El fin de la novela de amor
Por Gornick Vivian
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Con la misma inteligencia, honestidad y agudeza que caracterizan su célebre libro Apegos feroces, e hilvanando una profunda reflexión que se hunde con elegancia tanto en el conocimiento como en lo vivencial, Vivian Gornick nos brinda un libro extraordinario que cuestiona el supuesto poder transformador del amor y nos revela que este, «como la comida o el aire, es necesario pero insuficiente: no puede hacer por nosotros lo que debemos hacer por nosotros mismos».
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El fin de la novela de amor - Gornick Vivian
El fin de la novela de amor
VIVIAN GORNICK
TRADUCCIÓN DE JULIA OSUNA AGUILAR
logo_sexto_pisoTodos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
The End of the Novel of Love
Copyright © VIVIAN GORNICK, 1997
Publicado con el permiso de FARRAR, STRAUS AND GIROUX, LLC,
Nueva York
Primera edición: 2022
Traducción
© JULIA OSUNA AGUILAR
Imagen de portada
© MIRYAM PATO
Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S.A. DE C.V., 2022
América, 109,
Parque San Andrés, Coyoacán
04040, Ciudad de México
SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.
c/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierdo
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com
Diseño
ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO
Formación
GRAFIME
ISBN: 978-84-19261-26-7
DIANA OF THE CROSSWAYS
En mil y una novelas de Amor en el Mundo Occidental, el progreso del sentir entre una mujer con inteligencia y un hombre con determinación se plasma a través de una lucha que concluye cuando la mujer –por fin– se diluye en anhelo romántico y en una más intensa necesidad de unirse. Hay, no obstante, un puñado de notables novelas escritas a finales del siglo XIX y principios del XX –entre ellas Daniel Deronda, La casa de la alegría, Diana of the Crossways o La señora Dalloway– en las que, en el preciso instante en que la mujer debería diluirse, el corazón, de improviso, se le endurece. Justo en ese punto en que es necesario ceder, un desapego interior, frío y lacio, parece apoderarse de la protagonista femenina. Se vuelve impenetrable a los ojos del mundo (una «desnaturalizada», dicen de ella), pero nosotros, los privilegiados lectores, sabemos lo que está pasando: la mujer ha mirado más allá y ha visto lo que le deparará el futuro; lo que ve la repele; no logra «imaginarse» en lo que le espera. Incapaz, pues, de imaginarse, no cree ya poder meterse en el papel; no será capaz de abandonarse a la inercia. El matrimonio será una farsa. En ese momento de clarividencia, el amor sentimental se vuelve, para ella, agua pasada. Lo que no significa que el matrimonio no vaya a celebrarse; la mitad de las veces se casará. Simplemente significa que, en estas novelas, es entonces cuando realmente empieza la historia.
La reacción de estas inteligentes mujeres de ficción –Gwendolen Harleth, Lily Bart, Diana Warwick, Clarissa Dalloway– ante la perspectiva del amor matrimonial va contra natura. No solamente porque, como todos sabemos, el amor es la experiencia más determinante que pueda tener un ser humano y porque el matrimonio, cualquiera, al menos en sus inicios, nos evoca lo que tiene de promesa, sino también porque la idea de que una mujer, cualquiera, realmente pueda querer algo que no sea hallar seguridad en este mundo junto a un marido era, hasta hace bien poco, inconcebible.
¿Qué les pasa entonces a Gwendolen, Lily, Clarissa y Diana?
En Daniel Deronda, George Eliot enfrenta en el ring a la hermosa Gwendolen Harleth (sagaz, vanidosa, ambiciosa, deseosa de hacerse un hueco en el mundo) con Henleigh Grandcourt, el aristócrata que quiere casarse con ella, lo que, en apariencia, pone en marcha la clásica pugna entre una mujer y un hombre que están bastante igualados: en este caso, ambos son fríos, inteligentes y resueltos. Por lo demás, a Gwendolen nos la pintan como una persona maliciosa: provoca y manipula al arrogante lord, como si ejercer poder sexual fuera en sí mismo un placer necesario. Sin embargo, a paso lento pero constante –Eliot tarda doscientas páginas en casarlos–, vamos adentrándonos cada vez más en la mente de Gwendolen y comprendiendo que su comportamiento quiere ser desagradable. Desea a toda costa mantener viva la acción, retrasar el momento de la decisión. Comprendemos que está intentando ganar tiempo. Teme al matrimonio. «No era que deseara hacer daño a los hombres –observa de ella Eliot–, era solo que deseaba que ellos no le hicieran daño».
