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Doce pistas falsas
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Libro electrónico369 páginas9 horas

Doce pistas falsas

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Hay que esperar lo inesperado... un preso falsamente acusado de asesinato ejecuta un plan de venganza impecable... faros en el espejo retrovisor siguen a una viajera a través de un solitario tramo de carretera... una mujer cimienta su futuro casándose con una larga ristra de hombres adinerados... un prófugo iraquí a cuya cabeza han puesto precio realiza una visita involuntaria a su patria... dos extraños poseídos por un deseo a primera vista consideran la miríada de posibilidades que se abren ante ellos el día en que se conocen... y aun esperando lo inesperado, será imposible no sorprenderse con estos relatos. En ellos nada es lo que parece.El autor de bestsellers Jeffrey Archer, «uno de los contadores de historias más cautivadores de la actualidad» (Pittsburg Press) enreda al lector en un sagaz juego del gato y el ratón hilvanado en doce ingeniosos cuentos de falsedad, amor, asesinato y venganza; cada uno de ellos rematado por un escalofriante giro. Ten cuidado, lector, pues en cada una de estas historias hay una pista falsa, un ladino engaño que Archer ha colocado ahí para que los lectores intenten descubrirlo. Entretenimiento de alta calidad y el mejor suspense: estamos ante el punto álgido de la imaginación de Jeffrey Archer.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento30 jun 2022
ISBN9788726492057
Autor

Jeffrey Archer

Jeffrey Archer, whose novels and short stories include the Clifton Chronicles, Kane and Abel and Cat O’ Nine Tales, is one of the world’s favourite storytellers and has topped the bestseller lists around the world in a career spanning four decades. His work has been sold in 97 countries and in more than 37 languages. He is the only author ever to have been a number one bestseller in fiction, short stories and non-fiction (The Prison Diaries). Jeffrey is also an art collector and amateur auctioneer, and has raised more than £50m for different charities over the years. A member of the House of Lords for over a quarter of a century, the author is married to Dame Mary Archer, and they have two sons, two granddaughters and two grandsons.

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    Doce pistas falsas - Jeffrey Archer

    Doce pistas falsas

    Translated by Jesús Cañadas

    Original title: Twelve Red Herrings

    Original language: English

    Copyright © 1994, 2022 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726492057

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Para Chris, Carol… y Alyson

    * Los relatos marcados con un asterisco están basados en hechos reales, si bien he modificado algunos tomándome bastantes licencias artísticas.

    Los demás relatos han sido pergeñados por mi imaginación.

    J. A. – Julio de 1994

    ERROR DE JUICIO

    Resulta difícil elegir el punto por el que comenzar, así que empezaré explicando el motivo por el que estoy en la cárcel.

    El juicio duró dieciocho días. Las bancadas destinadas al público se encontraban llenas a rebosar antes incluso de que el juez hiciera acto de presencia en la sala. El jurado del Tribunal de la Corona de Leeds llevaba dos días reunido, y se comentaba que se hallaba dividido, incapaz de alcanzar acuerdo alguno. En la bancada de los abogados se hablaba de declarar nulo aquel jurado y de volver a empezar todo el juicio, pues habían pasado más de ocho horas desde que el fiscal Cartwright le dijo al portavoz del jurado que ya ni siquiera hacía falta que el veredicto fuera unánime: bastaba con una mayoría de diez contra dos.

    De pronto se oyó un murmullo en los pasillos del juzgado. Poco a poco, los miembros del jurado aparecieron y ocuparon sus asientos. Tanto la prensa como los asistentes del público volvieron en estampida a la sala. Todas las miradas se centraban en el portavoz del jurado, un hombre regordete y de aspecto afable vestido con traje cruzado, camisa de rayas y pajarita colorida que hacía un esfuerzo por parecer solemne. Tenía todo el aspecto de ser alguien con quien, en circunstancias normales, me habría encantado tomarme una pinta en el bar. Pero aquellas circunstancias no eran nada normales.

    Volví a subir los escaloncitos que llevaban al banquillo de los acusados, y entonces mis ojos se fijaron en una chica rubia y bonita que se había pasado todos y cada uno de los días del juicio sentada entre el público. Me pregunté si asistiría a todos los juicios sensacionalistas por asesinato o si el mío era el único que le fascinaba. La chica no mostraba el menor interés en mí; al igual que el resto de los presentes, toda su atención se centraba en el portavoz del jurado.

