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Mi Cristo negro
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Libro electrónico687 páginas16 horas

Mi Cristo negro

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Manuel Saturio Valencia fue el último condenado a muerte en Colombia. Aprendió a leer por sus propios medios en la Quibdó de finales del siglo XIX, y se interesó en la música y los idiomas. Fue uno de los primeros afrocolombianos en graduarse como abogado y ejercer una carrera como servidor público. Tuvo dos amores imposibles, luchó contra el racismo y sufrió las consecuencias de desafiar el orden establecido. En la misma Quibdó, pero a finales del siglo XX, mediante una investigación documental y un ejercicio espiritual apoyada en la conexión que sentía con la figura de Manuel Saturio Valencia, Teresa Martínez de Varela escribió «Mi Cristo negro», un libro esencial con tintes de drama y comprometido con la reivindicación. Coedición digital Laguna Libros - eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9789585474987
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    Mi Cristo negro - Teresa Martínez de Varela

    Primera etapa

    PORTADA DE LA PRIMERA EDICIÓN

    HOGAR DE DON MANUEL SATURIO VALENCIA PADRE

    Recién pasada la esclavitud en Colombia, habitaba en la ciudad de Quibdó un matrimonio de raza negra, formado por los cónyuges Manuel Saturio Valencia y doña Tránsito Mena.

    Su rancho estaba ubicado en el sitio que en la actualidad tiene la siguiente nomenclatura: carrera 5.ª no. 24-144, hoy de propiedad de sus descendientes.

    Allí, en su rancho, la nombrada pareja vivía en paz de Dios; se amaban con respeto, pero nunca felices porque además de la imperante pobreza no habían tenido un niño.

    El maduro señor Valencia era un cariñoso esposo, de excelente conducta social, bonachón y paciente; por ello se jactaba de tener dotes paternales y deseaba ponerlas en práctica, pero la naturaleza se obstinaba en negarle esta dicha humana, y muy resignado con su suerte le decía a su esposa:

    —¡Ay, Tránsito!, nos va a llegar la vejez sin tener un hijo.

    —¿Y qué puedo hacer yo, Saturio? También yo sufro mucho; cuando te vas al trabajo me quedo solita sin quien me acompañe, me quedo íngrima.

    —Verdad es, Tránsito, en cambio mi vecino, Francisco Blandón, tiene una montonera de hijos. ¡Hágase la voluntad de Dios!

    —No te lamentes tanto, Saturio, y hasta será mejor así para que no venga a sufrir como nosotros tanta pobreza y tantas calamidades. Antes de pensar en eso, mejor me pongo a remendarte las mechas; mira ese pantalón, no tiene dónde más ponerle un parche.

    —Tienes mucha razón, mujer, esta vida la tenemos muy dura y sin esperanza de poderla cambiar. Aquí los blancos son los dueños de todo. En tanto tiempo que tenemos de casados no he podido hacerte una casita buena; siempre viviendo en este rancho tan triste y feo.

    —Me gusta que me hayas entendido, Saturio.

    —Te entendí, mujer, perfectamente. Ya es tarde, me voy a mi trabajo. Que la Virgen te acompañe.

    —Dios te oiga, Saturio.

    UNA VIEJA AMISTAD

    Un sábado, como de costumbre, don Francisco Blandón y su esposa doña Catalina Salamandra fueron a visitar a sus vecinos los Valencia Mena, y antes de salir de la casa, don Francisco Blandón le dijo a su mujer:

    —Ayer compré un naipe español para jugar tute, burro y tonto con mis vecinos los Valencia Mena. Hoy pienso cantarles muy claro los triunfos que les voy a hacer.

    —Vamos, Francisco, esas dos almas siempre solas se aburren, ellos se sienten muy alegres cuando los visitamos; en esta pampa tan solitaria lo único que nos alegra por estas selvas es el baile y nada más. Pero la noche me parece muy oscura para salir.

    —Sí, está muy oscura, pero pronto saldrá la luna y hay muchos cocuyos y luciérnagas; ellos nos alumbrarán el camino.

    Estaban tan aferrados al juego de naipe que, en ocasiones, bajo la tenue luz de una lamparilla de queroseno o de una lámpara de tubos de cristal que usaban los más pudientes, se amanecían en domingos y feriados haciéndose desquites de sus apuestas y pérdidas; fumando tabaco, refiriendo chistes telúricos y entre copas de aguardiente y totumos de guarapo, engullían gorda gallina con creciente apetito.

    Los visitantes saludaron:

    —Buenas noches, compadritos.

    —Buenas para ustedes, cuánto gusto nos da verlos, sigan —doña Tránsito, mujer llena de ardides innatos, eufóricamente agregó—: Entren, compadres, que el perro ya mordió.

    —Aquí vamos entrando —le contestó Catalina y le advirtió—: Hoy tengo que desquitarme de la tutiza que me dio el otro día. Menos mal que no jugamos plata como los tahúres de la calle primera.

    —¡Jopa!, esos son los prohombres —arguyó don Manuel—; ellos juegan dinero, la casa y hasta a la mujer, sin que les importe un comino.

    —Comadre —le dijo Tránsito a Catalina—, no esté tan segura de que me va a ganar, diga más bien «si la suerte me acompaña», de lo contrario tiene que saber perder.

    —Cuando uno está de malas —agregó don Francisco— hasta con la almohada se descalabra; y usted, comadre Tránsito, no se crea de Catalina, ella es una tramposa, si se descuida le acusa las cuarenta con el rey y la sota; así es como me gana a mí.

    Los cuatro se dispusieron a jugar. Jugando estaban cuando de improviso llegaron los hijos de don Francisco, gritando y peleando. Asombrados todos al verlos allí, doña Catalina, aterrada, les preguntó:

    —¿Y ustedes por qué se levantaron de sus camas? ¡Dios mío! Miren ustedes, estos muchachos atravesaron ese potrero a estas horas de la madrugada. Van a llevar rejo limpio ahora mismo.

    —No les vayas a pegar —le aconsejó don Manuel—; más bien pregúntales qué les pasó y por qué se vinieron.

    Teodora les dijo:

    —Porque Javiercito nos dijo que la Madremonte y el Mohán nos iban a llevar.

    —¡A ese condenillo de Javiercito ya no me lo soporto! —exclamó Catalina—, y ahora mismo se van para la casa.

    —¡No, mamita, no, tenemos mucho miedo!

    —Entonces, mis hijos —les dijo don Francisco—, se van a estar quietecitos y sentados en esa banca, porque los mayores vamos a seguir jugando, ¿entendido?

