Imaginemos una frase
Por Brian Dillon
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Este libro parte de una propuesta muy singular. El autor reúne frases –no necesariamente las más célebres ni las más trascendentales- de veintisiete escritores –desde Shakespeare a algunos actuales– y cada una de ellas da pie a un breve, sagaz e inteligente ensayo.
El arranque shakespeariano es sorprendente: la frase elegida es «Oh, oh, oh, oh». Siguen otras de John Donne sobre la mentira, sir Thomas Browne sobre el tiempo, de Quincey sobre el daguerrotipo, Charlotte Brontë sobre las medicinas y el dolor, George Eliot sobre la mirada, uno de los juegos verbales de Gertrude Stein, Virginia Woolf sobre la enfermedad, una respuesta de James Baldwin a Norman Mailer, un pie de foto escrito por Joan Didion, un comentario de Roland Barthes sobre las anguilas en la gastronomía japonesa, una reflexión de Anne Carson a partir de Flaubert…
El resultado es un derroche de talento e ingenio, una pirueta literaria, un ejercicio de erudición, un reto intelectual, un deslumbrante juego experimental, una reflexión sobre el poder de las palabras y un muy estimulante conjunto de jugosos ensayos.
Brian Dillon
Brian Dillon (Dublín, 1969) es autor de The Great Explosion (finalista del Premio Ondaatje), Objects in This Mirror, I Am Sitting in a Room, Sanctuary, Tormented Hope: Nine Hypochondriac Lives (finalista del Wellcome Book Prize) e In the Dark Room (Irish Book Award para obras de no ficción); en Anagrama ha publicado Ensayismo e Imaginemos una frase. Es profesor de Escritura Creativa en la Queen Mary University of London. Fotografía del autor © Sophie Davidson
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Imaginemos una frase - Rubén Martín Giráldez
Índice
Portada
La sensibilidad como estructura
¿Cómo?, ¿ni una palabra de despedida?
Esperanzas comprensibles de acabar
O altitudo
Daguerreotype, &C.
La exaltación de Lucy Snowe
Una historia de luces y sombras
Tradiciones de aire
Supongamos una frase
Cómo cómo cómo qué qué qué
Toda clase de oscuras tensiones
(Cuadritos 1915-1940)
Astillas de actualidad
Obedeciendo la forma de la curva
La gran ilusión
Un recorrido por los monumentos
No es más que una daga de papel
Comer no es respetar un menú
Aun habiendo suscitado un culto
La maña de la destrucción
Suite veneciana
Una proeza ritual
Lengua rota
Imprecisión salvadora
Sorprendió a sus zapatos
Tardó en solidificarse
Dejando los gustos de lado
O cualquier frase que no sea estúpida
Semejante a como si
Lecturas
Agradecimientos
Notas
Créditos
Para Emily LaBarge
Nota del traductor
El presente texto basa su discurso en frases y formas inglesas, en ocasiones difíciles de adaptar al castellano. Por eso he optado por mantener al principio de cada capítulo la cita original en que se basa el ensayo, trasladando la traducción a nota al pie. A partir de ahí, se hace referencia a la versión original inglesa solo excepcionalmente, cuando resulta necesario para seguir el discurso. En caso contrario, el texto general ofrece al lector las citas españolas de forma directa y siguiendo las traducciones que se encuentran publicadas, si bien no siempre me ha sido posible observar fielmente su literalidad en el contexto de este libro. El lector puede consultar el detalle de las referencias completas en el apartado «Lecturas» al final del libro.
A menos que para ciertos perversos la frase sea un cuerpo.
ROLAND BARTHES,
El placer del texto (1973)
Porque lo que sabes, lo que te cuesta, tus peculiaridades en el uso de infinitivos y participios, lo brusca que eres al poner trabas al avance, la rapidez con la que abandonas la mente, nunca están de más.
