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Memorial
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Libro electrónico372 páginas5 horas

Memorial

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Una emocionante novela sobre una pareja gay, que reflexiona sobre el amor, la familia, la enfermedad, el perdón y la felicidad.

Benson y Mike son una pareja gay residente en Houston. Benson es afroamericano y trabaja como profesor en una guardería. Mike es de origen japonés y es chef en un restaurante mexicano. Su existencia en común empieza a mostrar algunas grietas y a verse amenazada por la monotonía. Esa monotonía la romperán una serie de acontecimientos no precisamente felices que sacudirán sus vidas. La madre de Mike llega de visita desde Osaka en el preciso momento en que él recibe la noticia de que su padre –que también vive en Osaka, aunque separado de la madre desde hace mucho– está enfermo de cáncer. Decide ir a visitarlo sin más dilación y deja a su madre con Benson, convertidos ambos en extraños compañeros de piso. Entre tanto, Benson también tiene que lidiar con la salud de su padre, amenazada por un alcoholismo que empieza a poner en peligro su vida.

Separados por miles de kilómetros, Mike y Benson se confrontarán con el pasado de sus respectivas familias y con algunos secretos relacionados con él. Y vivirán nuevas experiencias, y conocerán a otras personas, que pondrán en cuestión la relación que mantienen...

Una novela hermosa y sutil sobre el amor, la familia, la raza, la sexualidad, las heridas mal cerradas, las segundas oportunidades, el perdón, la enfermedad y la búsqueda de la felicidad. Una novela que seduce y atrapa por la fuerza humana de sus personajes, por sus pinceladas de humor y por la ambición con la que afronta temas de gran calado emocional.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 may 2022
ISBN9788433945730
Memorial
Autor

Bryan Washington

Bryan Washington es autor del libro de relatos Lot, ganador del Young Lions Fiction Award, finalista del NBCC’s John Leonard Prize, el PEN/Robert W. Bingham Prize y el Aspen Words Literary Prize e incluido en la lista de libros del año del expresidente norteamericano Barack Obama. Memorial es su primera novela. Ha escrito para medios como The New Yorker, The New York Times, The New York Times Magazine, BuzzFeed, Bon Appétit, Vulture, The Paris Review, GQ o la BBC. Vive en Houston.

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    Vista previa del libro

    Memorial - Lucía Barahona

    Índice

    Portada

    Benson

    Mike

    Benson

    Créditos

    Notas

    Para A, D y L

    Creo que todo el mundo en todas partes está hablando siempre de la misma mierda.

    RACHEL KHONG

    El mundo es maravilloso, terrible.

    ANDRÉS NEUMAN

    ¿Necesita una razón el amor?

    MASAO WADA, Terrace House

    Benson

    1

    Mike se va a Osaka, pero su madre vuela hacia Houston.

    Dice que solo serán unas semanas.

    O tal vez un par de meses. Pero necesito ir.

    Lo primero que pienso es: Joder.

    Lo segundo que pienso es que no nos lo podemos permitir.

    Entonces caigo en que nosotros no tenemos ahorros de ningún tipo. A Mike, sin embargo, las finanzas siempre se le han dado bien, siempre se ha mostrado a favor de mantener las cuentas separadas. Esto es algo que con él siempre había dado por sentado.

    Ahora dice que quiere encontrar a su padre. El hombre se ha puesto enfermo. Mike quiere llegar a tiempo antes de que se vaya. Y yo estoy en el sofá, medio escuchando y medio cargando el teléfono.

    Hace años que no ves a tu madre, digo. Viene a verte a ti. Yo no la conozco.

    Y añado: Joder, tu padre ni siquiera te cae bien.

    Es cierto, dice Mike. Pero ya he comprado el billete.

    Y Ma estará aquí cuando vuelva. Tu eres una buena compañía. Lo superará.

    Está cascando huevos en la cocina, vertiendo las yemas en un par de sartenes. Luego les echa sal y la mayonesa salpicada de orégano. Mike antes era muy tiquismiquis con la salsa sriracha y ponía el grito en el cielo cada vez que la tocaba, pero ahora exprime una botella descolorida sobre mi tortilla y la extiende con la espátula.

