad— vuelve a ella.
«¿Qué has hecho? ¿Se puede saber qué demonios has hecho?».
Es algo que aprendió hace años por las malas, y sabe que jamás habrá de olvidarlo: con el tiempo, hasta el fruto más dulce acaba cayendo a la tierra y pudriéndose. Por muy profundo que entierres el dolor, sus huesos subirán para perseguirte, como el aroma empalagoso de esas manzanas, como los ecos de una noche de verano, como el río que fluye implacable por su cauce.
Lunes
Espero que este siga siendo tu número. Te necesitamos en Windfalls. Se casa Lucy. Este sábado!! Sin comentarios. Llámame. Bss. E.
Enviado 18/09/18, 17:58
Eve dice que te ha escrito. Por favor, ven. Te necesito. Bss. Luce
Enviado 18/09/18, 20:49
Martes
1
Margot se rebulle en el asiento al oír el estridente silbato del tren a su paso por un túnel. La mejilla que tiene apoyada contra la ventanilla se le ha quedado fría y húmeda, y un olor familiar, dulce y penetrante, flota en el ambiente. Al abrir los ojos, su mirada se cruza con la de una niña que va sentada al otro lado de la mesa abatible. Lleva unos auriculares morados con orejas de gato y se está comiendo una manzana. Entre las dos hay una cajita rosa de comida preparada por la que asoman envoltorios vacíos.
La mirada de Margot va desde la cajita a la manzana, y después regresa a los ojos de la niña. Le echa siete u ocho años; tiene los ojos azules, y el pelo, del color del maíz, está recogido en dos pulcras trenzas. Hay algo en su aspecto que le recuerda a Lucy, a pesar de que la niña luce una raya perfecta y trenzas rectas y tirantes. Las de su hermana, en cambio, casi siempre delataban la lucha que entablaban con su pelo Eve o el padre de ambas durante el desayuno. Lucy siempre había ido hecha un desastre, aunque ya no era una niña, claro, sino una mujer hecha y derecha, y a punto de casarse.
Los mensajes habían llegado la noche anterior; primero el de Eve, que apareció en la pantalla de su móvil nada más entrar en el piso vacío. Le había echado un vistazo en la cocina mientras ponía agua a hervir, y había tenido que leerlo dos veces antes de asimilarlo. ¿Lucy se casaba, y en menos de una semana? Su hermana mediana siempre había sido impetuosa, dada a arranques espontáneos o a espetar lo primero que se le venía a la cabeza sin atender a las consecuencias, pero esta última ventolera tenía todas las papeletas para ser un desastre. En cuanto a Eve, su reacción también había sido típica: la exasperación y la censura de su hermana mayor saltaban a la vista a pesar de la parquedad del mensaje. Y quizás —piensa Margot, volviéndose hacia la ventana y estudiando su reflejo en el cristal, mirándose los ojos enrojecidos y notando el mal sabor del vodka que le sube del fondo de la garganta— también sea típico de ella.
Enfrente, la niña da un mordisco a la manzana, en cuyas cavidades se ven ya las pepitas marrones. Margot observa, esperando que se deshaga de ella de un momento a otro o quizá que se la pase a la mujer —sin lugar a dudas, su madre— que está a su lado enfrascada en un libro, pero la niña sigue mordiendo la menguante manzana sin pestañear hasta que el centro, las semillas y, por último, el fino tallo marrón terminan desapareciendo en su boca. Lo mismo que hacía Lucy. La recuerda con todo detalle: vaqueros cortados y extremidades largas y bronceadas, tumbada sobre una manta bajo los frutales, entre la fruta caída, sonriendo de oreja a oreja y con los largos cabellos rubios alborotados sobre el rostro.
Margot suspira. Piensa en el carrito de los aperitivos que ha pasado hace media hora y en el tintineo de las minúsculas botellitas de cristal, tan sugerentes. Ojalá no se hubiera mantenido firme, piensa. Ojalá hubiera comprado al menos una, solo para combatir la resaca.
«Te necesito».
La niña se chupa los dedos y mira medio sonriendo a Margot, que responde con un pequeño gesto antes de volverse y apoyar la cabeza contra la ventanilla. Dos palabras. Dos palabras han bastado para minar su resolución. Y es que Margot sabe bien lo que es necesitar, de modo que ¿cómo iba a hacer oídos sordos a la súplica de Lucy? Aun sabiendo que es un error, aquí está, volviendo a Windfalls. ¿En qué diablos estaría pensando?
