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Adán Nada
Adán Nada
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Libro electrónico243 páginas3 horas

Adán Nada

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Adán Nada es la primera novela formal del autor, una novela de adolescencia, prácticamente. Adán Nada es la primera novela formal del autor, una novela de adolescencia, prácticamente.

Con la ingenuidad propia de la edad, se adentra en el gran dolor de esta generación de españoles: la Guera Civil. Y lo hace con la ingenua sinceridad de una mente aún en formación y la picardía inocente de quien aún no ha terminado su juventud.
Sin embargo, precisamente es esta visión inocente e inmadura, la que proporciona un ángulo de visión del que, tal vez, adolecía este episodio dramático de esa España convulsa y polarizada que tanto dolor y sangre causó y que de tal forma dividió a los españoles.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2022
ISBN9781005761417
Adán Nada
Autor

Ángel Ruiz Cediel

Ángel Ruiz Cediel (Madrid, 1955) es uno de los más prolíficos autores de la literatura actual española, y tal vez el autor más completo en cuanto a la variedad estilística y a la profundidad de su obra. Finalista de los Premios La Rama Dorada 1986, Azorín de Novela 1996, Planeta 1999, Fernando Lara 2002, Ateneo de Sevilla 2002 y Planeta 2008 entre otros, es autor de numerosas novelas que abarcan casi todos los géneros literarios, aunque todas ellas con un denominador común: no son obras concebidas solo como entretenimiento, sino que se adentran en las profundiades de la condición humana y su sociedad, con el fin de reflexionar en cada una de ellas sobre un aspecto trascendente que enriquezca nuestra existencia.

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    Adán Nada - Ángel Ruiz Cediel

    Adán Nada

    Ángel Ruiz Cediel

    A quienes la infancia les ocupa toda la vida.

    1

    El hospicio de El Santo Niño

    Nací pobre, muy pobre, como corresponde a quienes lo hicimos no para disfrutar la vida, sino para soportarla.

    Tan pobre y mísero vine que, por no tener, no tuve ni padres conocidos ni casa donde hacerlo, siendo mi primer recuerdo el régimen de carencia y la disciplina militar del orfanato El Santo Niño.

    Allí me dotaron del apellido, Nada, que me he visto obligado a arrastrar por la vida con la misma altanera displicencia con que llevaría una placa con el compendio de sus faltas el más empedernido pecador.

    De los casi dieciséis años que pasé en aquel vestíbulo del infierno apenas si guardo un manojo de gratos recuerdos, pues mis mayores afanes de aquellos años se centraron en sobrevivir a las cuidadoras, veteranos y monjitas, lo que absorbió la práctica totalidad de mi tiempo.

    Las difusas imágenes que conservo en la memoria de aquel pretérito son ya algo vagas y desgreñadas, a excepción de algunas que, quizá por lo entrañable o por las escoceduras que me dejaron, se remontan al umbral de lo que fue mi vida consciente, si es que de esa forma puede denominársele.

    A nadie sorprenderá que de cuando nací y de cómo llegué a caer en aquella fosa séptica social no recuerde nada, aunque las risibles referencias y vituperios con que mis prójimos me regalaron durante largos años me permitieron hilvanar una precaria historia que, si bien podría no ser cierta, conforma mi primer antecedente.

    De todos los vecinos de mi anublada infancia fue quizá doña Vitola quien mayor empeño puso en legarme su infame parecer y en mantener vivas las ascuas de mi desafortunado advenimiento.

    Al parecer fue ella quien me recogió de las manos del basurero cuando me abandonaron a las puertas de la inclusa.

    Los expósitos la pusimos este remoquete porque mucho se complacía en adobarse con abéñulas, cosméticas y muchos perendengues, y porque, de no haber sido por su proverbial cualidad del taco y su inefable maestría para la bofetada, se hubiera podido asegurar que era nada más que un adorno de la inclusa.

    Era, ciertamente, una mujer tubular, con los mismos pliegues por el derecho que por el envés, y desprovista de cualquier flexura o protuberancia que orientara sobre su natural femenino.

    Por lo común llevaba el cabello engominado y la cara decorada como un pulchinela.

    Huesuda y sarmentosa, eternamente estaba dispuesta a obsequiar a cualesquiera de la bastarda tropa con todo tipo de repelones, penitencias o epítetos que serían faltas reprobables si se dirigieran a criminales confesos, aunque mostraba especial deferencia por mi humilde persona, convirtiéndome en el principal sujeto de sus devociones liberticidas y sus instintos loquinarios.

    Pues bien; parece ser que mi madre me parió Dios sabrá dónde y me abandonó a la puerta del hospicio, presumiblemente insegura de si lo que alumbró era un aborto a término o la monstruosa encarnación de su abyecto vicio.

