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Yo, precario
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Libro electrónico184 páginas2 horas

Yo, precario

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Información de este libro electrónico

Hace diez años, en lo más hondo de la crisis económica y obligado por la aritmética de la necesidad, Javier López Menacho aceptó trabajar como mascota para una conocida marca de chocolatinas. Durante ocho horas al día bailó y cantó en el interior de un pesado traje sin ventilación. Su puesto duró lo que duró la campaña publicitaria, sin embargo, tardaron meses en pagarle. Dentro iba en calzoncillos. Este es solo el primer peldaño de un descenso a los infiernos del mundo laboral.
Yo, precario recoge las experiencias, vejaciones y desilusiones que el autor se ha encontrado a lo largo de la última década mientras saltaba de un trabajo temporal a otro. Es el testimonio lúcido de una precariedad que aún perdura y una crónica que narra pensando y cuestionando el trabajo como centro de la identidad contemporánea.
López Menacho ha recorrido los bares de Barcelona para auditar máquinas de tabaco; ha captado clientes en bicicleta para una empresa de telefonía; ha animado la final de la Eurocopa que ganó España; se ha enfrentado al delirio burocrático de los grandes sindicatos y, cuando creía haber abandonado la precariedad, ha vuelto para inventariar ropa interior de madrugada.
IdiomaEspañol
EditorialCaja baja
Fecha de lanzamiento28 sept 2022
ISBN9788417496661
Yo, precario
Autor

Javier López Menacho

Javier López Menacho (Jerez de la Frontera, 1982) es escritor, docente y especialista en comunicación digital. Ha publicado los ensayos La farsa de las startups (2019), Yo, charnego (2020) y La generación Like (2021), además de la novela El profeta (2019), el libro de relatos Hijos del Sur (2016), el libro de divulgación SOS, 25 casos para superar una crisis de reputación digital (2018) y el cuento Juan sin miedo (2016). Ha colaborado en publicaciones como La voz del sur, La Marea, CTXT, Secretolivo, Qué leer y en otros relacionados con las nuevas tecnologías como Marketing4eCommerce, Revista Byte TI o Beers&Politics. Estudió un máster en creación literaria por la Universitat Pompeu Fabra y es profesor colaborador de la Universitat de Barcelona en su Máster DCEI-UAB y del Máster en Reputación e Intangibles Empresariales en la Era Digital de la Universidad Complutense de Madrid. Algunas de sus obras han sido traducidas al griego y el alemán.

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    Yo, precario - Javier López Menacho

    9788417496654Yoprecario.jpg9788417496654Yoprecario.jpg

    A mis padres

    Soy incapaz de contener un grito desesperado

    de sed y penuria.

    Hunter S. Thompson

    El lector será testigo de una decisión valerosa, audaz y agresiva del autor, una decisión que

    revela una militancia, una profundidad y un

    vigor totalmente inesperado en persona de

    tanta suavidad y sosiego.

    John Kennedy Toole

    —Bueno, pues cuéntame tu historia verdadera.

    —No sé. No puedo hacerlo.

    Chuck Palahniuk

    Prólogo

    Desde el rescoldo

    Vivíamos en un piso enorme del barrio de Sant Gervasi, justo donde el terreno de Barcelona empieza a trazar una pendiente en ascenso y las inmobiliarias ajustan proporcionalmente esta evidencia geográfica al valor de las propiedades. Un piso oscuro y venido a menos, con las cañerías rotas, el parqué pálido y la cocina en ruinas. Cada día que nos despertábamos lo mirábamos pensando en lo que alguna vez debió haber sido. Nos preguntábamos qué hacíamos ahí, en ese barrio, rodeados de la arqueología de la burguesía catalana. Éramos el elemento desajustado de un barrio que se empeñaba en detestarnos.

    Aun así, conseguimos convertir nuestra casa en un refugio de contención mutua. Yo trabajaba en una oficina como copywriter, algo que el narrador de la novela Diablo Guardián de Xavier Velasco define como «lo más parecido a ser vedete: no eres así que digas bailarina, pero bailas; no eres cantante, pero cantas; menos aún actriz, y sin embargo actúas». Javi y Carles ni siquiera eso. Estaban mucho en casa y solíamos comer juntos cuando volvía de la oficina. A veces me esperaban con la comida lista, otras cocinaba yo. Siempre sin demasiada planificación y dependiendo de quién tuviera algo para compartir con los demás. Éramos tres amigos bajo un techo y una nevera con estantes sin nombres.