    —Sí, papacito, no vamos a pelear ni a jugar con tierra.

    Después del sainete de los chicuelos, don Manuel anotaba cómo a cada instante los niños incumplían sus promesas de no pelear, y con sus quejas interrumpían el juego; no obstante, quería sentir las emociones paternales de don Francisco y suspirando profundamente se decía «Yo también habría usado, con mis propios hijos, la misma paciencia y tolerancia que tiene mi vecino Francisco», y luego le preguntó:

    —¿Por qué será que mi Dios no me ha dado un hijo? ¡Ay, y a ustedes tantos! —se lamentó Manuel.

    —Quizás será estéril, compadrito. ¿Usted no se ha hecho reconocer de un curandero?

    —¡Esos señores no sirven para nada! —le afirmó Manuel en tono desalentado, mientras cerraba el abanico de las cartas.

    Catalina, oyendo el diálogo de los dos señores, le preguntó a Tránsito:

    —¿Y no será usted la estéril, comadrita?

    —Pues, mi querida —le respondió—, yo no sé si es Manuel o soy yo; en todo caso, no hemos tenido hijos en tantos años de casados.

    Luego don Manuel, acusando las cuarenta en oro, emitió lo siguiente:

    —Miren ustedes las cosas de la vida, para el naipe soy afortunado, mas para sentir el beso y las caricias de un hijo no tengo suerte.

    Tránsito se ruborizó de pesar y don Francisco los consoló diciéndoles:

    —No se afanen, compitas, que en el camino se arreglan las cargas. No se ponga triste, amigo, más bien échese un chistecito de esos que usted refiere con tanta gracia. No es el momento de lagrimear.

    Don Manuel cambió su humor y les anunció primero:

    —El vecino Alejito es muy haragán y le gusta estar hablando dizque en latín. Su mujer, viéndolo dormir todo el día, comenzó con la cantaleta: «¡Este perezoso! ¡Perico ligero, rascándose las siete luchas y tragando sin trabajar!» Alejito, sin que le importaran un pito los insultos, le respondió en su exclusivo latín: «Necesitates cari perri».

    —¿Eso qué quiere decir, Alejito?

    —Que con el hambre que tengo, la necesidad tiene cara de perro.

    Bien, lo que Alejito había oído decir es la expresión latina «necessitas caret lege»[6], y él la acomodó a su amaño.

    AGIOTISMO Y USURA

    En un almacén le acreditaron a un campesino mercancías por valor de cincuenta fuertes, diciéndole el gran señor:

    —Me los pagas en orito bien limpiecito.

    El negro se encorvó en la mina y al sábado siguiente se fue a saldar cuentas y el usurero le dijo:

    —Bien, negrito, cincuenta que me debes y treinta que me pagas son ochenta; me quedas debiendo cuarenta fuertes.

    —¿Y por qué, si le estoy entregando veinte castellanos de oro? ¿Qué es esto, Dios mío?

    —Mira, negro, te hago la cuenta más clara: cero colorado mata a cero negro. ¿Entiendes? No hay más de qué hablar.

    EMBARAZO DE DOÑA TRÁNSITO

    Con el mismo ritmo monótono y sus paréntesis de alegría, pasó el tiempo. Un día cuando Tránsito, muy solícita, le servía el desayuno a su esposo, don Manuel se la quedó viendo y, al observarle el vientre abultado, le preguntó sin recelo:

    —Bueno, mujer, ¿y tú por qué estás tan gorda del medio? Pareces hidrópica, mala del hígado. Dime si estás enferma para buscarte al curandero.

    Tránsito, ante las ingenuas preguntas de su marido, no sabía por el momento qué contestarle. Mas de pronto, con mucha alegría, le manifestó:

    —No estoy enferma como para buscar al médico.

    —Y, entonces, ¿qué te pasa, pues? Estoy intrigado.

    —Lo que me pasa es que, que... más bien no te digo nada, de pronto no sea cierto y te hago ilusionar.

    —¿Pero de qué me hablas? ¡No te entiendo nada!

    —Mira, Manuel, es que estoy encinta.

    —¿Encinta tú? ¡Carambas! No lo creo.

    —Sí, Manuel. Por fin vamos a tener un hijo.

    —¿Un hijo? No charles, Tránsito.

    —Es cierto, vamos a tener un hijo.

    —¡Bendito sea Dios! —exclamó el viejo padre—. ¡Qué alegría me has dado! Ahora sí voy a ser un hombre feliz.

    Tránsito, levantándose el viejo delantal para que su esposo viera la verdad escueta, continuó hablándole en tono de pregunta:

    —¿No te habías dado cuenta de que ya estoy casi para dar a luz?

    —¡Por Dios, mujer, que no me había fijado, pues tenía las esperanzas perdidas! Estoy tan nervioso que no puedo contener esta risa —luego exclamó—: ¡Gracias a Dios que voy a tener un compañerito para mi vejez! Me voy para mi trabajo.

    Se despidió con un efusivo abrazo.

    Durante sus labores de carpintería, pensando en el advenimiento de su hijo, les comunicó a sus compañeros:

    —Amigos míos, ¡voy a tener un hijo! Se llamará Manuel Saturio, como me llamo yo.

    —Lo felicitamos. El primogénito siempre lleva el nombre de su padre.

    FINAL DE LA GESTACIÓN

    Tránsito estaba esperando que en cualquier momento se le presentara el parto. Su esposo se encontraba atareado levantando una pared de palma para cerrar la alcoba de la parturienta. Como hábil ayudante, don Manuel tenía a su sobrino Braulio en el oficio de revolver boñiga de vaca con barro para empañetarla y luego darle blanqueamiento con leche de cal, y así observaba a su ayudante:

    —Braulio, me parece que esa mezcla está muy blandita, necesita más barro; ve a buscarlo.

    —Sí, tío Manuel, es porque esas vacas están churrientas. No se preocupe, que yo le hago bien el trabajo, como usted lo quiere para poder recibir a mi primito que va a nacer.

    —¡Ay, Braulio, ese muchachito nos va a enloquecer! Ya lo estoy viendo.

    —¿A enloquecer nada más? A todos nos va a poner con la cabeza para abajo. ¿Un hijo de mi tía Tránsito, que es tan leguleya?

    —Eso veo, sobrino. Ella no sabe leer y parece que hubiera aprendido a leer en códigos y te aseguro, Braulio, que le va a enseñar todos sus cuentos y las chupalestrías que les ha oído a los blancos.

    En esa charla de pronósticos para el niño se encontraban el tío y el sobrino, cuando Tránsito, con algo de susto, le gritó a su esposo desde la cocina:

    —¡Manuel, deja esa palma ahí, ven que me ha dado un dolor muy fuerte!