    No pregunto dónde piensa hospedarse en Japón. No pregunto con quién va a quedarse. No pregunto dónde va a dormir su madre cuando esté aquí, en nuestro apartamento de una sola habitación, ni cómo nos organizaremos. Cuando un tren está en marcha, a veces puedes pillarlo. Así es como consiguieron entrar en este país las familias de algunos de los chavales con los que trabajo. Si te caes, estás muerto. Si eres demasiado lento, estás muerto. Pero si empiezas a correr, nunca llegas a perderlo.

    Así que no agarro la mesa y la estampo contra el suelo. Ni tampoco las sillas. No le rayo el coche ni lo embisto contra el salón. Después del ojo morado dejamos de ponernos las manos encima; ambos llegamos a la conclusión, internamente, de que era lo mínimo que podíamos hacer.

    Hoy me limito a sonreír.

    Le agradezco a Mike que me haya puesto al corriente.

    Le pregunto cuándo se marcha, y sé que es un error por mi parte. He alargado el brazo para desenchufar el cargador antes de que responda: Mañana.

    *

    Hemos estado bien. Gracias por preguntar.

    *

    Llevamos, de relación, ¿cuánto? ¿Cuatro años? Depende de cuándo se empiece a contar. Hace meses que no vamos a una fiesta y, cuando íbamos, al principio nadie sabía que follábamos. Mike se quedaba a un lado mientras cualquier chica caucásica iba abriéndose paso en mi espacio personal, entonces él me pasaba el brazo por encima del hombro para meter un dedo en mi cerveza.

    O estornudaba, se estiraba y se limpiaba la nariz en mi manga.

    O acariciaba mi cartera, despacio, y volvía a dejarla en su sitio dándome una palmaditas.

    Una vez, en una cena, fue el centro de atención con una mano apoyada en mi regazo y acariciándome la entrepierna con el pulgar por debajo de la mesa. Cada tanto, alguien miraba y se notaba cuando al fin se daban cuenta. Enderezaban la espalda. Esbozaban una sonrisa demasiado forzada. Entonces Mike les preguntaba si ocurría algo y ellos aseguraban que no era nada, y él volvía a las andadas, sin mirar ni una sola vez en mi dirección.

    Éramos conscientes de la imagen que dábamos. Y de la que no. Pero una noche, hace unas semanas, durante una ruta de bares organizada por el trabajo de Mike, un simple vistazo fue suficiente. Trabaja en una cafetería en Montrose. Es una de esas fusiones en las que preparan cuencos de arroz y rollitos de huevo (aunque en realidad es comida mexicana, porque, a menos que te llames Mike, son ellos quienes cocinan).

    Abrieron hace un año. Celebraban su aniversario. Mike nos ofreció como voluntarios para echar una mano durante una hora dando vueltas a las tortillas en un hornillo junto al DJ.

    Yo me sentía miserable. Mike se sentía miserable. Todo los que se cruzaban con nosotros nos miraban en plan: Hum. Nos saludaban. Nos preguntaban cuánto tiempo llevábamos juntos. Querían saber dónde nos habíamos conocido, cómo nos las habíamos apañado durante Harvey, pero la puta música estaba demasiado alta, así Mike y yo simplemente nos encogíamos de hombros.

    *

    No abro la boca de camino al aeropuerto cuando vamos a recoger a su madre y tampoco suelto prenda cuando Mike aparca. El Aeropuerto Intercontinental George Bush se encuentra fuera de la circunvalación de Houston, pero siempre hay tráfico en la autopista. Una vez se detiene en Llegadas, Mike coge las llaves y una fila de coches centellea detrás de nosotros, una pequeña constelación de viajeros.

    Mike se ha dejado bigote. Se agita en su rostro. Normalmente se lo recorta entero, y de pronto pienso que parece una especie de caricatura de sí mismo. Nos quedamos sentados junto a la terminal; nuestra situación no puede ser la más jodida de todas las que hay aquí, pero aun así, te lo preguntas.

    Yo me lo pregunto.

    Me pregunto si él se lo pregunta.

    Últimamente no se nos ha dado muy bien eso de disculparnos. Ahora sería un buen momento.

    El aeropuerto recibe unos ciento quince mil visitantes diarios, y aquí estamos, dos de los más ridículos.

    Oye, dice Mike. Suspira. Me da las llaves. Dice que volverá enseguida con su madre.

    Si nos dejas tirados en el aparcamiento, dice Mike, es probable que te encontremos.

