Horizonte Rojo (n.º 6): Al límite
Por Rocío Vega
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Cuando la misión de Horizonte Rojo fracasa y una nave alienígena captura al equipo, Kerr sabe que toda resistencia es inútil. Su vida y la de sus compañeros dependen de su capacidad de aguante. Llevada al límite de sus fuerzas, Kerr debe probar por qué merece ser la capitana de Horizonte Rojo... aunque le cueste la cordura.
En Horizonte Rojo 6: Al límite, la penúltima entrega de este arco, Kerr deberá demostrar hasta dónde está dispuesta a llegar para convertirse en la líder que siempre ha querido ser.
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Horizonte Rojo (n.º 6) - Rocío Vega
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Créditos
Horizonte Rojo
(n.º 6)
Al límite
Rocío Vega
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Los pasillos vacíos de la Reborn la hacían pensar en cementerios. En el único al que había entrado, en realidad. En las estaciones espaciales no había espacio para enterramientos rituales, pero a la gente se le daba la opción de almacenar las cenizas de sus seres queridos en el cementerio, por si querían tener un lugar designado que visitar. Los nichos se sucedían en pasillos numerados sin ningún tipo de iconografía religiosa. Había asistido a los funerales de compañeros, estremecida por la baja temperatura, las caras largas y la proximidad de la muerte. Siempre había salido de allí pensando que detestaba la idea de que la metieran en ese sitio. ¿De qué servía que guardasen sus cenizas en una cajita negra y grabasen su nombre en una placa? ¿Para que cualquier gilipollas que pasase por ahí pudiera preguntarse quién era esa Kerr y por qué la habría palmado? Prefería que la lanzasen al espacio, sin medias tintas. Puestos a morir, mejor desaparecer del todo.
Cuando se toparon con el primer cadáver flotante, sin embargo, tuvo que admitir que esa perspectiva era igual de desagradable.
Rurik lo alcanzó de un tirón en la pierna. El muerto vestía el mono de la Reborn, rosa y gris; en el pecho llevaba grabado su nombre y el de la nave. Kerr lo enfocó con la linterna de la escopeta en busca de heridas o manchas de sangre. El cuerpo estaba congelado y seco, pero indemne, y permanecería así durante miles de años si nadie lo devolvía a su casa. Igual que Bahuer.
Encontraron más a medida que peinaban la cubierta B, cadáveres tranquilos flotando sobre mesas y camas, entre tazas, cartas y fichas de apuestas. Verlos desde abajo, pegada al suelo con botas magnéticas, le recordó a una película antigua en la que un viejo se pasaba la vida flotando en el techo por no sabía qué cosa mágica.
—
¿Os imagináis que ahora os digo que la nave está plagada de alienígenas asesinos?
—
dijo Palamo a través de la radio.
Llevaban tanto tiempo caminando en silencio que la voz del piloto la sobresaltó. Vaswani, a su lado, también dio un respingo.
—
¿Qué? ¿Has visto algo?
Palamo se partió de risa desde la Athena. Vaswani sacudió el rifle y su linterna dio vida a las sombras de los muertos.
—
¡En cuanto volvamos a bordo te voy a partir la cara!
—
gritó por encima de las carcajadas
—
. No te rías, ¡lo digo en serio!
—
Menos mal que las armaduras tienen un sistema de absorción de residuos interno, ¿eh?
Vaswani rugió. Kerr se mordió el labio antes de interceder; si Palamo percibía el humor en su voz, se pasaría el resto de la misión tomándoles el pelo:
—
Parad ya, joder. Esto es serio.
—
Tranquilas, tranquilas
—
respondió él con tal condescendencia que Vaswani gruñó entre dientes
—
. En la cafetera que estáis explorando no queda nada vivo que no seáis vosotros, prometido. La he barrido de arriba a abajo: vía libre hasta el puente de mando. Acabo de enviaros el mapa.
Kerr pulsó el botón de la muñequera de su armadura, que se correspondía con el holo que llevaba debajo. Abrió el mapa de Palamo, elaborado en tres dimensiones a partir de los drones que habían encabezado la exploración del pecio de la Reborn. Detallaba las diferentes cubiertas y habitaciones, con puntos palpitantes para representarlos a Rurik, Vaswani y ella, y otros dos en azul que indicaban la posición de los drones. La zona de la brecha exterior, sellada por puertas automáticas, era un espacio en blanco. Por suerte, no necesitarían cruzarla.