    —¿Qué te dio un dolor? ¡Creo en Dios padre, y yo sin un solo céntimo para esos gastos! Siquiera ese blanco de Silvio Ochoa me paga hoy ese mes de trabajo que me debe.

    —Vaya cóbrele —le insinuó Braulio—, imposible que no le pague tratándose de un caso de necesidad.

    —Verdad es, sobrino, ahora mismo voy a cobrarle ese dinero para el parto de Tránsito.

    BROTES DE IMPIEDAD

    Don Manuel salió a todo escape hasta la carrera primera de la ciudad de Quibdó, bordeada por la margen derecha del río Atrato, zona comercial y puerto fluvial lleno de barquetonas marítimas y de canoas. Los almacenes vendían mercancías introducidas de Europa y Asia, y allí también se encontraban apretujadas las residencias de la alta sociedad, que presumía ser vástaga de linajes españoles y de otros extranjeros trashumantes que inmigraron con afán de lucros a estas regiones del Chocó, y que por el pigmento blanco de su piel se portaban con insólito despotismo y discriminación racial.

    Las elegantes casas que veía Manuel, hasta llegar a donde su patrón Silvio Ochoa, eran todas de dos pisos, grandes y cómodas. Lucían farolitos salmantinos y madrileños en los balcones. En las plantas bajas estaban las bodegas de víveres, textiles y ferreterías. En las reuniones sociales los invitados pisaban sobre alfombras, se miraban en espejos venecianos y comían en las vajillas de plata y oro marcadas con los nombres de sus dueños; amén de la servidumbre de niñas negras, buen confort, mobiliario de bejuco con el indispensable juego de mecedoras para combatir el calor del clima.

    El humilde Manuel, con temor de hablarle al capataz, pensó en el resultado de la tal cobranza y con el eslabón tocó la puerta tres veces.

    —¿Quién toca con tanto estrupicio? Ya voy.

    Nicacia, la negra portera, atemorizada porque alguien tocaba a esas horas y creyendo que se trata de la muerte de algún familiar del amo, preguntó de quién se trataba:

    —Yo, Manuel Saturio Valencia.

    —¡Jesús creo! Yo creía que la blanca Filomena, la mamá de mi amo Silvio, se había muerto; como ella ta tan enjuerma, ya pa morí.

    —Abre rápido, Nicacia, soy el obrero.

    En estos momentos, de repente salió al balcón el jayán para saber lo que ocurría y oyó cuando la negra le dijo al señor:

    —¿Busté no sabe que mi señol duelme hasta talde del día? A él no se le puede despertá así como busté quiere.

    —Oye, muchacha, mi mujer va a tener un niño y no tengo ni un gediondo real para los gastos. Ve y dile que soy yo.

    —¿Yo mesma? ¡Ucú! Capaz que ese blanco me da una muenda con rejo de vaca. Yo no le digo nada.

    En la controversia estaban cuando Silvio Ochoa intervino diciéndole a Nicacia:

    —Así me gusta, negra, que cumplas mis órdenes. ¿Qué es lo que quiere ese negro impertinente? Está muy temprano para que venga a formar escándalo aquí y a cobrarme unas miserables pesetas.

    —Miserables son, don Silvio, pero las necesito. Es que...

    —¡Nada! Puedes irte a tu rancho que hoy no tengo ganas de pagarle a nadie. ¿Entendido? De lo contrario, por irrespetuoso te mandaré a la cárcel.

    —Sí, señor, le entendí. ¡Bendito sea Dios!

    Manuel, con el alma vuelta trizas, se volvió a su rancho cabizbajo y meditabundo. Tránsito al verlo llegar le preguntó:

    —¿Cómo te fue con ese blanco mala clase, te pagó al fin?

    —Sí, querida, me pagó alguito —le contestó. Por no darle a su mujer ese sufrimiento en tan difícil trance y plagiando la Santa Biblia en el pasaje de Abraham y su hijo Isaac, musitó mentalmente: «¡Dios proveerá!».

    NACIMIENTO DEL GENIO MANUEL SATURIO VALENCIA

    El día 24 de diciembre de 1867, la paz se ungía con la policromía de los paisajes y la naturaleza se aprestaba a enviar al mundo a un ser que ella misma había forjado en la fragua de la grandeza y de la inmortalidad.

    Tránsito, la primeriza de edad avanzada, volvió a sentir con mayor intensidad el dolor de las contracciones dilatadoras que iban a darle paso a una nueva vida y exclamó así:

    —¡Manuel, Manuel, me muero!

    Al oír estos clamores, el hombre salió muy nervioso y a toda prisa, a buscar a la comadrona. Al llegar a su casa, le dijo:

    —Señora Simodocia, la necesito con urgencia. Mi mujer va a dar a luz, no tengo confianza con usted para decirle que no tengo plata con qué pagarle ahora, pero confiando en Dios le pagaré este favor algún día.

    —No se preocupe, don Manuel, estoy para servirle. El refrán dice que una mano lava a la otra y las dos se lavan la cara. ¿No es así?

    —Sí, señora, y significa que todos debemos ayudarnos mutuamente porque la unión hace la fuerza, según dicen los letrados.

    —¿Y a qué hora le empezaron los dolores a su señora?

    —En la mañana de hoy. Véngase conmigo, que Tránsito debe estar muy apurada.

    —Como ordene usted, don Manuel.

    La señora se cubrió con su pañolón de flecos que caían sobre su ancha falda de cuadritos, y juntos se marcharon para el rancho de la primeriza.

    La partera entró a la desmantelada alcoba, tan pobre como el pesebre del niño Dios. Allí no había ni lo indispensable para cualquier emergencia. En el patio de la casa pastaban las vacas de don Francisco, a las que Braulio les daba de comer cáscaras de plátano, y las tenían acostumbradas a llegar al rancho. Mientras tanto, se lamentaba Manuel:

    —Vea, mi señora, yo he sido un hombre luchador pero muy achacoso y por eso no pude terminar de hacer la tal pared y mi hijo va a nacer en este triste rancho destartalado. Ese tal Silvio Ochoa, más malo que la peste bubónica, no me quiso pagar mi plata. ¡Qué voy a hacer, Dios mío!

    —No se afane, señor —interfirió Braulio—, el mismo Jesucristo nació entre las pajas, muerto de frío, recibiendo los alientos de la vaca y el buey.

    —Verdad, ¡qué cosa tan semejante! —observó Manuel—. Es un ejemplo para que no protestemos por nuestras desgracias; hasta el mismo Dios lloró en este valle de lágrimas.

