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Germen de Dios, semilla del diablo
Germen de Dios, semilla del diablo
Germen de Dios, semilla del diablo
Libro electrónico971 páginas13 horas

Germen de Dios, semilla del diablo

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Información de este libro electrónico

Un mundo y un orden mueren para dar paso a otro, quién sabe si peor. La confrontación entre los hombres es inevitable y las corrientes ideológicas de su tiempo los arrastrarán a la catástrofe, primero en España y más tarde en todo el mundo.

En este justo límite, Salvador Montoro se integra en una casta que tiene su raíz más profunda en aquellos tiempos en que aún las cosas no tenían nombre. Una casta que vive pegada a la tierra, pero que no abjura de lo inconsútil de la naturaleza humana, descuartizándose entre lo que son y lo que desean.
Y, como todos los que le precedieron, Salvador habrá de demostrar si merece ser germen de Dios o si nada más que será una semilla del diablo. Todos los Montoro han tenido que hacerlo antes que él, y ahora le llega el turno de elegir entre la fidelidad y la traición, entre el amor y el odio, entre la lealtad y la felonía y entre sí mismo y el mundo.
Germen de Dios, semilla del diablo es una novela profunda, intensa y de una trascendencia tal que muy pocas obras de la literatura contemporánea han alcanzado. En ella, el hombre queda desnudo ante sí mismo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2022
ISBN9780463170236
Germen de Dios, semilla del diablo
Autor

Ángel Ruiz Cediel

Ángel Ruiz Cediel (Madrid, 1955) es uno de los más prolíficos autores de la literatura actual española, y tal vez el autor más completo en cuanto a la variedad estilística y a la profundidad de su obra. Finalista de los Premios La Rama Dorada 1986, Azorín de Novela 1996, Planeta 1999, Fernando Lara 2002, Ateneo de Sevilla 2002 y Planeta 2008 entre otros, es autor de numerosas novelas que abarcan casi todos los géneros literarios, aunque todas ellas con un denominador común: no son obras concebidas solo como entretenimiento, sino que se adentran en las profundiades de la condición humana y su sociedad, con el fin de reflexionar en cada una de ellas sobre un aspecto trascendente que enriquezca nuestra existencia.

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    Germen de Dios, semilla del diablo - Ángel Ruiz Cediel

    A mis lectores, con todo mi afecto.

    Estoy seguro de que entre todos lograremos comprender el mundo que nos rodea y la condición humana, a fin de que seamos capaces de construir una sociedad justa en la que todos los hombres podamos vivir en paz y armonía.

    Ángel Ruiz Cediel

    GERMEN DE DIOS,

    semilla del diablo

    Ángel Ruiz Cediel

    Queda taxativamente prohibida la reproducción total o parcial de esta novela por cualquier medio técnico o no, sin el consentimiento previo y por escrito del autor.

    Título original: Germen de Dios, semilla del diablo

    Autor: Ángel Ruiz Cediel

    ARC EDICIONES

    c/ Manuel Machado, 25

    28806 Alcalá de Henares, Madrid

    Tel.: 680766266

    www.angelruizcediel.es

    [email protected]

    Impreso en España

    A todos los niños,

    y muy especialmente a los que sufren.

    Un cuento

    Leed el cuento que una tarde me refirió la Abuela:

    «Dios estaba tan solo al principio y le sobraba tantísimo amor que, no teniendo a quién dárselo, creó a los hombres. Fueron estos unos seres muy, pero que muy hermosos y meditados. Sin embargo, el diablo, quien todavía era su ángel predilecto y hasta entonces había podido imitarle en todo, comprendiendo que no era capaz de crear nada por sí mismo, por envidia de Él puso su propia semilla en ellos sin que el Creador lo percibiera.

    »Una vez terminado el proyecto humano, asentó Dios a sus creaturas sobre la tierra, igualmente creada a su medida, esplendente y abrotoñada de maravillas, y tuvo Él, al fin, sobre quién derramar la infinita ternura que sentía.

    »—Sed fieles —les dijo—. Mirad que habréis de dejarme en buen lugar, ya que en vosotros está mi germen.

    »Empero, en ellos estaba el germen de Dios y la semilla del diablo, la cual, por ser mala, creció más aprisa que aquel, cundiendo en sus almas y ganándoles para su indigna causa.

    »Al principio, el tiempo trascurrió con desmedida felicidad y grato alborozo, complaciéndose las creaturas en su Creador y el Creador en sus creaturas; pero un día Dios percibió con dolor que los seres que con tanto amor había creado eran débiles y cedían con facilidad a la perversión de sus instintos, inficionándose con cuanto de baldón había arraigado en ellos, pues más gustaban de lo fácil y placentero a sus sentidos que de lo esforzado y provechoso para sus espíritus.

    »Comprendiendo que allí se veía la mano de su ángel, a quien el mucho conocimiento adquirido le había tornado suspicaz y envidioso, le llamó para pedirle explicaciones, y le dijo:

    »—¿Por qué hiciste esto, traicionándome?

    »—Porque tu obra es imperfecta —se justificó— como imperfectos somos nosotros, incapaces de crear nada, salvo la maldad. Pero ve que esta es más fuerte y arraiga con mayor señorío que el bien.

    »Encolerizado, Dios expulsó del cielo al demonio y a cuantos le apoyaban, diciéndole:

    »—Pues partidario del horror eres, ahí tienes el infierno, un reino creado a tu medida, al igual que a la medida de los hombres creé la tierra. Y puesto que estoy por encima de ella, pues bueno es cuanto creo, estate tú por debajo, ya que es malo es lo que haces, y quede el hombre en medio por ser su causa la que nos separa. Sea la oscuridad tu imperio y el dolor tu goce, sea el terror tu fuerza y la envidia tu ciencia, sea lo efímero tu regocijo y lo caduco tu riqueza, y sea así por una eternidad.

    »No obstante, el Creador, quien tantísimo quería a los hombres y quien tanta ternura precisaba derramar, se culpó a sí mismo por haberles dejado de su mano siendo aún tan tiernos, de manera que se hizo el propósito de que sintieran siempre muy cerquita su presencia amiga, para que cuando llegaran las flaquezas que les imprimía la semilla del diablo Él pudiera ayudarlos.

    »Y el mundo volvió a ser hermoso. Hubo dificultades, porque siendo los hombres creaturas celestes no podían habitar la tierra sin mostrar ciertos desbarajustes y alteraciones; si bien, todo se coadyuvaba con su firme apoyo.

    »Rabiando el diablo, porque de veras rabiaba, caviló largamente la forma del desquite. Al cabo de mucho devanarse la sesera, trazó un plan perfecto: puso a un lado un demonio tan horripilante y monstruoso, tan cruel y desalmado, que nada más verle los hombres corrían despavoridos hacia el lado opuesto, cayendo en las redes de otro demonio que fingía ser bueno y apacible y tener remedio para las calamidades que el primero les había infligido, el cual consistía en contarles bellísimas historias que no eran sino verdades a medias, que es decir las más gordas y peores de todas las mentiras. Y si esto hizo el Maligno en una cosa, lo hizo en todas: inventó la cultura y la anticultura, ideó el radicalismo y la pasividad, instituyó la rebeldía y el servilismo y, en fin, cuantas cosas contrarias hay, no siendo ninguna de ellas auténtica, de tal suerte que quien no cayera en un lazo pusiera el cuello en el otro.

    »No es difícil suponer que cuando Dios tuvo conocimiento de esta trampa corrió en ayuda de sus creaturas amadísimas; pero ¿creéis acaso que se dejaron auxiliar? ¡Qué disparate! Tan engalladitos estaban con su falso protagonismo y sus locuras que al mismo que les creó le acusaron de desvariar.

    »—¡No nos dejas vivir nuestra vida! —protestaron—. Así no puede ser. ¿Tienes que andar siempre hocicando en todo? ¡Ya está bien! ¡Respétanos y te respetaremos! Ahora, que si nos has creado para manejarnos como a títeres, pues, ¡hala!, a servirte de entretenimiento.