    Transitábamos como podíamos el año 2012, el punto álgido de la crisis mundial que tuvo su eclosión en Europa. Carles pasaba mucho rato encerrado en su habitación, concentrado en su guitarra conectada al ordenador, subiendo y bajando botones digitales, ajustando vibraciones, creando texturas: su proyecto se llamaría Coriolà, por Coriolanus, el personaje de una tragedia de Shakespeare que luego de ser desterrado de Roma dirige un asalto contra la ciudad y la incendia. Javi empezó a salir, poco a poco, hacia algunos trabajos puntuales de los que volvía exhausto, con la energía justa como para cenar algo rápido y encerrarse en su habitación a escribir. Cada nuevo trabajo era peor que el anterior y en todos se repetían ciertas pautas: a tiempo parcial, muy poco dinero, jornadas interminables. Y Javi ahí estaba, soportándolo y escribiéndolo. No abandonó su puesto ni en la noche de su cumpleaños. Entonces se encargaba de hacer estadísticas de la gente que se colaba en el metro de Barcelona; esperaba de pie y de incógnito en varias estaciones, y presionaba el botón de una maquinita de hacer cálculos. Cenamos, bebimos, lo abrazamos y a la una de la mañana se despidió para ir hasta la parada de Arco de Triunfo a seguir contando polizones hasta la madrugada, mientras nosotros seguíamos de fiesta.

    Al volver a casa, aunque estuviese agotado, siempre se hacía un tiempo para escuchar nuestras manías y se quejaba bastante poco de su suerte sin descargar bronca con nada ni con nadie. Supongo que la vida con nosotros significaba una parte importante de su catarsis. La otra era el ordenador portátil enchufado en su pequeña habitación oscura en la que se encerraba a escribir y, poco a poco, empezaba a identificar una estructura, una línea, una continuidad, un concepto de lo que estaba viviendo: las bases de un libro que aún no se había publicado en el país y que se estaba escribiendo en la realidad de muchos jóvenes.

    En su Yo, precario Javi toma una posición de gonzo bastante particular, alejada de la del cronista maldito y escatológico que quiere ver arder el mundo. Esto no significa que no se anime a jugar con fuego, al contrario: no le teme a las llamas y se quema combinando la ironía y el humor sarcástico con ciertas dosis de ternura, y hasta de pensamiento utópico. Como si fuese un gonzo entrañable, muy lejos del borderline que hubiera sido mucho más fácil representar: situarse en ese pedestal del extrañamiento, en un más allá de todo desde donde un cronista se construye su propia coraza y lo ve todo desde afuera, por más que se encuentre bien adentro.

    Javi entra en simbiosis con su disfraz de chocolatina y el narrador se traslada al interior de la mascota publicitaria. A través de esa ambigüedad entre hombre y muñeco, entre trabajador y máquina, aparece en escena la alienación marxista, pero filtrada con la mirada paródica del Chaplin de Tiempos modernos. Desde el interior de un pesado traje sin ventilación, cuestiona el estrecho vínculo entre identidad y trabajo. En un momento del libro, el precario se encuentra repartiendo «una de esas barritas de cacao con problemas de personalidad que va camino de ser un helado pero sin llegar a serlo». Ese es el estado intermedio de un producto que actúa como sinécdoque de un país y de una sociedad con trastornos semejantes.

    El precario busca atajos para pasar sus malos momentos, para aguantar el calor, la falta de aire, la histeria infantil y adulta de quienes lo circundan. Detrás y dentro del disfraz, imita la voz del Oso Yogui y la de José María Aznar. Es comediante, performer y actor. Pero no es el performer que va a vivir la experiencia para luego escribirla: no hace una cobertura de la precariedad. Él mismo es la noticia, el suceso a cubrir, el objeto narrable. El propio cronista es el precario. Es a él a quien le duele la espalda de cargar con el armazón, al que le laten los pies recorriendo bares para auditar máquinas de tabaco. Es un obrero que pone el cuerpo y que lo desgasta. Y que se va degradando hasta el punto de comprobar que la gente que pide dinero a su lado llega a ganar más que él.

