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Mi última reencarnación
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Libro electrónico243 páginas3 horas

Mi última reencarnación

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La narración, cualquiera que sea su pelaje, precisa para ser efectiva los condimentos de la observación sutil, la amplitud de horizontes y la proximidad vivencial. Sólo aquellos que penetran la realidad, aquellos capaces de observarla boca abajo y rescatar a través de la escritura el mundo tambaleante que nos ha tocado vivir, atesoran la verdadera esencia de la literatura. Los grandes trapecistas, como los buenos escritores, realizan su trabajo con esmero, sin vertigo, auscultando el haz y el envés de la vida y devolviento a sus compañeros de acrobacias, sanos y salvos, a la frágil seguridad del trapecio. Es su mirada a la que quiere dar cabida esta colección que comienza ahora su andadura. Quinito López Mourelle se toma muy en serio el sentido del humor en Mi última reencarnación, novela en la que nos propone el viaje vital y geográfico de un estrafalario personaje que protagoniza situaciones hilarantes y surrealista pero también, cuando se tercia, tiernas y reflexivas. El lector encontrará trazos de la literatura de todos los tiempos y genéros.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 dic 2022
ISBN9788418667701
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    Mi última reencarnación - Quinito López Mourelle

    Cubierta_Reencarnacion_copia.jpg

    la mirada del trapecista

    QUINITO LÓPEZ MOURELLE

    MI ÚLTIMA REENCARNACIÓN

    La vida real, la realidad, es la forma más fidedigna de representación que se conoce y, como tal, por su verismo, puede llegar a satisfacer

    a los no advertidos de su perfección.

    (William Lastings)

    Aunque pueda resultar paradójico –e incluso un comportamiento contra natura–, los gorilas sienten nostalgia del zoo (…) e incluimos en esta consideración a aquellos ejemplares que, viviendo en estado salvaje hasta su muerte, no han tenido la oportunidad de conocer

    la humillación de ese cautiverio.

    (Alejandro Marino Robleda)

    …en la frontera tenue donde la razón, fascinada, se rinde

    ante el absurdo.

    (Osman Lins)

    ¿Y quién se atrevería a afirmar que sólo la verdad es real?

    (Ivan Turguenev)

    Las apariencias no engañan: seducen.

    (Eladio Tormentino Bousson)

    EXORDIO¹ UN TANTO MOLESTO… Y PEDANTE

    ADVERTENCIA: Pueden ustedes abandonar la lectura de este exordio cuando les plazca pero, si lo hacen, no se quejen luego cuando lo echen de menos (uno puede cogerle cariño a las criaturas que más le incordian). De todas formas, y pensando en el bienestar y en la paz espiritual de aquellos que tengan un mal día o detesten profundamente los exordios y la pedantería, el autor se ha tomado la molestia de facilitarles una alternativa muy cómoda y económica: les propongo una lectura brevísima y simplificada del dichoso exordio. Tan sólo tendrán que seguir las siguientes instrucciones: 1) Leer los dos fragmentos que están subrayados. 2) Leer el fragmento que está entre paréntesis. (Por cierto, aparecerán algunos otros fragmentos de esta naturaleza a lo largo de la obra. Les aseguro que no muerden, así que les ruego que no los esquiven pues tienen su razón de ser.)

    Tras seguir esos dos sencillos pasos, los lectores más conformistas podrán zambullirse sin miedo en los primeros capítulos de la novela y continuar hasta el final, teniendo que salvar, como único escollo, una ingente cantidad de puntos suspensivos. Los que hayan preferido degustar el exordio completo y de un tirón podrán tener pesadillas, problemas de digestión y mareos, pero serán recompensados con una estatua en la plaza principal.

    Respiren profundamente, cojan aire y dispónganse a bucear a pulmón. Nos vemos al otro lado de la superficie.