    »Dios, que es bueno, pensó que tal vez había creado seres más inteligentes de lo que se propuso en un principio, y aceptó no interferir nunca más en sus asuntos a no ser que se lo pidieran expresamente. Llegó a razonar, incluso, que quizá estuviera resultando empalagosa su conducta y que por esa causa se echaban en los brazos del diablo; pero que en cuantito se dieran unos buenos testarazos, ¡hala!, volverían al redil y con la lección bien aprendida. Así, pues, no le pareció mal la idea y, tranquilamente, con infinita paciencia se decidió a esperar que le reclamaran ayuda sus queridísimos hijos. Tenía la seguridad, por otra parte, de que en los momentos de mayor peligro el germen divino que había en ellos florecería, dándoles el valor preciso y la templanza suficiente para salir airosos del paso.

    »—Bien está —convino—; pero recordad: cuanto es bueno y cuanto no lo es ya está escrito en vosotros, pues resultado sois de mi germen. Así, cuando dudéis buscad en vuestro corazón, y si aun buscando no encontráis, llamadme, que acudiré enseguida y os mostraré el camino.

    »El tiempo pasó y pasó, y, a pesar de que las cosas iban de mal en peor, nadie reclamaba su amparo. Los niños eran buenos, tanto como Él les había creado al principio; pero en cuanto crecían, los mayores les hacían más y más malos y cada generación era siempre peor que la anterior. Cada vez era más corta la infancia, porque los adultos hacían florecer antes en ella la semilla del diablo, pues todos eran esclavos de la Bestia y ya carecían de voluntad para negarle nada, ni a sus propios hijos.

    »El germen de Dios moría dentro del pecho sin arraigar, ahogado por la maldad de las gentes, la cual llegó a ser tan abrumadora que incluso encumbraron a quienes les proporcionaron argumentos para que tan grandísimas bajezas semejaran virtudes. Y como la mentira es más fácil de creer que la verdad, pues se la creyeron enseguidita. Tanto, tanto alcanzó el mal, que la propia sabiduría y comodidad de que los hombres se habían rodeado y todo el hermoso mundo en que habían asentado sus reales, se fue trasformando en inquietud, belicosidad y pesadumbre.

    »Tal vez por eso a quienes no eran como ellos los eliminaban, como prohibían con severidad cualquier acto o idea que les indicara la gravedad de su error. Y si hicieron esto por sufrimiento con semejantes o ideas, lo hicieron también con su bello mundo, infestándolo como a su alma de su maldad; de modo que, en un loco afán por experimentar placeres y adquirir bienes que les ayudaran a olvidar su dolor, se sirvieron de los más débiles como si fueran mercancías y contendieron entre sí ferozmente, esquilmando ríos y mares, destruyendo bosques y aires, exterminando bestias y hasta corrompiendo el agua que bebían y el aire que respiraban. La soberbia y la fuerza, hijo, son las máscaras de la tristeza y la ignorancia.

    »Y así fue hasta que un día los hombres, hastiados de su debilidad, hartos de su lucha sin sentido y de su dolor sin objeto, llamaron a Dios y le dijeron:

    »—Compadécete de nosotros, Señor, y olvida lo te reprochamos un día. ¿No ves que esto no es vida? ¿Es para esto que nos creaste?

    »Pero Dios no respondió, porque un gran nudo en la garganta le impedía hablar. De sus ojos cayeron copiosas y mudas lágrimas, las cuales bebió con amargura infinita porque tenía mucha ternura para derramar y un grandísimo amor por repartir.

    »—Ayúdanos, Señor —le apremiaron con irritación sus creaturas—. Apresúrate, que sufrimos grandes tormentos.

    »Y como Dios los amaba tanto, y porque de veras quería ayudarlos, los destruyó.»

    I Parte

    I

    Los Montoro: una casta

    Los hombres son la vergüenza de Dios.

    Los niños, su esperanza renovada:

    una nueva oportunidad para el mundo.

    Porque la tristeza no debe vencer las batallas que se han perdido, es imperioso que se conozca esta historia; pero tampoco debe la indiferencia suplantar la emoción que suscita la tragedia. La historia, el devenir del género, es un colosal monstruo que late, que tiene una diástole de sosiego y una sístole de desastre, y ambos latidos son cíclicos, rítmicos como una música funesta que obliga a los hombres a su danza. Y los hombres se acercan o se alejan, se quieren o se odian, se alían o se enfrentan, se abrazan o se matan de forma cotidiana, porque lo cotidiano es el campo en que se semienta el germen de la paz o la semilla de la guerra.

    Sí; es imperioso que se conozca esta historia. Y para comprenderla bien es necesario que lo hagamos desde sus fundamentos. Con este fin la principio en el verano del año 27 del pasado siglo, pues de entonces datan las primeras actividades públicas de Salvador Montoro, el eje principal de esta novela. Pero me permitiré más adelante la licencia de descender por la vereda del tiempo para rescatar pasajes que, aunque aparentemente inconexos, tienen su mucho de interés tanto para redondear mi relato como para no dejar deshilachados en su personal idiosincrasia a los personajes que desfilarán por estas páginas.

    No fue este año uno de esos capaces de poner el mundo patas arriba por pasar a la historia con guarismos barrocos; antes bien, diría que se trató de un intervalo de calma, quizá reposando la borrasca de los precedentes y preludiando la tormenta de los venideros. Empero, no fue así en Lubitana, donde tras un estío de dolor y luto, el mismo día de la festividad de la Santa Patrona se confirmó el prodigio de la salud, poniéndose fin a la última epidemia de peste negra que se recuerda.

    Lubitana, un hato de casas que discurren acaballadas en las faldas de una hondonada a cuatro o cinco leguas de Madrid, había permanecido sumida en el más completo ostracismo, medida precautoria decretada por el Instituto Nacional de Higiene hasta tanto los tres médicos del Provincial allí destacados, junto a don Tobías, el médico del pueblo, atajaran el mal con éxito.

    La festiva algarabía del verano se había visto, pues, ensombrecida por la calamidad, despertándose casi desierta la aldea al sol y a la sombra cada día, y casi desierta durmiéndose cada ocaso. El dédalo de callejas se extendía prácticamente deshabitado bajo un sol justiciero, reverberando entre el níveo blanco de los enjalbegados muros y el verde y grana y rosa de los geranios y clavellinas que había en todo balcón y en toda ventana, ya en macetas pintadas con llamativos colores, ya en latas de cualquier producto. Las mozas, las madres y los ancianos fueron un perpetuo languidecer en silencio, umbría de las casas adentro, tan solo rasgado por la marcha lenta y los arenosos pasos de alguna comitiva fúnebre o por los tristes bemoles del toque a difuntos que, desde el campanario de la iglesia, con harta frecuencia inundaron el valle; y los hombres y los chicos, hogares afuera, buscaron en el esfuerzo de la tierra el indulto del olvido, que era el no pensar.

    Este mes de septiembre que nos ocupa había nacido de la misma forma. Sin embargo, cuando ya con el sol en su cenit la costumbre aguardaba escuchar el toque del ángelus, desde el campanario mozárabe se repicaron los mágicos acordes de la buena nueva. Era una noticia que ya se venía rumiando, pero que, acaso por desesperanza, nadie se creía del todo. El toque a rebato fue la evidencia de que el rumor se había confirmado, levantando ruidosas bandadas de golondrinas, reflejo en el cielo de cuanto en la tierra sucedía.

