Malaventura
Por Fernando Navarro
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Comentarios para Malaventura
5 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Es buenísimo, intrépido, místico y genial, me recuerda a lo que es El Llano en Llamas de Juan Rulfo, simplemente que más brutal, más cruel, y que te transporta a las tragedias en los pueblos del desierto a esa sensación de que en la vida lenta han pasado muchas cosas.
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Malaventura - Fernando Navarro
Un acid western de aires tarantinescos. Un abanico de historias con el sur como obsesión. Un híbrido de Lorca y Cormac McCarthy.
«Un debut deslumbrante, con atmósfera de western y una escritura fantástica.»
David Trueba
«La mirada de Fernando Navarro pasa de largo sobre los decorados donde se rodaron los «spaghetti» western y se adentra en el desierto de Tabernas en busca de los personajes que allí viven, o se ocultan, genuinos, trágicos y que no saben lo que es una banda sonora de Ennio Morricone, ni les importa, ni la necesitan.»
Jon Bilbao
Cuando canto, me sabe la boca a sangre.
Tía Añica la Piriñaca
Yace el cuerpo
de un hombre enamorado
Lo que me despertó por la noche no fueron sus gritos.
Era raro que Dieguico el Morato levantara la voz. De hecho, algunos no recuerdan cómo era. Grave como si hablara dentro de una campana. Aguda como un aullido. Nada. Imposible. Yo sé muchas cosas de él. Sé que tenía la voz cascada, como de viejo, aunque era un hombre joven. Sé que era una voz que daba miedo. Sé que usaba palabras raras y rebuscadas, palabras antiguas. Y que como nadie había cogido un libro en este pueblo, no podían entenderlas.
No hacía falta que escuchasen su voz.
Si Dieguico el Morato quería algo solo tenía que pedirlo una vez. Nadie estaba tan loco o era tan valiente como para hacerle repetir las cosas. Por eso nadie recuerda su voz.
Era delgado, eso sí lo recuerdan todos. Tenía los ojos negros. Oscuros y profundos. Daban miedo. Le salían dos patillas negras de debajo del sombrero de fieltro que siempre llevaba puesto.
Si alguien lo miraba de cerca podía fijarse en los dientes verdosos. En los labios grandes, un poco cuarteados. Y en una cicatriz que sobresalía un poco por debajo de una de las orejas, como si alguien hubiera intentado rajarle el cuello.
La piel estaba acostumbrada a la solina y al frío y era de un color casi amarillo por culpa del vino que tomaba. Su sudor olía a meaos. Nadie sabe cuándo empezó a beber vino. Se contaba que lo hacía desde que era zagalico. Aprendió a beber antes que a gatear. Qué exagerá es la gente en este sitio.
Tampoco nadie sabe cuándo le cambió la cara. Porque Dieguico el Morato había sido guapo como el demonio y ahora era más bien feo. Feo y grande y sucio.
Todo el mundo sabía que iba a pasar lo que acabó pasando. Nadie pareció sorprendido y nadie volvió a hablar de eso, excepto cuando venía gente de fuera a preguntar. Cotillas, que es lo único que viene a este pueblo después de aquello.
Dieguico el Morato bajaba de su casa, en las cuevas del monte, de vez en cuando. Se paseaba por la calle mirando de reojo, maldiciendo y jurando con esa manera de hablar tan rarica que tenía. Las manos bien sujetas a dos pistolones amarrados al cinto que, decían, le había robado a un soldado medio muerto de sed que se encontró en el desierto.
Como mi padre me había sacado del colegio y yo me escaqueaba del trabajo en los bancales, me ponía a seguirlo cuando venía al pueblo. A veces durante todo el día. Era lo único que hacía. Sin que se diera cuenta. Yo era pequeñico y escurridizo entonces y podía esconderme en cualquier sitio. Me escondía tan bien que ganaba a mis primicos jugando al escondite. La mayoría de las veces acababan cansados de buscarme y se olvidaban de mí. Cuando yo volvía ya estaban a otra cosa o incluso liando sus primeros cigarros. Yo también era rápido, podía correr mucho y dejarlos a todos atrás. Y mi padre decía que tenía una cara tan normal que nadie se acordaba si me había visto o me había saludado. Aún hoy me pasa eso.