    ***

    De algún modo todavía sigo siendo ese niño que, encaramado y oculto en la rama más idónea de un árbol frondoso, espía en la noche estrellada de verano la fiesta de sus vecinos. La intensidad de su deseo y de su avidez sólo es comparable con la del temor a ser descubierto en su atalaya. Ese temor obedece en menor medida a la vergüenza de verse sorprendido que al fastidio de verse obligado a dejar inmediatamente la vigilancia, nuevo placer quizá superior que el que supuestamente anhela: el de participar, el de ser también actor en el reparto del botín. (De nuevo creo haber visto aparcado en la esquina el automóvil blanco, o crema o puede que beige. No, no lo he visto. He intuido que estaba, una vez más, en ese lugar señalado y fatídico… pero al acercarme al ventanal he comprobado –¿con sorpresa?, ¿con tristeza?, ¿con estupor?, ¿con alivio?, ¿con resignación?… todavía tengo mis dudas al respecto– que su lugar luce vacante en la insolencia de la ciudad). Sí, puedo haberme disfrazado de ese niño curioso que espía, vigila y escruta, pero en esta ocasión la escena está vestida con una ventajosa particularidad: soy al mismo tiempo el observador y el observado. Estoy en el escondite, en la retaguardia segura del follaje, pero es mi vida la que pretendo diseccionar desde esa posición privilegiada. Me observo para ser ese vecino rodeado de mujeres hermosas, de cócteles exquisitos servidos en copas estilizadas, ese vecino agarrado a la cintura de una novia buscando el lugar más propicio para airear el prepucio.² Ocurre que cuando alguien está siendo observado –esto no es perla de mi magisterio sino ciencia documentada desde que el hombre es hombre o desde que empezó a soñar con serlo, y juzguen ustedes si lo ha conseguido– suele encontrarse en estado de indefensión, de manifiesta desventaja. Siguiendo los supuestos establecidos en la ventana de Johari –A saber: 1.– Los que observan conocen una información que el observado también conoce; 2.– Los que observan conocen una información que el observado desconoce; 3.– Los que observan desconocen una información que el observado sí conoce; 4.– Los que observan desconocen una información que el observado también desconoce– me he tomado la libertad de situarme en las áreas descritas como oculta y desconocida, y que se corresponden con los dos últimos supuestos señalados –3 y 4–, evitando así esa indefensión a la que hacía referencia más arriba y que, por lógica, se describe en el segundo supuesto. Imaginen ustedes que mi vecindario estuviese al tanto de mi cornamenta –incluso puede que con todo lujo de detalles debido a la indiscreción de algún gracioso de turno– y yo, en cambio, no me hubiese enterado, puede que por la ceguera del amor –de hecho esa segunda área se denomina "ciega–, por las buenas artes del ocultamiento empleadas por los interesados en el momento de cometer el dulce delito o simplemente por la compasión de los observadores para ahorrarme un lacerante sufrimiento.³ A quién le agradaría verse en esa situación, pasear por esas calles, ser el protagonista de esa historia… No, así no puedo narrar… presa de esa paranoia pairando sobre mi atormentada imaginación, de esa paranoia recurrente por la que se percibe en las sonrisillas ajenas y mal disimuladas la lujuria del adulterio cometido a espaldas del infausto cornudo. Por el contrario, cómodamente instalado en el tercer supuesto –por favor, no duden en retroceder un poco y buscar la relación de los malditos supuestos… sólo les llevará un instante y, en justa compensación, prometo no incurrir de nuevo en este tipo de intromisiones en la lectura– resulta hasta placentero contar todo cuanto pueda observar sobre mí mismo. Me dispongo por tanto a relatarles la historia o el retrato que yo quiero y darles cuenta de la información que ustedes desconocen de este humilde narrador quien, para mejor recaudo de su integridad moral, su reputación y su equilibrio sentimental, se reserva el derecho de exponer sólo aquellos sucesos y reflexiones que le resulten pertinentes. Así, de una forma un tanto cobarde –en este punto permítanme que juzgue yo por ustedes– no correré el riesgo de caerme de lo alto del árbol para encontrar la ingratitud de un suelo cruel y poco acogedor. El problema, no obstante, radica en que las paredes de los dos últimos supuestos se me antojan tan permeables que, queriendo contar aquellas cosas que ustedes desconocen sobre mí, podría llegar a referir, en cambio, aquellas de las que, tanto ustedes como el que esto escribe, no tienen conocimiento… Encomendados quedamos, si es que tienen a bien acompañarme después de haber digerido –espero que sin demasiadas molestias– esta perorata, a la fortuna de los vientos fértiles y los mares que, aunque por momentos se muestren procelosos y celosos de sus secretos, seguramente respetarán la singladura de los navegantes.