    Nadie hubiera podido predecir que de un pueblo tan castigado pudiera manar tantísima vida. La greguería que inundó calles y plazuelas fue imponente. De las casas salieron a la brava luz del mediodía quienes en ellas estaban, dejando algunas mujeres los pucheros a medio armar y los pisos sin escobar; del lavadero subieron las demás al abrazo con los suyos, abandonando prendas y sábanas al oreo; y los hombres y los chicos dejaron los campos en las manos de Dios por un solo día, para sumarse a la celebración que despintaba la mellada sombra de las esquinas. Rotondas y travesías, pobladas ya de algazaras y aleluyas, se sacudieron la tristeza para sumirse en un tumulto de ladridos y un oleaje de alas, en una vocinglera garulla que no sabía bien si echarse a la risa o al llanto, pues el día mudó sus vestiduras en esa hora.

    Hasta bien entrada la tarde duró el holgorio. Luego, regresaron todos a sus casas, se pusieron sus mejores atavíos, se ungieron con agua de ángeles y acudieron a ver a su queridísima Virgen de la Oliva, para sacarla en solemne procesión con la devoción más reverdecida y mejor dispuesta.

    Los semblantes que lucían ya no eran aquellos oxidados por los llantos y arrugados por el agobio de las muertes, sino otros nuevos, mudados por la esperanza, pintados de luz y con ojos vivos, y surcados por sonrisas crepusculares.

    En andas tomaron a la Virgen, llevándola entre ellos cual si caminara tambaleándose, quien parecía gozar con su alegría, engalanarse con sus humildes rezos, sus voces destempladas y sus quebradizos votos. Parecía, sí, una novia de todos a la que extrañaron, porque nadie acudió durante los días de luto a su altar solitario si era varón, que en la dificultad los rezos son cosas del hembrerío.

    En el Cementón de las Acacias, frente a la iglesia, dispusieron la carroza en la que hallaba acomodo la sagrada imagen y en torno a la que se arremolinaban cofrades y beatas afanándose por ornarla con toda suerte de flores, ya ramos de rosas, ya de claveles, tributo de favores o reconocimiento de una fe que se alzaba ufana sobre los golpes que infligía el destino. En el centro se ubicaba la diminuta talla de madera policromada de Nuestra Señora, cuyo origen se remontaba a cuando la aldea dispuso de privilegios dimmíes durante la dominación sarracena, la cual reflejaba en su semblante una expresión arcangélica que trasgredía con largueza el efímero sentir humano; en su mano derecha sostenía un ramo de olivo, símbolo de paz para almas eternamente en guerra, y sobre su brazo derecho un Niño Jesús de hermosísimo e ingenuo rostro, en cuya mano izquierda mostraba la manzana de la pureza primigenia coronada con la cruz de su martirio.

    Don Paulino, el cura, se colocó a la cabeza de la romería como un caudillo victorioso. A sus flancos, dos monaguillos muy adultos: con el incensario el uno, el otro con el lígnum crucis; detrás, casi inmediatamente, el alcalde y los concejales junto con las demás fuerzas vivas de la aldea; después, los cofrades, ondeando sus pendones, y los costaleros, quienes soportaban con orgullo el bendito peso de la Patrona; y por último, una ingente muchedumbre poseída de pío fervor: mujeres, tocadas de velo o mantilla que, llevando prendidas sus palmatorias, oraban casi con superstición y entonaban cánticos como si hubieran sido arrebatadas en espíritu al mismo centro del paraíso; hombres, que penosamente se sobreponían a su amargura con fingida rudeza o indiferencia; criaturas e infantes, que o bien se acogían al resguardo de las faldas o bien corrían entre el gentío con sonora algarabía; y ancianos, que caminaban como si se dirigieran al mismo Gólgota, acarreando sobre sus corvas espaldas la gravosa cruz de los años.

    Lentamente, como una leve convulsión que agitara el aire calmo de septiembre, avanzaron por la Mayor arriba camino de la ermita. Semejante a una ola suavísima, los cánticos ascendían o se replegaban, ondulándose, enredándose en las macetas que engalanaban los balcones y elevando arracimados al cielo los frutos de la tierra y de las almas.

    Alcanzaron la ermita mediada la tarde. Lo supieron porque el reloj del ayuntamiento dio seis descabalados e incomplexos tañidos, los cuales resonaron por todo el valle. En ese arrabal el aire era fresco, más libre que el encallejonado de la aldea, pues el precario templo estaba ubicado casi en el borde en que la hondonada se guardaba de los vientos de la meseta. La vista al norte y al oeste era algo agreste, dominando los matices ocráceos de los terraplenes que daban a las tierras altas, y quebrándose a veces en los almendrales de los linderos o en las albeadas tapias del camposanto; al sur y al este, sin embargo, la cosa era muy otra, pues los pinares, la lozanía del arroyo, escoltado de huertas y de álamos, y las cárcavas y pedregales alegraban la vista, descollando los tonos calamocha, verdosos y bermejos, y haciendo llegar con la brisa un gratísimo aroma a fruta madura y a vendimia que no podía ser sino contento de los romeros.

    La ermita era simple y desestilada. Igual se podría decir románica que bizantina, pues muchas generaciones la edificaron y muchas más la remozaron, mudaron o aderezaron, según su talento o su fe les dio a entender. Al cabo, era un templo de una sola crujía, estrecha y alta como silo, dotado de un amplio zaguán y desprovisto de campanario, frontón, espadaña o cualquiera otra obra de fábrica que le diera lustre, pues arriba de la techumbre tan solo coronaba el edificio una cruz y una giralda que marcaba únicamente los vientos de poniente. El conjunto se levantaba sobre una barbacana asegurada con piedra sin labrar, que no con sillería, y en la explanada adyacente, unas losas sueltas y unos bancos berroqueños dispersos y desconchabados, eran vestigios de lo que en su tiempo fuera el primer cementerio de la aldea.

    Los feligreses se agolparon en torno al zaguán mientras don Paulino y sus acólitos guiaban las maniobras con tanto acierto como podían para que la carroza de Nuestra Señora entrara sin mayores tropiezos, pues el hacinamiento de los romeros y su pugna por refugiarse en el frescor del interior ponían en firmes aprietos a los costaleros.

    Había formidable confusión en la penumbra. La nave, solitaria y reposada en la abiótica quietud de su abandono, se vio desbordada en un instante por el incontenible tumulto que se le vino encima, no faltando quienes, no respetando urbanidades ni liturgias, pendenciaron por hallar acomodo entre los exiguos bancos reclinatorios; y de hecho no pocos hubieron de conformarse con permanecer en pie, y aun así faltó sitio, pues la práctica totalidad de los habitantes del pueblo parecían haberse dado cita para tan magna efeméride. Baste decir, ya que para muestra vale un botón, que hasta fueron ocupados los peldaños de la escalera de caracol situada al fondo, bajo la tarima construida de segundas que albergaba en las grandes celebraciones al coro.

    La luz era muy exigua y la temperatura notablemente más agradable que la del exterior, y en aquella apacible sombra se dejó hundir la muchedumbre con gratitud. Marta Pozo y Justín, uno de los monagos, prendieron las velas del sagrario y del altar, mientras Pero, el otro monaguillo, se afanó en abrir las contraventanas con el matacandelas. Apenas lo hizo, una luz pura y amarilla irruyó por ambos lados del presbiterio empujando con bravura las sombras al fondo, las cuales huyeron vencidas a los más profundos ángulos o aletearon heridas entre las hoscas vigas de madera de la techumbre hasta disiparse.

    Poco a poco fue relajándose el bullicio, convirtiéndose primero en un leve hormigueo y en tensa expectativa después, tan solo rasgada por alguna bronca tos, más provocada por el polvo ingerido en el trayecto que por enfermedad alguna. El clérigo, muy pausadamente subió al púlpito con la Biblia entre sus manos, se apoyó en el antepecho tras poner en el atril el grueso volumen abierto por un capítulo de Ezequiel, se desprendió del bonete y se quedó mirando a los parroquianos con severa autoridad mientras esperaba que el silencio más solemne se impusiera. Los murmurios fueron sofocándose de modo semejante a como sucede en el teatro cuando se abre el telón y se atenúan las luces para que destaque el escenario y sus candilejas, y todos quedaron aguardando del clérigo un sermón que justificara tanta dignidad. Él, sin embargo, dilató su arranque más tiempo del preciso, acaso concediéndose ocasión de escrutar a cada feligrés, intimidando a no pocos con sus severas miradas. Y no era para menos, porque don Paulino tenía un genio, como suele decirse, de mil diablos.