    El secretario del juzgado, con su toga y su peluca blanca, se puso de pie y leyó en voz alta unas palabras de una tarjeta, aunque yo supuse que se las sabía de memoria:

    —Que se ponga en pie el portavoz del jurado, por favor.

    Sin prisa, el gordito de aspecto afable se levantó.

    —Por favor, responda a la siguiente pregunta con «sí» o «no»: ¿Han alcanzado los miembros del jurado un veredicto en el que concuerden al menos diez votos?

    —Sí.

    —Miembros del jurado, ¿cuál es su veredicto?

    Se hizo un silencio total en la sala.

    Mi mirada se clavó en el portavoz del jurado y su colorida pajarita. El tipo carraspeó y dijo…

    Conocí a Jeremy Alexander en 1978, en un seminario de la Confederación de la Industria Británica. Cincuenta y seis compañías británicas que intentaban encontrar maneras para expandirse a Europa se habían reunido para dar una sesión informativa sobre Derecho Comunitario. Yo me había inscrito al seminario en calidad de director general de mi empresa, Cooper’s. En aquella época teníamos ciento veintisiete vehículos de diferentes envergaduras y tonelajes. Nos estábamos convirtiendo en una de las compañías privadas de transporte más grandes de Gran Bretaña.

    Mi padre había fundado la empresa en 1931. Empezó con tres vehículos, dos de los cuales iban con tracción animal. En su cuenta del banco Martins tenía un límite de descubierto de diez libras. Para cuando la empresa se convirtió en «Cooper e Hijo» en 1967, ya contábamos con diecisiete vehículos de cuatro o más ruedas y dábamos servicio a todo el norte de Inglaterra. Sin embargo, mi viejo aún se resistía a ampliar el límite de descubierto de diez libras.

    Durante una época de recesión del mercado, le comenté a mi padre que quizá deberíamos intentar expandir el negocio, quizá incluso buscar oportunidades en Europa. Sin embargo, mi padre ni quería saber nada al respecto.

    —No vale la pena correr el riesgo —dijo. No solía confiar en nadie que hubiese nacido al sur de Humber, y mucho menos en quienes vivían al otro lado del canal de la Mancha—. Si Dios colocó una franja de agua entre nosotros, sus razones tendría.

    Con esas palabras dio por zanjado el tema. Yo me habría echado a reír de no haber sabido que hablaba muy en serio.

    En 1977, mi padre accedió a regañadientes a jubilarse. Tenía setenta años. Yo ocupé su lugar como director general y empecé a poner en práctica varias ideas que había ido madurando durante los últimos diez años, si bien sabía que no contaría con su aprobación. Europa no era más que el primer objetivo de mis planes para expandir la empresa: quería que empezásemos a cotizar en bolsa en un plazo de cinco años. Para cuando llegase el momento, era consciente de que necesitaríamos un límite de descubierto de, como mínimo, un millón de libras. Íbamos a tener que cambiar nuestras cuentas a un banco que comprendiese que el mundo abarcaba mucho más allá del condado de Yorkshire.

    Por aquella época me enteré de que la Confederación de la Industria Británica iba a realizar el seminario en Bristol, así que solicité una plaza.

    El seminario empezó el viernes con un discurso del jefe del Directorio Europeo de la CIB. A continuación, los delegados nos repartimos en ocho grupos de trabajo, cada uno de ellos gestionado por un experto en derecho comunitario. Jeremy Alexander era el encargado de mi grupo. Sentí bastante admiración por él desde el mismo momento en que empezó a hablar. De hecho, no exagero al decir que me dejó anonadado. Era un tipo con una seguridad total, capaz, tal y como pronto descubriría yo, de elaborar argumentos convincentes sobre el tema que le diera la gana, desde la superioridad del código civil francés a la clara inferioridad de los bateadores medios ingleses en críquet.

    Jeremy dedicó una hora entera a enseñarnos las diferencias fundamentales en práctica y procedimiento de todos los Estados miembros de la Comunidad Económica Europea. A continuación, respondió a todas nuestras preguntas sobre derecho comercial y societario. Incluso dedicó algo de tiempo a explicarnos la importancia de la Ronda de Uruguay. Todos los miembros del grupo, yo incluido, anotamos cada una de sus palabras.