Bajo su hermosura y esa frivolidad artera, subyace una impresionante madurez. Tras unos ojos jóvenes, Gwendolen envejece por momentos. Piensa en su matrimonio inminente y siente la presión constante de la voluntad de su marido, cómo la aplasta. Nada puede evitarlo, ella es consciente. Aunque los sentimientos de Grandcourt son verdaderos al cortejarla –pues realmente está enamorado y pretende cumplir sus promesas–, ella sabe que tendrá que despedirse de su libertad… para siempre. Ese discernimiento la aterra. ¿Qué hago, qué hago…? La cuestión palpita contra sus pensamientos. La mente se convierte en prisión. No puede pensar. El corazón, ya de por sí frío, se hiela y se endurece. Luego la resistencia claudica. Va apoderándose de ella el hastío, un hastío supino. Lo grita en voz alta por última vez: ¡lo único que quiere es ser libre! Daría lo que fuera por no casarse, por no casarse nunca. Por supuesto, Gwendolen no dará nada, pues nada puede dar porque Eliot no se la imagina dando. A lo más a lo que llega la autora es a justificar los miedos de su protagonista. Convierte a Grandcourt en un monstruo que tiene presa a Gwendolen entre las cuatro paredes de una vida privilegiada. Cuando llevan cuatro años casados, ella mira hacia el futuro infinito y solo desea la muerte, la de él o la de ella, tanto da. Tiene veintidós años.
La Lily Bart de Edith Wharton y la Clarissa Dalloway de Virginia Woolf son variantes de la mujer que contempla con clarividencia la vida que le espera en el matrimonio y lo que ve la vuelve fría. Al igual que Gwendolen Harleth, Lily Bart es una mujer escindida por dentro en un mundo lleno de innegociables rigideces sociales. Lily no es capaz ni de afrontar la decisión de casarse con un burgués ni de soportar la excomunión del único mundo que conoce. Prolonga la acción más incluso que Gwendolen, autosaboteándose una y otra vez, hasta que al final las únicas opciones que le quedan son un matrimonio de compromiso con un judío advenedizo o el suicidio. Se decanta por este último. Clarissa Dalloway, por el contrario, cree que logrará salvarse si se niega a casarse con el hombre al que ama (pues sabe que él la fagocitaría con la fuerza de su personalidad), y en cambio decide tomar por esposo a un hombre tan carente de determinación y emoción que no presenta batalla cuando ella se retira a una asexualidad fría e inmaculada en el seno del matrimonio: otra modalidad de muerte en vida.
Cada una de estas tres novelas está escrita por una mujer brillante que tenía el regusto amargo de la vida en la boca. Cada una nos brinda un aleccionador retrato de lo que supone ser una criatura atrapada, presa, paralizada. Con todo, no hay ninguna que penetre más que las otras en el deseo de ser libre de la protagonista: lo único que logran es retratar la resistencia y su sensación. Pero ¿qué es exactamente lo que se anhela? ¿Contra qué luchan? ¿Por dónde pasa la línea de la división interna y qué ingredientes intervienen en la capitulación? Se echa en falta cierta distancia necesaria con el tema. O una experiencia más plena.