    Era un hombre entrado en años, recio, aunque no levantaba una gran talla, y de color algo sanguínea, pues dos chapetas de vivísimas encarnaduras orlaban permanentemente sus mejillas. Lo que más llamaba la atención de él, no obstante, era su cerradísima barba, la cual debía rapar más de una vez por día, y con todo, allá para la tarde no parecía sino un mendicante. Era un gallegazo en toda la extensión de la palabra. Su vello era tan denso e hirsuto que le hacía parecer la piel del color de la sotana, pues de no ser por el abultamiento de su panza y su andar erguido, bien pudiera haber sido tomado por una bestia montuna. Sus manazas eran de esas que uno no quisiera tener por adversarias en un reparto, y sus modales, cuando no se encontraba de buenas, muy irascibles; pero, en contrapartida, aun a pesar de ciertas notas de rústica brutalidad, su rostro despertaba sentimientos más angélicos: tenía ojos carneriles, nariz y orejas más que notorias, por cuyas cavidades asomaban descarados mechones de cabellos, y labios muy carnosos.

    Daba la perfecta imagen del hombre desubicado, sobre todo si se reparaba bajo el negrísimo tronco de su ceño, queriéndose ver tras el esmeralda de sus ojos; entonces, se descubría a quien en verdad era: un ternero manso que eternamente soñaba con su Galicia natal. Todas sus aspiraciones se reducían a regresar a su terruño y a que no les faltara el preciado sustento a sus muy difícilmente consolables tragaderas. Por lo demás, diré que era hombre que se mostraba inflexible con el pecado, pero extremadamente bondadoso con los humildes o con los niños, a los cuales catequizaba lo mismo en mitad de la calle que en la iglesia los domingos por la tarde, gustando de obsequiarles ostentosos sermones hagiográficos. Era, al fin, toda una institución en Lubitana; de ahí que se guardara el expectante silencio que observaban los parroquianos, a quienes no dejaba de recorrer con mirada inquisidora, dando muestras de un disgusto no lo bastante aclarado.

    Cuando tuvo la seguridad de que tenía a toda la audiencia pendiente de él, se giró ceremoniosamente, tomó el Libro y, sosteniéndolo firmemente en el aire, leyó de un tirón todo el capítulo 34. Su voz musical mantuvo a la parroquia en recogimiento, aunque nadie atinara a descifrar ni el lenguaje de la Sagrada Escritura ni la justificación de aquella peregrina lectura; pero igualmente se dejaron llevar por el gran aire de ceremonia que solía infundir a sus intervenciones y, casi con la respiración contenida, oyeron a término sus palabras.

    Las velas lucían como crepitantes estrellas en el propio cosmos de la crujía, emitiendo destellos anaranjados que iban ganando intensidad a medida que se avecinaba la noche. La ermita daba la impresión de hallarse en el inespacio, fuera del tiempo y a salvo de la zozobra de estar anclada en tierra, cual si navegara por una laguna procelosa que algo tenía de Estigia y algo de solaz del paraíso.

    Finalizada la lectura, cuando las últimas frases quedaron prendidas de las jácenas de la techumbre o al pairo en las etéreas galaxias de incienso, depositó nuevamente el Libro sobre el atril y retomó la actitud del principio. Comprendió al punto don Paulino que nadie había entendido pajolera palabra de su lectura, lo cual era perfectamente lógico porque la mayoría de los ilustrados de la aldea dispusieron de medios suficientes para abandonarla antes de que fuera puesta en cuarentena por las autoridades y, a excepción de un par o tres de dudosos casos, cuantos allí estaban eran carne del más completo analfabetismo. Arriba de trisílabos, nadie entendía ni mu, ni falta que les hacía.

    Don Paulino, que bien conocía estos extremos, agitó la cabeza como afirmándose en algún peregrino pensamiento que se fue a meter en su tronera y, a continuación, allí mismo les largó, sin consentimiento ni contemplaciones, un discurso que ya lo quisiera para sí don Emilio Castelar. Les previno contra tantísimos males que algunos desistieron de seguir anotándolos, pues no dejó ni un resquicio de la conciencia sin hurgar. ¡Qué aparatoso sermón! Aspavientos, coletillas de dudoso ingenio, histriónicas subidas y bajadas de tono y cuantos artificios de seminario encontró a su paso no dudó en usarlos como arma arrojadiza, manteniendo la audiencia en un fil. Nadie se sintió a salvo, llegando a pensar algunos que les iba a echar en cara el que hubieran abandonado los deberes religiosos, permitiendo que los padecimientos terrenos aventajaran a los espirituales, aunque bien sabían que no se complacía en humillar a quienes se delataban como inferiores a sus propias debilidades.

    Heridos o no en las más íntimas fibras de sus conciencias, el clérigo se sacó la espinita de tal dejadez, la cual había arrastrado a la desnutrición de su despensa, y disfrutó viéndolos temblar en la incertidumbre que sembraban sus miradas y gestos, los cuales, cuando parecía concretarse en alguien, envaguecía con exquisita maestría para que se sintieran acusados, pero no descubiertos.

    —¿Habéis comprendido, hermanos? —concluyó.

    Algunos agitaron la cabeza afirmativamente; otros, sin duda confusos, no atinaron a efectuar movimiento alguno; y todos, aguardaron a que explotara en uno de sus apoteósicos colofones.

    —¡Lo dudo! —sentenció—. Mais o dito, dito: perdoa a quen te ofende. Pero andad con ojo, rapaces; andad con ojito y rezad mucho, que bien merecido lo tiene el cielo por toda la paciencia que os dedica. Rezad, sí, rezad, ¡pedazo de apóstatas!, y hacedlo con devoción, porque, ya que venís poco a la casa de Dios y casi siempre a pedir (que lo que es dar, bien poquito dais), al menos que sea de provecho para vuestras almas, si es que las tenéis.

    Y, dando pie para un cántico, se bajó del púlpito y vigiló como un maestro por el corredor central, dando paseos de arriba abajo, pendiente de que todos pusieran cuanto tenían en sí, según era preceptivo.

    La noche cayó sin que nadie lo percibiera. Las candelas palmatorias habían ido incrementando su poder casi imperceptiblemente, hasta que derrotaron por completo los haces de luz dorada que antes penetraran por los ventanucos del presbiterio. En los vanos de las oraciones sintieron el primer canto de los grillos y las tonadas de las lechuzas, y un dardo de plata que se clavó sobre el ara indicó a los devotos que la noche iba a ser estrenada. Con aquella odorífera niebla de incienso y aquella luz mortecina y crepitante, parecían encontrarse inclusos en la barca de Caronte, haciendo la travesía del pantano que divide lo material y lo divino.

    Dos hombres del fondo, los cuales se hallaban recostados sobre los bastos portones, notaron cierta presión sobre sus espaldas, como si alguien intentara abordar aquel bote místico desde los márgenes de la tierra. Se incorporaron y los entreabrieron. Un muchacho menudo, de tez agitanada y lamentable aspecto, se mostró ante ellos. Llevaba las nalgas a medio tapar por unos pantalones con sietes, y una camisa, que fue blanca de Holanda, con algunos lamparones y desgarros, cubría a duras penas sus carnes enflaquecidas.

    —Salvador, muchacho —le dijo uno de ellos.

    —¿Salvador? —se extrañó el otro.

    —Sí, hombre, Salvador. Ya sabes, el hijo de la Malquerida —le susurró con intención el primero, haciéndole una seña para que no ahondara en ese momento.