    1. APUNTALAMIENTO CAUTELAR

    2. TARDES CON DULCE O EL ENCANTO DEL NAUFRAGIO NO CORRESPONDIDO

    3. MISTERIOSO + CHICLE DE CENIZA

    "…llegará el día en que todos nos mezclaremos y confundiremos de tal modo

    que nadie podrá ponerse en pie y jurar "que su propio tatarabuelo fue el hombre

    que hizo tal o cual cosa".

    (Laurence Sterne)

    La familia se rige por fuerzas tan caprichosas

    como el azar de una ruleta rusa.

    (Claudio Perdomo)

    En casa siempre se comió un poco de chocolate. No eran tiempos de bonanza, pero en nuestro domicilio se procuraba mantener de forma saludable una alegría que nos era natural. En parte se debía a las ocurrencias de la tía Jenny, siempre celebradas por mamá con sonoras carcajadas que inflamaban su rostro y la sonrosaban como caramelo de feria. Era ella –la tía Jenny– quien se las ingeniaba para que nunca faltase un postre de categoría en la bendita hora de la sobremesa, y éste solía ser chocolate, un artículo que en aquel momento no estaba al alcance de cualquier familia. Los que formábamos la prole éramos muy pequeños para debatir este tipo de consideraciones, así que sólo mucho tiempo después –y porque de forma fortuita una espléndida tarde de otoño mi mente quiso retroceder, como está haciendo ahora, a aquellos días de la infancia–, me detuve para esbozar ciertas conjeturas sobre los métodos que ella hubiese podido emplear para conseguir tan preciado alimento. Quizá el paso de los años haya deformado mi lente, o puede que haya sido la idealización del paraíso perdido, pero, forzando mi maltrecha memoria, me resulta difícil recordar algún fin de semana de aquella época en el que no se hubiese celebrado en nuestro hogar una fiesta o, en su defecto, un remedo casero condicionado por la precariedad de los medios. El pasatiempo favorito de la tía Jenny era organizar bailes por parejas en los que éstas tenían que demostrar su habilidad para sostener una naranja entre sus frentes. Por supuesto no se abstenía de participar. No voy a ocultarlo: era una caliente de mucho cuidado. Mientras las parejas de invitados, recatados bajo un techo que no era el suyo, se esforzaban en mantener el cítrico sien contra sien o mejilla contra nariz, ella no tardaba más de un minuto en besar con fruición a su acompañante. Su pareja de baile –en este punto la memoria no me falla– cambiaba cada fin de semana. A todos los hermanos nos parecía una cursilada aquel juego, pero nos lo pasábamos en grande escondidos debajo de la mesa esperando a que la tía Jenny, que aseguraba que aquel divertimento era muy típico en su tierra –yo creo que simplemente lo había visto en alguna película ñoña–, perdiese la compostura y, claro está, la naranja su equilibrio artificial. Mamá, sentada en su sillón favorito, también aguardaba impaciente ese momento para troncharse de risa. Disfrutaba tanto con aquello que, como regalía, consentía en casa cualquier cosa que ella hiciese, cualquier comportamiento por descarado que fuese, aunque papá luciese en su gesto, entre huidizo y malhumorado, desapego y desaprobación. Todavía hoy desconozco de dónde era la tía Jenny y si, al igual que su baile, sus costumbres eran normales en su lugar de procedencia; si bien, por la repetición, por la connivencia de mamá y por suceder delante de nuestras narices con bastante naturalidad, crecimos suponiendo que lo eran… o al menos para ella. Puede que el hecho de haber sido testigo a tan temprana edad del ejercicio de la promiscuidad de tan admirada mujer (mi madre sentía por ella algo cercano a la veneración), fuese el factor desencadenante que borrase de mis entendederas toda curiosidad y afición por el sexo, circunstancia que hoy parece haberse convertido en un rasgo de mi personalidad.