    —Y fue crucificado —añadió Braulio— por nosotros los pecadores.

    Simodocia, examinando a Tránsito, opinó:

    —Por ahí, entre once y doce de la noche, si Dios quiere, estaremos festejando el nacimiento del muchacho o muchacha.

    —¿A las doce de la noche? —preguntó don Manuel.

    —Sí, señor, ¿qué tiene de raro y misterioso?

    —Nada, señora, que falta mucho todavía para que Tránsito descanse de esos dolores.

    —Es primeriza y de edad avanzada, no lo olvide.

    Así, entre charla y charla, llegó la noche con su manto de estrellas y el alegre cantar de los gallos, y luego se oyó el grito del niño que, aferrado a su tañido, parecía pedir al mundo un momento de atención. Sus pulmones de acero y su vigoroso llanto se confundían con una vibrante bocina de alerta o de protesta.

    —¡Tío Manuel! —exclamó Braulio—. ¡Nació el veinticuatro, lo mismo que el niño Dios!

    Simodocia invitó al padre y a Braulio a conocer al niño diciéndoles:

    —¡Aquí está su hombre!

    —¡Mi hijo varón, mi hijo varón! —gritaba emocionado don Manuel.

    —Manuelito va a ser todo un macho. ¡Un hombre valiente, carajo! Está bravo como si no hubiera querido venir a este mundo.

    La partera, como si fuera la pitonisa Ana, usando de clarividencias, aseveró:

    —Mire, don Manuel, su frente amplia de persona inteligente, sus ojos brillantes y vivos, sus manos finas para artes delicadas y fuerte para resistir los sufrimientos de la vida; ¡mírelo! Más bonito no lo pare otra negra. ¡Dios lo críe!

    —Es un niño perfecto —repuso Manuel—. ¿Para qué irá a servir? Solo mi Dios y Señor lo sabe.

    —Mi sobrino no va a ser minero —arguyó Braulio—, si no estoy hablando con la muerte, yo me sacrificaré por su educación. No se ponga triste, tío Manuel. Usted piensa que por su edad y dolencias no podrá educarlo y tiene mucha razón, pero si yo no puedo, no faltará quien lo eduque por voluntad de Dios.

    —Querido sobrino, la esperanza es un sueño, y felices los que pueden soñar despiertos.

    Mientras estos tres personajes elevaban globos de esperanzas por el sortilegio del recién nacido, Tránsito, la nueva madre, descansaba de esas fatigas sumida en un profundo y sosegado sueño.

    VISITAS DE PROTOCOLO

    Horas después del nacimiento del primogénito de los Valencia Mena, corrió la noticia y pronto los amigos y vecinos fueron a felicitarlos. Por la amistad de vieja data entre los Valencia Mena y los Blandón Salamanca, Francisco y Catalina entraron saludando desde fuera:

    —Buenos días, compadres.

    —Buenos días se los dé Dios. Entren, por favor. Anoche nació mi hijo.

    —Aquí vamos entrando, compadre Manuel, lo felicitamos —le contestó Catalina—. Al fin les llegó la felicidad que anhelaban.

    Catalina, al llegar a la alcoba de su amiga, vio que esta se preparó para recibirla con mucho afán y algo de turbación, y Catalina, presentándole su complacencia, le preguntó:

    —¿Y cómo le fue? ¿Por qué no me avisó para haber venido a acompañarla? ¿Quién es tu hermano?: el vecino más cercano, dice el adagio.

    —Me fue muy bien, comadrita; la comadrona Simodocia es una mujer muy hábil y, como fue cosa de pelar y rallar, no tuve tiempo de mandarle a decir que viniera. ¡Ay, comadre, por Dios! Esto es muy duro para nosotras las mujeres, yo no busco otro hijo ni por millones de fuertes.

    —Así decimos todas con el primero y luego nos olvidamos de ese dolor tan terrible y convertimos la casa en una escuela. ¿Dónde está el niño?

    —Véalo aquí, comadrita —le respondió Tránsito, entregándoselo en las manos.

    —A ver, aquí está el hombre —dijo Catalina—, pero el cuarto está muy oscuro para conocerlo; voy a abrir la ventana para que entre la luz.

    Catalina hizo entrar un rayo de luz que iluminó la faz del recién nacido. Sus ojitos lanzaron al espacio un par de relámpagos, como la explosión de esa luz que traía desde la eternidad, cuyo fuerte impacto recibió Catalina de forma extraña. Se quedó contemplando al niño y luego exclamó:

    —¡Qué lindo está el negrito! Tiene sus cabellos lisos. ¡Carambas! Este muchacho se me parece en todo a mi hijo Javiercito, pinto y parado cuando él nació. Es igualito, igualito —luego se dirigió a su esposo y lo llamó diciéndole—: ¡Francisco, Francisco, ven a verlo! Se parece a mi hijo Javier.

    Don Pacho, como cariñosamente se le apodaba, le respondió a su mujer secamente:

    —Contémplalo tú porque a mí no me gusta ver muchacho chiquito.

    —¿Y cómo miras a los tuyos y los cargas recién nacidos?

    —Pues yo no sé, será porque son mis propios hijos.

    Catalina, muy apenada con su amiga por el proceder despectivo de su esposo, le preguntó a Tránsito:

    —¿Qué opinas del manejo de tu compadre Francisco? Dizque no quiere ver a tu niño ahora.

    Tránsito, con voz titubeante, le contestó:

    —Si mi compadre Pacho no quiere verlo, no lo obligue, que yo por eso no me voy a ofender.

    Manuel, que escuchaba este diálogo, se resintió con Francisco por el desprecio que le hizo a su querido hijo, y Francisco, observando los sentimientos heridos de su amigo, le habló en tono enmendativo:

    —Amigo Manuel, no se enoje conmigo, cuando el niño tenga unos quince días vendré a conocerlo y verá usted que lo voy a querer como si fuera mi propio hijo.

    —Está bien, amigo Francisco. Yo, a como me las den, las tomo. No le estoy exigiendo nada, le quedo muy agradecido por su visita de hoy.

    PROMESA CUMPLIDA

    Don Francisco no olvidó su promesa y antes de los quince días tomó la resolución de ir a conocer al niño de Manuel, ya bautizado, según la costumbre, en el mismo día y con el mismo nombre de su padre.