    *

    Tardó apenas dos citas en sacar del tema de la Raza. Habíamos ido a un bar irlandés escondido detrás de Hyde Park. El resto de personas que había en el patio eran blancas. Me había emborrachado un poco y cuando le dije a Mike que era ligeramente más bajo que la media, chasqueó la lengua en plan: Anda que has tardado.

    ¿Y si te dijera que eres demasiado educado?, dijo Mike.

    Vale.

    O lo bien hablado que eres.

    Ya lo he pillado. Lo siento.

    No lo sientas, dijo Mike, y me pegó en el hombro.

    Era la primera vez que nos tocábamos esa noche. El camarero, pestañeando, nos miró.

    Solo espero que me veas como a un ser humano totalmente realizado, dijo Mike. Más allá del evidente atractivo.

    Cállate.

    Lo digo en serio, dijo Mike, sin tonterías.

    Yo, Mifune, dijo; tú, Yasuke.

    Para.

    O puede que solo seamos los putos Bonnie and Clyde.

    *

    En el tiempo que Mike tarda en volver de la Recogida de Equipajes, tres polis diferentes lanzan miradas furtivas al coche. Sonrío a los dos primeros. Frunzo el ceño al tercero. Este último da un golpecito en la ventanilla, como diciendo: ¿A qué cojones esperas? Y cuando señalo la entrada del aeropuerto, se limita a mirarme con cara de pocos amigos.

    Entonces los veo salir. Lo primero que pienso es que parecen de la familia. La madre de Mike tiene la espalda ligeramente encorvada, y él arrastra la maleta de ruedas tras ella. Hubo una época en que sea veían una vez al año –ella volaba hasta aquí solo para visitarlo–, pero los últimos tiempos han sido un tanto accidentados. Las visitas cesaron cuando yo me mudé con Mike.

    Lo menos que puedo hacer es abrir el maletero. Me gustaría ser el tipo de tío que no lo hace, pero no lo soy.

    Mike ayuda a su madre a ajustar el asiento trasero mientras ella se mete en el coche, y ni siquiera me mira. Lleva el pelo recogido en un moño. Cazadora azul brillante, mascarilla quirúrgica y un débil rastro de maquillaje.

    Ma, dice Mike, ¿tienes hambre?

    Farfulla algo en japonés. Se encoge de hombros.

    Ma.

    Me mira. Vuelve a preguntarle. Entonces él también cambia de idioma.

    Ella dice algo, y luego él dice algo, y entonces otro tipo que se dedica a dirigir el tráfico se acerca a mi ventanilla. Es latino, con un pecho fornido embutido en el chaleco. La cabeza rapada como si estuviera en el ejército. Mueve los labios para decirnos algo a través del cristal y bajo la ventanilla. Pregunta si ocurre algo.

    Le digo que ya nos vamos.

    Pues a qué esperas, dice este hombre.

    Las siguientes palabras salen de mi boca antes de tener tiempo de saborearlas. Un poco como la gravedad. Le digo: Vale, hijoputa, ya nos vamos.

    Y el latino frunce el ceño. Antes de que reaccione se oyen varios bocinazos detrás de nosotros. Vuelve a mirarme y después se aparta, rascándose el pecho, dando un respingo.

    Cuando subo la ventanilla, Mike me está mirando. También su madre. Ella dice algo mientras sacude la cabeza, y me incorporo al tráfico.

    Enciendo la radio y suena Meek Mill.

    Cambio de emisora y suena Migos.

    Apago la maldita radio. Por fin estamos en la autopista.

    De repente, somos una telenovela más entre tantas otras, pero en ese momento la madre de Mike empieza a reírse, moviendo la cabeza.

    Dice algo en japonés.

    Mike golpea la guantera y dice: ¡Ma!

    *

    Mis padres fingen que no soy gay. Para ellos es más fácil de lo que parece. Mi padre vive en Katy, en la zona oeste de Houston, y mi madre se quedó en Bellaire, incluso después de volver a casarse. Antes de eso, la mayoría de las cenas familiares las hacíamos en el centro. Mi padre era meteorólogo. Era una cuestión de estatus. Nos recogía a mi hermana, a mi madre y a mí en casa y nos llevaba por la I-45 para comer donde estaban sus compañeros de trabajo, y siempre pedía para nuestra mesa el plato más grande del menú –bandejas rebosantes de cerdo rebozado, kilos de cangrejo al vapor crepitando sobre una cama de bok choyy llamaba a eso Trabajo, porque siempre estaba Trabajando.

