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Quinta esencia
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Libro electrónico346 páginas5 horas

Quinta esencia

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La Estación, la última nave de la desaparecida civilización galáctica, surca el espacio infinito con los últimos supervivientes que quedan. Sin embargo, poco a poco los recursos dentro de la Estación se irán agotando. El fin se acerca... a no ser que se tomen medidas drásticas. Una epopeya espacial tan trepidante como profunda.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento9 mar 2022
ISBN9788726983630
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    Quinta esencia - Pedro Moscatel

    Quinta esencia

    Copyright © 2019, 2022 Pedro Moscatel and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726983630

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    «Hay geometría en el vibrar de las cuerdas, hay música en el espacio vacío entre las esferas.»

    Pitágoras de Samos

    PARTE I

    EXPANSIÓN

    1. LA ESTACIÓN

    I

    El disco giraba en su eje. Una pequeña aguja arañaba música de entre sus surcos, y esta sonaba con esa alteración en el ritmo, el tono y el volumen que solo se logra mediante la reproducción de una grabación analógica. Ninguno de los dos presentes conocía el nombre del compositor.

    —De modo que no nos queda otra opción —atajó Palius Mantel. El sudor le resbalaba desde la calva, se acumulaba en las aletas anchas de su nariz y se despeñaba más allá de unos pómulos prominentes.

    —Mucho me temo que no, no hay alternativa —sentenció con más frialdad de la que reflejaban sus palabras su interlocutor, Myke Terroma. Aquel arma, cuyo nombre o procedencia se perdían en el tiempo, seguía inocentemente posada sobre el espacio de mesa que había entre los dos—. Debe usted morir, señor Mantel.

    El aludido se levantó de su asiento para contemplar la inmensa negrura, el infinito vacío que mostraba la pantalla principal. No había ni una sola estrella, ni siquiera un minúsculo punto de luz en aquella yerma extensión de distancias incalculables.

    Masculló unas palabras que bien pudieron haber sido un pensamiento en voz alta:

    —Una parte de mí mantuvo siempre la esperanza. Tenía fe en que tal vez lo lograríamos.

    —¿Fe? —dijo el capitán Myke Terroma, quien había optado por seguir sentado—. La fe no habría mejorado nuestra situación en un ápice, señor Mantel. Sabe bien que el corazón de nuestra nave se detendrá en cuanto se agote el combustible —explicó sin mucho énfasis. Mientras tanto, su segundo de a bordo acariciaba los límites de su coronilla con la mirada fija en el vacío del exterior—. Cuantos menos seamos, señor Mantel, menos necesitaremos. Las reglas de nuestra nave, de nuestro pequeño mundo, son muy estrictas al respecto: a menor energía, menor consumo. Eso lo ha sabido usted perfectamente desde la época en que le recogimos.

    —Lo recuerdo como si fuera ayer —admitió Mantel con un estremecimiento—. Claro que usted entonces aún no había nacido. ¿Le he contado alguna vez la historia de cómo llegué?

    —Sí, señor Mantel —repuso el capitán Terroma. Se levantó para hacer equipo con su subalterno y, juntos, enfrentaron la negrura de la pantalla.

    —Pensé que lo lograríamos —insistió Mantel.

    —El qué. ¿Ver una estrella?

    —Al principio. Lo importante sería encontrar un planeta, por supuesto, un planeta en el que vivir, quizá, o al menos uno del que obtener combustible y materiales. Pero una estrella siempre es un buen indicio.

    —¿Cómo dice? Basta de estos cuentos, por favor. ¿Cómo puede ser siempre un buen indicio, si hace milenios que nadie ha visto una?

    —Se equivoca —dijo Mantel con aire ofendido—. Mi abuelo estuvo dentro de una, señor. ¿No se lo he contado nunca? Creía habérselo contado.

    —Sí, me lo ha contado alguna vez, señor Mantel.

    —¡Dentro de una estrella, vacío! —exclamó—. Apenas quince grados centígrados de temperatura en la superficie, ¿qué le parece?

    —Me parece difícil de creer.

    Mantel torció el gesto.

    —Aquello lo contaba mi padre, y no debería usted considerarle un mentiroso. No olvide que era su abuelo. Ilegítimo, de acuerdo… pero aun así.

    Terroma pareció recibir aquella apreciación como un hierro al rojo aplicado sobre la piel.

    —No lo olvido, señor Mantel.