ANNE CARSON,
Charlas Breves (1992)
LA SENSIBILIDAD COMO ESTRUCTURA
O quizá una frase corta, al fin y al cabo, un fragmento, de hecho, un simple grito, de dolor o placer, o una sucesión, es decir, una sucesión de los mismos gritos combinados y pronunciados en última instancia, in extremis, o una voz de una categoría rotundamente distinta cuyo grito sin sentido no es más que una obertura, antes de que la frase ponga en marcha de forma manifiesta sus diversas proposiciones paralelas, como si fuese una criatura de, como mínimo, cuatro patas («Toda frase fue en su día un animal», dice Emerson), tan lento pero deliberadamente resuelto su avance, tan majestuosa en su desfile, tan pródiga en atenciones hacia el mundo que atraviesa, tan estricta en la concentración que exige a cambio, que –¿qué?la frase vira ya en este punto, y aunque creas haber captado el sentido, la forma se te comienza a escapar, como si el animal en cuestión se te estuviese escabullendo o retorciendo entre las manos, o se girase para morderte y escaparse, sin atender a razones, en medio de una neblina de metáforas adonde debes seguirla, cerrando antes la puerta de esta coma a tu espalda; y al otro lado todo es, a un tiempo, menos seguro y, de pronto, más asequible: la frase se detiene y mira a su alrededor y empieza a compararse a sí misma con los efectos de una droga, con la óptica sedienta de luz de una cámara o con la lenta aparición de una imagen (una cara, pongamos) en papel fotográfico, con guirnaldas festivas alrededor de una iglesia, o con una tormenta que cruza a matacaballo el lago hacia el lugar donde su autor la escribe, o, o, o la frase, que se considera a sí misma muy moderna, se ha acabado cansando de esta clase de aventuras figurativas, por no hablar de la acumulación de proposiciones coordinadas y subordinadas digna de un anticuario, de manera que empiezas a fijarte, te fijas en ciertos actos de repetición (Repetición. Pero también. Interrupción.) que confieren a la frase una cualidad polifacética, cristalina, que siempre tendrá por los siglos de los siglos, independientemente de si quiere hablar de enfermedad y salud, de la luz solar en las afueras de Roma, de una tarde neoyorquina, de un chico blanco que quiere ser negro, o del sol que desaparece con el fin de la jornada, ya sea corto o largo, incluso (sobre todo) en el caso de que aspire aún a su vieja elegancia, los periodos encopetados, el vocabulario pomposo, tema sobre el cual, por cierto, la frase ha estado tomando notas –una muestra del archivo: atascaburras, espeto, grebado, eidético, soricino, mácula, titilación, desaborido, exorbitar, ctónico, brumoso, bullanga, regojo, cucujoidea, clámide– y documentándose por si acaso estas riquezas le son de utilidad, porque quién sabe qué necesitará o pedirá la frase en un futuro, qué expansiones o contracciones padecerá o experimentará, qué conocimientos requerirá reunir y desplegar, de quién robar y celebrar el discurso, dónde oír los ritmos que necesita para vivir, para vivir y hacer resbalar vuestra atención exageradamente atenta, interesante por sí misma en cosas, cuerpos y abstracciones que ya no reconoces y cuyos nombres y contornos tendrás que encomendar a la resbaladiza frase en sí, que resulta que sabe más que tú, sabe cuándo sacar partido y hostigar al mundo y cuándo dejarlo en paz, como está haciendo ahora, y escabullirse de ti (su hacedor, no su guardián) saliéndose de los límites de sus dominios invisibles.
Llevo unos veinticinco años copiando frases al final de mis libretas, libretas que usaba generalmente para otros fines. La marca, el estilo y la calidad de estas libretas han cambiado varias veces, pero no sus dimensiones, o no mucho: son todas tamaño DIN-A5 más o menos, tamaño libro de bolsillo; siempre ando en casa con ellas en la mano o encima del escritorio. Evidentemente, en estos cuadernos hay frases por todas partes: hasta la nota más breve, telegráfica y sin verbo es una frase, a su manera. Y luego están las citas y los parafraseos de libros, las descripciones de gente, lugares y cosas, así como esbozos a bote pronto de frases que luego se escribirán o no de la manera adecuada. Pero las frases de cierre de las libretas son distintas, aun cuando algunas provengan de libros que estoy reseñando y demás. Desvinculadas del deber o de las fechas de entregas, de proyectos per se, componen una línea temporal paralela... ¿de qué?