    Solía preguntar: ¿A cuántos negratas veis por ahí informando del tiempo?

    Mi madre nunca discutía con él ni le soltaba palabrotas ni nada por el estilo. Repetía exactamente lo que él decía. Imitaba la voz de mi padre. Ese era su rollo. Hacía que sonara importante, como una especie de jefe, pero mi padre es poca cosa, y sus tácticas conseguían exactamente lo que estáis pensando.

    Un gran trabajo el de hoy, decía mi madre en el coche, atascados en la 10.

    Esta previsión es impresionante, decía momentos después de que mi padre estampara una copa de vino contra la pared de la cocina.

    Juro que es la última, decía ella mirándole fijamente a los ojos, mientras él se trastabillaba, borracho, agarrado a sus rodillas, jurándole que jamás volvería a tocar una sola cerveza.

    Al final se marchó. Lydia se fue con nuestra madre, cambió de instituto. Yo me quedé en las afueras, en mi vieja escuela de secundaria, y mi padre siguió bebiendo. Cuando lo despidieron de la cadena por aparecer borracho en antena, tuvo que echar mano de sus ahorros. A veces hacía de profesor sustituto en clase de Ciencias en el instituto, pero se pasaba la mayor parte del tiempo tirado en el sofá, abucheando los pronósticos que emitían cada hora por la cadena KHOU.

    A veces, durante alguno de sus arrebatos de sobriedad, cuando yo volvía a casa, lo encontraba calificando trabajos de clase. Algún chaval había llamado anticipación a la precipitación. Otro, en lugar de definir los cúmulos había dibujado algodoncitos por toda la página. Una vez mi padre colocó tres exámenes en el extremo de una mesa ya de por sí excesivamente abarrotada, todos con la misma letra, solo cambiaban los nombres.

    Los señaló con la mano, preguntó por qué todo tenía que ser tan jodidamente difícil.

    *

    A los pocos meses, Mike dijo que podíamos ser lo que quisiéramos. Independientemente de lo que pudiera parecer.

    Soy una persona muy fácil, dijo.

    Yo no, repuse.

    Lo serás. Dame un poco de tiempo.

    *

    Es pasada medianoche cuando llegamos a nuestra calle. La mayoría de las luces están apagadas. Hay unos chavales acurrucados en la acera, fumando hierba. Jodiendo con sus petardos.

    Después de que uno explote detrás de nosotros, los chavales se piran. Ahora les ha dado por hacer eso. La madre de Mike ni siquiera se inmuta.

    Ma, dice Mike, hemos llegado.

    Vivimos en Third Ward, una zona de Houston que históricamente ha sido negra. Nuestro apartamento es demasiado grande. No tiene ningún sentido. En otro tiempo fue un vecindario pudiente, pero entonces llegó el crac y el dinero se largó a otra parte y de vez en cuando se oyen disparos o peleas o cabrones conduciendo a toda pastilla. Pero recientemente la manzana se ha visto invadida por fraternidades procedentes de la universidad que hay al final de la calle. Y por una serie de tipos con pinta de profesores universitarios. Niños ricos que juegan a ser pobres. Los negros que viven aquí desde hace décadas les dejan hacerlo, felices porque saben a ciencia cierta que la peña blanca mantiene alejada a la poli.

    Nuestros vecinos de un lado son venezolanos. Tienen como nueve hijos. Los del otro lado son unos abuelos negros que viven en el inmueble desde hace años. Cada pocas semanas, Mike prepara para ambas familias sopa de pescado,¹ boniatos, macarrones y arroz. Mike nunca le ha dado importancia: coge y lo hace, y al principio le pregunté si no le parecía condescendiente.

    Sin embargo, al cabo de un tiempo advertí que la gente le dejaba estar en sus porches. Daba palmaditas a sus hijos inclinado sobre la barandilla de madera. A veces los negros le invitaban a pasar, le enseñaban fotografías de las hijas de sus hijas.

    Hace años que vive aquí. Yo dejé la casa de mi padre para mudarme con él. La primera noche que pasé en su apartamento no pude pegar ojo por el ruido. Mike dijo que me acostumbraría, pero, a decir verdad, yo no quería.