Señaló hacia las escaleras de la cubierta C, camino al puente de mando.
—
Taito, ¿tienes idea de lo que pudo suceder aquí?
—
preguntó Vaswani mientras avanzaban por el pasillo desierto
—
. Y no digas que han sido monstruos.
—
Nunca me habría imaginado que serías de las que se acojonan con estas cosas…
—
¿Y lo dice el cagado que se ha quedado en la Athena? A saber lo que harías tú aquí dentro, a oscuras y rodeado de muertos.
—
Me habéis dejado solo con Nutty. Eso también acojona lo suyo, ¿eh?
Kerr trató de fingir hastío:
—
Palamo, ¿no deberías vigilar el cuadrante?
—
¡Estoy en ello! Pero mientras no aparezca nada en el radar, permíteme que os dé la vara un rato.
—
Bostezó sonoramente y gruñó como si estirase los brazos por encima de la cabeza
—
. A ver, ideas. Todavía no he podido entrar en el sistema, así que no lo sé seguro, pero es evidente que todo el mundo ha palmado ante la falta de… bueno, atmósfera. Si fuera una nave más pequeña, como la Athena, podría creer que la brecha del casco ha causado la despresurización, pero las escotillas de la cubierta D están todas cerradas.
—
Y eso no desconectaría el sistema de soporte vital, y tampoco el motor
—
dijo Rurik, que subía las escaleras delante de ella.
—
Exacto. Diría que tiene pinta de avería interna.
—
O sabotaje
—
dijo Vaswani.
—
O sabotaje. No sé, Kerr, ¿te han explicado algo al respecto?
Aprovechó que nadie la miraba a los ojos para pensar bien lo que decir.
—
No me han dicho nada. Me dieron las coordenadas e insistieron en que había prisa. Eso y que tuviese cuidado con los svadik y los baryanos. ¿Te estás ocupando de eso?
—
Ya te he dicho que no hay ningún… ¡AAAH!
Kerr se detuvo en seco.
—
¿Palamo? ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
A través de la radio se escuchó la risilla seca de Nutty y la respiración entrecortada de Palamo.
—
¡Sí! Ha sido este cabrón. Ha entrado sin decirme nada y me ha pegado un susto de la leche.
—
Estáis hablando en la frecuencia del equipo
—
dijo el francotirador en tono calmado
—
. ¿Te importa si me siento aquí?
Ahora fue Vaswani la que se partió de risa y Kerr no intentó contener las carcajadas. Hasta Rurik rio entre dientes. Al llegar a la cubierta superior, Kerr llamó su atención con gestos y le enseñó un dedo pulgar con intención interrogativa. Él asintió e imitó su gesto. La luz interna del casco le daba un aspecto tan macilento que a Kerr se le encogía el estómago al mirarlo. Tendría que haberle obligado a quedarse en la Athena y haberse llevado a Nutty consigo, lo sabía, pero Rurik había insistido en acompañarlas. En otra ocasión habría agradecido su terquedad, pero en esta solo la angustiaba. Cuando volvieran a la Sígel, hablaría con él en serio y le pediría que se cogiera la baja.
La presencia de Nutty parecía haberle quitado a Palamo las ganas de chascarrillos, algo que Vaswani aprovechó para pincharle hasta que llegaron al puente de mando. Kerr los ignoró, atenta a las sombras que se movían en los alrededores y que se multiplicaban cuando el haz de su linterna se cruzaba con el de sus compañeros. Odiaba la lentitud que le conferían las botas magnéticas. Era como caminar sobre alquitrán. Ver los paneles de control tan cerca y a la vez tan lejos, sabiendo que podían meterse en problemas muy gordos si los svadik los pillaban en su espacio de guerra sin autorización, resultaba desesperante.
Cuando los alcanzaron, se enganchó la escopeta al costado y los inspeccionó en busca de los puertos, protegidos del polvo y la humedad bajo una placa de plástico. Vaswani colocó la batería de base imantada en una de las patas del panel y le pasó los cables a Rurik. Kerr conectó la tarjeta de memoria y pulsó el