Supongo que podemos llamarlo «afinidad». En las estanterías que tengo ahora a mi espalda mientras escribo hay cuarenta y cinco libretas, una formación de lomos negros interrumpida por el rojo o el azul ocasional, y hasta una o dos de espiral. Algún día podría buscar otras, perdidas entre libros y folios, y disponerlas todas en orden cronológico. Por el momento, cojo de la estantería una al azar, y a saber qué tajada de tiempo o qué frases saldrán con ella. Aquí van algunos ejemplos de una libreta que estuve utilizando a finales de 2009. Walter Benjamin: «Puede decirse que nuestra vida es un músculo lo suficientemente fuerte como para contraer el tiempo histórico al completo.» Walter Pater: «En crítica estética, el primer paso para ver nuestro objeto como es realmente es conocer nuestra impresión como es realmente.» (Esta resulta que está extraída de una frase más larga de El Renacimiento.) Tim Robinson: «Evidentemente, la justeza de una palabra a veces reside en el grado exacto de incomodidad que produce.» Otra vez Robinson: «Lo único que sentimos es el frío, que emana del corazón sin latido de la capa de hielo.» D. H. Lawrence: «Y mi diamante podría ser carbón u hollín, y mi tema es carbono.» Para acabar, un fragmento de frase, sin el nombre del autor: «que ha adecuado, lo mismo que el aire a la respiración humana, las nubes [...]». (Es de John Ruskin.) Aparte de la desalentadora masculinidad de esta selección, y de cierta progresión desde las abstracciones de la historia y la estética hacia particularidades de la geología y el clima, me llama la atención otra cosa. Las tres primeras frases parecen el tipo de cosas que podría haber apuntado para citar en un futuro; suenan tajantes, dichas con aplomo. Entre las dos frases de Robinson –un ensayista incomparable así en la tierra como en la atmósfera– todo cambia. ¿Qué creo que estaba viendo en estas otras frases? ¿U oyendo, o esperando poder imitar? En las tres primeras es obvio: un chasquido epigramático, una verdad que choca con el saber convencional, una oportunidad para la escritura, cierto grado de manejabilidad: como crítico, puedo imaginarme cualquiera de esas frases colándoseme en un artículo o en una reseña. Y quizá no sin un poco de pompa y satisfacción. Pero ¿las otras? ¿Cómo decir qué es lo que (porque esta debe de ser la palabra adecuada) me fascina de ellas?
Algunas de las veintisiete frases que aborda este libro provienen de las páginas de esas libretas; de entre un firmamento repleto de inscripciones, este es un puñado de las que brillan con más fuerza y las que, de momento, conforman un patrón. Pero las constelaciones son una casualidad de nuestra limitada atalaya, y la mía puede venirse abajo sin problemas; de hecho, se ha incorporado ya a un proyecto mayor (por llamarlo de alguna manera) de todas las frases que he encontrado, o reencontrado, una vez he sido consciente de que estaba escribiendo un libro sobre frases. Sobre no es, quizá, la palabra adecuada: mejor hacia o entre. Supe de inmediato que no contaba con una teoría general propia de la frase, ninguna disposición normativa hacia la frase, ni aspiraba a escribir su historia. Si tenía (y mi sensación era que tenía) que escribir sobre mi relación con las frases, sería siguiendo mi instinto por lo particular. El resultado son veintisiete ensayos de extensión diversa –iba a por veinticinco y me pasé de frenada–, cada uno de los cuales examina o divaga sobre una sola frase.
El texto sobre Elizabeth Hardwick se me ocurrió en primer lugar; Hardwick, que creía (según explica Darryl Pinckney) que la sensibilidad es estructura. Me pregunté si bastaba con extraer una frase y esperar que algo se ramificase de ella, como un cristal. Cuando comencé, aún no había leído el ensayo de Roland Barthes sobre siete frases en Flaubert: «No olvidemos en nuestros comentarios y digresiones que nuestro punto de partida es la rotunda obviedad de un objeto de lenguaje que hemos extirpado de su artificio discursivo, de su artificialidad ideológica.» Me resultó atractiva esta idea de la lectura como recorte, como si el ojo del crítico fuese semejante al bisturí del collagista. Empecé a pensar este libro como un proyecto con algo en común con el fotomontaje, un arte de escisión y yuxtaposición. O la frase sola como un ready-made duchampiano, un objeto (perchero, orinal, pala) sacado de contexto y convertido en enigmático, si no abstracto. ¿Y si al escribir sobre estas frases no conseguía sino volverlas más opacas?
También tenía otros modelos en mente. Siempre he disfrutado de la invitación, y en ocasiones ha surgido, de escribir sobre una sola cosa: un poema; una obra de arte; una imagen, lo mejor de todo: una fotografía, un fotograma, por ejemplo. (Susan Sontag: «Podríamos describir una fotografía como una cita, lo que supone que un libro de fotografía sea un libro de citas.») En Cabinet, revista trimestral de arte y cultura, donde llevo colaborando como editor desde hace años, mantenemos la tradición de pedir a los autores que compongan una respuesta a un artefacto escogido por la publicación. Puede ser un color, o un objeto encontrado que los editores ponen sobre la mesa, pero sin identificarlo. (A veces ni siquiera los editores reconocen la cosa.) El ejercicio o la constricción favorecen, o eso se espera, una atención intensificada, aunque una concentración exagerada también puede llevar al autor lejos de la cosa en sí. Es un reto literario arriesgado, siempre al borde del preciosismo, que trata su objeto como un talismán o una curiosidad. Las mejores respuestas se entregan al delirio del experimento, como en el caso del poeta Wayne Koestenbaum, cuyo libro breve Notes on Glaze –dieciocho investigaciones sobre dieciocho fotografías– tengo presente muy a menudo. Koestenbaum, que escribe en algún sitio: «Cometemos una crueldad con la existencia si no la interpretamos hasta la extenuación.»