A pocos años de cumplir los sesenta, George Meredith contaba tanto con la experiencia como con la distancia. Meredith tenía más idea que Woolf, Eliot y Wharton de lo que una mujer y un hombre igualados en mente, voluntad y voracidad de espíritu podían llegar a decir y a hacer, tanto a sí mismos como entre sí. (Virginia Woolf lo consideraba el novelista victoriano más maduro). Él sabía cómo se desarrollarían los conflictos: en el caso de él y en el de ella. A ella la comprendía a la perfección. Diana of the Crossways, publicada en 1885, nos brinda a una protagonista para quien el amor es el enemigo igual que lo era para Lawrence, salvo porque, en su caso, toda la información nos llega a través de una mujer cuya necesidad de ser dueña de su propia alma es más imperiosa que la de amar. Meredith sabía que es más factible que una mujer llegue al extremo de renunciar al amor que un hombre. Era este un conocimiento que poseía de manera mucho más fehaciente que prácticamente cualquier otro escritor de su época, y a continuación veremos cómo fue a dar con él.
Meredith se casó con Mary Ellen Nicolls, hija del poeta Thomas Love Peacock, cuando tenía veintiún años. Ella era viuda y seis años mayor que él, una mujer con sus propias opiniones y gran hambre de mundo. Sofisticada, apasionada, tan egocéntrica como él, deleitaba y atormentaba a Meredith por igual. Vivieron juntos ocho tempestuosos años; hasta que ella tuvo una aventura y lo dejó; cuando Nicolls se arrepintió y quiso reconciliarse, la rabia del humillado hizo que Meredith se mostrara inflexible; tres años después, ella moría. Él no volvió a pronunciar su nombre durante el resto de lo que fue una larga vida, pero nunca la olvidó. O más bien nunca olvidó quién había sido él con ella. Siempre lo perseguiría el recuerdo de haber obrado mal, y lo que hombres y mujeres podían hacerse mutuamente cuando estaban enamorados se convertiría en la gran inquietud de su obra. En la vida, Meredith era obstinado y furibundo, pero, en la escritura, actuaba conforme a lo que sabía. En 1862 escribió Modern Love, un impresionante poema basado en su matrimonio con Mary Ellen. La intención había sido despellejarla, pero era demasiado buen poeta; no le quedó más remedio que dar un paso atrás y analizar la situación en su conjunto. Comprendió que estar encerrados psicológicamente el uno en el otro los había llevado a actuar de mala fe. El amor, concluyó, no era una experiencia benévola: ni para él ni desde luego para ella. Algún día escribiría una novela sobre ese tema.
Diana Warwick es una de las primeras mujeres en una novela inglesa que, siendo hermosa y teniendo dotes intelectuales, no tuvo que verse descalificada como vanidosa, artera o ambiciosa antes siquiera de entrar en materia. Desde el principio, el suyo es el punto de vista con el que nos identificamos. Cuando la conocemos, es joven, encantadora, atractiva por su forma de hablar y de conducirse, miembro de la aristocracia por derecho de nacimiento y aspiraciones, pero está sola en el mundo y sin dinero (en gran medida como Lily Bart), en una posición de necesidad que solo el matrimonio puede reparar. Ha de casarse y se casa.
Envalentonada por la ingenuidad de su apostura y su buen ánimo, Diana se queda con el primer hombre presentable que aparece, el señor Warwick. El matrimonio será su escuela. No tarda en comprender que se ha uncido de por vida a un hombre de miras estrechas y escuálidos sentimientos cuya compañía la deprime y la aísla. Y a la vez descubre que no está dispuesta a aceptar su situación –es más, es incapaz–, no piensa conformarse. Con el tiempo se da cuenta de que siente una verdadera pasión por el debate político y, cuando se instalan en Londres, entabla relación con algunos cargos públicos; en particular, con un parlamentario con edad de sobra para ser su padre que estima desorbitadamente la conversación de ella. La independencia de Diana escuece al marido, que lo rumia por dentro y deja luego que la rabia se apodere de él, hasta el punto de que acaba presentando una querella de divorcio contra Diana en la que nombra al diputado como tercero en discordia. Pero no puede demostrarlo. Los Warwick se separan y, con su reputación casi intacta, nuestra protagonista empieza a organizar tertulias políticas y a escribir novelas y artículos para ganarse la