    Hicimos una pausa para el almuerzo pocos minutos antes de la una. Yo me las arreglé para sentarme al lado de Jeremy. Para entonces ya estaba convencido de que era el candidato ideal para aconsejarme sobre cómo llevar a cabo mis planes de expansión europea.

    Jeremy nos habló un poco de su carrera profesional mientras compartíamos un plato de stargazy pie. Me di cuenta de que, a pesar de que teníamos la misma edad, los entornos de los que proveníamos eran completamente diferentes. El padre de Jeremy, banquero de profesión, había escapado de Europa del Este pocos días antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Tras establecerse en Inglaterra y cambiar su apellido para adaptarlo al país, había enviado a su hijo a Westminster. Jeremy había estudiado derecho en el King’s College de Londres, donde se había graduado con honores.

    Mi padre, en cambio, era un hombre de los Yorkshire Dales hecho a sí mismo que insistió en que yo dejase los estudios después de acabar la secundaria.

    —En un mes conmigo aprenderás más del mundo real de lo que cualquiera de esos universitarios podría enseñarte en toda una vida —solía decirme.

    Yo acepté esa filosofía de vida sin dudarlo un segundo. Dejé los estudios pocas semanas después de cumplir los dieciséis años y me incorporé a Cooper’s en calidad de aprendiz. Pasé mis primeros tres años en la empresa trabajando en el almacén, bajo la atenta mirada de Buster Jackson, el gerente. Buster me enseñó a desguazar pieza a pieza todos los vehículos de la compañía y, mucho más importante, a volver a montarlos.

    Después del almacén, pasé otros dos años en el departamento de facturación, donde aprendí a calcular tarifas y a gestionar deudas que no se podían cobrar. Me saqué el carné de conductor de vehículos de mercancías pesadas pocas semanas después de mi vigesimoprimer cumpleaños, y estuve tres años más recorriendo el norte de Inglaterra de cabo a rabo. Transportaba de todo a nuestros clientes más lejanos, desde aves de corral hasta piñas. Jeremy dedicó el mismo tiempo a estudiar un máster especializado en derecho civil francés en la Sorbona.

    Tras la jubilación de Buster Jackson, me pusieron a mí de gerente en el almacén de Leeds. Jeremy, por su parte, se encontraba en Hamburgo, donde escribía una tesis doctoral sobre barreras comerciales internacionales. Para cuando Jeremy concluyó sus estudios y empezó su primer trabajo, como socio en un importante bufete de abogados comerciales en la City, yo llevaba ya ocho años ganándome el pan.

    Jeremy me había sorprendido para bien durante el seminario, si bien noté que bajo aquella superficie de afabilidad yacía una poderosa combinación de ambición y superioridad intelectual que habría inspirado desconfianza en mi padre. Supuse que solo había aceptado participar en aquel seminario por la posibilidad remota de que, el día de mañana, alguno de nosotros le supusiésemos una entrada de pasta. Ahora me doy cuenta de que, incluso la primera vez que nos vimos, Jeremy supo que yo le iba a reportar pasta de primera calidad.

    El hecho de que Jeremy midiera un par de pulgadas más que yo, amén de tener otro par menos de cintura, no sirvió para mejorar mi opinión sobre él. Eso por no mencionar que la chica más atractiva del seminario acabó en su cama aquel sábado por la noche.

    Nos juntamos la mañana del domingo para jugar al squash. Me destrozó vivo sin apenas sudar.

    —Tenemos que volver a vernos —me dijo de camino a las duchas—. Si de verdad quieres expandir tu negocio a Europa, creo que puedo serte de gran ayuda.

    Mi padre ya me había enseñado a no cometer el error de confundir amigos con colegas de trabajo (como ejemplo de ello siempre ponía a los ministros del Gobierno del Reino Unido). Así pues, aunque Jeremy no me caía especialmente bien, me aseguré de marcharme de Bristol con sus números de teléfono y de télex.

    Regresé a Leeds el domingo por la noche. Al llegar a casa corrí escaleras arriba. Me senté en la cama y desperté a mi mujer para contarle que había resultado ser un fin de semana de lo más productivo.