    Y tras una breve vacilación, pasó el brazo por encima del hombro de su progenitor. Este se mostró visiblemente sorprendido, en un primer momento, pero entonces cayó en la cuenta de que el capitán se apoyaba en él porque le costaba mantener el equilibrio: despedía un olor fuerte y rancio.

    —¿Cuál es el fin, en cualquier caso? —dijo Mantel, librándose del abrazo de su hijo—. Un tiro dentro de la boca, abrirme un tercer ojo en la nuca y reventar como una piñata, ¿y para qué? ¿Para que usted viva un año más, dos como mucho? Hace cuatro años que perdimos a las últimas dos mujeres.

    —Murieron de negrura.

    —Suicidio, capitán. Fuera de esta estación a eso se le conoce como suicidio. Aunque el que le dieron aquí no deja de ser un nombre adecuado —dijo volviendo de nuevo la vista hacia la pantalla—: Negrura... Contemplar día tras día esta inmensa oscuridad, este infinito vacío. Sin duda la negrura ha hecho un buen y abundante servicio al ahorro energético de esta nave. Y sin embargo...

    —Esa —le interrumpió el capitán— es la vida que llevamos, el único modo en que hemos podido sobrevivir durante tantos y tantos siglos de peregrinaje. Desde que nacemos nos preparan para ello, señor Mantel. Usted, sin embargo, es alguien de fuera, alguien que nunca podrá entender del todo nuestras costumbres.

    La pantalla tembló bajo el puño cerrado de Mantel. —¿Pero es que todavía no se ha dado cuenta de que solo quedamos usted y yo en esta estación? —estalló—. ¿No ve que sus estúpidas normas ya no tienen sentido?

    Myke Terroma le contempló en silencio: en sus ojos verdes y en su rostro ojeroso había pinceladas de demencia en las que había sido difícil reparar en un primer momento, pero que ahora resaltaban como descubiertas por un último haz de luz crepuscular. Tras asomarse a ese vórtice vertiginoso y absorvente que tiraba de él desde más allá de las pupilas de su hijo, Palius Mantel claudicó y se derrumbó sobre uno de los asientos. En su rostro, todavía cabal, resonaba un eco de ese horror determinado y tranquilo que provoca lo inevitable.

    —Es la ley —dijo Terroma.

    —No hay otra opción —repitió Mantel, con una voz monocorde que no parecía la suya.

    Contemplaba atribulado el arma sobre la mesa, luchando por tomar una resolución.

    —Se enfrenta usted a una terrible prueba, Mantel. Si quiere, yo mismo… En fin. Puedo ayudarle.

    —¡No! —estalló el mayor de los dos, escandalizado, al caer en la cuenta de lo que se le proponía—. ¿Matará usted a su propio padre?

    El capitán no dudó.

    —Sí, si usted me lo pide. No es algo de lo que deba avergonzarse. Después de todo, ¿Qué sentido tiene ya la valentía, en medio de la nada? Nadie lo sabría.

    —Yo lo sabría. Y también… también mi hijo.

    El capitán Terroma mantuvo el foco de su mirada durante unos instantes más.

    —Está bien.

    Y se volvió para abandonar la sala, dejando a Palius Mantel a solas con aquella primitiva arma de fuego.

    Qué estúpido, pensaba Mantel. Qué increíblemente estúpido es todo cuando uno se detiene para mirar atrás, una vez tiene la certeza de que se acerca el final. Qué enorme tontería es el mundo, cuando lo abandonas. Y con este pensamiento todavía presente, introdujo el cañón del arma en su boca. Tenía que ser así. Una inyección hubiera sido tal vez preferible, durante el sueño quizá. Lástima que los químicos estuviesen racionados. Racionados para una sola persona, ahora que yo me voy. Qué estúpido...

    Posó el dedo sobre el gatillo, asqueado por el sabor metálico entre sus dientes.

    Y sin embargo... —balbució sin separar sus mandíbulas, antes de disparar.

    Un seco chasquido confirmó que la recámara estaba vacía. —¡Padre! —llegó desde fuera el grito del otro pasajero de la Estación.

    Para cuando llegó, el segundo de a bordo no encontró más que un fardo inerme donde debería haber estado su capitán. Qué enorme tontería, pensó Palius Mantel, y se agachó para levantar el cuerpo inconsciente de su hijo.

    En la pantalla, sin nadie allí para presenciar el acontecimiento, una mota de luz crecía en un rincón de la negrura.