2
En el huerto de abajo, Eve, una mano abierta sobre el pecho y la otra haciendo visera, espera mientras el hombre de la empresa de alquiler de carpas se pasea entre los árboles chasqueando la lengua. No le gusta cómo frunce el ceño, ni su manera de encorvarse una y otra vez mientras mueve la cabeza como si no le convencieran ni la pendiente ni la calidad de la tierra.
—Es bastante pantanosa —dice, acercándose—. Y la inclinación no es la ideal, pero creo que podremos hacerlo. Entre esos árboles hay sitio suficiente para instalar una carpa de nueve por doce metros, que en principio es más que de sobra para sus invitados. ¿Unos cincuenta, me dijo?
—Ahora ya pasan de los sesenta.
El hombre aprieta los dientes y aspira, y consulta el sujetapapeles.
—Podríamos hacerlo el jueves por la mañana. Así tendrían tiempo para decorarla.
—Genial. ¿Seguro que aquí abajo es buen sitio?
El suelo sobre el que pisan sus botas es inquietantemente blando. Cuesta creer que las estacas de la carpa puedan agarrarse bien. Imaginándose una enorme tienda blanca que se levanta y echa a volar sobre el valle, intenta no hacer caso al nudo que se le está formando en el pecho. Es como si un puño frío le hurgase en la caja torácica y le apretase el corazón.
—No se preocupe —dice él, tras leer su expresión—. Se lo apañaremos bien. Menudo lugar bonito tienen ustedes —añade con tono de sincera admiración.
Eve lo recorre con la mirada. Los manzanos están a rebosar de fruta madura. Los pájaros parlotean entre las frondosas ramas verdes mientras el sol, que acaba de pasar por su cénit, baña la ladera de una dorada luz otoñal. Al pie de la pendiente del huerto, una franja de río, visible entre los árboles que se bambolean con la brisa, lanza destellos como un espejo. Por detrás de Eve, las chimeneas de piedra de color miel de Windfalls se yerguen hacia un cielo azul. Entre la suave luz de septiembre, la vieja granja del siglo diecisiete, con sus ventanales de guillotina, su tejado de pizarra gris y su enmarañada glicinia trepando por la fachada, no ha estado nunca tan bonita.
Pero Eve no consigue centrarse en la belleza del hogar de su infancia; está demasiado absorta en carpas que se desenganchan, en el catering y en qué hacer si llueve antes del sábado y el huerto se convierte en un inmenso barrizal. De todos modos, no dejan de ser simples cuestiones de logística, meras tareas que hay que ir tachando de la lista. Cuando las compara con la idea más preocupante de que su familia va a volver a reunirse por primera vez en ocho años, no es de extrañar que le entre el pánico.
Paja, piensa, diciéndose que ojalá hubiese traído lápiz y papel. Con unas cuantas balas de paja de una de las granjas de la zona, bastaría. Y de paso servirían de decoración rústica, incluso de asientos. Y también serían útiles si el tiempo se les ponía en contra y el suelo se embarraba en exceso. Ah, y también está lo del suministro eléctrico…, algún tipo de generador, o cables que se conecten con la casa. Necesitarán una pista de baile, y luces. Unos farolillos estarían bien, pero no cree que les permitan encender velas dentro de la carpa. Tendrá que consultar todo esto con el hombre de la empresa.
Mira en derredor y ve que se ha alejado entre los árboles con la cinta métrica, y que por el sendero que sale de la casa aparece su madre con el moño canoso medio deshecho, un kimono de seda de vivos colores y el sol de la tarde atrapado en el algodón blanco del largo camisón que todavía lleva puesto.
De adolescente, el concepto alternativo de su madre respecto a la ropa le producía una vergüenza infinita. Se preguntaba si el hecho de pasar tanto tiempo metida en sus mundos imaginarios sería lo que explicaba que no tuviera la más remota idea de los códigos de la moda o las convenciones del vestir. ¿O sería que quería avergonzar a sus hijas, o escandalizarlas para que fueran menos convencionales? Pero, después de años y años de humillación, Eve ha llegado a la conclusión de que a Kit, sencillamente, no le importan demasiado las apariencias. Inmersa en sus libros, seguro que prestaba tan poca atención a lo que se ponía como a que la nevera estuviera vacía o la casa hecha una pocilga. Cada día, a la hora de elegir la ropa, no buscaba más allá de lo que encontrase más a mano, tirado en la butaca de su dormitorio. Así es su madre, sin más. El hombre de la empresa de carpas da un respingo al verla, pero Eve apenas pestañea.