    Comoquiera que me desamparó liado en trapos sin instinto de vestidura, metido en una desbaratada banasta de mimbre y entre grandes latas de basura, cuando el basurero se dispuso a arrojarme por la borda de su carro percibió que la estridencia que emitía aquel lío no se correspondía con el que pudiera esperarse de los residuos y, más guiado por un gesto de curiosidad que por un genuino acto de caridad cristiana, al desliar el fardo me descubrió llorando desconsoladamente.

    Llamó a la puerta de mal talante y, con feas palabras y peores modales, le dijo a doña Vitola que si les sobraban niños hicieran morcillas, pero que no los arrojaran junto con los desperdicios porque lo ponían todo perdido.

    Al parecer allí comenzó una amistosa conversación, en la cual ambos curiosearon sobre los objetos que podrían hallarse entre los desechos: que si «busque usted las astas de algunos de sus señores padres»; «que no, que mejor los atributos de hembra que extravió»; y otros variopintos pareceres, propios de la noble condición dicaz de ambos.

    Así fue como ingresé como súbdito del Hades.

    Tal vez debido a este infortunado incidente doña Vitola nunca me tuvo en gran estima.

    Ya en aquel momento se las ingenió para convencer a doña Bandera, la directora, de que tenía yo ciertas malformaciones que habían de tratarse de urgencia, enviándome a renglón seguido al Hospital Provincial Infantil prácticamente sin desenvolver del rebujo originario; allí, en vista de que no padecía mal alguno, del mismo modo me reenviaron al hospicio; de aquí, de vuelta al hospital conque sí que tenía, etcétera.

    Al cabo de tres días de ir y volver sin descanso, quizá por saber si con el experimento era capaz de que cesara en aquel llanto que estaba por volverles a todos locos, a doña Bandera se le pasó por las mientes la feliz idea de darme a catar alguna cosa.

    Se puso en planta el proyecto, comí y pareció que el mal que me aquejaba no era ninguna enfermedad congénita sino el hambre más lisa y llana del mundo.

    Y allí me quedé.

    Aunque agradecí en el alma que me alimentaran, nunca viviré lo bastante para lamentar el quindenio y pico que pasé como habitante de aquel Pandemónium.

    Comencé a vivir con un desatino formidable y, aunque a veces pareció que la suerte me favorecía, no era sino un espejismo, pues si toda mi fortuna fuera manteca entre pan, aquel que de mí se nutriera sería otro extasiado por el ayuno.

    Había entonces quien decía que si me engominaban el cabello y me pintaban tonos de arlequín sería el vivo retrato de doña Vitola; pero creo que, aunque me caracteriza una imponente fealdad, eso era ir demasiado lejos.

    Esa misma horripilancia, acompañada de la inicua adversidad de la disposición planetaria el día de mi advenimiento, me facultó para que quienes me rodeaban me nombraran con el alias de Adán, remoquete que la misma doña Vitola me endilgó porque decía que era la personificación del desastre y que siempre iba hecho una facha.

    Los otros expósitos solamente por este propio me nombraban, quizá por ser más acorde con mi naturaleza que aquel otro con que me marcaron para escarnio del futuro cuando me dieron nombre: Lucindo, ¡ahí queda eso!

    Nunca supo nadie darme razones convincentes que justificaran por qué tantas madres de entonces tenían el deplorable hábito de abandonar sus hijos a las puertas de la inclusa.

    Algunos lo excusaban arguyendo que eran malos tiempos para España; y otros, más implacables, las enjuiciaban como mujerzuelas a quienes de la reproducción tan solamente se les interesaba el gustirrinín.

    Tengo muchos años de vida, quizá demasiados, y aún no he visto buenos tiempos para España.

    Quizá sea que lo malo de España es España; pero dejemos estas cuitas para quien desee emparentar con la locura, y vayamos a lo que interesa.

    La vida allí, en El Santo Niño, fue de todo menos eso: vida.

    Aprendí todas esas cosas que nunca debieran ser necesarias, aunque mal, claro, y así me ha ido.

    Jamás pensé —lo confieso— que la existencia pudiera ser algo tan complejo, pues a pesar de que en el decurso de mi historia he hecho de casi todo, nada o casi nada de todo ello complació a quien se lo hice, lo que en mi devenir me ha proporcionado mucha soledad y pocos aliados.

    En un ambiente hostil, a quien la inteligencia no le ampara y le desahucia la carencia de musculatura, solamente la suerte le quedaba por esperanza, y en mi caso suerte tuve, pero toda mala.

    El orfelinato de El Santo Niño era un zoológico en el que había toda clase de bichos.

    Estoy seguro de que si Noé hubiera repetido su hazaña por entonces, en vez de construir un arca y hacer de explorador por selvas y desiertos para capturar brutos del Señor, habría desclavado los cimientos de aquella casa de perdición, habría calafateado grietas y ventanas, y se habría hecho al Diluvio con el edificio completo y el montante de sus habitantes.

