Facendera
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Una novela con sexo, drogas y coches tuneados sobre jóvenes sin horizontes en una España desolada.
La facendera es un tipo de trabajo comunitario que moviliza a todo un pueblo con un mismo fin. El narrador de esta novela le explica el término a Aguedita en medio de una fiesta, en la que le cuenta una historia que ella va interrumpiendo con sus preguntas. Una historia sobre el hijo de la farmacéutica y la hija de El de los piensos, sobre un pueblo leonés donde han clausurado las minas, se va a demoler la central térmica y no hay futuro alguno. Una historia sobre gente sin expectativas que consume ladrillos. Y también una historia de amor, de coches tuneados y quedadas en el parking de la gasolinera, de polvos en las ruinas de la ermita, de experimentos con gallos y con testículos de gallos. Y, sobre todo, la historia de quien cuenta historias para seducir, manipular, para engatusar.
Una novela sobre lo que es ser joven en un pueblo de mierda, sobre una España desolada, pero también, descarada y radicalmente, contra ella: esa España etiquetada a la que quizá pueda salvar una ficción colectiva y una cierta idea de comunidad.
Óscar García Sierra
Óscar García Sierra nació en León en 1994 y vive en Madrid. Ha colaborado en antologías en México (Pasarás de moda y Hot babes), Argentina (1000 millones. Poesía en lengua española del siglo XXI), Estados Unidos (The Poetic Series, Noon on the Moon) y España (Millennials). Sus poemas han aparecido en publicaciones como Tenían veinte años y estaban locos, New Wave Vomit, Ciudades Esqueleto, Playground, Efecto 2000 y Revista tn. Es autor del poemario Houston, yo soy el problema.
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Facendera - Óscar García Sierra
Índice
Portada
1. Botes de ladrillos vacíos
2. Tres serpientes peleando
3. Artículo + posesivo
4. El último futbolista
Créditos
A Belén Bermejo
1. BOTES DE LADRILLOS VACÍOS
Un León, un Eclipse o un Tiburón. El hijo de la farmacéutica se hubiese conformado con cualquiera de los tres, pero el León era su preferido. Un León amarillo del 2001 como el que tenía ese soldado que se había partido un diente bailando en las fiestas del pueblo. Un León amarillo con llamas tribales en las puertas, el tubo de escape trucado y un alerón rollo WRC. Ese era el coche de los sueños del hijo de la farmacéutica. Ese sábado por la tarde, como casi todas las tardes del último año, se lo cruzó en la carretera de la mina cuando daba una vuelta en bici buscando botes de ladrillos vacíos.
Los domingos todos los chavales del pueblo admiraban al hijo de la farmacéutica. La culpa la tenían los altavoces que había puesto en el maletero del ZX gris de su abuelo. Cada domingo a primera hora de la tarde entraba derrapando en el parking de la gasolinera para participar en una competición en la que ganaba el dueño del coche cuyos altavoces alcanzasen más decibelios. El resto de la semana era un pringao. Vivía para esos diez segundos que pasaban desde que se persignaba y comenzaba a subir el volumen hasta que, cuando este llegaba al máximo, el jurado miraba el medidor de decibelios y lo declaraba ganador. Los premios solían ser descuentos para el taller o copas en el bar del pueblo. Con todos los descuentos que había ido acumulando en los meses anteriores, el hijo de la farmacéutica estaba a punto de poder ponerle un tubo de escape trucado al ZX. Aunque a él, que siempre había sido un marginado y seguía siéndolo seis días a la semana, lo que más placer le daba era ver las caras de envidia de los chavales que tenían un coche mejor que el suyo, chavales que llevaban años humillándole entre semana y los domingos se preguntaban cómo era posible que el bakalao sonase tan alto en aquel coche tan viejo.