    —¡Ah, ya! —dijo al fin el ignorante—: Salvador Montoro.

    Y abrieron la puerta, dejándole el paso franco.

    Los goznes chirriaron, atrayendo sobre sí la atención de los feligreses, cual si una poderosa voz les espetara. Todos se giraron sobre sus asientos y prestaron vivo interés a la entrada, como hizo don Paulino, quien casi militarmente se rodó sobre los talones y se plantó de cara a ella. Los rezos se fueron sofocando, acallándose en las gargantas o expirando en la atmósfera.

    Salvador no se movió de donde estaba hasta tanto los portones fueron completamente abiertos y las bisagras enmudecieron. Era la imagen rediviva de un ave desnutrida, harta de ser acosada. La inmensa cavidad del templo no parecía tener capacidad para albergar aquel cuerpecillo de gorrión; su mirada se perdía a lo lejos, más allá del altar, más aún de la imagen de la Patrona, lanzando gritos inaudibles. Cuando el silencio fue completo, agitó inquietas sus pupilas, barrió con la vista a derecha e izquierda, bajó luego los ojos al suelo y, abriendo de nuevo aquellos dos soles ensombrecidos en cuyo interior parecía flamear una purísima estrella, penetró tímidamente cual si fuera trasportado por una celestial brisa. Avanzó hacia el sacerdote sin mover más músculos de los precisos, amordazando a la parroquia en la solemnidad amarga que le envolvía. Los hombres que atestaban el fondo se fueron abriendo para permitirle el paso, quien con su lento caminar parecía un fantasma que levitara, tal vez moviéndose más por instinto que por deseo. Tras él, la luna recién nacida plateaba su sombra vaga, la cual se estiraba hacia delante como un dardo y crepitaba hacia atrás, tornasolada por las velas del sagrario. Todo él era un saquito de huesos que bien podría pasar por grano para gallinas: tenía el cuerpo encogido, como si anduviera con frío, y todas las junturas de la osamenta le hacían prominencias; su rostro, contraído en un rictus desconcertado; los ojuelos, destilando una amargura profunda e inconsolable; y los labios, aflojados en una inactividad que le desmerecía, descolgándose el inferior, carnoso y cuarteado, sobre la barbilla. En los negrísimos rizos de su cabello se enredaban las hilachas del incienso como enamorándose, y en sus mejillas había rastros como de haber llorado. Todo él parecía aureolado por una magia triste, magnetismo fatal que retenía todas las miradas en su persona, sin pretenderlo.

    Se plantó al cabo frente a don Paulino, fijándole con indecible pesar los melados ojos un instante; luego, rodó la cabeza a las bancadas y deslizó por ellas una borreguil mirada, cual si contemplara una constelación de seres extraños que no guardaban nada en común con él.

    Fausta Cornelio, viuda de Montoro, al ver tan desprotegido al infante se puso en pie de un brinco; pero no dijo nada, sino que permaneció contemplándole solito en medio del gentío como un becerro abandonado en la amplitud del coso, visiblemente enternecida. Don Paulino, por echar un capote al muchacho, flexionó un poco sus piernas y, apoyando sus manazas en las rodillas, le pregunto:

    —¡Probe compadriño! ¿Qué pasó, rapaz? Díselo a este cura, anda.

    Salvador le miró —mayor la pena porque a la pregunta retornaron a él más vivos los recuerdos—, juntó fuerzas de boca adentro, y luego, como si diera la noticia más amarga que pudiera esperarse, respondió:

    —Pasa, que mi madre ha muerto.

    Don Paulino sintió un chorro de agua helada en la espalda, y notó cómo el vello de su cuerpo osuno se erizaba. El silencio se espesó aún más, si es que ello era posible, y Fausta Cornelio se llevó las manos al pecho, abriendo más sus ojos por la sorpresa. Se oyó chisporrotear las velas sin dificultad, cuya luz se acrisoló en la atmósfera, adoptando formas tristes e iridiscentes.

    La paz soñolienta y la claridad huidiza de la nave refugiaban su dolor, pero contrastaba con su ánimo alterado y su deseo de romper en llanto. Sin embargo, a nadie parecía sobrarle fortaleza para ofrecerle cobijo. La severa unción y la liturgia religiosas se alejaron del templo por un instante. Salvador, con la mirada perdida, permaneció en un estado que esperaba toda la piedad, indulgencia y dulzura que su pérdida exigía, pero sin recibir otra cosa que perplejidad, una pasividad que no hacía sino dilatar su desazón.

    Muchos, en esa brevedad, por concatenación de desgracias se vieron empujados a sus propias pérdidas. Así, Marta Pozo rompió en un llanto desconsolado porque por un instante le resucitó el hijo muerto un par de meses atrás, quien fue a instalarse en el cuerpo de Salvador; mas igual que vino tan quimérico disparate se desvaneció, y el fantasma tornó al plácido mundo de los niños muertos.

    Aquellos sollozos de madre, que su esposo inútilmente trató de consolar, tuvieron la virtud de acoplar las cosas en su sitio, rompiendo el abúlico lazo que tenía cautiva a la feligresía. A raíz de esto, el silencio precedente derivó en un hervidero de siseos, cundiendo por igual las lágrimas que multiplicándose los consuelos. Los menos castigados, aquellos que no habían sufrido pérdidas insustituibles en la epidemia, hicieron un esfuerzo por recordar los azares de la vida de aquel muchacho; pero, aun a pesar de prestarse apoyos, nada concreto lograron. Y es que así suele suceder con las cosas de los hombres: si uno quiere olvidar, se pega a la memoria; y si lo que quiere es traerlo del recuerdo, se borran hasta los caminos.

    Don Paulino venció la postración a que le sometió la sorpresa y tomó a Salvador entre sus brazos con sincera afección, acurrucándole contra su sotana y haciéndole notar su calor amigo con su formidable humanidad.

    Aquí está o inferno, naquel lado a groria —atinó a decir como suspirando.

    Salvador se dejó refugiar por los poderosos brazos del gallego, quien ni le forzó al llanto ni le animó a la templanza, sino que consintió en su absorto silencio con la misma naturalidad que le hubiera tolerado una pataleta.

    Había quien seguía empeñado en actualizar el pasado de Salvador y de su madre, Elvira Santos, y por qué fue abandonada apenas tres meses después de contraídas las nupcias. Porque Salvador sabía, como todo el mundo en Lubitana, que era el último Montoro vivo o, dicho con más propiedad, el más joven de la casta; pero lo que ignoraba eran las muchas leyendas y rumores que se propagaron por la aldea cuando su padre desapareció, dejando sola a su madre con un hijo en sus entrañas. Eso fue lo que pasó: que, sin aviso ni nota, un buen día Sebastián Montoro, el padre de Salvador, huyó, y si te he visto no me acuerdo. Y Elvira Santos, la Malquerida —como la llamaron desde entonces, pues parece ser que ganó más adeptos la tesis de que había sido desdeñada—, hubo de retirarse de la vida pública por no andar siempre en el candelero.

    —Déjeme, don Paulino, que velaré por él hasta que finalice este suceso —propuso Marta Pozo, quien aparentemente al menos se había sobrepuesto a los males del recuerdo.

    Don Paulino pidió la conformidad a Tano, su esposo, con la mirada, y este asintió con un levísimo movimiento de cabeza. Luego, abrió el clérigo los brazos, metió sus dedos entre los rizos del huérfano y le sopló al oído algunas palabras que no se entendieron, con ese mismo tono complaciente con que solía despedir las confesiones; pero antes de que el mozalbete hubiera comenzado a derrotar hacia ella, Fausta interceptó su curso y le retuvo contra sí, manteniendo el gesto severo y la cabeza alta, evidencia visible de su firme determinación.

    —No —objetó—; si quieres ser útil, ayuda a preparar a la Malquerida. El chico es un Montoro, y a los Montoro no les falta un techo que los cobije.