    Quizás por ese afán de provocar un llamado de atención, de construir un diálogo y de ensayar un grito contra la soledad es que muchos capítulos del libro están escritos en segunda persona. Como si cualquier lector o lectora fueran, también, esa chocolatina y también se les destrozaran las cervicales y tuvieran que aguantar a niños y a padres insoportables. Una segunda persona que pone al narrador ante un espejo y que produce un extrañamiento que le permite enfrentarse con dignidad a las contradicciones inevitables de trabajar para promocionar causas de cáncer a cambio de una miseria.

    Hace diez años, la crónica en España empezaba a crecer y a revivir como género ante una crisis clásica y gramsciana: lo viejo que no acaba de morir y lo nuevo que no acaba de nacer. En medio de esa tensión se publicó la primera edición de Yo, precario y en la prolongación eterna e insoportable de la misma crisis vuelve a aparecer reeditado. Justo cuando las viejas formas de precariedad parecen encontrarse con las nuevas tecnologías para alumbrar un nuevo precariado, donde el rider aparece como objeto de las nuevas formas de explotación.

    «Lo primero que tienes que hacer es quedarte en calzoncillos». Así empieza la primera crónica de este libro. Un inicio acorde con lo que sigue: un testimonio imprescindible para entender la precariedad laboral en España que trajo aparejada la crisis mundial de 2008 y que, en realidad, nunca se fue. Siempre siguió ahí, adquiriendo matices diferentes. Por eso urge la reedición de esta pieza en el contexto actual, porque ayuda a abordar la crisis de esos años no como un resto arqueológico, sino como un fenómeno que perdura en el tiempo, que se ha prolongado, que ha adquirido nuevos rostros y otros rehenes recién migrados, recién refugiados o recién egresados de la universidad. Este libro vuelve por la triste y simple razón de que la precariedad nunca se fue. Se transformó, mutó, se digitalizó, pero siguió manteniendo su esencia. Y el Yo, precario regresa porque ya se sabe lo que pasa donde hubo fuego.

    La mudanza fue un trabajo en equipo. Tuvimos que bajar todo, absolutamente todo lo que había en ese caserón y que no era nuestro. Era la condición que nos pusieron para devolvernos una fianza que, finalmente, nunca nos reintegraron del todo. Decidieron quedarse con una parte que para nosotros significaba tanto y para ellos, evidentemente, tan poco. Abajo nos esperaban unos cuantos pakistaníes chatarreros dispuestos a llevarse lavadoras, neveras, microondas, lo que fuera que tirásemos y pudiera desmontarse en piezas. Tuvimos que sacar trastos de lugares desconocidos, meter las manos en rincones oscuros e inexplorados. Sitios plagados de alimañas, espacios mugrientos que daban miedo. Pero había que hacerlo, porque necesitábamos ese dinero que era nuestro y porque teníamos que irnos, sí o sí, desplazarnos hacia otro sitio que no teníamos idea de cuál sería.

    Meses después, cuando faltaban pocos días para la publicación del Yo, precario, nos enteraríamos de que los dueños habían iniciado una obra y habían remodelado el piso por completo, que consiguieron dejarlo lo más parecido a como fue en sus años de gloria y que, ahora sí, estaba en las condiciones adecuadas para alojar a una familia de clase media alta que pudiera permitírselo. Pero aquel último día, mientras bajábamos los últimos trastos, tuvimos la conciencia de que nuestro fuego permanecería allí, en esa casa hecha cenizas aún crepitantes, dentro de ese espacio convertido en rescoldo donde fuimos tan felices y nos divertimos tanto aun en la precariedad y sin pertenecer del todo a él.