Por desgracia para él las competiciones de altavoces solo se celebraban los domingos, y el resto de la semana al hijo de la farmacéutica le tocaba recorrer el pueblo buscando botes de ladrillos vacíos. El pueblo estaba lleno de botes de ladrillos vacíos. La gente los tiraba en medio del monte y a la orilla del río, debajo de los coches y por encima de las vallas de las fábricas abandonadas, en las ruinas de la ermita y en la boca de la mina. En el pueblo todo el mundo comía ladrillos desde los tiempos en que los mineros se zurraban con los antidisturbios, y todo el mundo se avergonzaba de comerlos. Los comían los viejines, que estaban depres porque no sabían si aguantarían vivos para ver cómo se moría el pueblo; y los comían las viejinas, que desde que chaparon la mina, la térmica y las fábricas tenían que aguantar a los viejines borrachos en casa a la hora de comer; y los comían los hijos de los viejines y las viejinas, que estaban en paro y no encontraban curro o directamente no lo buscaban, porque les acojonaba que fuese verdad lo que decía la gente y realmente no hubiese trabajo; y los comían sus nietos, algunos porque sus padres les obligaban, porque los críos tenían problemas y ellos no se los podían solucionar, y otros porque ellos querían, porque sus padres tenían problemas y ellos no se los podían solucionar. Todo el mundo comía ladrillos y todo el mundo tiraba los botes vacíos en medio del monte o a la orilla del río, debajo de los coches o por encima de las vallas de las fábricas abandonadas, en las ruinas de la ermita o en la boca de la mina, donde fuese con tal de que nadie los encontrara en sus bolsas de basura.
Pero eso qué tiene que ver con la chavala esa, me interrumpió Aguedita. Estábamos los dos sentados en el suelo de la cocina, cada uno con una yonkilata. Las canciones y las voces de la gente que estaba en el salón sonaban cada vez más alto al intentar imponerse unas por encima de las otras.
Tú escucha. El caso es que la su bici...
¿Por qué dices «la su bici»?, me interrumpió otra vez Aguedita.
Pues porque lo decía la mi abuela. Joder, tú eso tenías que saberlo, que eres filóloga.
Pero de español, no de leonés.
Yo es que hice un curso online de leonés que me moló la hostia. Y luego todo lo que le he ido oyendo a la mi abuela, claro.
Venga, pues háblame un poco en leonés.
En verdad casi no me acuerdo.
Lo que te acuerdes, va.
A ver. Por ejemplo. La «h» se pronuncia como una «f», la «j» se escribe con «x» y «pl» a veces se transforma en «pr». Se dice «praza» en vez de «plaza», «igresia» en vez de «iglesia», y así. De eso sí que me acuerdo. Ah, y «es» se dice «ye», y...
Eso parece asturiano o castellano antiguo, me interrumpió Aguedita.
Sí. O sea, no. No sé. Es que es lo mismo que el asturiano, solo que en León no se conserva tanto y... no sé. En el curso este que te digo lo llamaban asturleonés.
Claro, claro. Eso ya me suena más.
Pero ya se me olvidó casi todo. No sé. Son muy importantes las contracciones, de eso también me acuerdo. Así que me venga ahora a la cabeza, se dice «nél» y «nún». Bueno, «nun» así sin tilde también quiere decir «no». También está «pol» o «pola». Por ejemplo, hay una asociación que se llama «Facendera pola Llingua». La facendera era un trabajo comunitario típico de León al que tenía que ir todo el pueblo.
No lo entiendo, me dijo Aguedita.
¿Qué no entiendes?
Lo de la facendera.
Pues eso. No sé. Por ejemplo, si había que arreglar la plaza del pueblo o, yo qué sé, algún camino, se citaba a toda la gente, daba igual que fuesen niños o viejos, y entre todos lo apañaban en un momento.
¡Qué bonito! ¿Y eso ya no se hace?
Qué va. Imposible. Ahora la poca gente que queda en los pueblos puede pasar semanas sin verse. Se muere alguien y a lo mejor pasan días hasta que se enteran sus vecinos. Cada uno mira por lo suyo. Además, lo de poner a niños a currar...
Ya, total.
No me acuerdo de mucho más, la verdad. Este verano te invito a las fiestas, pa que lo veas.
No sé si me enteraré de algo.
Na, tranqui, que luego casi nadie habla así. Ni la mi abuela.
Chachi. Pero venga, sigue con la historia, me dijo.
La carretera de la ermita no lleva a la ermita, sino a una de las canteras de la cementera. Para llegar a las ruinas de la ermita hay que coger un desvío de la carretera de la mina y atravesar una collada en la que siempre sale algún mastín o algún carea. El hijo de la farmacéutica recorría todo el pueblo en bici buscando botes de ladrillos vacíos. Esa tarde, después de cruzarse con el León amarillo en la carretera de la mina, fue a la ermita, donde siempre aparecía algún bote, y, cuando salió con uno en la mano, su bici había desaparecido.