    II

    El capitán Dmitrievich contemplaba el fuselaje y la esclusa de la que todos llamaban ya «la nave de fuera». Tenía que hacerlo desde el otro lado de la mampara de contención biológica, eso sí. Mientras esperaba, tamborileó distraído sobre el material transparente. Hacía cuarenta y ocho horas que el muchacho, que no debía de llegar a la veintena ni de lejos, había llegado a la Estación. Habían aislado el muelle y acoplado la nave, y al entrar enfundados en sus trajes anticontaminación los hombres y mujeres del equipo de contención solo habían encontrado el cuerpo comatoso del chico y a nadie más.

    Hablaba la misma lengua que ellos, aunque con variaciones muy importantes y un acento extraño. Por las imágenes que el capitán había visto, su vestimenta era —sin llegar a ser ridícula— ajena a las costumbres de la Estación. Entonces, ¿de dónde venía? Porque allí afuera no había nada, ni una sola luz en la noche. ¿Había brotado del vacío? ¿Había aparecido como por un sortilegio?

    El panel junto a la esclusa emitió un pitido, a pesar de que no había ninguna diferencia de presión. Hubo un silbido mientras el aire salía y entraba de la cámara estanca de la nave visitante: también el muchacho tenía su propio muro de contención que separaba su aire del de la Estación.

    La puerta se abrió al otro lado del cristal y el capitán tuvo que contener un escalofrío. Recordó aquellas historias sobre los fantasmas del vacío, los espectros muertos que habitaban el espacio. Eran un simple cuento de viejas; decían que los fantasmas no necesitaban luz, calor, aire, agua, alimento. Que flotaban eternamente en la negrura y, como le ocurre a todo el que carece de una virtud, la vida les atraía al mismo tiempo que la odiaban.

    El muchacho caminó hacia la mampara. Andaba con seguridad, a pesar del mal estado en que le habían encontrado dos días atrás.

    —Te saludo, Palius Mantel.

    El chico no contestó, y el capitán dudó incluso de si el interfono que llevaba su voz al otro lado podría estar fallando.

    —Soy Mihje Dmitrievich, el capitán de esta nave —siguió, de todos modos.

    —¿Eres el jefe de este clan?

    Curiosa pregunta. Mihje sopesó las palabras, consciente de la cantidad de matices que podía estar perdiéndose.

    —Sí —resolvió—. A este lugar lo llamamos la Estación. Yo piloto. Yo decido el destino de los que la habitan.

    No la pilotaba, en realidad. La Estación viajaba, y lo hacía con un rumbo, claro, pero alterarlo habría significado un gasto energético que no podían permitirse. Hacía incontables generaciones que los capitanes tan solo dejaban que la gran esfera continuase a su velocidad constante de cientos de miles de kilómetros por hora, donde quiera que eso les llevase. ¿Qué importaba una dirección u otra, si no había puerto a la vista?

    —Entonces yo no soy solo Palius Mantel. Soy Palius Mantel, el capitán de esta nave —dijo el chico, señalando hacia la esclusa que acababa de traspasar—. Yo la piloto. Yo decido el destino de su habitante.

    Mihje asintió.

    —Nadie pretende otra cosa.

    —Que no lo hagan —se pasó la mano por el cabello antes de continuar—. Veo que todavía me prohibís la entrada.

    —No será por mucho tiempo —dijo el capitán—. Estamos terminando de analizar las muestras que te solicitamos. Una vez descartemos el riesgo biológico, retiraremos la mampara.

    —¿Cuándo?

    —Un día, dos como mucho. Te lo garantizo.

    Palius Mantel sopesó al capitán con la mirada. Es duro, pensó Mihje, o al menos lo aparenta muy bien.

    —Hablaremos entonces —dijo el chico, e hizo ademán de volver.

    —¡Espera!

    Palius se quedó congelado a mitad de movimiento, y el capitán gesticuló para que volviera a acercarse al intercomunicador.

    —Hay algo de lo que quería hablar contigo, Palius. Algo acerca del día en que viniste.

    —Por ahora no quiero hablar de eso.

    —Lo sé, lo sé. Pero hay algo que dijiste, algo que he escuchado en las grabaciones. Estabas inconsciente, o quizá soñabas, pero alguien del equipo te preguntó varias veces quién eras, y a dónde te dirigías originalmente. Todavía inconsciente, empezaste a repetir una única palabra: «tierra». ¿Tiene esto algún significado para ti, Palius?

    El chico negó con la cabeza.

    —Ninguno. Y ahora, capitán, me marcho. Hablaremos de nuevo cuando no nos separe este muro.