    En el desayuno no nos sorprendía verla bajar las escaleras de la mano de cualquiera de sus invitados, sentarse con nosotros y comportarse de forma melosa o abiertamente voluptuosa con sus amantes, con los que a mamá le encantaba conversar… a veces con más entusiasmo e interés que si hubiese sido ella la que se hubiese acostado con ellos la noche anterior… quizá porque con la distensión de aquellas conversaciones se sentía como si de verdad esto último hubiese acontecido. Entre nuestros pasatiempos favoritos, dependiendo de la ocurrencia que nos inspirase cada sujeto en cuestión, recuerdo con especial nostalgia las patadas por debajo de la mesa; subir a la habitación de la tía Jenny para sustraer alguna prenda del caballero y esconderla o arrojarla por la ventana al jardín; verter intencionadamente zumo o café sobre su camisa, sus pantalones… El resultado de las reprimendas de mi padre por nuestras travesuras era siempre mucho más leve que el acaloramiento que fingía con sus aspavientos. Era como si con una mano nos amenazase con darnos unos cachetes y con la otra nos acariciase la cabeza animándonos para que la siguiente invención dejase en mayor ridículo al galán intruso. Sea como fuere, la conciencia de mamá se quedaba tranquila con aquellas broncas –que ella acompañaba con algún refunfuño y con palabras inofensivas de amonestación– y, además, algunos de los individuos agraciados no dudaban en repetir la experiencia si eran requeridos por mi tía, dato que supongo podrá servir para avalar su pericia en la cama. Por cierto, creo haber olvidado señalar que era un bellezón y que, para mayor realce, acompañaba la virtud natural de su beldad (que era objeto de peregrinación de todas mis amistades) con un acento simpático y muy sugerente que no sabíamos si era impostado. Convivir con la tía Jenny era como tener un terremoto en casa pero, como ya he dejado claro, por esa sencilla razón desde hace muchos años ya no me asustan los terremotos ni otros cataclismos similares. Alguna que otra vez, durante algunas tardes lluviosas, se entretenía contándonos que se había venido a vivir con nosotros para huir de un novio celoso que la acosaba y, en nuestra ingenuidad, alguno de nosotros llegó a preguntarle cómo era aquel pobre infeliz. Para salir del paso inventaba alguna descripción pormenorizada y, aprovechando, nos recordaba que en realidad ella no se llamaba Jenny sino Inga, pero que había tenido que cambiar su identidad para que aquel monstruo no la localizase. A medida que fue pasando el tiempo y la misma conversación tuvo lugar en otras tardes, lluviosas o no pero igualmente desocupadas, la descripción de éste se iba modificando, de forma que al final habíamos coleccionado en nuestra imaginación casi tantos supuestos ex novios como amantes reales que desayunaban con nosotros después de sus vivas noches de fornicio. Pero las verdaderas colecciones que había en casa eran las de papá. Algunas nunca llegué a verlas porque permanecían escondidas en el desván en cofres bajo llave. De las visibles para todos los públicos, la que más me gustaba, y sé que a él también, era la de los zapatos que encontraba en la playa. Esos objetos inservibles, antiestéticos y desparejados, sacaban de quicio a mi madre y tampoco agradaban a la tía Jenny, pero ella se guardaba de comentar nada al respecto. Nunca opinaba sobre temas que pudiesen ser motivo de controversia entre mis progenitores. Papá disfrutaba de extrañas ensoñaciones contemplando los zapatos recolectados pacientemente en sus largos paseos por la berma. Yo no advertía ni entendía por aquel entonces nada de esas sutilezas, pero recuerdo bien su contestación –a la manera en que un padre normal cuenta a su hijo un cuento hermoso para acunarle– el día que le pregunté para qué demonios quería aquellos zapatos:

    —Conservo estos hermosos ejemplares de origen desconocido para el día en que tu madre me deje. Entonces saldré a buscar por ahí a mi cenicienta.