—He visto el camión en la entrada —dice Kit, acercándose a ella.
—Está todo controlado.
—¿Lucy está aquí contigo?
—No —dice Eve—. No sé dónde se ha metido.
—Lo van a instalar aquí en el huerto, ¿no? —pregunta Kit, sin quitar ojo al hombre, que está tomando medidas.
—Sí, es el mejor sitio.
Kit vuelve el rostro hacia el cielo y cierra los ojos.
—¡Qué bien se está aquí!
—Estaba pensando que podríamos colgar banderines y guirnaldas de luces para indicar el camino desde la casa. Quedaría precioso al atardecer. Pero, claro, supondría más trabajo y más tiempo… —añade Eve. A estas alturas, no sabe cómo se las van a apañar para terminar antes del sábado ni siquiera lo más básico de esta pesadilla organizativa.
—Lo que tú creas, tesoro. Seguro que quedará de maravilla.
El puño se cierra con más fuerza en su pecho. Está muy bien que Lucy les encasquete a todos esta boda de última hora, diciendo que quiere que los festejos «sean discretos… una ceremonia íntima en el Registro Civil seguida de una fiestecita
en Windfalls… todos juntos de nuevo… nada, poca cosa», pero mientras una parte de Eve admira el deseo de su hermana de evitar toda la maquinaria de las bodas y toda la parafernalia y la presión que conlleva, es incontestable que este tipo de eventos no se organizan así por las buenas. Por muy espontánea que quiera ser Lucy, por muy despreocupada que pueda parecer su madre, si las parejas planean sus nupcias con meses de antelación es por algo. Por mucho que se les avise en el último momento, los invitados tienen sus expectativas: comida, vino, música, baile. Así son las cosas.
Andrew y ella lo habían hecho como es debido. Habían reservado con un respetable plazo de doce meses para organizar el gran día. Habían elegido el lugar para la ceremonia tras un meticuloso proceso de selección. Meses antes, habían enviado invitaciones con monograma pidiendo confirmación. El catering, las pruebas para el vestido, la contratación de la disco móvil, la tarta, las flores y el fotógrafo se habían organizado con la precisión característica de Eve, y a pesar del tacón roto de una de las damas de honor, todo había funcionado como un reloj.
En cambio, parece que Lucy espera que la música, las decoraciones, la comida y la bebida simplemente «ocurran». Unas haditas de bodas entran majestuosamente y se ocupan de todo. Eve suspira. Puede que se hubiera podido improvisar si la lista de invitados fuera pequeña, pero Lucy, en su típico estilo Lucy, había anunciado sus disparatados planes de boda hacía unos días, y después, sin pensárselo dos veces, había enviado una invitación por correo electrónico a todos sus amigos.
—Tú tranquila —había dicho—, que con tan poco tiempo solo podrán venir unos cuantos. Solo los importantes.
Pero lo que un par de días antes había empezado como una «fiestecita sencilla» había ido creciendo de forma espectacular. En el último recuento, sesenta y cinco confirmaciones. Cinco menús vegetarianos. Dos veganos. Uno sin gluten. Uno para intolerantes a la lactosa. Y a toda esa gente, ¿qué le pasaba? ¿No tenía vida propia, vacaciones, calendarios de nevera en los que garabateaban sus planes y hacían malabares para encajar los compromisos? Qué típico de Lucy, qué ridículamente ingenuo y caótico.
Además, ni que Eve no tuviera ya bastante con lo suyo: lleva la casa y trabaja media jornada como gerente de una pequeña agencia de contratación, mientras que Andrew hace jornada completa en su consultoría informática. Y luego están las niñas, con sus clases de ballet y de piano, los deberes y las invitaciones a fiestas de cumpleaños. Si a todo esto se le suma organizar una boda en una semana, no es de extrañar que vaya a estallarle la cabeza.