    Rosemary era mi segunda mujer. La primera, Helen, iba a la Escuela Femenina de Leeds al mismo tiempo que yo daba clase en un instituto cercano. Ambas instituciones compartían gimnasio, y fue allí donde me enamoré de ella a la edad de trece años, mientras la veía jugar al balonred. A partir de entonces, empecé a buscarme cualquier excusa para pasar por el gimnasio, con la esperanza de captar aunque fuera un atisbo de sus braguitas azules mientras ella saltaba, siempre certera, para meter la pelota en la red. Puesto que ambos institutos colaboraban en varias actividades conjuntas, yo empecé a interesarme por hacer teatro, aunque no tenía el menor talento. Fui a debates conjuntos, si bien jamás abría la boca. Me inscribí en la orquesta que compartían los dos institutos y acabé tocando el triángulo. Una vez que dejé los estudios y me puse a trabajar en el almacén, seguí viendo a Helen, que estudiaba bachillerato. A pesar de lo mucho que la quería, no hicimos el amor hasta cumplir los dieciocho, e incluso entonces no estuve yo tan seguro de que hubiésemos consumado nada de nada. Seis semanas después, Helen rompió a llorar tras anunciarme que estaba embarazada. Se organizó una boda a toda prisa en contra de los deseos de sus padres, que esperaban que Helen fuera a la universidad. De todos modos, como yo no quería mirar siquiera a ninguna otra chica durante el resto de mi vida, el resultado de nuestra indiscreción juvenil me llenó de gozo.

    Helen murió la noche del 14 de septiembre de 1964 mientras daba a luz a nuestro hijo Tom, quien a su vez murió una semana después que su madre. Llegué a pensar que jamás lo superaría, y de hecho no estoy seguro de haberlo superado. Tras la muerte de Helen, no me molesté en mirar a ninguna otra mujer durante años. Lo que hice fue concentrar toda mi energía en la empresa.

    Mi padre no es un hombre blando ni sentimental. No hay hombres así en Yorkshire. Sin embargo, tras el funeral de mi mujer y mi hijo, descubrí una parte amable de él que jamás había visto hasta entonces. Solía llamarme por teléfono por la noche para ver cómo me encontraba, y siempre me decía que fuese con él a ver jugar al Leeds United los sábados por la tarde desde el palco de directores. Por primera vez entendí la devoción que mi madre le seguía profesando tras más de veinte años de matrimonio.

    Conocí a Rosemary cuatro años más tarde, en el baile de inauguración del Festival de Música de Leeds. No es que fuera mi hábitat natural, pero ya que Cooper’s se anunciaba a página completa en su programa, el brigadier Kershaw, alto sheriff del condado y presidente del comité de organización del baile, nos invitó personalmente a asistir. No me quedó más remedio que desempolvar aquel traje de chaqueta que en tan raras ocasiones me había puesto e ir junto con mis padres al baile.

    Me colocaron en la mesa diecisiete, junto a una tal señorita Kershaw, que resultó ser hija del alto sheriff. Llevaba un elegante vestido azul sin tirantes que resaltaba su hermosa figura. Tenía una mata de pelo rojo y una sonrisa que me hacía sentir como si fuésemos amigos desde hacía años. Mientras dábamos cuenta de algo que el menú denominaba «aguacate al eneldo», Rosemary me contó que acababa de concluir sus estudios de Filología Inglesa en la Universidad de Durham y que ahora no estaba muy segura de qué hacer con su vida.

    —No me interesa impartir clases —dijo—. Y desde luego no tengo madera de secretaria.

    Seguimos charlando mientras traían el segundo plato y el postre, sin prestar la menor atención a la gente sentada a nuestro alrededor. Tras el café, Rosemary me arrastró hasta la pista de baile. Allí me volvió a explicar la problemática de plantearse buscar empleo con una agenda tan apretada de compromisos sociales como la suya.

    Me sentí bastante halagado de que la hija del alto sheriff mostrase el más mínimo interés en mí, aunque, para ser sincero, no me lo tomé muy en serio cuando al acabar la velada Rosemary me susurró al oído:

    —Sigamos en contacto.

    Sin embargo, un par de días después me llamó por teléfono y me invitó a acompañarla a almorzar con sus padres en su casa de campo.