    Fausta había tardado en tomar aquella costosa decisión; pero una vez hecho, era inflexible. Tal vez fue debido a que sopesó los pros y los contras que acarrearía, o tal vez a que pretendiera adivinar la reacción del patriarca al enterarse de la nueva; pero, sea como fuere, pronunció sus palabras con un tono tan firme que por sí mismo impedía la réplica.

    —Bueno, eso de que es un Montoro, habría que verlo —susurró con malicia Marcela Calvo.

    —¿Qué quieres decir? —desafió Fausta con mala ceja.

    —¡Haya paz! —se interpuso el sacerdote, poniendo su volumen entre las contendientes.

    Si la actitud de Fausta hacia Marcela era la del gallo encelado con los espolones listos para desgarrar de un lance el cuerpo del enemigo, la de don Paulino hacia las dos era la del árbitro dispuesto a descalificar a ambas antes de que se iniciara el combate. Cuando entendió el presbítero que los ánimos se replegaban y que no había ya intención de disputas, mudó el gesto, ablandó la mirada y recompuso su habitual mansedumbre.

    —Pero, dime —continuó el clérigo, dirigiéndose en privado a Fausta—: ¿crees que Teobaldo lo admitirá bajo su techo? Ya sabes lo que dice. Además, el chico debe tener lo menos ocho años y aún ni lo conoce. Creo que presentarle regalo como este no es cosa de ser recibida con baile.

    —Eso déjemelo a mí, que yo me encargo. Hay casos en que la sangre cuenta más que las palabras, y ahora hay una sangre que nos reclama. Hoy el chico duerme en su casa, ¡por estas!

    —No desbarres, «pescadora» —riñó—, y anda, ve: ve en paz.

    Fausta le besó la mano a don Paulino, tomó al chico como quien tomara un carnero, y le sacó del templo para encaminarse por las calles quebradas al hogar ancestral de los Montoro.

    Marta se sintió desolada, pero la mano amiga del párroco no se hizo esperar, poniéndola en claro que así habían de ser las cosas.

    —Marta, en mi tierra decimos: lixeiriñas, lixeiriñas as penas van; quitas unha, ven dúas; mais se Dios quere, a festa logo chegará. Que viene a decir algo así como que mañana saldrá el sol otra vez: la vida sigue, ¿sabes? Bueno, y hablando de otra cosa, ¿me ayudas a amortajar a Elvira?

    —Claro, claro —confirmó la mujer, casi sin voz.

    Apenas se alejó don Paulino, sin duda para reñir a Justín, quien nuevamente andaba cebando el incensario y llenándolo todo de polvo con sus fieros resoplidos, Marcela aprovechó la ocasión para promulgar su nada piadosa opinión acerca del incidente anterior.

    —¡Menudos humos se gasta esa superlativa! Ni que ella fuera Montoro. —Y dirigiéndose a Marta, añadió—: ¡Rayo de Dios! No consientas que esa te imponga nada. ¿Con qué derecho? Una fatua, ¡eso es lo que es!

    —¡Bah! —replicó esta—. Déjate de bobadas. Está en su derecho. El chico es un Montoro, no hay más que verle. Además, a mi Tanín, a quien Dios tenga en su gloria, ya nadie me lo devuelve.

    Y se fue de allí con su esposo, dejando bien sentado que, en lo que a ella respectaba, la conversación había terminado. Marcela se encogió de hombros ante el fracaso, bufó todavía algún improperio que la justificara y se fue tras ellos para ponerse a las órdenes de don Paulino, quien estaba poniendo punto final a la romería.

    * * * * * * *

    Media docena de mujeres subieron a La Solana, la nueva casa de los Montoro, para recomponer a aquella mujer de los estropicios de la muerte antes de darle sepultura. Perezosamente atravesó el grupo las sombras acérrimas de las callejas. Guiadas por el presbítero recorrieron el serpenteo de la calle del Agua, alcanzaron la luz macilenta de los farolillos del ayuntamiento, en la plaza Mayor, repicaron con sus tacones en los guijarros de la Gran Vía y salieron por El Golo. A lo lejos, por el arroyo, los perros sin amo ladraban en la alameda, desde donde subía junto con los ladridos, fresco aroma a fruta y agua gorda.

    Sin una sola palabra que turbara el canto de las lechuzas se plantaron ante el patio de una casa que inspiraba lástima. La exánime brisa que descendía arrastrándose por la loma arrancaba de las matas olores amargos; la luna tendía telarañas de plata sobre el suelo irregular y descubría con tonos cadmio el perfil de la arquitectura, descollando el blancor de sus muros; y la bóveda celeste, cuajada de luceros diamantinos, parecía desmentir que bajo su bucólica hermosura hubiera posibilidades de hecatombe. Se detuvo el cortejo ante la cancela que daba al patio y contemplaron el lugar bajo la nictálope luz de las estrellas, sellado para el pueblo desde hacía tantos años.

    Era una casa como de labor, pero con ciertas pretensiones de grandeza venida a menos: techumbre de teja árabe, denotando un descuido arrastrado por mucho tiempo; muros de argamasa y ladrillo con revoque; y los huecos de las ventanas amplios, con recios alféizares y macetas de flores muertas en ellos. Dos peldaños levantaban el piso principal del ras del suelo, no muy nivelado y ejecutado en arena y embaldosado irregular. Toda ella estaba encalada, con informes desconchones y abundantes nidos abandonados bajo los alares del tejado. Bien se echaba de ver que había sido edificada por un enamorado con más pasión que conocimiento arquitectónico, pues tanto los gustos estéticos como la distribución de las masas parecían haber sido organizadas por quien más quiso que pudo. Pero, al cabo, quienquiera que fuera, acaso Sebastián Montoro, logró una casa de ventanas orientadas a las cuatro esquinas de Dios en una sola planta, donde por igual se recibía la luz que arrojaban las alondras en el lecho, que la del calor de la siesta en el corral o la del ocaso en la cocina.

    Atravesaron el patio, se detuvieron en el umbral y don Paulino miró a las mujeres antes de entrar, como dándolas un consejo que no se hacía necesario de palabra. Cedió la hoja tras obstinados empujones, pues parecía haber sido atrancada desde dentro adrede, y se abocaron al interior, donde sintieron un morboso estremecimiento a caballo entre el temor y la excitación; pero afortunadamente, cuando el clérigo prendió la mecha del quinqué y una luz naranja y verde se empotró en los muros y los muebles, confortaron su temor y se adueñaron de sus actos.

    El cuarto se hallaba repleto de enseres no tanto viejos como avejentados. Una mesa cercada por sillas, un tresillo, dos aparadores y un espejo, abrumaban la pieza, de cuyas paredes pendían estampas enmarcadas de flores y de pájaros, y una reproducción ordinaria de La última cena.

    Husmearon brevemente, revolviendo los dos únicos cuartos vivideros y el cocinón atiborrado de cacharros sin fregar, más por el gusto de saber cómo se desenvolvió en vida la Malquerida que por la necesidad de ejecutar labor alguna en tales dependencias; sin embargo, nada encontraron de interés, salvo el cadáver de esta.

    Aquella fue siempre una casa humilde que no guardaba cosas de valor, a excepción de la entrañable camaradería que se profesaron esa mujer y su hijo, la cual podía aún percibirse agobiando la atmósfera o filtrada en las paredes como si fuera éter que se diluyera en el recinto, verdadera riqueza de una existencia honradamente humilde.

