Luciérnaga
Por Jen Minkman
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Por un decreto del Estado, los Ciudadanos de Ebrus no tienen permiso para:
Visitar el océano que rodea a la Ciudad Amurallada
Ignorar el toque de queda y estar fuera después de las siete.
Avisar de que se está enfermo más de tres veces al año.
Cantar.
Un corto relato distópico sobre el espíritu de la Navidad.
Jen Minkman
Jen Minkman (1978) was born in the Netherlands and lived in Austria, Belgium and the UK during her studies. She learned how to read at the age of three and has never stopped reading since. Her favourite books to read are (YA) paranormal/fantasy, sci-fi, dystopian and romance, and this is reflected in the stories she writes. In her home country, she is a trade-published author of paranormal romance and chicklit. Across the border, she is a self-published author of poetry, paranormal romance and dystopian fiction. So far, her books are available in English, Dutch, Chinese, German, French, Spanish, Italian, Portuguese and Afrikaans. She currently resides in The Hague where she works and lives with her husband and two noisy zebra finches.
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Luciérnaga - Jen Minkman
1.
La primera vez que escuchó ese extraño sonido volvía a casa después de un largo día en la Oficina Nacional de Trabajo.
Con curiosidad, Zlata miró hacia el estrecho y oscuro callejón que conectaba con el Bulevar de Noé. No había escuchado antes un sonido como aquel. Se parecía al maullido de un gato, pero mucho más atrayente y muchísimo más bello. El sonido la entristeció y entusiasmó al mismo tiempo.
—¿Hola? —La vocecita de su madre vibró desde el teléfono móvil que tenía aferrado a su mano—. ¿Zlata? ¿Estás ahí?
—Sí. —Observó el callejón envuelto en sombras distraídamente. Allí no había nadie. O, al menos, no podía ver a nadie—. Voy de camino a casa.
—Bueno, ¿podrías traer una garrafa de agua? Ya no queda. Vasily tiene sed.
Zlata gimió. Su estúpido hermano pequeño siempre tenía sed y era demasiado vago para ir a la tienda. Se moriría de miedo cuando cumpliese dieciséis años y lo mandasen a trabajar seis días a la semana, en vez de ir a la escuela cinco días. Desafortunadamente para él, vagabundear no es un trabajo oficial para el Estado en la Ciudad de Ebrus.
—Claro —dijo—. Hasta luego.
Pulsando el botón para colgar, se giró hacia el callejón de nuevo. Ese sonido era fascinante. Ahora le recordaba a esas aves marinas que siempre cruzaban el muro para buscar comida en la ciudad. Extraño, agudo, arrítmico. Pero no, no podía desviarse de su usual ruta y ponerse a explorar. ¿Qué tipo de chica sensata se atrevería a ir sola de noche después del horario de oficina? El toque de queda era en una hora y todavía tenía que conseguir el agua para Vasily.
Con determinación, Zlata arrojó el móvil dentro de su bolsa bandolera y puso rumbo hacia las Torres de Comercio, donde se encontraban todas las tiendas de Ebrus. A su derecha e izquierda se elevaban oscuros y altos bloques de pisos que parecían alcanzar las centelleantes estrellas del cielo. Su familia vivía en la planta veintiuno del Bloque de Pisos R gracias a que su padre tenía un importante puesto de trabajo en el gobierno desde hacía ya casi veinte años. Cuanto