    Laureano Debat

    Primera parte

    El espíritu de la mascota

    2012

    Primer día en la oficina

    «Lo primero que tienes que hacer es quedarte en calzoncillos». La coordinadora siempre está presente, así que a partir de ahora será nuestro ritual. Nosotros nos bajamos los pantalones, ella permanece de pie. Es la misma sensación que tenías de pequeño cuando tu madre te desnudaba sin reparos delante de alguna de sus amigas, o cuando, ya adolescente, te acostabas con alguien por primera vez. Esa extraña mezcla de pudor y desvergüenza donde, al final, las circunstancias mandan. Al menos, la coordinadora siempre busca un punto de fuga, algo que desvíe su atención de nuestras miserias: mira el móvil, habla con la vista perdida o, sencillamente, se vuelve de espaldas. La primera vez sucede así y se establece como rutina. Luego te dan unos pantalones blancos acolchados que se asemejan a los de un astronauta y te los pones. El tacto por fuera es sintético, como si se hubieran fusionado el plástico y la lana. La camiseta interior tiene el cuello ancho y se pega a la piel, ensañándose con ella. «Aun así, poneos algo debajo, es una cuestión de higiene», la coordinadora insiste. No sabe, o no ha querido saber, el calor que se pasa con esa prenda y la otra debajo. Para colmo, el primer día traigo puesta, desde casa, una camiseta de manga larga. Dos minutos después de vestirte, el sofoco es insoportable. Y aún no estás dentro de la chocolatina.

    Te inclinas y te enganchas los zapatos. Gigantes, de un metro de largo, y voluptuosos, de color rojo y blanco, como esos que compras para estar en casa y simulan la silueta de unas deportivas. Con las gomas, tus pies quedan atados y desnudos en el interior del zapato. Sobra espacio para dos pies más. Pareciera que quisieran volverte torpe, dependiente. Es la previa, antes de introducirte dentro de la caja y convertirte en chocolatina.

    Por dentro, todo está oscuro. Tienes que aprender cómo filtrar la luz y hacerte con el arnés. El arnés permite que te cuelgues a modo de mochila todo el armatoste. Son unas tiras que llevan refuerzo de gomaespuma para no lastimarte los hombros. Muy considerados, los fabricantes. «Los trajes son de origen canadiense. No quisimos reparar en gastos», nos dijeron en la empresa. Pero tampoco repararon en nosotros, las mascotas, en lo que pesa el trasto y en el tiempo que íbamos a pasar dentro. Cuatro u ocho horas, ininterrumpidas, según el día. Tu nuevo cuerpo de chocolatina pesa como las mochilas que llevabas a los campamentos cuando eras un crío. Colocas bien el cuerpo y pides a alguien que te ponga los guantes. Son de cuatro dedos, porque todo el mundo sabe que a las mascotas les sobran siempre uno o dos dedos, por eso se los quitan. Con el tiempo, ponerse los guantes debe ser una tarea individual, pero ahora es prematuro. Falta el don de la experiencia.

    —¿Veis bien? —preguntan.

    —Más o menos —miento.

    No se ve un carajo, ¿acaso a ellos les importa? El cristal de los ojos se empaña con el vaho de la respiración. La tela almohadillada, que impide que desde fuera se vea a la persona que porta el traje, hace el resto. Se distinguen sombras, lo que parecen ser personas. La luz, los edificios, los coches, como en una maraña runruneante. Sombras que vienen y van. Sombras estáticas. Sombras que se vuelven más sombras. Lo mismo es todo lo que somos: sombras.

    La chocolatina lleva una pila en su interior, a un lado, y ensamblado con ella un cable que desemboca en el ventilador, situado en lo alto de la cabeza. Van conectados para que el armazón se encuentre oxigenado y en óptima temperatura. Así sí, claro, así no se empañan los ojos. Así da igual que el traje sea tan extremadamente agobiante, porque recibirás ventilación todo el día. «No sabemos qué tipo de pila lleva —nos dicen—; tenemos que averiguarlo. Hoy trabajaréis sin pila». Una semana después tampoco habrá pila. Ni dos semanas más tarde. Las pilas nos las tendremos que poner nosotros. Andas por el despacho y haces el paripé, como en un pase de modelos ortopédicas.

    —Estáis muy graciosos —dice la coordinadora—. Haceos una

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