Así que es posible que Dieguico el Morato sí que me viera seguirlo por las calles, pero que pensara, como decía mi padre, que era un niño distinto en cada ocasión. Solo una vez me puso la mano en el pelo, lo revolvió un poco con una sonrisa, me llamó rubio y siguió su camino.
Iba siempre vestido de blanco, con un traje que perteneció a su padre: un gran hombre, buen aficionao al cante jondo, poeta y bohemio y que había dejado un montón de hijos y un montón de deudas. En el pueblo no vivía ninguno de sus hermanos. El Morato era el único que había llevado la mala vida de los caminos. Los demás o habían muerto de zagales o se habían ido a trabajar a Málaga e incluso a Barcelona.
Así iba el Morato: vestido de blanco y con su sombrero de fieltro. Serio y tosiendo las últimas veces. Con alguna mancha morá oscura en el traje blanco. Sin saludar y con los dos pistolones en el cinturón.
Yo lo seguía desde que llegaba al pueblo. Me escondía bien cuando iba a hablar con las fulanas de la Petro, que lo conocían mucho y le daban cariño. Me escondía cuando se subía con alguna de ellas al campanario a cambio de un par de gallinas que le traía al cura. Siempre me he preguntado qué haría el cura con tanta gallina.
El Morato recorría primero los tenderetes del mercado en medio de la rambla. Luego los bares. En algunos se le veía contento y cantaba. Fandangos, farrucas, tarantos. En otros había peleas. Compraba tabaco, cañaduz y balas. Los días buenos bebía jumilla. Los malos, mistela y palomicas de anís. Comía cualquier cosa frita en mucho aceite. Cuando pasaba de medianoche se le podía ver su sonrisa verde en las fondas. Mientras se hacía de día vomitaba el vinazo.
Y siempre, antes de perderse en los bares o desaparecer del pueblo camino de su cueva en el monte, cuando aún era de día, en silencio, iba a casa de la maestra que estaba en las afueras.
Dieguico el Morato se sentaba en el salón de la casa de la maestra. Y los dos se abrazaban al fuego cuando era invierno y al lado del granero cuando era verano. Os juro que nunca he visto a nadie abrazarse así.
Luego se daban besos. Él le acariciaba el pelo. A veces ella lloraba de alegría. Y se decían cosas que yo no conseguía oír.
* * *
Una noche él se quedó a dormir en lugar de irse por ahí de tascas.
Fue la misma noche en la que mi padre y mi madre me buscaron como unos locos por todo el pueblo, preocupaícos perdíos. Yo tendría ya trece o catorce años y sabía lo que hacían los hombres y las mujeres cuando estaban juntos en una cama. Lo sabía. Pero nunca lo había visto.
La maestra preparó un caldo con los restos del pollo. De vez en cuando sacaba el cucharón y lo probaba y se le escapaba un mmmm qué rico o a lo mejor echaba un puñao más de sal con un gesto de disgusto. El Morato había llegado muy cansado. Ella terminó de apañar el caldo y se acercó a él. Se lo bebieron en silencio. Comieron luego unas migas que ella había cocinado al mediodía, con su tocino, su grasa y su chorizo. Agotado, él se sentó en la mecedora, mirando el fuego, mientras ella recogía los restos de esa cena tan extraña. Dejó los platos en remojo.
Se quitaron la ropa.
Yo nunca había visto a una mujer desnuda. O medio desnuda, porque en cuanto ella se soltó el pelo, le cayó por delante de los pechos que apenas pude intuir. Los recuerdo como si fuera ayer mismo.
El cuerpo del hombre estaba lleno de heridas y magulladuras, de cicatrices y señales de golpes, de quemaduras. Dieguico el Morato la besaba. Ella sonreía.
Luego ella lo cogió de la mano y lo llevó hasta el dormitorio.
Di una vuelta completa a la casa. Y a través de los listones de madera cerrados, pude entrever algo. Poco.
En la cama se abrazaron primero y luego se enroscaron las piernas, como si fueran alacranes entre besos y susurros y gemidos. Aún me acuerdo de la expresión de paz en el rostro del Morato y del pelo largo de la maestra, tendido como si fuera una mujer ahogá en el río y tapándole el pecho.
Al rato, con la piel de las mejillas enrojecía, acalorao perdío, me fui.