—Eve, cielo… ¿Qué me dices de unos fuegos artificiales? ¿O una hoguera? —La voz de Kit le hace perder el hilo de sus pensamientos—. Podría ser divertido, ¿no crees?
Eve observa a su madre con una mirada impasible. ¿Hogueras, fuegos artificiales? ¿Añadir una carga de pirotecnia al explosivo paisaje emocional por el que ya van a tener que transitar el sábado? Sí, claro, una idea genial.
—Quizá podrían encargarse Andrew o tu padre, ¿no? —añade Kit, sin darse cuenta del estado de ánimo de Eve.
Eve no responde. Se imagina la cara de Andrew cuando le diga que ha sido elegido para improvisar un espectáculo de fuegos artificiales el sábado por la noche.
—¿Alguien sabe algo de Margot?
—Lucy y yo le hemos enviado mensajes, pero no sabemos nada.
Su madre aprieta los labios.
—Bueno, es una pena, pero quizá sea mejor así.
—Va a ser una desilusión para Lucy. Aunque, si al final viene, todos vamos a tener que encontrar el modo de limar las asperezas. —Le dirige una mirada penetrante—. A fin de cuentas, es el gran día de Lucy.
Kit frunce el ceño y vuelve el rostro hacia el valle.
Al pensar en su voluble hermanita y en lo que podría llegar a hacer sometida a una situación tan estresante como una boda familiar, el pánico se apodera nuevamente de Eve. Bastante mal habían salido las cosas dos años antes, cuando Margot volvió para celebrar el sesenta cumpleaños de su padre, aunque en aquella ocasión su madre, como era lógico, no había sido invitada.
Kit sube las manos con aire de resignación.
—Ya lo sé, ya lo sé. Jamás le impediría a Margot que viniese a participar en el gran día de Lucy, pero, mientras no me ofrezca algún tipo de disculpa o de explicación, no puedo perdonarla. —Se vuelve hacia Eve—: ¿Tú podrías, si estuvieras en mi lugar?
Eve frunce el ceño. Se pregunta si será la única que ha reparado en lo parecidas que son Kit y Margot, tan fogosas, tan impredecibles. Lo que hizo Margot fue inexplicable y, sí, puede que imperdonable.
—Seguramente no. No —reconoce.
Kit, al parecer satisfecha con la respuesta, dice:
—No creo que venga.
Quizá lo mejor sería que Margot no hiciese acto de presencia. Quizá lo último que les convenga a todos sea que Margot aparezca y eche todavía más leña al fuego. Eve se vuelve a llevar la mano al pecho y siente el corazón retumbando. «Respira hondo», se dice. «Todo va a salir bien».
3
Margot se baja del tren en la estación de Bath Spa y coge un taxi. Después de dejar atrás las grandiosas calles en curva de la ciudad y las elegantes casas de piedra con sus chimeneas idénticas perfiladas sobre el cielo, el coche entra en un valle en el que el final del verano se desliza ya hacia el otoño. Todo es verde, oro y bronce, y aquí y allá las hojas moradas de las hayas cobrizas van virando hacia un llameante ámbar. Cruzan el río Avon e inician el lento ascenso a través del boscoso valle, siguiendo las señales que indican el pueblo de Mortford. Margot se gira en el asiento para vislumbrar una vez más las verdes aguas que serpentean por el valle y atrapan la luz como el cristal. Siente un escalofrío.
—Ya he traído a unos cuantos viajeros hasta aquí —dice el taxista, por dar conversación—. La mayoría eran admiradores de esa escritora famosa a la que esperaban encontrar. ¿Cómo se llamaba? La que escribía libros de esos…
—Kit Weaver —responde ella, mirando los edificios de piedra color miel que van desfilando a su paso. Margot hace caso omiso del hincapié que hace el hombre en la palabra esos.
—Sí, esa digo. K. T. Weaver. A mi mujer le encanta. Dice que prefiere pasar la tarde en casa leyendo uno de sus libros a salir al bingo y meterse una buena cena entre pecho y espalda. ¿La conoce usted en persona? ¿Ha leído sus cosas?
—He leído un par de cosas, sí —contesta ella, sin apartar los ojos de la carretera.
—Según dicen, ahora es una especie de ermitaña, ¿no?
—Eso dicen.