    Encontraron a Elvira Santos, la Malquerida, tendida en su cama como si estuviera dormida. Era un camastrón con colchón de lana y sábanas de hilo; aquellas mismas que un día envolvieron los cuerpos enamorados de dos seres unidos ante Dios y los hombres, y entre las que engendraron el futuro incierto de un muchacho agitanado. Ella misma le había ordenado a Salvador que las pusiera por muda, porque se sintió morir sin remedio, y Salvador obedeció diligentemente antes de que su madre le recluyera fuera de su alcoba para evitar un posible contagio. Luego, cuando el desenlace se produjo, hubo de saltar el muchacho por la ventana del patio para cruzar sobre el pecho los brazos de su madre, para cerrar sus ojos abiertos y para poner el último beso sobre su piel mancillada. Había sido una mujer hermosa, realmente hermosa; sus ojos solares, su cabello ahebrado de tarde y abejas, sus firmes labios y su cuerpo lozano habían proclamado entre la mocedad de la hondonada las maravillas de que se siente capaz, en ocasiones, el cielo; pero casó con quien eligió su corazón sobre quien más y mejor futuro le ofreciera, inexorable fatalidad que la condujo a encontrarse cara a cara con su desafortunado destino.

    Ninguna de las mujeres, ni don Paulino tampoco, percibieron en sus ojeras maceradas por la muerte, ni en sus emblanquecidos labios, ni en sus cabellos desmadejados menoscabo alguno, porque ninguno tenía un claro recuerdo de cuando estuvo viva, pareciéndoles en sus rituales quehaceres, casi litúrgicos, que la vida había estado soportando aquel cuerpo muerto. Y de alguna forma era cierto, porque la Malquerida, para ellas, murió muchos años atrás, muchos.

    Ataúlfo Breña, casi único ser de Lubitana que se acercó de vez en cuando por La Solana desde que desapareciera Sebastián Montoro, entró en la casa. El sacerdote, quien estaba presidiendo con eclesial solemnidad el amortajamiento, le recibió con la mueca sombría de quien respeta más la muerte que la vida, mientras las mujeres, afanadas en la penosa labor, elegían y despreciaban vestimentas con desdén, amontonando la ropa desechada sobre el pavimento embaldosado en el que una esterilla de esparto era el único ornamento. Ataúlfo, quien apenas si saludó a don Paulino con un levísimo movimiento de cabeza, clavó sus ojos en Elvira desde el mismo ángulo en que se hallaba, se arrancó la boina con indecible tristeza y se aproximó a la cama casi de puntillas, cual si temiera despertarla del sueño eterno. La piel apergaminada y las laxas facciones desmoronaban aquella belleza que fuera sublime, de la misma forma que el viento desmontaría un castillo de arena; el color cárdeno, como el de la fruta golpeada en un trayecto extremadamente tortuoso, encubría con complicidad la formidable hermosura que tuviera antes de expirar, porque sin duda no era de buen gusto para Dios que un difunto fuera más hermoso sin alma que con ella.

    Recordó Ataúlfo los muchos cortejos que antaño le ofrendara, antes de que contrajera sacramento con su mejor amigo. Todo le vino a las mientes de golpe, mientras su sombra inabarcable se arrojaba apasionadamente sobre el lecho, cual si pretendiera amarla en las ataduras de su estado como no pudo hacerlo, por lealtad, durante los buenos años de la juventud. Tal vez —no hay constancia expresa de ello— hubiera querido llorar por vez primera, y a buen seguro que jamás encontrara causa más justificada y de menor vergüenza que esa; pero no lo hizo. Cerró brevemente sus ojos gigantescos, apretó los labios entre sí y la boina entre las manos, y dejó que su ruda barbilla cayera sobre el felpudo de su pecho, pareciendo su tremendo bigote —al estilo militar, largo y trenzado en los extremos— perder su compostura para ir a enredarse en el desabotonado cuello de la camisa. No lloró, nada más lejos; ni respiró hondo siquiera, sino que apartó la vista del cuerpo y perdida fue a posarse sobre un moscardón que holgazaneaba por la estancia.

    Presona como ella... ¡Dita sea! —Y, recobrando su conocimiento parcial del mundo, añadió—: ¿Pro qué haberá siempre un moscón en los velorios?

    Don Paulino, las mujeres y él mismo persiguieron con la vista las torpes evoluciones del insecto, el cual iba dándose trompadas con muros y muebles, intentando escapar de la alcoba lo mismo por el cristal de una estampa enmarcada que por el tubo del quinqué. Absortos escucharon los tremendos zumbidos de su inútil pugna; pareciera ser el único ser vivo del mundo, una fiera enloquecida por la claustrofobia empecinada en golpearse por no comprender cuanto la rodeaba. Después de un instante, don Paulino cayó en la cuenta del absurdo y miró al bruto con extrañeza por lo desatinado de su proceso mental; pero se encogió de hombros con un gesto de indiferencia y volvió a la faena, alentando a las mujeres con unas palmaditas.

    Ataúlfo salió del cuarto cabizbajo, no tardando en regresar con un humilde y casi precario ataúd bajo uno de sus brazos y con dos peanas de cirio bajo el otro. Colocó la caja mortuoria a un lado de la cama y puso las peanas a los pies de ella, una a cada lado, separadas del lecho apenas unos centímetros. Cuando llegó con el resto de los bártulos ya habían finalizado su labor las mujeres, y el sacerdote, con el misal en una mano y el hisopo en la otra, le estaba dando la extremaunción a la finada.

    Las mujeres aguardaron con respetuoso silencio a que el clérigo terminara su liturgia; pero Ataúlfo, nada partícipe de los ritos religiosos, prendió los cirios con una cerilla suelta que se extrajo de la faja. Después, cuando terminó el presbítero sus salmodias, advirtió el ateo de la maniobra que se proponía ejecutar y, tomando en brazos el cuerpo de Elvira, la sostuvo con firmeza hasta que pusieron el féretro en el centro del lecho, tendiéndola a continuación en él con mimo, e incorporándose levemente retiró con un dedo un mechón de cabellos que le había caído sobre el semblante.

    Marta fue quien se tomó el deber de atar las manos de la Malquerida con una cinta, colocar una pañoleta en torno a su cráneo para que no tuviera la boca abierta y poner entre los pliegues de su pecho una estampita de la Virgen, porque con las prisas nadie había pensado en llevar objetos de culto y en la casa no hallaron ninguno. Todos la miraron con ternura. Tenía puesto el vestido blanco de humilde hechura con que se casara años atrás, el que tuvo guardado todo ese tiempo en un gran talego entre membrillos frescos y pétalos de azahar. Compuesta para una boda con nadie, dijéronle adiós en silencio. Estaba tan serena, tan vagamente muerta, que infundía miedo mirarla de frente.

    —Bueno —masculló el sacerdote, mientras ponía el manípulo, la estola y el bonete sobre la cómoda y Marta le ayudaba a desprenderse del cíngulo para hacer lo propio a continuación con el alba—, creo que hemos terminado por ahora. Todiños amores me roubaron, todiños amores me consumiron. Nuestra hermana ya se encuentra con Dios.

    Esta última sentencia la hizo con gravísima dulzura y visible aflicción, tal vez recapacitando sobre el hecho de que la Malquerida no había sido desdeñada solo por su esposo; y tal vez así habría permanecido largo rato si la inoportuna Marcela Calvo no pronunciara las siguientes palabras, las cuales nacieron pisando la coletilla del clérigo:

    —O con su marido, ¡quién sabe!

    —¡Marcela, haz el favor! —riñó don Paulino con felina agilidad, cual si el contenido venenoso de aquella frase hubiera sido el embrujo lanzado por una meiga contra la memoria de su misma madre—. ¿Es que no habrás de respetar ni siquiera la muerte?

    —¡Alto ahí, pendón! —arremetió también Ataúlfo con acritud, al propio tiempo que el sacerdote lanzaba su réspice—. Ni te se ocurra mentarla, madastra del diablo, o t’advierto que t’arreo.

    Tan viva fue la interpelación de Ataúlfo que, si el clérigo no llega a ponerse en medio, a buena hora tendría la señá Marcela la dentadura completa, pues el paso que llevaba cuando le atajó era el de la profecía que se convertía en hecho.