    Mihje supo que no sería buena idea insistir, así que guardó silencio mientras Palius se perdía en el interior de aquella nave. Tal vez no pareciese un fantasma del vacío, pero igualmente era algo ajeno; algo imposible, o al menos algo que no habían creído posible. ¿De dónde venía, si no había nada en ninguna dirección? ¿Cómo había dado con ellos, si la probabilidad era prácticamente nula?

    —¿Quién eres, Palius Mantel? —se preguntó en voz alta. Tamborileó de nuevo sobre la mampara y se separó de ella con un suspiro. Tenía un día largo y repleto de trabajo por delante: como siempre, la Estación necesitaba a su capitán.

    En cuanto a Palius, vio marcharse al capitán a través de sus monitores, y también a través de la humedad de las lágrimas. Por primera vez desde que había despertado empezaba a comprender que quizá no hubiese forma alguna de volver, de deshacer lo que estaba hecho. ¿Dónde estaba? «La Estación» no bastaba, no era una dirección, un conjunto de coordenadas, ni siquiera un punto de referencia. ¿Cómo de lejos estaba eso de casa? Se mordió los labios y apretó los puños hasta que las lágrimas remitieron. Bebió algo de agua recompuesta y se dirigió al escondite en el que guardaba su tesoro.

    Cogió el objeto rectangular entre las manos y lo abrió al azar, sabiendo que no habría diferencia entre una u otra de las páginas. Escogió un párrafo cualquiera y lo leyó para sí, tal y como le habían enseñado: «Tiene uno que ir solo al bosque, donde sepa que hay un tronco con agua, y al dar la medianoche, apoyarse de espaldas al tronco y meter la mano dentro y decir: ¡Tomates, tomates, tomates y lechugas; agua de yesca, quítame las verrugas!».

    Arrojó el libro a un lado y rugió una maldición. Su nueva realidad era como las páginas de aquel libro replicado: no importaba qué frase leyese, porque ninguna tenía el menor sentido.

    *

    «La solución a este enigma sigue siendo nuestra prioridad — grababa el capitán Dmitrievich en su diario, horas más tarde—: ¿Qué forma de transporte es esta, que le permite a una nave así, de al menos un kilómetro de eslora, materializarse sin ser detectada por nuestros sistemas? ¿Qué increíble distancia habrá recorrido este muchacho a lo largo de los tres ejes del vacío y a solas, mediante esta tecnología desconocida? ¿De dónde procede Palius Mantel?»

    Se apartó del terminal.

    —Mihje, despiadado trozo de hielo. ¿Por qué no vienes a la cama y abrazas a tu esposa?

    —Carla, mi querida Carla... —suspiró el capitán de camino al lecho. Ella era joven, dolorosamente hermosa, apasionada. Con qué naturalidad dejaba que la sábana cayese de cualquier manera, sin velar su desnudez y enredada entre sus rodillas. Jugaba con sus mechones largos, de color negro negrura. Era el mismo tono de negro que coloreaba el espacio entre las estrellas, el mismo que absorbía las ganas de vivir hasta que el siguiente aliento de aire ya era uno más de los que la cordura podía soportar. Y contrastaba demasiado con el gris plateado de las canas del capitán—. Te casaste muy pronto, Carla. Y yo muy tarde.

    —No digas eso. No te lo permitiré —dijo ella, y frotó una pierna contra la otra, mientras Mihje se desnudaba.

    —¿Por qué molestarse? ¿Por qué acostarte conmigo? Está claro que no podré darte un hijo.

    Ella lo atrajo con ambas manos. Le lanzó ráfagas de aliento dulce a la cara. Respiraba deprisa y profundamente, como si el aire de la habitación fuese poco para ella. Todo es poco para ella, pensó Mihje.

    —¿Y no se le ocurre otro motivo para acostarse conmigo, mi capitán?

    Un beso robado apagó la respuesta.

    Capitán... —rezongó él después con fingida contrariedad, y se entregó en caída libre a la tibieza de los brazos de su compañera, su vientre en las caderas de ella, el rostro hundido entre sus pechos.

    —Ese es tu rango.

    —Sí que lo es. Y malditas sean las borlas y los galones, la capitanía y el puente, y el vacío mismo si no lo cambiaría todo por un niño con tu pelo y una niña con tus ojos. Ojos verdes como el corazón de la nave, justo antes de romper el amanecer.

    —Ahora, Mihje —dijo ella, abrazándole con las piernas—. Ahora...

    Un brillo avieso asomó a la mirada del capitán, antes de que rodase a un lado de la cama rechazando los labios de su mujer.