Se ha contado muchas veces. De muchas maneras. Se ha exagerado. Y se han dicho muchos embustes. Tela de embustes y trolas se han contado. Hay una parte de lo que pasó que nunca pasó. Cosas que se dicen solo por hablar. La gente habla mucho, dice mi padre. La lengua siempre mejor dentro del paladar, grita como le gusta gritar, los dedos amarillos de liar tabaco cuando vuelve de los bancales. Manía de hablar por los codos y pa decir ná más que mierdas, repite mi padre y mi marecica le dice que le va a lavar la boca con jabón mientras se santigua como hacen todas las mujeres de este pueblo de mierda.
Entre lo que se cuenta: que los Guzmanes, hijos y nietos de Guzmán, eran tres. Dos rubiascos con mu mala uva y un zagalico rubicundo con pecas no mucho mayor que yo. En las últimas semanas se les veía por las ventas y las aldeas preguntando a unos y a otros. Venían del oeste los tres rubios montados en tres cimarrones marismeños de los que estaban bien orgullosos y a los que nadie podía acercarse sin que se ganara un coscorrón lo menos. Una paliza lo más. Se pasaron los rubios semanas preguntando en las fondas y en las eras por un cabrón del que no querían decir el nombre. Los Guzmanes ya habían montado gresca en su búsqueda del cabrón y la gente los veía aparecer y se los negaba entre dientes: qué querrán los cabrones estos sevillanos que buscan al cabrón. Eso era lo que escuchaba yo, agazapao debajo de la mesa de mi padre cuando venían algunos de los titos a largar lo que se decía afuera del pueblo. Sus castas los Guzmanes, se mordía mi padre la lengua antes de decir más. No vayan a tener orejas en las paredes, sus castas los Guzmanes, que van a buscar la ruina del pueblico este. Están muy lejos de su casa estos rubios para andar tan subidos. Un día tú verás. Y venga hablar de los Guzmanes, hijos y nietos de Guzmán.
Qué buscan.
Qué quieren.
A qué tanta bulla ahora estos Guzmanes aquí, se preguntaba la gente de los pueblos cercanos. Y por los caminos. Y en los bancales. Y en las fondas.
Y todos se hacían los tontos porque sabían lo que buscaban los Guzmanes. Y nadie quería relatarles ni mirarlos a los ojos y a veces hacían como que no estaban, porque estaba claro cómo iba a terminar tó.
Mal.
Que es como siempre terminan las cosas.
El Tío Guzmán era dueño de medio Ubrique. Tenía más parné del que uno podría ver en toda su puta vida. Tenía las mejores mulas de la zona, carros y cerdos; tierras todas las tierras que quisieras; tenía un montón de vacas y ternericos, cobras de yeguas que vendía para trillar, barricas de un vino con su nombre que le hacían en Sanlúcar, caballos de todas las razas, una mujer, ningún hermano vivo, una querida y tres zagales: dos rubios grandes a cuál más bruto y el pequeñajo rubicundo que era casi el peor de los tres por mu enano que fuera.
Todo esto pasó hace mucho tiempo. A veces los que lo narran son tan viejos que ya no saben si soñaron o imaginaron todas esas aventuras.
Y es que se contaba que el Morato antes de ser el Morato y esconderse en las cuevas y pasearse por el pueblo se había dejado la vida recorriendo esos caminos sevillanos tan lejos del desierto. Sacándoles los jurdeles a los que tuvieran la mala suerte de cruzarse con él.
Muchas veces me he imaginado la estampa. Un pañuelico que le tapaba media cara, el sombrero encalao tapando la otra media. Con la voz cascá de viejo aunque era joven: anda dame tó lo que tengas y asín no tiro de estas dos, señalando los pistolones. Y a correr sin mirar atrás cuando acababa la faena.
Era muy vivo y aprovechaba las vísperas y los caminos de las ferias de bestias. Los ganaderos menestrales, los tratantes y los artesanos, algunos labradores, iban con la bolsa llenetica pesetas para comprar o volvían con la bolsa llenetica pesetas de vender. Y ahí que se llevaba el Morato su buena tajá. Una vez, incluso cuentan que dejó limpio al recaudador de Morón, que venía de ponerse agustico de manzanilla y de chicharrones en una feria y que, bueno, dejó de