    La madre de Mike deja los zapatos junto a la puerta. Pasa la mano por la pared. Golpea la repisa, toca el parqué con la punta del pie. Cuando entra en el vestíbulo, Mike me sonríe, la primera sonrisa en lo que me parecen meses, y en ese momento lo oímos: primero flojito, después un poco de hipo, y entonces la madre de Mike rompe a llorar.

    *

    Varios años después de que se separaran, mis padres me llevaron a comer a Montrose. Hacía mucho que no nos sentábamos todos juntos a la misma mesa. Lydia se había distanciado bastante de ellos: se había mudado y había seguido con su vida. Me recomendó que hiciera lo mismo, pero en vez de eso lo que hice fue pedir un sándwich Reuben.

    La semana anterior, mi padre me había sorprendido mientras un tío me masturbaba. Era una persona sin importancia. Nos habíamos conocido en alguna app de follar. Mi padre abrió la puerta, tosió y lo cierto es que mientras salía de la habitación dijo: Lo siento. El chico que estaba conmigo me miró en plan: ¿Terminamos o qué?

    Esa noche, después de que el chico se marchara, esperé a que mi padre sacara el tema. Pero todo cuanto hizo fue quedarse sentado en el sofá y beberse enteros dos packs de latas de cerveza. El incidente se disolvió. Antes de meterse en el coche para irse, el tipo me pidió volver a vernos y le dije que mejor que no, porque lo más probable era que aquello no fuese a ninguna parte. Todavía no había aprendido que el número de personas que llegarán a interesarse por ti es finito.

    Cuando nuestro camarero, un chico flaco y moreno, nos preguntó si nos faltaba algo, yo me aturullé un poco. Él sonrió. Y tras él, sonrió mi madre.

    Sabes que puedes hablar con nosotros, dijo.

    Con los dos, añadió.

    Mi madre olía a chocolate. Mi padre se había puesto su camisa bonita. Difícilmente se podría pensar que ese hombre había estampado a su mujer contra una pared. O que, inmediatamente después, esta señora le había clavado un tenedor en el codo.

    Genial, dije. Gracias.

    De cualquier cosa, dijo mi madre acariciándome la mano.

    Me encogí y la retiró. Mi padre no dijo nada.

    Esa noche, mi padre me dejó en casa. Dijo que estaría de vuelta por la mañana.

    Menos de una hora después había escrito al chico del otro día. Cuando le abrí la puerta, parecía un poco inseguro, pero entonces le rocé la muñeca y su rostro se iluminó con una gran sonrisa.

    Dejé que me follara en el sofá. Y luego otra vez en la cocina. Y luego en la habitación de mi padre. No usamos protección.

    Se marchó a la mañana siguiente, pero antes desayunamos unas tostadas. Era filipino, tenía mucho acento. Me dijo que quería ser abogado.

    *

    Un día, a los dos años de estar saliendo, se lo conté a Mike. Estábamos haciendo la compra. Mike lo toqueteaba todo, el jengibre, el repollo, el beicon.

    A mitad de la historia, me interrumpió para preguntar por el kombu.

    Dijo que mis viejos tienen pinta de ser unos verdaderos ángeles.

    Y que yo era como un bebé. Un chico muy afortunado.

    Entonces, una mañana, Mike ya había salido hacia el restaurante, pero se había olvidado el teléfono encima del lavabo. No tenía ninguna intención de tocarlo, pero se iluminó, así que lo hice.

    No conocía ni conozco al tipo cuya polla parpadeó en la pantalla.

    Fue solo un segundo.

    Luego desapareció.

    En las películas ves este tipo de situaciones y, joder, piensas que nunca podrían pasarte a ti. Y si te ocurrieran, te mostrarías proactivo, faltaría más. Lo mandarías todo a la mierda.

    Cuando Mike llamó a la puerta en busca del móvil, señalé en silencio el lavabo.

    Espera, dijo, ¿qué pasa?

    Nada.

    Dímelo.

    No pasa nada. Solo estoy cansado.

    No bebes suficiente agua, dijo Mike, e incluso se molestó en servirme un poco.

    Nunca dije nada sobre la foto. Pero supongo que podría decirse que me molestó.

    *

    Mike da por hecho que vamos a prepararle la cama a su madre en el sofá-cama.