    —Quizá podríamos jugar al tenis después del almuerzo. Porque juegas al tenis, ¿verdad?

    El domingo fui en coche hasta la localidad de Church Fenton. La residencia de los Kershaw era justo como había imaginado: enorme y decadente. Lo cual, ahora que lo pienso, es una descripción que se ajustaba a la perfección al padre de Rosemary. En cualquier caso, parecía un buen tipo. La madre, por otro lado, era un hueso más duro de roer. Provenía de algún lugar de Hampshire y no conseguía disimular que, si bien no le importaría darme limosna, de ningún modo me veía como alguien digno de compartir mesa con ella en un almuerzo dominical. Rosemary no prestó atención a sus dardos envenenados y se dedicó a charlar conmigo sobre mi trabajo.

    Puesto que se pasó toda la tarde lloviendo, no llegamos a jugar al tenis, así que Rosemary decidió engatusarme para que fuéramos al pequeño cobertizo que se alzaba detrás de la pista. En un primer momento me preocupó la idea de hacer el amor con la mismísima hija del alto sheriff, pero se me pasó enseguida. Sin embargo, a medida que transcurrían las semanas empecé a preguntarme si no sería yo para Rosemary algo más que la mera fantasía de acostarse con un camionero. No tardó en empezar a hablar de casarnos. La señora Kershaw no fue capaz de ocultar la repugnancia ante la idea de que alguien como yo se convirtiese en su yerno, pero resultó que a Rosemary le daba igual lo que ella pensase. Nos casamos dieciocho meses después.

    Más de doscientos invitados acudieron a nuestro bodorrio en la iglesia parroquial de St. Mary. En cualquier caso, he de confesar que, al contemplar a Rosemary recorriendo el pasillo hasta el altar, lo único en lo que pude pensar fue en mi primera boda.

    Durante un par de años, Rosemary se esforzó por ser una buena esposa. Se interesó por la empresa, se aprendió los nombres de todos los empleados e incluso se hizo amiga de las esposas de algunos de nuestros ejecutivos de más antigüedad. Sin embargo, me temo que yo me pasaba las horas muertas en la empresa y no le dedicaba la atención que necesitaba. La verdad es que Rosemary quería una vida compuesta principalmente de veladas en el Grand Theatre de Leeds para ver la nueva obra de Opera North, seguidas de cenas junto a sus amigos del condado que se alargarían hasta altas horas de la noche. Yo, en cambio, prefería trabajar los fines de semana e irme a la cama antes de las once casi todas las noches. La verdad era que yo no estaba resultando ser el tipo de marido que daba título a la obra de Oscar Wilde que Rosemary me había llevado a ver hacía poco…, y tampoco ayudó que me quedase dormido en el segundo acto.

    Después de cuatro años sin descendencia, por más ganas que le pusiera Rosemary en la cama, los dos empezamos a alejarnos el uno de la otra. Si ella tuvo alguna aventura (como yo, desde luego, las tuve siempre que podía encontrar tiempo para ello), no hizo la menor ostentación. Hasta que conoció a Jeremy Alexander.

    Unas seis semanas después del seminario en Bristol, se me presentó la oportunidad de llamar por teléfono a Jeremy para pedirle consejo. Quería cerrar un contrato con una empresa quesera francesa para llevar sus productos a los supermercados británicos. El año anterior ya había perdido un suculento contrato similar con una empresa cervecera alemana, y no podía permitirme volver a cometer el mismo error.

    —Mándame todos los detalles —dijo Jeremy—. Este fin de semana me miro todos los documentos y te llamo el lunes por la mañana.

    Jeremy cumplió su palabra. El lunes por la mañana me llamó para decirme que el jueves tenía una reunión con un cliente en York, y que quizá podríamos vernos al día siguiente para repasar el contrato. Le dije que sí y pasamos la mayor parte del viernes encerrados en la sala de juntas de Cooper’s, repasando hasta la última coma del contrato. Era un placer ver cómo trabajaba un profesional de la talla de Jeremy, si bien a veces tenía la irritante costumbre de tamborilear con los dedos sobre la mesa cuando yo no entendía a la primera lo que me decía.