    —Hoy no —dijo sin más.

    ¿Qué habría querido decir aquel muchacho, al borde de la inconsciencia, cuando lo recogieron de su nave? ¿Por qué esa palabra y no otra?

    —¿Otra vez...? —susurró Carla, sin poder o sin querer evitar el reproche.

    ¿Qué quería decir Palius Mantel con aquello de «tierra»?

    III

    Finalmente fueron tres los días que Palius Mantel tuvo que esperar antes de visitar la Estación. El capitán caminaba a su lado cuando abandonaron la zona de embarque y emergieron bajo un fulgurante cielo verde.

    —¿Siempre es así? —tuvo que preguntar Palius, tapándose los ojos y temporalmente cegado, aunque al instante se avergonzó de haberlo hecho. El capitán Mihje sonrió con superioridad.

    —Te acostumbrarás.

    Así fue, en parte, y una vez que sus pupilas se adaptaron a la nueva luz pudo distinguir el interior de la Estación. Se trataba de una esfera hueca. Esa luz verde venía de una zona neblinosa en el centro, y de allí y hasta las paredes exteriores partían seis cilindros con la forma de dos aspas cruzadas. Norte, Sur, Este, Oeste, Arriba y Abajo. La simulación de gravedad, como ocurría en cualquier otra nave o estación que hubiese conocido, la lograban mediante la rotación sobre un eje central. Así, la aceleración era más acentuada en el ecuador que circundaba al eje de rotación, y desaparecía paulatinamente al aproximarse a los polos, en cuyos extremos —y a lo largo de todo el eje— habría, probablemente, cero gravedades. El diámetro de la esfera era difícil de determinar, pero definitivamente se medía en kilómetros, tal vez decenas o cientos de ellos. Sobre la línea del horizonte, la ciudad se curvaba gradualmente hasta situarse, en la lejanía, sobre sus cabezas. Jirones de vapor de agua se apelotonaban a lo largo del eje de rotación y especialmente sobre la pequeña región esférica en el centro, difuminando en parte su luz verdecina y haciendo imposible ver su superficie.

    —Vamos.

    El capitán echó a andar, y Palius tuvo que bajar la vista y seguirle. Andaban entre los edificios bajos, por unas calles anchas y espaciosas que sin embargo estaban abarrotadas de gente. Probablemente Palius fuese el motivo de aquella aglomeración, a juzgar por cómo él y el capitán estaban siendo el foco de todas las miradas.

    —Hay muchísima gente.

    —No, no lo creas. En este momento, apenas hay algo más de mil personas viviendo en la Estación. La mayoría de los edificios están sin habitar, me temo.

    —¡Mil personas!

    —¿No había tanta gente en el lugar del que viniste? — dijo el capitán Dmitrievich, que obviamente había leído la sorpresa en el rostro del chico viajero. Palius guardó silencio, y el capitán suspiró—. Como prefieras. Tarde o temprano nos contarás de dónde procedes.

    No era una frase dicha a la ligera. Sonaba con toda la fuerza y la amenaza implícita de quien está acostumbrado a que las cosas se ajusten a su deseo.

    —Allí arriba, Palius —cambió de tema el capitán sin ningún esfuerzo— se encuentra el corazón de nuestra Estación, el órgano artificial que bombea nuestra luz y nuestra energía. La vida de nuestro hogar tiene el mismo secreto que la tuya o la mía: solo hay que procurar que ese corazón no se detenga.

    Sus pasos les habían llevado hasta la base de uno de los tubos que conectaban la superficie con el centro de la esfera. Se trataba de un cilindro de, por lo menos, diez o doce metros de diámetro. Atravesaron una de las puertas que había a lo largo de toda la circunferencia y se amarraron a los asientos de seguridad.

    —No te asustes —dijo el capitán Dmitrievich a los pocos minutos de que iniciaran el ascenso—. A medida que nos alejamos del borde exterior, menor es la aceleración centrífuga.

    —Centrípeta —le corrigió Palius.

    —¿Disculpa?

    —La fuerza centrípeta es la que disminuye a medida que nos acercamos al eje de rotación y eso es lo que genera la ilusión de ingravidez. La fuerza centrífuga solo existe como un fenómeno de observación.

    —Veo que eres un estudioso de las tradiciones. Tengo que felicitarte.

    Palius no contestó. La cámara continuó ascendiendo, imposible determinar a qué ritmo desde su interior. La presión atmosférica iba haciéndose menos y menos intensa, y el simulacro de fuerza gravitatoria también fue disminuyendo hasta desaparecer poco antes de que el elevador se detuviese.