—Un poco raro, eso de dejar de escribir así por las buenas. Supongo que ganó tanta pasta que para qué iba a molestarse en terminar la serie, ¿no? Los hay que nacen con estrella, ¿eh?
El hombre debe de percibir el humor de Margot porque no dice nada más. Se limita a enfilar el estrecho sendero hasta que aparece el tejado de pizarra de Windfalls y, después de cruzar un portalón de madera, aparcan detrás de un camión blanco con las palabras Carpas para eventos escritas con grandes letras rojas en uno de los lados. Las puertas traseras del vehículo están abiertas y se ve el interior, prácticamente vacío; solo hay unas mantas y una caja de herramientas. No hay nadie a la vista.
—Alguien está montando una fiesta.
—Sí. Una boda.
—¡Ay…! ¿A quién no le pirra una buena boda?
«¿A quién?, en efecto», se dice Margot.
En los últimos años, cada vez que pensaba en su casa le venía una imagen extrañamente desprovista de color. Se veía entrando en un paisaje de un color gris amortiguado en el que un cielo vacío se fundía con una tierra enmudecida, y a medida que avanzaba iba estando cada vez más envuelta por todo lo que la rodeaba, como por una manta sofocante. Pero aquí el cielo es de un azul marino intenso, la brisa cálida y estimulante, y el valle se extiende ante ella en un tapiz de colores otoñales, con hojas a medio camino entre un lustroso verde y el ámbar. El sol empieza a ponerse sobre las puntas del castaño de indias en el que la raída cuerda del columpio de su infancia se mece perezosamente con la brisa. Detrás del árbol, la granja construida con piedra de Bath suelta destellos dorados, y los cristales de las ventanas relucen como espejos. Aunque lleva puestas las gafas de sol, el mundo es demasiado brillante, demasiado intenso.
Margot paga al taxista, coge la bolsa de viaje y enfila el camino de grava que rodea la casa, bordeado por setos vivos y arriates que están pidiendo a gritos que los cuiden un poco. Al entrar por la puerta de atrás a la gran cocina enlosada, se detiene unos instantes y, en el silencio de la casa, va absorbiendo detalles tan absurdamente familiares que le asombra haberlos olvidado hasta este momento. Al lado del hervidor de agua hay una tetera con una funda de ganchillo de vivos colores. Sobre la mesa de madera de roble recién fregada hay un bol de terracota lleno de fruta; una mosca trepa por la piel medio marrón de una pera. Ve una tabla de picar muy desgastada cubierta de migas y media hogaza que está empezando a ponerse correosa bajo el sol de la tarde; amontonados junto a la pila están los platos sucios del almuerzo. Hay unos cojines desvaídos en el asiento de la ventana y, sobre este, un muñequito de maíz que Lucy compró hace muchos años en la fiesta de la cosecha del pueblo. Junto al teléfono hay un montón enorme de cartas sin abrir —por lo que parece, cartas sin responder de los admiradores de su madre—, y una caja de libros —reediciones de una editorial extranjera— que ha sido rasgada de mala manera antes de convertirse en tope para mantener abierta la puerta del pasillo. Lo asimila todo y cierra los ojos mientras la incipiente jaqueca va en aumento.
El reloj que hay sobre la chimenea del salón acompasa su tictac con el martilleo que siente en la cabeza. Sobre el sofá de terciopelo, un vetusto gato negro yace hecho un ovillo en un cuadradito de sol. Margot le rasca por detrás de las orejas. «Hola, Pinter». El gato abre un ojo legañoso y la recompensa con un ronroneo antes de sumirse de nuevo en el sueño. Margot coge un viejo cojín deshilachado con una rosa primorosamente bordada en punto de cruz y observa cómo las motas de polvo revolean en un rayo de sol; el sol también cae sobre un jarrón de cristal y revela la fina capa de mugre que lo recubre. Mire donde mire, hay montones de papeles en precario equilibrio, rincones polvorientos y telarañas colgando en lo alto, plantas que necesitan ser regadas y libros apilados peligrosamente. Imposible no admirar a su madre por esa actitud suya de: «Hay cosas más importantes en la vida que limpiar». Kit jamás ha sido de las que se pliegan a las convenciones sociales y, por lo que se ve, ni siquiera la inminente llegada de una horda de invitados hará que cambie.