    Llegó en los momentos en que Tránsito se encontraba en la quebrada de La Yesca lavando los pañales y otras piezas de ropa. Mientras tanto, Manuel arrullaba a su hijo porque tenía buena hambre. El visitante entró sigiloso y, viendo al compadre reemplazando a la madre o a la nana, le dijo:

    —¡Hola, compadre Manuel! ¡Eso era lo que usted quería! Y ahora, ¿con qué piensa hacerlo callar? Nosotros los hombres dizque somos muy guapos y superiores, pero en estos casos somos los seres más inútiles.

    —Me hace reír usted, compadre —repuso Manuel—. Tránsito ya no demora porque hace bastante tiempo que se fue. Siéntese, por favor.

    —Bien, muchas gracias —dijo don Pacho—. Vine a cumplir lo prometido antes de los quince días. Démelo, compadre, y lo miro bien, bien.

    Don Manuel le entregó al niño. Al mirarlo a los ojos recibió el curioso golpe magnético escapado de las miradas de Manuelito. Don Francisco se sintió incómodo, nervioso, y luego le dijo a su compadre:

    —¡Muy bonito el niño! Pero ¡téngalo, téngalo! Perdone usted, pero tengo que irme pronto.

    —¿Por qué tan rápido, compadre?

    —Porque me acordé de una diligencia notificada para hoy en la alcaldía y tengo que estar presente.

    —¿Qué clase de diligencia es, compadrito, que está tan afanado?

    —Una declaración en un sumario y se me está pasando la hora. ¡Adiós!

    —Gracias por la visita de médico.

    NACIMIENTOS DE RODOLFO CASTRO BALDRICH Y PASCACIO CAICEDO

    Por la misma época del matrimonio de los Valencia Mena, llegó a Quibdó el blanco payanés don Rubén Castro Arboleda, con los mismos propósitos que traían los forasteros al Chocó, es decir, oprimir al negro hasta conseguir la posición de latifundistas y terratenientes de la región.

    En Quibdó contrajo matrimonio con doña Felicidad Baldrich y fueron los padres de Rodolfo, Deláskar, Efraín, Roberto, Adelayda, Deyanira y Elvia. Pero ahora hablemos del nacimiento de Rodolfo, el primogénito.

    Terminada la gestación de doña Felicidad, sus amigos acudieron a felicitarlos. Mientras tanto, don Rubén charlaba con su amigo don Cicerón Ángel sobre la marcha de los negocios y le comentó:

    —Cicerón, cada día veo progresar más tu almacén, es fantástico el movimiento comercial, parece ya un estupendo comisariato.

    —Rubén, no me quejo de la suerte; llegué a Quibdó limpio y hoy tengo buena fortuna. Pero tú no te quedas atrás, también tienes mucho dinero.

    —Efectivamente, ¿y quién no hace plata en el Chocó? Lástima que el pasto, por tanto mineral que tiene la tierra, no prospere aquí, de lo contrario serían incontables las cabezas de ganado que tendrían mis hatos. Oye, parece que el recién nacido está llorando mucho. ¿Qué será? Excúsame, voy a ver qué le pasa a Rodolfo. No te vayas, espérame un segundo.

    —Ve pronto —le contestó Cicerón y tomó un libro para leer.

    Un rato después, don Rubén volvió a la sala y le comentó a Cicerón:

    —¿Cómo te parece?, hablábamos de ganado y leche, y como por intuición el problema de la leche se ha presentado.

    —¿Cómo así?

    —Felicidad no tiene leche para amamantar al niño, se le ha secado y este está gritando de física hambre, ¿qué hacer?

    —Pobrecito el chiquitín, van a tener que darle leche enlatada.

    —Le hará daño, nada como la leche materna. ¡Ah!, pero ahora recuerdo que hace un mes la negra trabajadora de mi casa dio a luz un niño, ella podría amamantarlo. ¿Le bajará cantidad suficiente como para dos niños?

    —No pierdas tiempo en ir a buscarla, no lo pienses dos veces. Me despido para que hagas esta diligencia tan urgente. Adiós.

    GUILLERMA CAICEDO, NODRIZA DE RODOLFO

    —Buenos días, Guillerma —entró saludando don Rubén a la casa de la solicitada señora.

    —Buenos días, don Rubén. ¡Qué milagro es verlo llegar a mi humilde casa! A sus órdenes, ¿qué se le ofrece?

    —Vengo a pedirte un gran favor, te lo agradeceré en el alma.

    —¿Favor a mí? ¿Qué tiene que dar quien a pedir está?

    —Ya verás, Guillerma, hoy tienes tú más que darme a mí que yo a ti.

    —Perdone, mi señor, pero no le entiendo.

    —Mira, tú sabes que Felicidad dio a luz, pero ella no tiene leche para darle al niño; en cambio tú pareces una vaca suiza. Tienes las ubres henchidas —y le manifestó—: esos son los caprichos de la naturaleza, pero no he venido a analizar esos contrastes, sino a decirte que vas a ser la nodriza de mi hijo Rodolfo.

    —¿Así se va a llamar el niño?

    —Sí, Guillerma, Rodolfo, el nombre de mi abuelo.

    —A sus órdenes, don Rubén, ustedes han sido muy buenos conmigo y no puedo negarme. Además, tengo tanta leche que mi corpiño está como si lo hubiera empapado en agua.

    —Estás bien alimentada con la carne de monte que caza tu marido.

    —Doña Felicidad también está bien nutrida y no le baja el alimento.

    —Dices bien, mas estos son fenómenos biológicos inexplicables. Vamos pues para mi casa. —Luego le preguntó—: ¿Tu niño ya está bautizado?

    —Sí, señor, se llama Pascacio Caicedo, como su papá.

    —Bien, entonces Rodolfo y Pascacio se van a querer mucho, como dos hermanos por los nexos lácteos.

    —¿Como dos hermanos, uno blanco y otro negro y pobre? No le creo, don Rubén. Tengo que llevarme a mi niño, porque si despierta gritará de hambre lo mismo que el suyo.

    —Claro, Guillerma, no hay problema, no faltaba más. Tú ya no eres una simple empleada para planchar ropa, sino la nodriza de Rodolfo y mi casa es y será tuya.

    Guillerma alzó a su niño dormido, lo cubrió bien y salió acompañada del gran señor hasta su hermosa mansión.

    FELICIDAD Y GUILLERMA

    Don Rubén, al entrar a la alcoba de su mujer, le gritó:

    —¡Felicidad, aquí está Guillerma! Solucionado el problema de la lactancia de Rodolfo.

    —¡Bendito sea Dios! Entre Guillerma, bienvenida a mi hogar, mi niño está llorando desesperadamente.

    Guillerma, al tomar al niño para alimentarlo, arrullándolo un poco, les dijo:

    —¡Ay!, tiene hambre de tigre en peladero. Toma pues tu alimento, niñito.