    Le dice que mañana tendrá la habitación, y me mira.

    Su madre no abre la boca, pero ha dejado de llorar. Deja su bolsa sobre la repisa, se cruza de brazos. Levantamos el colchón del sofá, lo cubrimos con mantas que nos regaló Lydia y, cuando voy al dormitorio a por unas almohadas, decido no volver a salir.

    El tema con nuestra casa es que no hay mucho que limpiar. Casi todo lo que yo gano es para pagar la mitad del alquiler, y Mike se gasta todo su sueldo en comida. La verdad es que, pensándolo bien, aún tiene bastante margen para comprar un billete de avión. Dinero suficiente para volar al otro lado del mundo.

    Todavía se oyen gritos en el salón cuando me meto en la cama. Fuera, algo pesado cae al suelo. No me levanto de un salto para ver lo que es. Y cuando finalmente Mike entra en nuestro cuarto y cierra la puerta, me llegan los sollozos de su madre desde la otra habitación.

    Parece que se lo está tomando bien, anuncia.

    Casi no la has avisado. Se monta en un puto avión para venir a verte y, en cuanto llega, vas y te piras en otro.

    Eso es injusto. Sabes perfectamente el motivo por el que lo hago.

    Tampoco es justo para ella.

    No pasa nada. Estará bien.

    Qué fácil es quererte.

    Ma no necesita mucho, dice. No tendrás que hacer nada, si eso es lo que te preocupa. Dentro de unos días ni siquiera notarás su presencia.

    Empiezo a decir: ¿Acaso habla inglés?

    Y entonces me lo trago.

    Y entonces lo suelto.

    No lo dices en serio, dice Mike quitándose la camiseta.

    No.

    No voy a decir que sea racista, pero es un comentario de mierda. Por un momento he pensado que realmente te importaba algo.

    Se quita los pantalones de una patada, los mete en la mochila con los pies. Ha vuelto a engordar, pero eso no es nada nuevo. Nunca ha supuesto un problema, nunca me ha afectado, pero por primera vez me da un poco de asco.

    Mike se da cuenta.

    No dice nada.

    Puedes enseñarle tú, dice. Si tanto te preocupa. Palabra por palabra.

    Estás de broma.

    Estoy haciendo la maleta.

    *

    Mi hermana lo conoció por casualidad. Fue en una fiesta de Halloween, en un bar que daba a una bocacalle de Westheimer. Yo había ido a mear y, cuando volví a la mesa, Lydia estaba a su lado dando vueltas a su coca-cola. Llevaba una especie de traje de bruja, un disfraz con demasiadas correas. Mike llevaba puesta una toga. Yo había ido de mí mismo.

    Estaba hablando con Mark, dijo Lydia.

    No me habías dicho que tuvieras una hermana pequeña, dijo Mike.

    Y así siguieron un buen rato, con el toma y daca. Lydia pidió otra ronda. Cuando le pregunté si no tenía una cita a la que volver, sonrió y me dijo que tendría que posponerla. Dijo que esto era especial. Nunca iba a volver a conocer por primera vez al novio de su hermanito.

    Lydia era de la edad de Mike. Unos cuantos años mayor que yo. Redactaba textos en el Buffalo Soldier, un museo del centro de la ciudad, y si alguien le decía que no sabía que en Houston hubiera uno de esos, les decía que era porque era para negratas.

    Pero esa noche estuvo comedida. Se rió de nuestras bromas. Nos invitó a cervezas.

    Justo antes de pedir la última, Lydia le dio su número a Mike.

    Guau, dijo Mike, es la primera vez que me pasa.

    La vida es larga, dijo Lydia.

    Salud, dijo Mike.

    Más tarde, esa misma noche, Lydia me envió un mensaje.

    Es gracioso, dijo.

    Demasiado gracioso para ti, añadió.

    *

    De nosotros cuatro, mi padre y Lydia son los mas oscuros. Siempre que de niños comíamos fuera, ella y yo teníamos que sentarnos en el mismo extremo de la mesa. Si no, corríamos el riesgo de que los camareros separaran la cuenta, lo típico por lo que nuestro padre después se tiraba meses quejándose. Nunca volvíamos a comer en esos restaurantes.

    *

    Es tarde cuando Mike me toca, y no soy consciente hasta que

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