Abandonada sobre la mesita, hay una bandeja con tazas al lado de una lista escrita deprisa y corriendo al dorso de un sobre. Margot lo coge y lee las palabras, escritas con la pulcra letra de Eve:
cantidad de menús: confirmar con R
servilletas
vajilla cristal alquiler
fotógrafo
alargadores luz
botes mermelada
flores: hablar con S
pilas
bombillas colorines
confeti
¿Margot?
Echa un vistazo a la lista antes de birlar la última galleta de un platito que hay en la bandeja. No se le pasa por alto que su nombre aparece al final, muy por debajo de frivolidades como las bombillas de colorines y el confeti, y entre esos cautelosos signos de interrogación.
La casa parece un escenario a la espera de los actores, el telón listo para abrirse de golpe. En lugar de romper el silencio llamando en voz alta, se dirige a la escalera.
En el piso de arriba, el sol cae sobre el descansillo a través de los lucernarios y dibuja cuadrados de luz sesgados sobre los tablones del suelo. Margot los sortea como una chiquilla jugando a la rayuela. Pasa por delante del dormitorio de su madre y alcanza a ver el papel afelpado de color escarlata que cubre las paredes, los cortinones de terciopelo y la enorme cama deshecha. Sobre la mesilla de noche hay otra pila inestable de libros, y en el suelo, formando un charco de seda, un camisón tirado. No hay ningún testimonio de que alguna vez haya compartido el cuarto con su padre. Al llegar a la escalera de caracol que sube al torreón del segundo piso, en el que Kit ha instalado ahora su despacho, pasa de largo y continúa rumbo al antiguo dormitorio de Eve y, después, al de Lucy, casi segura de que le llega el vago aroma a ambientador de varillas y a CK One que sigue flotando en el ambiente.
La casa está tan plagada de recuerdos de infancia —cuadros, olores, objetos familiares— que, para cuando Margot llega al final del pasillo, se siente un poco rara, aturdida, como si no terminase de hacer pie. Es como si flotara a unos pocos centímetros por encima del suelo, como si no solo hubiese viajado desde la otra punta del país, sino también retrocedido por el tejido del tiempo y, atravesando una intersección fina como la gasa, hubiese vuelto a un pasado que se ha esforzado en olvidar.
Titubea. La noche de sueño entrecortado seguida del largo viaje al sur hace que la imagen de su antigua cama se le antoje de lo más atractiva, pero se resiste, reacia —quizá incluso un poco temerosa— a reducir la distancia entre el pasado y el presente. ¿Qué teme que pueda haber tras esa puerta? ¿Su antigua vida? ¿Una encarnación previa de sí misma? ¿La chica que dejó el colegio, metió lo justo en una bolsa y se fue de casa con dieciséis años?
Después de la luminosidad del descansillo, los ojos de Margot tardan unos instantes en ajustarse a la tenue luz del dormitorio. Las cortinas están medio cerradas, tan solo un triangulito de luz se cuela por el hueco, pero enseguida se le acostumbra la vista y se asusta al descubrir que su cama ya está ocupada. Distingue una figura echada sobre las almohadas con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Rubia, no morena; no es el espectro de su antiguo yo, sino su hermana Lucy, tumbada en una postura extrañamente formal, casi como de cadáver, encima de la colcha. Bajo una chaqueta vaquera que le suena mucho, el vestido floreado de su hermana se funde con la maraña de flores que trepa por el papel pintado. La imagen le recuerda un cuadro de una mujer flotando en la superficie de un río sobre el que escribió una vez en el colegio: Ofelia, de Millais. Ha sacado el nombre del pintor de los recovecos más profundos de su memoria y le sorprende ver que lo recuerda.
En la penumbra, Lucy tiene la piel pálida, de un blanco luminoso, y sus extremidades tienen un aspecto anguloso, como de pájaro. La larga melena rubia cae, como siempre, enmarañada. Abre los ojos y se queda mirando a Margot sin inmutarse. Por un instante, a Margot le viene a la cabeza la niña del tren, los ojos muy abiertos y curiosos, a continuación desaparece y en su lugar ve a la Lucy adulta tumbada en la cama. De repente, el rostro de su hermana se ilumina:
—¡Eres tú!
Margot afirma con la cabeza.
—Soy yo.
Ambas permanecen calladas durante un buen rato. Al ver la cara de pasmo de su