Objetos encontrados..., pero ¿encontrados por quién? ¿Podría escribir un libro sobre frases escogidas por otra gente? La idea me gustaba, pero llevada a la práctica hacía aguas. ¿Y si detestaba la frase, o a su autor? Evidentemente, podía pedir que los textos fuesen anónimos, como en los trabajos de la universidad, o como los fragmentos de poesía en el famoso experimento de I. A. Richards en los años veinte sobre crítica práctica. Pero entonces intentaría adivinar, cosa aburrida, o me sentiría tentado de googlearlo, cosa despreciable. No, tendría que escoger yo mismo las frases y aceptar las limitaciones de mi conocimiento y de mi gusto, las dimensiones de mis prejuicios.
Me permití unas cuantas normas y me impuse ciertas libertades. Por ejemplo, si una frase me atraía lo suficiente como para copiarla en la nueva libreta que había reservado para este proyecto, o la pasaba aquí desde una antigua, no había vuelta atrás. Tendría que escribir sobre esa frase, y no escoger otra de la misma obra o del mismo autor, ni mucho menos eliminar ambas de la lista. Eso significa que el trabajo del libro consistió la mayor parte del tiempo en un frenesí de dudas. Solo rompí la norma una vez –au revoir, Francis Ponge–, pero hay autores cuyos nombres aparecen en la libreta, sin ninguna frase, y que más adelante cayeron, bien sea porque perdí interés o porque no fui capaz de encontrar la frase idónea o, como mínimo en un caso, consideré que el tema estaba fuera de mi alcance; culpa mía. Algunas de estas pérdidas me habrían resultado impensables cuando empecé. Para mi sorpresa, no encontramos aquí frases de Robert Burton, Edgar Allan Poe, Herman Melville, James Joyce, W. G. Sebald ni de Lydia Davis. Nada de Emily Dickinson, nada de T. S. Eliot, nada de John Ashbery (he excluido, aunque no por completo, la frase en poesía). Nada de Proust... ¡Nada de Proust! Tampoco aforismos ni epigramas, nada de frases lapidarias como las que se pueden encontrar, divertidas y profundas, en La Rochefoucauld, Oscar Wilde o E. M. Cioran. Ya había escrito bastante sobre estos fragmentos filosóficos bien pulidos, y eran demasiado autónomos, demasiado autosuficientes, para los propósitos de este libro. Quería frases que se abriesen bajo mi mirada, no que protegiesen o proyectasen su perfección.
Otra cosa que no iba a hacer este libro, por lo menos de forma directa: explicar cómo se escribe una gran frase. No tengo nada en contra de las obras que dan consejos para componer buena prosa, y algunas del estilo han demostrado ser de inestimable valor: libros de Virginia Tufte, Stanley Fish y Joe Moran. El mejor de todos: las lecciones de Lydia Davis sobre su propio método perfeccionista de anotar en libretas. Pero mi libro no va de cómo hacer. Y menos aún de cómo no hacer, porque siento una gran aversión por las polémicas contra la mala literatura, que suelen ser rapapolvos conservadores y que tienden a la justificación insulsa del «estilo llano» y al sermoneo contra los peligros de la «incoherencia», mientras hacen oídos sordos a lo excluyente y detestable de sus propias convenciones. No se hará en este libro mención (salvo esta de ahora) a «La política y la lengua inglesa» de George Orwell ni habrá diatribas contra «palabras y expresiones de fuera». Son todas de fuera, a la espera de que las encuentren.
Esto no, aquello otro tampoco... La verdad es que quería escribir un libro donde todo fuese positivo, todo placer, solo sobre cosas buenas. Las frases hermosas, escribió William H. Gass, son «raros eclipses». Salí a cazar eclipses: esos momentos de lectura en los que la luz cambia, un oscuro lustre se apodera de todo, las cosas (las palabras) parecen súbitamente oscurecidas, hasta la frase más simple, y descubres que tienes que mirar dos veces, más de dos. (En algunos casos, como lector, voy rezagado respecto de los traductores, que han estado ahí antes que yo, que incluso han interpretado una frase que yo no era capaz de interpretar, y la han rehecho; he intentado dejar patente su presencia literaria.) En 1853, el poeta y crítico Matthew Arnold propuso lo que él llamaba «piedras de toque», esos momentos privilegiados que constituyen lo mejor en el pensamiento y en la escritura, y que, por comparación, pueden servir para estimar el valor relativo de otras obras. Con buen tino, esta ya no es una manera defendible de pensar la literatura: la textura del flujo y del planteamiento desaparecen por conservar