    —Lo siento, padre —se disculpó la atemorizada mujer, hablando al uno y sin perder de vista al otro, por si fuera preciso un requiebro que la librara de alguna acometida—. No quise ofender; pero hay que ver cómo se pone aquí, el defensor de los pobres este. Además, ya sabe lo que se cuenta por ahí, y claro, una...

    —¡Chitón, hostia! A esta inorante hoy l’atuso el pelo. ¿No ves que te oservo, mala pécora?

    —¡Basta, infieles! Una mortificación para mi paciencia: eso es lo que sois los dos. ¡Callarse! Debería daros vergüenza este comportamiento delante de un cadáver. Tú, bruto, deja ya de hacer el asno, que bien se echa de ver que lo eres sin que rebuznes; y tú, lengua de Satanás, cuando sientas ganas de mover la húmeda, muérdetela, a ver si nos toca la lotería de que te la cortes.

    Güeno, güeno, callo; pero, o semos to’s o nenguno. ¿Que haya paz? ¡Pos que la haiga! Pero que naide la falte, a cuenta que no respondo.

    —¡Basta digo, Ataúlfo! Tú chitón y a obedecer, que esta no abre más el pico. Además, ¿qué te importa?

    —Me improta. ¡Claro que me improta! Por ahí se dice que si la Elvira tal, que si cuál; que si estaba casá, que si abandoná; que si estaba preñá de este, que si de aquel. ¡Ya está bien, hombre, ya está bien!

    —No importa —apoyó el sacerdote, que también era amigo. Y poniéndole una mano sobre el hombro, continuó—: ¿No te das cuenta de que son decires? No hay pruebas de nada, no hay marido vivo ni muerto: no hay nada de nada. Todo son invenciones de lenguas ociosas, y lo sabemos todos. Son malas notas en flautas falsas, amigo Ataúlfo. Ya sé, ya sé, me dirás que todo es mentira. Y sé que así se destruye una vida y que jamás se recupera; pero todo está hecho, y ahora únicamente queda que la tierra cubra este desatino del mundo. Mira, hazme caso: deja que se cansen de echar maldades, que mañana, cuando Dios nos reclame a su verita, vas a ver qué tirones de orejas le mete a alguno. ¡Y a alguna, hija! —dijo, volviéndose al tiempo de hacerlo hacia Marcela.

    —Ya sabes, Paulino, que a mí to’ eso del cielo, de Dios...

    —¡Calla, renegado! Deja a Dios que haga su trabajo sin interferencias, y guárdate tus opiniones para otro lugar. A todos os lo digo: ¡haya paz! —Y luego, volviéndose para sí, dijo en voz baja—: ¡Estos castellanos!

    Las mujeres tenían la cabeza reclinada. Hacía calor. Un calor sofocante que incluso hacía desafinar a los grillos en el patio. Don Paulino paseó por la habitación con las manos a la espalda y la mirada tendida al suelo. Tenía el rostro congestionado, en parte por la discusión y en parte por el insufrible verano que no se determinaba a finalizar. Ataúlfo había vuelto a perseguir el moscardón con la mirada, como aguardando el momento propicio de un fructífero embate; cuando el insecto se aproximó al cuerpo de Elvira se colmó su paciencia y, yéndose al díptero con la boina en la mano, esperó a que se posara lejos del cadáver y, de un rápido y certero boinazo, dio fin a la bestia. Sopló.

    —Tal vez si abriéramos la ventana aliviaríamos algo este calor espantoso —propuso el sacerdote.

    —¡Quiá! ¡Mejor que esté como está, hombre! Si se abre, se llenará to’ de bichos —arguyó Ataúlfo sin levantar la vista del insecto, al cual estaba moviendo con el pie por si no estuviera muerto, sino aturdido.

    La paz era tensa. El sofocante calor, la noche y el constante cimbreo de las llamas de los cirios tenían cautivos a los presentes. Las mujeres, sentadas en sillas alrededor del cadáver, sufrían un sopor insoportable. La luz amarilla de los velones arrojaba sombras dantescas sobre los muros, forzándolas a bailar como presas encantadas de fuegos fatuos. Había cierto agobio que hacía el aire irrespirable y, por un momento, temió el presbítero que se le durmiera la concurrencia.

    —Recemos el rosario —propuso—; tal vez hablar con Dios nos haga recapacitar sobre nuestra pasajera situación en la tierra y la trivialidad de nuestra arrogancia.

    Ataúlfo hizo mutis. Se acercó al féretro, apoyó sus manos en las cantoneras, se reclinó, puso un beso reverente sobre la frente de Elvira y salió del cuarto cabizbajo.

    —Al alba vendré pa’ lo que haiga menester —dijo desde la puerta.

    Y salió. Cuando ya estaba en el patio, don Paulino le dio alcance.

    —Ataúlfo —le chistó.

    —Dime.

    —Mira, sé lo que sientes, no te creas —le dijo, encarándole sin protocolo—. Si te sirve de algo, te diré que el ser cura me ha proporcionado los conocimientos bastantes para saber por lo que estás pasando, pues al fin y al cabo es como ser un médico de almas. También sé lo que sentías por ella, y que bien noble es ese parecer. No me tomes por tonto. Te admiro por ello, ¿sabes? Nadie hubiera podido, como tú, guardar las formas del cuerpo cuando la sangre grita otra cosa por dentro. Sé que lo que se dice por ahí te duele, pero también sé que no vas a solucionar nada a golpes o con cabestradas. Mira, mi oficio me ha enseñado que no hay costumbre más arraigada que la que carece de base, pero que es esa la más difícil de extirpar.

    Ataúlfo, que cuando le torcían las palabras con florituras dejaba de entender el mensaje, escuchó el sermón sin decir ni pío, y luego replicó:

    —¿Que no voy a conseguir que la gente poclame que Elvira era güena? Vale. Ahora, que voy a quedarme más pancho que un sol chafándole a alguno la jeta, pos también —razonando lo obvio—. Proque sábelo, Paulino, no pienso premitir que naide la falte a la memoria o que la ande pusiendo los bemoles que les suenen. ¡No me sale de los entresijos, hostia!

    —Bueno, pero...

    —¡Pero na’, Paulino! Tú, cura, bueno; yo más comunista que el copón, también. ¡Y tan amigos! Pero lo demás a dejarlo, a dejarlo porque... Güeno, ya me conoces.

    —Ya lo creo que te conozco, hijo, ¡ya lo creo! Anda, ve.

    No habría sido preciso promulgar la orden porque ya estaba en el pescante del carro. A decir verdad, admiraba el clérigo tantísima determinación en un hijo de la ignorancia, su irrenunciable fidelidad a sus convicciones, fueran o no las acertadas. Permaneció aún el sacerdote pendiente de su amigo hasta que este desapareció camino de la aldea, y luego volvió a los rezos.

    Ataúlfo oyó a sus espaldas como un rumor de letanías que le acercaba la brisa, casi al mismo tiempo que de la aldea ascendía una campanada sola desde el reloj del ayuntamiento. Tuvo el impulso de echar una jaculatoria, y no de esas que restan días de Purgatorio precisamente.

    * * * * * * *

    Un par de horas antes, tal vez tres, Fausta Cornelio había alcanzado la casa de La Maldición con Salvador; pero no percibieron desde el lindero ningún síntoma que delatara que allí adentro hubiera vida de ninguna clase. Antes bien, el abandono que se adivinaba en el patio y el peculiar aroma del aire indicaba más y mejor que estaban entrando en el dominio de los abrojos y las zarzas o en algunas ruinas abandonadas, lugar ideal para reunión de juramentados. Una brisa suave, como agotada, se enredaba en el ramaje de los sedientos árboles, silbando levemente. A lo lejos, hacia el noroeste, dos nubes solitarias, teñidas de añil y con ribetes malvas, prestaban guardia a una luna llena que, como el ojo de un cíclope gigantesco, vigilaba el paisaje. Más cerca, en un cúmulo de árboles que discurría a lo largo del lindero, un búho

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