Nía
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Claro que eso no va a ser fácil. La leyenda dice que nadie ha sobrevivido jamás al encuentro con la dríada, la protectora del bosque. A pesar de las señales adversas y la hostilidad del lugar, Mara se adentra en él dispuesta a arriesgar su vida para conseguir el alimento que tanto necesitan ella y los suyos. Su valentía y obstinada voluntad llamarán la atención de la dríada, pese a que esta desprecia a los humanos. Mara descubrirá que, más allá de la supervivencia, su coraje le abre la puerta a un premio mucho mayor del que jamás habría podido soñar. Nía, la primera novelette de Patricia Reimóndez Prieto, es la historia de una humilde campesina que desea darle un futuro a su familia. La protagonista no es una elegida de brillante armadura y dones especiales.
Ella pertenece a los que no tienen nada, a los aparentemente insignificantes. La autora está convencida de que la lucha por la supervivencia es la más épica de las gestas. En un mundo deshumanizado marcado por la guerra, la fraternidad, la solidaridad y el respeto por la naturaleza pueden ser las respuestas.
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Nía - Patricia Reimóndez Prieto
Capítulo 1
Las leyendas se fraguan de formas inimaginables. La mayoría cuentan hazañas de poderosos guerreros, fuertes y valientes, que se sacrificaron por sus pueblos y que vencieron a un mal todopoderoso. Esta es diferente a todas ellas porque no nació del deseo de gloria ni se alimentó del valor empuñado en una espada. Surgió del hambre y creció en ese frío que existe cuando el presente avanza sin futuro.
Esta historia sucedió en un tiempo ahora lejano, cuando el mundo estaba dominado por los señores de la guerra. Enfrentados entre ellos por su afán de conquista, habían olvidado cuál era su función en este mundo: servir a su pueblo. Así que, mientras ellos destruían todo a su paso, la gente malvivía tanto que ni a aquello se lo podía llamar sobrevivir. La tierra, regada con la sangre de los muertos en vez de con el agua de la lluvia, se fue volviendo yerma, incapaz de engendrar siquiera un brote de mala hierba. Sin campos prósperos no hubo forma de alimentar a los animales y poco a poco fueron desapareciendo.
Cuando a las personas ya solo les quedaba esperar a que les alcanzara el mismo destino que a sus animales, hubo alguien que miró al único lugar que se mantenía vivo, un lugar prohibido: el Bosque de Robles, la morada de la dríada.
En el Bosque de Robles nadie entraba, ni el viento del otoño ni la nieve del invierno, ni siquiera el sol abrasador del verano. Era un paraíso en primavera perpetua que observaba al resto del mundo desde una colina, su atalaya natural, ajeno a él, a salvo de él. Mientras todo a su alrededor perecía, volviéndose polvo sobre polvo, él se alzaba verde y abundante, soberbio y burlón, hasta parecía que se regocijaba con la desgracia de los humanos.
La leyenda del Bosque de Robles contaba que al principio de los tiempos los humanos acudían a él para cazar y recolectar sus frutos; el lugar los acogía como a uno más y su protectora, su señora la dríada, incluso simpatizaba con los hombres y mujeres que pasaban por sus dominios. Hasta que llegó un día en el que, cansada de su presencia, los expulsó. Y desde entonces solo un loco sería capaz de acercarse siquiera. Nadie que hubiera osado adentrarse en el Bosque de Robles había regresado jamás. Tampoco los señores de la guerra con sus grandes ejércitos que, despreciando la leyenda, intentaron conquistar aquella tierra inconquistable. Ni la soberbia ni la locura sobrevivieron al encuentro con la dríada. Pero ¿qué hay de la fuerza que se oculta tras la desesperanza?
La primera vez que Mara fue hacia el bosque no llevaba más que un saco de arpillera, viejo y ajado, y el cuchillo más grande que encontró en la casa que compartía con su madre y el único hermano que le quedaba. Ese cuchillo se usaba, antaño, para degollar y despellejar a los conejos y podría esconderse con facilidad, si fuese necesario, en el interior de una de sus botas de piel, tan desgastadas que en dos caminatas más tendrían bocas por las que asomarían los dedos de los pies. Al menos, antes de partir a espaldas de su madre y con la obligada complicidad de su hermano, lo había afilado bien. Si iba a morir en el intento, sería dejando huella en forma de cuchilladas.
La determinación con la que había caminado hasta el Bosque de Robles, hasta el comienzo de sus dominios, se tambaleó nada más poner un pie dentro. Sintió el temblor del bosque, la alerta que recorrió la tierra, la vegetación y hasta la última rama de los árboles ante su presencia. El miedo, ahora que tomaba conciencia de lo que había hecho de verdad, hizo que de pronto olvidara lo que era andar y se quedó de pie, dentro de la espesura, aferrando su saco y, sobre todo, su cuchillo. Miles de ojos puestos en ella, de aves y roedores, pero también de animales de presa, de rapaces y, por supuesto, también los de ella, la dríada.
Le pareció tan poca cosa, escuálida como ningún humano que hubiera conocido antes en aquel tiempo lejano en el que les permitía pasar. Los ojos hundidos, los pómulos marcados y su piel tostada por el sol, seca y cuarteada, sin duda le hacían parecer mayor de lo que era. Bien seguro que no tenía nada más que aquello que sostenía con fuerza entre sus manos, así se agarraba el mortal al último aliento que le quedaba. El bosque se agitó, aleteando en las copas de los árboles, preguntándole qué debían hacer. Sintió curiosidad, así que esperó a que la humana diera el siguiente paso, ¿avanzaría o retrocedería? Cuando lo que te espera a tu espalda no es mejor que la perspectiva que se encuentra frente a ti, la decisión es fácil: adentrarse más en el bosque.
Para Mara fue como estar en otro mundo, imposible e irreal. La temperatura había descendido y la luz, abrasadora e implacable en el lugar del que provenía, se filtraba entre las hojas de los árboles descendiendo como hilos dorados sobre las flores y los arbustos. Blancos, rojos y amarillos salpicaban el verde que todo lo dominaba. No existía camino alguno, pues nadie lo había creado al pisar la hierba con sus pies una y otra vez; en cada paso necesitaba alzar sus piernas por encima de ella para avanzar con más facilidad. El aire se llenaba con el sonido de las hojas agitadas por la brisa y el canto de pájaros que parecía venir de todas partes. Avanzaba despacio, intentando tranquilizar su corazón, llenando y vaciando los pulmones poco a poco, diciéndose a sí misma que se calmara; si no lo conseguía, al menos lo habría