    ¡Tal era la fauna que lo habitábamos!

    Además de a doña Vitola, a tres personas de todas aquellas que en el mal decir de entonces nos protegían y vigilaban recuerdo con nitidez: doña Bandera, la monjita Mama y el celador Augusto Raspajo.

    Augusto Raspajo llegó destinado al orfanato cuando tenía yo algunos años de experiencia en el mal pagado oficio de expósito.

    Era un puesto un tanto honorario por ser mutilado de guerra, el cual le ofrecieron al tiempo que le impusieron una condecoración de lata que le procuraba una pensión vitalicia de tres reales al mes.

    Era un hombre avejentado por el sufrimiento de haber sido soldado y por la mudez que penaba a causa de su heroísmo en tierras rifeñas, encuadrado en un Ejército que dotaba a sus soldados de la más puntera tecnología militar de su tiempo: uniformes de dril, alpargatas de cáñamo, un litro de agua al día y tres balas.

    Cuatro de cada cinco soldados de tropa que allá fueron se quedaron fertilizando aquellas yermas tierras desde el subsuelo.

    Los acontecimientos que le relegaron a la mutilación que padecía se remontaban al curso de una emboscada cerca de Xauen.

    Estaba su pelotón descansando de una tan larga como inútil caminata, cuando cayeron sobre ellos un centenar de moros monfíes armados de espingardas y cimitarras.

    En la lucha cuerpo a cuerpo que se desató a continuación, uno de aquellos leviatanes le abrió el vientre de un tajo limpio; pero Augusto Raspajo, lejos de caer muerto como hubiera sido lo lógico, apretó a correr en pos del romí provisto de una descomunal rabia y una tranca de las de vellón para dar cumplida venganza a su esparcido mondongo.

    Cuando perseguía al desarbolado hijo de Alá por entre rocas y matojos y estaba a punto de darle alcance, pero sin lograrlo porque corría el berebere como si le hubieran dado aviso de que se habían trasladado a su casa todas sus suegras a la vez, se le enredó el intestino en una mata de ricino y, del tirón, cayó de bruces y se tragó la lengua.

    Augusto maldijo en silencio su mala estrella, procediendo con resignación a ubicar el mondongo en su lugar y a coser la abertura con bramante para soportar los sesenta kilómetros que le separaban de su destacamento.

    Allí, los cirujanos hicieron por él cuanto pudieron, considerando que en el hospital de campaña no quedaba otro material quirúrgico que esparadrapo, estampitas de María Goretti y velitas de ofrenda al Santísimo.

    Por su lengua, sin embargo, no pudieron hacer nada, porque ya la tenía medio digerida.

    Esa era su gran tragedia.

    Un hombre bravo como él bien podía sobrevivir a las calamidades de la guerra; pero para quien nació charlatán —y pocos con su expediente—, representaba prácticamente lo mismo que si le hubieran amputado las dos manos a un pianista.

    Y en El Santo Niño nos le dejaron.

    Su empleo contemplaba los deberes de portero, el de recoger los niños abandonados y nada más, porque a cualquier otra manda respondía con un gruñido, haciendo a la sazón el mismo caso que un tendero a la Junta Municipal de Precios.

    El resto de su día lo empleaba en escribir con infausta caligrafía increíbles historias sobre papel de estraza, con cuyos recortes nos perseguía por el patio para que los leyéramos aun a sabiendas de la inutilidad de la empresa, dado que casi todos éramos vástagos del más genuino analfabetismo; pero le daba igual.

    Nos abarrajaba hasta darnos captura y, mientras nos sujetaba fuertemente con una mano, nos mostraba con la otra el papelote; fingíamos leerlo, le soltábamos con un gesto entre ansioso y asombrado un «¡jo!» de admiración, y se iba tan contento, dándose palmadas en la pechera y alabándose lo que nadie le alabaría jamás, a pesar de llevar colgada de su raída camisa la condecoración de lata con que le premiaron, la cual, a decir verdad, a mí me pareció un escapulario de san Cristóbal.

    La Mama era una monjita imponente.

    Debía saltar de largo las doce arrobas y aun ir más lejos.

    Era buena y cariñosa como una vaca bien cebada, siempre solícita y amorosa con nosotros y, aunque la teníamos en alta estima, nos guardábamos muy mucho de padecer sus efusivos abrazos, pues uno de ellos bien podía suponernos la muerte por asfixia.

    Era, según extendida creencia, una mujer santa, porque allí que no se comía sino basura y mala, tener aquella hermosura de choto, no podía ser sino cosa de milagro.

    Grande como ella lo era su corazón.

    Nunca la vimos enojada con ninguno de nosotros, comportándose como una auténtica madre y protegiéndonos con su volumen de las palizas o regaños de cualesquiera otros que estuvieran más arriba en el escalafón, que venía a ser más o menos la sociedad al completo.