    Resultó que Jeremy ya había hablado con el abogado de la compañía francesa en Toulouse y se había ocupado de despejar todas las reservas que pudiera tener con respecto al contrato. Me aseguró que, a pesar de que el señor Sisley no hablaba inglés, había sido capaz de comentar todas nuestras inquietudes con él. Recuerdo que me quedé de piedra al oírlo decir ese «nuestras».

    Una vez que hubimos repasado hasta la última página del contrato, me di cuenta de que todo el mundo se había marchado ya a casa de fin de semana y de que éramos los únicos que quedaban en el edificio. Le propuse a Jeremy que cenase conmigo y con Rosemary. Él consultó su reloj, reflexionó un momento y dijo:

    —Gracias, es muy amable por tu parte. ¿Te importaría dejarme antes en el Queen’s Hotel para que pueda cambiarme?

    A Rosemary, en cambio, no le hizo gracia que la llamase en el último minuto para decirle que había invitado a un completo desconocido a cenar. Hice todo lo posible por convencerla de que Jeremy le iba a caer bien.

    Jeremy llamó al timbre poco después de las ocho. Le presenté a Rosemary, y él le hizo una inclinación y le besó la mano. No se quitaron la vista de encima en toda la velada. Había que estar ciego para no ver lo que iba a suceder a continuación, y si bien yo no estaba ciego, sí que hice la vista gorda.

    Jeremy empezó a encontrar cada vez más excusas para pasar por Leeds. He de admitir que aquel repentino entusiasmo por el norte de Inglaterra me permitió desarrollar mi plan de expansión con mucha más rapidez de la que me había atrevido a soñar en un principio. Hacía tiempo que acariciaba la idea de contratar un abogado interno que trabajase en la empresa. Apenas un año después de nuestro primer encuentro, le ofrecí a Jeremy un puesto en el Consejo de Administración. Su responsabilidad era preparar la salida a bolsa de la empresa.

    En aquella época pasé bastante tiempo haciendo nuevos contactos en Madrid, Ámsterdam y Bruselas. Desde luego, Rosemary no intentó convencerme de quedarme más en casa. Al mismo tiempo, las habilidades de Jeremy le permitieron librar a la empresa de la auténtica maraña de problemas legales y financieros que supuso nuestra expansión. Gracias a su pericia y a su diligencia, el 12 de febrero de 1980 pudimos anunciar que Cooper’s se preparaba para solicitar su salida a bolsa aquel mismo año. Fue entonces cuando cometí mi primer error: le propuse a Jeremy ser director general adjunto de la empresa.

    Los términos de la salida a bolsa especificaban que Rosemary y yo nos quedaríamos con el cincuenta y uno por ciento de las acciones. Jeremy me explicó que, por razones fiscales, había que dividirlos de manera equitativa entre ella y yo. Dado que mis contables se mostraron de acuerdo, ni siquiera me paré a pensármelo. El resto de las 4.900.001 libras en acciones se pusieron a la venta y fueron adquiridas tanto por instituciones como por inversores privados. Pocos días después de salir a bolsa, el valor de las acciones había subido a dos libras con ochenta.

    A mi padre, que había muerto el año anterior, jamás le habría cabido en la cabeza que fuese posible aumentar el valor de algo en varios millones de la noche a la mañana. De hecho, sospecho que habría despreciado la misma idea de que fuera posible, porque hasta el último día de su vida estuvo convencido de que un límite de descubierto de diez libras era lo máximo que necesitaba un negocio que se gestionase adecuadamente.

    La economía británica creció sin parar durante los años ochenta. En marzo de 1984, las acciones de Cooper’s alcanzaron un máximo histórico de cinco libras. La prensa empezó a especular con la posibilidad de que hubiese algún intento de adquisición. Jeremy llegó a aconsejarme que aceptase una de las ofertas de adquisición que nos llegaron, pero mi respuesta fue clara: jamás iba a permitir que el control de Cooper’s escapara de mis manos. Después de aquello, tuvimos que realizar hasta tres operaciones separadas de desdoblamiento de acciones. En 1989, el Sunday Times estimaba que Rosemary y yo teníamos una fortuna conjunta de unos treinta millones de libras.