    Rodolfo succionaba con ansiedad el seno de su nodriza. Pascacio despertó llorando y doña Felicidad, dama sencilla y amable, lo entretenía mientras le llegaba su turno, diciéndole:

    —¡Cálmate, Pascacito! Ya te van a dar a ti también tu pedazo de postre.

    —Urrurrurrú, urrá allá, que venga el coco, que venga acá, este niño lindo se quiere dormir y el pícaro sueño no quiere venir.

    Así continuó el proceso de alimentación de Rodolfito hasta que su estómago pudo recibir otra clase de proteínas. Doña Guillerma, como la loba de la Ciudad Eterna, amamantaba por antonomasia a Rómulo y a Remo, a dos hombres que en la vida serían antagónicos hasta la muerte.

    NACIMIENTO DE ARCADIA BLANDÓN SALAMANDRA, 1870

    El tiempo, incansable aventurero, regresó al hogar de don Francisco Blandón y doña Catalina Salamandra con un bellísimo regalo: la hermosa y encantadora niña Arcadia Blandón Salamandra. Doña Catalina se encontraba feliz y el señor Blandón, muy emocionado por el parto de su mujer y por la exclusiva belleza de su hija, afinó su clarinete para darle principio a la parranda familiar por ese evento.

    Javiercito ya tenía unos diez años y con extraordinaria vocación musical pretendía tocar en el instrumento de su padre los alegres y folclóricos erejúes y pasacalles, y le decía a don Francisco:

    —Papá, yo le ayudo a tocar el baile. Sí, sí, yo le ayudo.

    —Toque, mi hijo —repuso el señor—, vamos a ver lo que sabe —y le entregó el clarinete.

    El niño tocó lo que pudo y recibió muchos aplausos de los presentes. En esta reunión no podían faltar los amigos Valencia Mena, y Tránsito le dijo a Catalina:

    —¡La felicito, comadre, la niña está primorosa! Manuel, ven a conocerla.

    —¡Es un angelito negro! —exclamó don Manuel—. Dios se las deje gozar.

    —Sigan a la sala, que eso allá está prendido desde anoche. Está haciendo mucho calor en este cuarto.

    Doña Tránsito estaba muy engalanada y su esposo lucía lo mejor de su baúl. A la fiesta, por supuesto, habían llevado al niño Manuel Saturio, de tres años.

    Después de un brindis por la recién llegada, doña Tránsito le preguntó a don Francisco:

    —¿Cuál es el nombre escogido para la niña?

    —Uno muy bonito: ¡Arcadia! Nombre de un poema pastoril griego.

    —¡Que viva Arcadia y que siga la música! ¡Que toquen un pasillo!

    Manuel y Tránsito, con muchas fullerías, giraban en la sala como un par de mariposas en el jardín del amor.

    —Ahora sí se les acabó la tristeza —les dijo doña Casilda Blandón, parienta de los anfitriones—, se les ve muy contentos.

    —Sí, doña Casilda, Saturito ya tiene tres añitos bien cumplidos. Mírelo cómo juega con los otros niños, travieso como la Patasola. Le cuento, mi doña, que todos los utensilios los ha quebrado. Nos tiene en la inopia, porque todos los daños de ese malcriado son gracias para Manuel. Lo tiene muy consentido, ¿cierto, mi hijo?

    Don Manuel dejó de bailar, lo tomó en sus brazos y continuó hablando de sus proezas y travesuras:

    —Oigan ustedes, él ya compra tabacos en la tienda de la esquina; habla clarito, clarito todos los nombres de las cosas. Sabe cumplir órdenes, le digo: «Saturito, no baje a la calle sin permiso y no baja». Increíble, ¿verdad, señores?

    CATALINA Y TRÁNSITO

    Al día siguiente, después de la gran fiesta, Tránsito volvió a visitar a Catalina para charlar de cualquier tema y llevó al niño Saturito. La niña Arcadia empezó a llorar por sueño o calor y su primo Fernando Blandón, acariciándola, le dijo:

    —¡Uyuyuy, como es tan bonita está muy creída, pretenciosa que va a ser! Lo mismo que Saturito, que es ya un leguleyo; mírenlo cómo habla como un loro. Venga conmigo, compañero, vamos para la huerta a mirar los pájaros y las flores.

    —¿A mirar los pajaritos? Vamos, pues —y se marcharon los dos.

    Tránsito continuó alabando la hermosura de la niña y Catalina le dijo:

    —Vea, pues, comadre, para un leguleyo como es Saturito, he aquí a su novia, Arcadia Blandón Salamandra. Harían una pareja bellísima, ¿cierto?

    —Muy cierto, comadre Catalina —respondió Tránsito—, pero esos presagios que una les hace a sus hijos nunca se cumplen, cuando crecen ellos deciden otra cosa.

    —Es verdá, comadre Tránsito, tienen todo el derecho de escoger su amor y no obrar por imposiciones familiares.

    NACIMIENTO DE LA PROTAGONISTA, DEYANIRA CASTRO BALDRICH

    Por la misma época del nacimiento de Arcadia nació en Quibdó la rubia Deyanira, delicado capullo de la alta sociedad.

    Don Rubén, peinándose sus luengas barbas, luciendo corbata de mariposa, lentes de oro y cadenita, se acercó a la cama de su esposa, enlucida con transparentes cortinas de pabellón y recogidas en los cuatro pilares con ganchos de plata, y le preguntó:

    —¿Qué tal, mi amor, cómo te sientes? ¡Gracias a Dios que tuviste un parto feliz!

    —Sí, mi querido, pero gracias también a la partera Simodocia.

    Don Rubén, tocándole el hombro a la partera, le manifestó:

    —La ayuda de Dios en este infierno verde de la selva es muy poderosa. Usted sabe tanta ginecología como un médico graduado. ¿Qué le hace ahora a la niña?

    —Curándole el ombligo, don Rubén, ya pronto se le va a caer.

    —Bien, Simodocia, muchas gracias —repuso el gran señor y luego comentó—: Mi hija es bellísima y rubia. ¡Aquí está latente la sangre azul de sus abuelos españoles!

    —¡Esto hay que celebrarlo con mucha pompa y alegría! Voy a repartir las tarjetas a los invitados para una gran fiesta.

    LA CRIADA CÉFORA

    Doña Felicidad tenía a su servicio a una niñita negra, compañera de juego de sus hijas mayores, y ahora también para cuidar a la rubia Deyanira.

    —Céfora, ven aquí, pero pronto —le dijo don Rubén.

    —Aquí estoy, mi señor.