    Fue la única persona que se ganó lugar de privilegio en nuestra memoria porque, cuando nos consolaba, un solo beso suyo, debido a sus labios de abisinio, nos duraba más de una semana.

    Doña Bandera era la directora de la inclusa, y por este propio ya la conocía y nombraba todo el mundo cuando caí en aquel antro.

    Parece ser que algunas lenguas ociosas se lo impusieron porque como las enseñas patrias fue usada por los poderes políticos y militares de sus mejores años, poniendo punto final a su devenir en aquel estercolero, hecha jirones y con el culo roto.

    Fue una mujer famosa por su esplendorosa belleza, allá por cuando su mocedad.

    Comenzó su carrera como funcionaría del Ministerio de la Guerra, aunque su conflagración particular no la llevó a cabo en ministerio o frente alguno, sino que combatió entre sábanas pobladas de estrellas y bastones en acuartelamientos de todo pelaje.

    Llegó a ser la indispensable ayuda del ministro, sobre todo fuera del despacho, siendo solicitada a tan altos niveles en todos los estamentos militares que le dieron el alias de la Bandera por no haber un solo hombre de uniforme o en edad militar que no la hubiera jurado y besado.

    Durante su juventud estuvo tan de moda como el charlestón; pero a partir de los treinta y tres su declive fue espectacular, tomando su piel color de naipe viejo, más debido al uso abusivo de su naturaleza que a un deterioro natural.

    Lógicamente ella conocía mejor los entresijos de la guerra y de los suministros de intendencia que el mismísimo ministro de la Guerra y, como ya sus gloriosos días huían derrotados y se hacía preciso una cautelosa y anónima jubilación, le dieron el cargo que tenía en el orfanato, en el cual era, o un adorno, o un estorbo.

    No sabía qué cosa hacer o no con el hospicio, limitándose a permitir que el destino decidiera su capricho mientras ella languidecía en su despacho.

    Nadie la preguntaba, conocedores de que tampoco ella sabría resolver ningún conflicto, guardándola para los actos oficiales, momento en que la ponían ante el atril como si fuera competente cuando todos sabían que su oratoria no llegaba más allá que para soltar de vez en cuando un destemplado «¡Viva la Pepa!»

    Aquellas personas conformaban el principal elenco de mis primeros recuerdos.

    El edificio, los patios y las demás dependencias del hospicio eran como los de tantos centros públicos de enésimo orden que tenían que existir, pero que a nadie le importaban.

    Un recinto que primero fue concebido como penal, luego se le destinó a cuartel de caballería y por último lo convirtieron en inclusa, había padecido tantas metamorfosis que ni el mismo arquitecto que lo concibió podría reconocerlo.

    Debía ser el conjunto coetáneo de don Pelayo, y desde entonces no se le había acondicionado en profundidad, a no ser los tabiques de fábrica que nacieron y murieron en el decurso de generaciones de presos comunes, reos de pena a garrote, milicianos y expósitos de toda índole.

    Eran cuatro bloques trastrabados que conformaban, junto con los altísimos muros, dos patios ciegos.

    Cuando dejó de ser prisión, porque los responsables de alguna de tantísimas dictaduras aplicaron sus leyes de justicia social ejecutando a todos sus moradores, quitaron los enrejados de forja de las ventanas, tiraron abajo las celdas y convirtieron las plantas en naves diáfanas; modificaron con estucos remates y doseles, ubicaron abigarrados estípites en jambas y soportes, y dieron una nueva cara a las fachadas; pintaron húsares con perilla y emblemas militares en los muros e instalaron lápidas de mármol con los nombres de ciertos caídos en Cuba, África o Filipinas.

    Cuando la orden de un nuevo decreto trasformó el acuartelamiento en orfanato, dieron más yeso y pintaron, sobre húsares, emblemas y lápidas de muertos ornamentales, ángeles gordos y niños bobos, trocaron el color caqui de los catres por otro blanco y mudaron los cabos furrieles por cuidadoras de la Diputación y Hermanitas de los Pobres; y, por último, volvieron a poner las rejas de forja en los ventanales y embellecieron los alféizares con macetas de geranios y calas secas.

    Allí, en aquella buhedera del infierno y rodeado de la greguería de aquella fauna patria pasé un buen puñado de años.

    Rememoro ahora todo aquello como un mal sueño, con ese mismo sabor emético de las purgas que invariablemente nos distribuían el primer jueves de cada mes y la felicidad de que ya, por fin, haya pasado del todo.

    Teníamos una disciplina de preventorio sin más divertimento que nuestros propios santos títeres y los aporreamientos con que tratábamos de matar el tiempo, que entre otras muchas cosas no sabíamos qué utilidad tenía.

    Ni el tiempo ni la

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