Realmente la bici no era suya, porque él se la había robado meses antes a un chaval del pueblo a la puerta de la piscina. Era una bici azul casi nueva, con amortiguación delantera y frenos de disco, que el hijo de la farmacéutica había pintado de naranja y gris y en la que, desde que se hizo con ella, se montaba todos los días para ir a buscar botes de ladrillos vacíos por el pueblo. Todos los días excepto los domingos, que era el día en que su abuelo le solía dejar su coche para que lo llevase al parking de la gasolinera.
El hijo de la farmacéutica miró por todas partes buscando al ladrón, pero sin las gafas apenas veía lo que había al otro lado de la presa que separaba la ermita de la carretera. El sol empezaba a esconderse detrás de las chimeneas más bajas y anchas de la central térmica. El hijo de la farmacéutica pasó casi todo el camino desde la ermita hasta la casa de su abuelo fumándose un cigarro, haciendo una lista mental de sospechosos y dándole patadas al bote de ladrillos que se había encontrado en las ruinas de la ermita, el único que había conseguido en toda la tarde. Con cada patada que daba los mecheros que llevaba en el bolsillo del chándal chocaban unos con otros. Ya casi había llegado a casa cuando, después de dar una patada con más rabia de la necesaria, el bote desapareció por una alcantarilla al lado de un Vitara rojo que estaba aparcado cerca de la plaza. Resignado, el hijo de la farmacéutica continuó el camino dando patadas al aire.
Al entrar en la cocina el hijo de la farmacéutica se encontró un plato de cocido encima de la mesa y a su abuelo comiéndose un yogur mientras miraba por la ventana.
Pufff, dijo el hijo de la farmacéutica mientras miraba con cara de asco el plato de cocido. Joooder, hermano, le dijo a su abuelo.
Su abuelo le miró de reojo sin dejar de comer el yogur. El sol ya casi había desaparecido y daba la impresión de que las chimeneas de algunas fábricas salían de las cumbres de las montañas.
Cocido pa cenar. No me jodas, primo, le dijo el hijo de la farmacéutica a su abuelo.
Venga, chaval, no hagas esparabanes, que te lo hice con todo el cariño, le contestó su abuelo, que acto seguido se acabó el yogur y lo tiró al fregadero, pero siguió chupando la cuchara como si fuese un helado.
¿Su abuelo hablaba en leonés?, me interrumpió Aguedita.
Yo qué sé. Yo a él no lo conocía. No seas ansias y déjame seguir.
Pero ¿qué son «esparabanes»?
Pues como aspavientos o algo así. Eso lo decía mucho el mi abuelo también. Como me interrumpas tanto no acabo, eh.
Sigue, sigue. Venga, me dijo Aguedita.
Sácame otra lata, por fa, le dije aprovechando que se puso en pie. Ya me empezaba a doler todo el cuerpo después de haber pasado medio día cargando las cajas de la mudanza.
Una moto pasó por la calle y el perro de caza del vecino empezó a ladrar. Al cabo de un rato la moto y su ruido desaparecieron calle abajo, pero el perro seguía ladrando.
¿Ya prendiste la lumbre o qué?, preguntó el hijo de la farmacéutica después de tragar una cucharada de cocido.
Eché algo de carbón antes, sí, dijo su abuelo.
Pero si aún es verano. Joder, es que con este calor no hay quien coma. Además, mañana tengo competición. No puedo comer cocido antes de competir. ¿Es que tú no piensas? ¿No sabes que mañana madrugo?
Déjate de telares, que aquí el verano siempre se acabó el día de la Asunción, dijo el abuelo.
Guárdamelo pa mañana pa cenar, hostia, dijo el hijo de la farmacéutica después de tragar una segunda cucharada con la mitad de cocido que la primera.
Ni pa mañana ni pa Babia. O te lo comes, o mañana no hay coche. A ver si llevo yo toda la tarde cocinando pa que ahora venga el...
Joooder, hermano. Si estuviera aquí la mi abuela..., dijo el hijo de la farmacéutica antes de levantarse y salir de la cocina dando un portazo.
Su