    —Tienes mal aspecto —dijo Palius cuando se quitaron los arneses y flotaron libres por la estancia.

    El capitán pareció sorprendido por un brevísimo instante. Sin dejar de resollar a causa del primer y más importante efecto de la altitud (la falta de oxígeno en los pulmones) se impulsó con los brazos hacia la pared, y asiéndose de una serie de agarraderos fue columpiándose hasta alcanzar lo que hasta hacía poco había sido el techo.

    —Tal vez deberíamos habernos puesto los trajes de presión.

    —¿Son necesarios?

    —Para ascensiones puntuales como esta no, pero… — hizo un ademán de la mano y masculló las palabras siguientes—: La ingravidez es cosa de jóvenes.

    Era extraño que el capitán dijese aquello, porque a Palius no le parecía que tuviese mucho más de cuarenta años. Y sin embargo tenía el pelo cano y ralo, sí, y la piel del rostro surcada de arrugas y lunares; la frente empapada en sudor, y ese evidente mal de altura que se estaba cebando en él más de lo normal en el habitante de una estación como esta. ¿Estaría enfermo este hombre de mirada dura y profunda?

    Todas aquellas cuestiones pasaron a un segundo plano cuando Mihje Dmitrievich abrió la puerta del elevador y salieron a la luz del corazón de la Estación

    —Que la última estrella se apague en el vacío… —maldijo Palius, porque el paisaje bien merecía una blasfemia.

    Las plantas, enmarañadas, formaban un laberinto de grandes bóvedas enramadas y túneles interconectados alrededor de la esfera, que brillaba en el centro de aquel microsistema como un sol en miniatura. El vapor de agua lo dominaba todo, y era difícil ver a más de, quizás, unos diez metros de distancia. La luz, que aquí era todavía más potente que vista desde la superficie, formaba arcoíris y haces focales al atravesar los húmedos claros entre la vegetación. No parecía la luz amarilla o blanca típica de una emisión incandescente o química. Había algo más en la bruma, una especie de polvo vegetal que dotaba a la luz de ese brillo verde y que le daba a todo un tono irreal y difuso. Hombres y mujeres enfundados en trajes de presión flotaban de rama en rama, con la ayuda de propulsores rudimentarios de aire comprimido, y recogían unos frutos pequeños y redondos que guardaban en redes a su espalda.

    —Respira hondo, Palius. La concentración de oxígeno es mayor aquí.

    Y era cierto que el capitán parecía reponerse de la descompresión. Sin soltar su asidero con la otra mano, Mihje Dmitrievich estiró la derecha y la usó como una pala en el aire. Se la mostró a Palius, llena de aquel polvo verduzco.

    —Cloroplastos —dijo—. Fotosíntesis, la forma más eficiente de conversión y almacenaje energético.

    Palius asintió. El proceso no le era ajeno, aunque nunca había visto una forma vegetal tan básica como la que el capitán le mostraba en su mano.

    —¿Cómo la alimentáis?

    Mihje señaló hacia lo que ya había llamado «el corazón».

    —Fisión de uranio. El agua ayuda a disipar el calor y aclimatar la Estación, y la energía térmica sobrante la almacenamos en bobinas termoeléctricas. La radiación ionizante ayuda a obtener cepas vegetales más y más eficientes por selección artificial.

    —¿Cómo? —se admiró Palius—. ¿Irradiáis vuestra comida y vuestro agua? ¿Vivís al calor de un reactor de fisión? ¿Tenéis idea de lo inestable que es?

    —Tenemos un clima propio, con un ciclo de agua y una microatmósfera de mecanismos naturales. Tenemos agua, comida, una temperatura templada y aire saludable. Es cierto que debemos disipar o almacenar la energía sobrante de la fisión y vigilar el funcionamiento del reactor, pero eso es todo. Como te dije antes, vigilamos que nuestro corazón lata como es debido.

    —¿Y qué hay del material contaminante? ¿De la radiación y el material radiactivo?

    —¿Qué pasa con eso? No hay ningún peligro.

    —No puede ser que no conozcáis los efectos.

    El capitán se encogió de hombros.

    —Esta es la vida que vivimos, Palius. Hay efectos adversos, por supuesto, pero tratamos de controlarlos. ¿Qué otra opción tenemos? ¿Morir de hambre, sed, asfixia o frío?

    —Hay otras opciones. Debe haberlas —lanzó al vacío el puñado de clorofila irradiada, que flotó a

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