    Yo nunca me había considerado una persona adinerada. A fin de cuentas, para mí las acciones no eran más que trozos de papel que gestionaba Joe Ramsbottom, el gerente legal de la compañía. Yo seguía viviendo en la casa de mi padre, conducía un Jaguar de cinco años de antigüedad y trabajaba catorce horas al día. Nunca me había interesado mucho irme de vacaciones ni era muy extravagante por naturaleza. Por algún motivo, la riqueza no me importaba mucho. Yo me habría contentado con seguir viviendo como hasta entonces, de no ser porque, cierta noche, llegué a casa pronto.

    Tras una negociación particularmente larga y farragosa en Colonia, me las arreglé para pillar el último avión que volaba a Heathrow. En principio, iba a hacer noche en Londres, pero luego decidí que estaba harto de hoteles y que lo único que quería era volver a mi casa, a pesar de que Leeds quedaba a varias horas de viaje desde Londres. Llegué poco antes de la una de la noche. El BMW blanco de Jeremy estaba aparcado en la entrada de mi casa.

    Si hubiese llamado a Rosemary antes, quizá nunca habría acabado en la cárcel.

    Aparqué el coche junto al de Jeremy y me acerqué a la puerta principal. Fue entonces cuando me fijé en que no había más que una luz encendida en toda la casa, la del dormitorio de la primera planta. No hacía falta ser Sherlock Holmes para deducir lo que debía de estar pasando en aquella estancia en concreto.

    Me detuve y contemplé durante un rato las cortinas cerradas. No se movía nada, así que estaba claro que no habían oído llegar el coche. No sabían que yo me encontraba allí. Regresé al coche y me dirigí sin prisa al centro de la ciudad. Aparqué en el Queen’s Hotel y le pregunté al recepcionista de noche si Jeremy Alexander había reservado habitación para aquella noche. Él comprobó el registro y me confirmó que así era.

    —Entonces, deme a mí su llave —le dije—. El señor Alexander va a pasar la noche en otra parte.

    Mi padre habría estado orgulloso de mi manera de aprovechar el dinero de la empresa.

    Me tiré en la cama, pero no pude conciliar el sueño. A medida que pasaban las horas, mi rabia crecía más y más. Aunque ya no amaba a Rosemary, e incluso empezaba a aceptar que quizá nunca había sentido nada por ella, en aquel momento detestaba a Jeremy. Sin embargo, hasta el día siguiente no descubriría de verdad cuánto lo detestaba.

    A la mañana siguiente llamé a mi secretaria y le dije que llegaría a la oficina directo desde Londres. Ella me recordó que había una reunión del Consejo de Administración agendada a las dos de la tarde que, según tenía apuntado, iba a presidir el señor Alexander. Me alegré de que mi secretaria no viera la sonrisa de satisfacción que se dibujó en mi cara. Me bastó echar un vistazo a la agenda mientras desayunaba para comprender el motivo por el que Jeremy había querido presidir aquella reunión en concreto. Sin embargo, sus planes ya daban igual. Yo había decidido contarles a mis directores lo que Jeremy andaba tramando y asegurarme de que lo echaban del Consejo de Administración tan pronto como fuera posible.

    Llegué a Cooper’s poco después de la una y media de la tarde. Aparqué en el estacionamiento en el que se leía «Director general». Antes de que empezase la reunión tuve el tiempo justo de comprobar mis archivos. Ahí me di cuenta del número escandaloso de acciones de la empresa que estaban bajo el control de Jeremy, y de lo que Rosemary debía de haber estado planeando desde hacía bastante tiempo.

    En cuanto entré en la sala de juntas, Jeremy dejó libre la silla del director general sin mediar palabra alguna. No mostró el menor interés en la reunión hasta que llegamos al punto del orden del día que trataba la emisión futura de nuevas acciones. Entonces intentó hacer pasar una moción en apariencia inofensiva, pero que habría tenido como consecuencia que Rosemary y yo perdiésemos el control general de la compañía, y que por lo tanto fuésemos incapaces de negarnos a futuros intentos de adquisición. Si yo no hubiese viajado la noche anterior hasta Leeds y me hubiese encontrado su coche aparcado a la entrada de mi casa y esa luz encendida, seguramente habría caído en la trampa. En el momento en que Jeremy pensaba que la moción iba a aceptarse sin que hiciera falta votar, les pedí a los contables de la empresa que preparasen un informe completo al respecto para que el Consejo

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