    Sonrió para restarle importancia a la gravedad de aquella frase, pero yo supe que lo decía en serio.

    Con uno de los amantes de la tía Jenny entablé una amistad que se prolongó aún cuando ésta ya no le abría la puerta de su habitación y, por tanto, no se le perdía nada por casa. Era un tipo elegante, de sonrisa franca, y aparentemente había encajado con deportividad el rechazo de mi tía a prolongar su aventura. Su complexión era atlética pero arrastraba ligeramente una de sus piernas al caminar, impedimento que, paradójicamente, le confería mayor atractivo y casaba bien –no sé por qué– con su personalidad. Cuando mi tía dejó de recibirle instituyó la costumbre de pasarse por debajo de la ventana de mi habitación, que daba a una parte oscura y arbolada del jardín… o lo que quedaba de él después de sucesivas expropiaciones y obras municipales en estado de abandono provisional. Entonces yo le abría la ventana y charlábamos un rato. Como estaba obsesionado con el atletismo y las plusmarcas, su tema predilecto era el vaticinio de ganadores, los campeonatos y las vicisitudes de la vida de los atletas, de los que conocía un gran número gracias a la prensa deportiva. Fue él quien me habló por primera vez de Exeter Fontana, el mejor corredor de todos los tiempos, el hombre con el corazón imbatible, llamado a desafiar cualquier límite. Cuando le pregunté cuántas carreras había ganado el tal Exeter Fontana me respondió, sin abandonar su sonrisa enigmática, que el atleta todavía era un chiquillo como yo, pero que en su sangre estaban escritas cada una de esas hazañas. Llegará muy alto. No verán los ojos de tus nietos a nadie que, ni de lejos, se acerque a su sombra. Como la habitación de su amada estaba situada encima de la mía y por su ventana también entraba la poca luz de aquel jardín, comencé a dudar si la amistad que me profesaba no se debería al interés de ser descubierto algún día por ella –contemplativa y nostálgica– desde el vidrio. Si buscaba esa circunstancia y un presumible reblandecimiento del corazón de su Jenny nunca llegué a saberlo, pero me daba igual. Me agradaba su conversación y, como juego infantil, no dudé en hacerme llamar Exeter Fontana entre algunas amistades de la época. En las últimas entregas de aquellas charlas, sin embargo, el recuerdo de la dama comenzó a filtrarse con facilidad en sus palabras. Era evidente que se había quedado prendado de forma preocupante de aquel acento exótico, de sus subidas de volumen al pronunciar la última sílaba de la última palabra antes de hacer una pausa, elevando las frases a la suerte de los aires como quien libera globos desde una terraza mediterránea. El ánimo de mi estimable interlocutor sufrió una deriva considerable. En sus últimas visitas sollozaba con cierta frecuencia. No obstante, intentaba ser fiel a su sonrisa en un ejercicio inverosímil con el que su rostro adoptaba incómodos gestos ambivalentes. Por su parte, o bien la tía Jenny nunca le sorprendió en esas visitas furtivas a mi ventana o su corazón no se remilgó por aquel sujeto quien, un buen día, desapareció del resbaladizo alféizar para siempre. Después de un hiato de varios meses pregunté a mis padres por él y, ante su extrañeza por mi demanda, les conté todo. Mi madre me despachó como acostumbraba: Mientes más que Tartarín. Un poco más tarde añadió, sin que lo oyera papá: Pero no le digas nada a la tía. Podría disgustarse. Respeté, no sin una vaga confusión, la orden de mi madre y desestimé una réplica inoportuna. Nunca he visto a la tía Jenny disgustada. Dudo que tuviese esa facultad. Cuando se encerraba en su habitación no lo hacía para llorar. (Ha vuelto a aparecer. No es de color blanco. Me decanto por un beige tostado. Tampoco podría asegurar de qué época es. No soy capaz de vislumbrar su forma, si está vacío o su conductor aguarda dentro, comiendo un emparedado grasiento o consultando un mapa. El polvo que acumulan sus ventanas me impide

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