    —¡Ha nacido la niña más bella del mundo! Ve de prisa a repartir a nuestros amigos y parientes estas invitaciones para la fiesta.

    —Sí, señor, pero ¿me la deja ver?

    —Claro que sí, Céfora, tú vas a ser su aya. Vas a cuidarla mucho, ¿eh?

    —Sí, mi amo. Ay, ¡qué bonita! ¿Me la deja cargar?

    —Por supuesto, tómala.

    —¡Jesús, qué muchacha tan bonita!

    —Céfora, muchachitas son las negritas, diga «está muy linda mi amita» y váyase a entregar las tarjetas.

    Céfora salió como un bólido a cumplir su misión y mentalmente decía «me provocó besarla, pero no me atreví. Don Rubén me habría pegado, pero algún día la besaré porque yo voy a ser su aya».

    EL FAMOSO BAILE DE LOS BARBADOS

    Al día siguiente estuvo llena la casa del gran señor con damas y caballeros de alto abolengo, entre ellos, don Gregorio García, el de la barba apostólica; Cicerón Ángel; el doctor Gonzalo Zúñiga padre; Leoncio, Ricardo y Enrique Ferrer; Augusto, Salomón y Lucindo Posso; Manuel y César Valdés, entre otros. Entre las damas, Antonia Baldrich, Claudia Mendoza, Irene, Esther, Mercedes y Rosa Ferrer, Delfina y Rosa Arrunátegui; Anita y Eloisa García Carrasco; las rubias Cruz Díaz y Rosita Durier, y la sin par Matilda Macaya, rival en belleza de Zoilita Baldrich, tía de la recién nacida. Con todas las exigencias de la moda y el glamur de la época, lucían esplendorosas y atacadas con toda la orfebrería de sus colores opulentos.

    Al saludar a doña Felicidad, Cruz Díaz le dijo:

    —Felicidad, ¡qué felicidad siento al verte con tu niña al lado! Te felicito sinceramente porque debes estar muy feliz con esta niña tan bella.

    —Gracias, Cruz, eres muy gentil.

    Don Rubén, que en esos momentos brindaba la primera copa de champaña, escuchó la frase de la dama y le dijo jocosamente a don Gregorio:

    —Pues, mira, con el término «felicidad», ha hecho Crucita un ramillete de felicidades: Felicidad, mi mujer, la felicidad que Crucita siente por el nacimiento de la niña y la felicitación que le da porque mi mujer debe sentirse muy feliz.

    —¡Fantástico! La educación que ha recibido esta dama en el exterior le da para esto y para más. Es todo un calembour[7], como dicen los franceses.

    —Es que nuestro lindo idioma español es muy elástico, es dúctil y rico como un filón de oro —le contestó don Rubén y luego observó—: Oye, Gregorio, aquí se ha presentado otro caso muy curioso, es algo que te va a causar mucha hilaridad.

    —A ver, ¿de qué se trata?

    —Se trata de un retruécano más objetivo, mírate las barbas, mírame las mías y mira las de todos estos hidalgos caballeros. Este baile se llamará «Baile de los Barbados».

    —Eres muy detallista, Rubén. En los rostros vemos chiveras, patillas esponjadas, apostólicas y de todos los estilos cortesanos y burgueses —y soltaron las carcajadas.

    —¿De qué se ríen ustedes? —les preguntaron los otros.

    —Pues de esto, del Baile de los Barbados.

    —Aquí estamos reunidos los hijos de Matusalén, Leonardo da Vinci y de los ermitaños —agregó don Cicerón, apuntándose un gran chiste.

    —Muchachas, a bailar con los barbados.

    —Sí, ¡que viva el gran Baile de los Barbados!

    Y se oyeron los compases de la contradanza y de la mazurca, donde damas y caballeros lucían los atuendos del alto mundo social.

    INFANCIA DE MANUEL SATURIO JUNIOR

    Este niño crecía en la más absoluta indigencia, rodeado de privaciones. Su desarrollo infantil y físico estaban atacados por la confabulación de los poderes adversos del destino; no obstante, era un niño fuerte, alegre, sano y precoz, tal parecía que la misma naturaleza se encargaba de velar por su vida y porvenir.

    Había cumplido siete años. Su padre padecía los traumas de la senilidad y las dolencias de la artritis, por lo que no podía trabajar. Tránsito llevaba la carga del hogar; unas veces arreglaba la ropa de los blancos, cocinaba o mazamorreaba en las orillas de las quebradas adyacentes para sacar un grano de oro o de platino.

    TRÁNSITO, LA PANADERA

    Catalina fue a visitarla y le preguntó:

    —¿Por qué está tan triste?, ¿qué le pasa, comadre?

    —La pobreza y la enfermedad de Manuel me tienen loca. No sé cuál va a ser el porvenir de mi hijo.

    —¿No le ha dado resultado la minería?

    —No, señora, sufriendo hambre y humedad todo el día para sacar un grano de metal que los cambistas usureros pagan al precio que les viene en gana, como si fuera una limosna de parte de ellos, amén de la trampa en la balanza.

    —¿No le gustaría a usted dedicarse a la panadería? El pan batido con harto huevo les gusta mucho a los ricos; ensaye que quizá le vaya mejor que con el mazamorreo.

    —Huevos tengo de mis gallinas, pero no tengo dinero para comprar la harina y la grasa.

    —Aquí tiene el dinero. Cómprelas y manos a la obra.

    —Dios la bendiga, comadre Catalina.

    SATURITO PREGONERO

    Tránsito y Braulio, con entusiasmo y afán, se dedicaron a confeccionar el horno de barro, y Braulio se ufanaba:

    —Tía, yo de esto sé mucho, el horno nos va a quedar muy bueno y, mientras se seca, cortamos la leña y la amontonamos en el patio.

    —Claro, hijo, tenemos que ganar tiempo.

    Se llegó el primer día de la producción. Con una larga paleta de guadua, Tránsito, orgullosa de su arte, sacó los henchidos panes listos para la venta y una enorme muñeca de pan para la niña Arcadia.

    Doña Catalina le recibió el obsequio y le dijo al niño:

    —Dile a tu mamá que la felicito y que Dios la ayude.

    —Sí, señora.

    Tránsito le puso al niño un platón grande de madera en la cabeza, repleto de panes calientes, y el niño avispado y trabajador salió a la calle pregonando:

    —¡El pan caliente, para las viejas que no tienen dientes! ¡El pan caliente, el que no me lo compre que no me lo tiente, porque me le pega su mal accidente! ¡El pan caliente de mi mamá Tránsito!

    —Ven, muchachito, el del pan —lo llamaba la gente.

    —Aquí está —contestaba el niño—, sabrosito, calientico, ayemadito. ¿Cuántos quiere?

    Al regresar a su casa, le dijo a su madre:

    —Mamita, aquí está la plata, no me quedó ni uno.

    —Gracias a Dios, hijo, y ahora vas a comprarme una libra de carne, que hace días que no la probamos.

    —¿Y un remedio para mi papá? Yo quiero que se le quiten esas dolencias.

    —Dios te bendiga, hijo —le contestó el enfermo Manuel.

    TRAVESURAS Y NOBLEZA

    Un día, sin que lo supieran sus padres, Saturito se dejó convencer de unos niños campesinos, entre ellos Claudio, negrito de malas pulgas, para que fueran al río Atrato a nadar. Desde las canoas se tiraban de cabeza al agua en lugar profundo. Arrimada a la orilla se encontraba una señora pescando y el malvado de Claudio les propuso a todos:

    —Hundámosle la champa a esa vieja pa que se le vaya agua abajo y nosotros nos robamos el pescado y los plátanos.

    —No, Claudio, eso es malo —repuso Saturito—. Le tengo lástima a los viejitos porque mis padres son ancianos. Respete, no sea tan malo, que mi Dios lo puede castigar.

    —¡Qué malo! Es que tengo mucha hambre y mucha pereza para ir a pescá.

    —Entonces, pídale a la señora.

    La campesina, que estaba oyendo el plan macabro del negrito Claudio, le dijo:

    —Te estoy oyendo, negrito corrompiro. Con ese taparrabo todo roto. ¡Tan chiquitico y con ese corazón tan negro como tu mesma cara! ¡Cara de murciélago! Con esas zancas sucias como gallinazo. Vos sos tan negro que naire sabe si es que vay o si es que venís caminando —y llamando luego a Saturito, le dijo—: Vení acá, muchachito bonito. A vos te voy a regalá estos pescaros y estos plátanos pa que te los comay con tu mamá, y ¿cómo es que te llamay?

    —Yo me llamo Saturito.

    —No te juntey pues ma con esa clase de muchachitos malos, ¿oíste?

    —Sí, señora.

    Saturito, muy contento, se fue a llevar esa misericordia a sus padres. Al llegar con ese bastimento, Manuel observó:

    —¿De dónde sacaste tanta comida, hijo?

    —Me la gané muy bien ganada.

    Manuel, escabroso, dudando y preasumiendo un grave delito cometido por su hijo, lo interrogó:

    —Saturito, ¿este es el fruto de tu trabajo?

    —No, papá, me lo regaló una señora campesina, pero muy buena —y le refirió detalladamente a su padre lo ocurrido en el río.

    Manuel le contestó:

    —Querido hijo, te lo creo porque nunca me has mentido; sé que eres honrado y te aconsejo que siempre procedas así. El hombre debe morir antes que robar. El orgullo y la grandeza del hombre están en no manchar jamás su honor y su dignidad, ¿me entiendes?

    —Sí, papá, lo entiendo.

    —Tu edad es muy poca —continuó Manuel—, pero tu talento es capaz de medir el grado de mis palabras y de este mi gran consejo: el delito es el gusano de la conciencia y la honradez es la escala de la gloria.

    CORREO Y ESTAFETA

    Muy contento, Saturito entró a su rancho diciéndole a su mamá:

    —Oiga, Tránsito, una señora me pagó un medio para que le llevara unos papeles a la alcaldía, y otra me pagó un real por llevarle el mercado hasta su casa.

    —Bien, hijo, el trabajo no deshonra a nadie porque es un mandato de Dios.

    INQUIETUD POR LA LECTURA

    Un día, le preguntó a su padre:

    —¿Qué cosa es la escuela, papá?

    —Es la casa donde el maestro enseña a leer y a escribir a los niños.

    —¿Por qué en Quibdó no hay escuelas?

    —Porque el Gobierno no las ha puesto todavía en estas tierras.

    —Entonces, ¿yo voy a aprender a leer solo?

    —Pero cómo sin un maestro.

    —Mire, yo vendo el periódico, ¿cierto?, y cuando los blancos están leyendo, yo me arrimo con mañita y me fijo muy bien. Además, papá, donde venden remedios dice en letras grandes «droguería»; la carne, «carnicería»; donde pelean los gallos, «gallera», eso es fácil.

    —Para ti, hijo, para mí no lo fue.

    El niño se acogió al difícil método ideovisual europeo, válido únicamente para niños superdotados y precoces, que comprenden por sí solos el valor fonético de las cifras alfabéticas.

    LA PARIENTA ANTONIA BALDRICH VISITA A DOÑA FELICIDAD

    El tiempo y la rubia Deyanira avanzaban en la vida. La parienta doña Antonia Baldrich de Aluma fue a visitar a doña Felicidad y le dijo:

    —Ayer vi a la monina jugando en el parque con su criada Céfora. ¡Está divina, tiene la cabellera muy hermosa!

    —¡Cosas de la vida! ¿Recuerdas que nació calva? Pero dicen que cuando los niños nacen sin pelo es porque su cabellera va a ser muy abundante.

    —No lo sabía —contestó Antonia—. Cuando esté joven la tendrá como las de María Domínguez y Camila Castro. Las cabelleras de estas rubias se juntan con los talones de sus pies y lo más hermoso es verlas en la plaza durante las tardes de ocaso a donde suelen ir a secar sus cabellos con el viento. ¡Oh!, parecen ninfas de los Campos Elíseos. ¡Un par de Magdalenas!

    Doña Felicidad repuso:

    —Mi niña también será como ellas, otra Magdalena que ha nacido en el Chocó. ¡Y su cabellera será tan preciosa como la de aquella pecadora de la Biblia que con sus abundantes y largos cabellos le limpiaba a Cristo los pies!

    INFANCIA DE DON RODOLFO CASTRO BALDRICH Y PASCACIO CAICEDO

    Rodolfo se contagiaba de la discriminación racial. Siguiendo el ejemplo de los suyos, miraba con superioridad a su hermano Pascacio y le preguntaba:

    —Hola, Pascacio, ¿te acuerdas del Baile de los Barbados? Yo no bailé porque soy imberbe, es decir lampiño, sin pelos en la cara.

    —¡Qué cuentos de que por imberbe! Tú no bailaste porque somos muchachos todavía.

    —¡Ah! Conque «somos», dices, ¿y es que tú crees que cuando llegues a grande podrás bailar con nosotros? Estás equivocado.

    —No estoy equivocado, fue un lapsus

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