Lunes
Por Eli Ríos y Susana Talayero
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Una realidad oculta a plena luz.
Lunes está escrita con una técnica arriesgada, valiente e innovadora que prescinde de ornamentos y consigue hacernos partícipes del día a día de su protagonista. Esta obra, ganadora del Premio Torrente Ballester de narrativa en lengua galega 2016, nos llega ahora traducida al castellano para seguir conmoviendo a quien la lea.
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Lunes - Eli Ríos
Lunes
Lunes, 18 de marzo. Planta baja. Oncología de Día. 10.13 h. Consulta.
—¿Ha venido usted acompañada de algún familiar?
—No.
—Mire, le voy a ser sincera. El dolor que tiene usted en el pecho es debido a un cáncer de mama bastante serio. Es un tipo IV que le ha afectado los ganglios de la axila y las primeras pruebas indican que se ha extendido a los huesos. Estos días concretaremos más los resultados de las analíticas y de la gammagrafía. Por ahora, ¿ve estas manchas en la costilla?
La radiografía extendida en el atril luminoso muestra un arcoíris hermoso de negros, grises y blancos. La doctora intenta señalarme las partes duras en la fotografía de mi teta, pero no consigo ver nada más allá de la palabra cáncer.
—Sí.
—Pues eso quiere decir que tiene la segunda y la cuarta afectadas, por lo que, sin duda, también encontraremos lesiones en el hígado y en los pulmones. No quiero ser alarmista, pero tampoco le puedo mentir. Intentaremos aplicar el tratamiento que su cuerpo nos permita.
—¿Cuánto tiempo?
—Su esperanza de vida no supera los dos meses, abril y mayo como mucho. Como es usted una persona joven, puede que incluso junio.
—¿Me dolerá?
—Hoy en día existen grandes avances en los tratamientos paliativos que le permitirán afrontar esto sin sufrir.
Ni una lágrima, Nere. Te has portado como una auténtica señora. No me dolerá. Además, dos meses son muchos días para terminar de organizar la casa y dejar a los niños bien atendidos. Peor sería morirse en un accidente de tráfico, sin poder hacer la declaración de la renta. O con los platos sin fregar. Como dice la señora Lola… No hay mal que por bien no venga. La sala de espera empieza a estar a tope. Me siento cerca de la ventana. Recojo, sin prisa, los impresos rojos. La cartilla de la seguridad social. La de la consulta. Reviso todos los teléfonos a los que me ha explicado la doctora que voy a tener que llamar. Cierro la cartera. Apuntar en el iPad. Comprar una carpeta para mantener un orden. Evitar olvidar las cosas importantes. La mujer que está a mi lado me dedica un guiño. ¿Por qué en estos lugares todo el mundo se asemeja tanto a las noticias del telediario? ¿Por qué parece que debería existir un sentimiento universal de complicidad? Le devuelvo el cumplido con solemnidad.
—Se le ha caído una foto.
En el suelo, Marcos sonríe.
—Es mi hijo, que siempre se escapa.
En la silla la señora sonríe. Recuerdo que Marcos está con la vecina. Que va a ser la hora de comer. Que todavía no he terminado de limpiar la merluza. Que como no me dé prisa se me va a echar el tiempo encima. No sé por qué el cuerpo me funciona tan despacio. Como a cámara lenta. Siento el movimiento de los tendones con la tranquilidad de la brisa, como si dieran vueltas alrededor de sí mismos sin conseguir llegar a ningún puerto. Las neuronas adquieren la velocidad de alma que lleva el diablo. Si por ellas fuera, ya estaría en la parada del autobús. Hay una disfunción clara que no alcanzo a resolver. La misma señora me pregunta si estoy bien y, como me han enseñado a ser educada, le digo que sí cuando quiero decir que no. Debería contarle que los músculos son piedras. Las piernas, estalactitas. La ansiedad ya está en la línea de salida. Digo sí. No se preocupe. De repente, el abrigo está sobre mi espalda sin saber cómo ha llegado ahí. Me olvido de la señora. De la sala de espera. Me subo al bus rojo. Me apoyo en el cristal. Me voy a morir. Repito. Me voy a morir. Repito. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir y no consigo que me importe. Los coches en la carretera avanzan rabiosos con gente dentro que se enfurece y grita. Gesticulando. Los puentes se van quedando atrás. La ría, a la derecha. Los anónimos, cada vez más pequeños en la distancia. El paquete de pipas de aquella marquesina ha volado al medio de la carretera y ha sido atropellado por un camión de pescado del puerto. Scrachtttsss intenso. Las semillas, aplastadas antes de nacer. O he imaginado escucharlas, porque el barullo de las comadres con sus cestos, llenos de fruta y plásticos de tomates, es demasiado grande como para que pueda sentir la agonía de una semilla. A lo mejor es el resultado de saber que te vas a morir. Hay quien dice que en estos estados estás perceptiva a las cosas que antes no intuías. Deja de pensar tonterías, Nere. Tranquilízate. Céntrate en lo que estás haciendo. ¿Qué hago? Ir en bus. Sentada al lado de la ventana a recoger a tu hijo que está con la vecina y terminar de limpiar la merluza. El aire entra en los pulmones. Recito de memoria los ingredientes de la salsa de pescado. Perejil. Nata. Limón. Sal. Pimienta y, si no se ha terminado, un poquito de laurel. Las patatas chascadas, cocidas y con aceite de oliva virgen. Sin quitarles el agüilla. En otra olla hierves la zanahoria cortada en rodajas grandecitas. Unos guisantes. Unas coles de Bruselas. Coles, coles de las que le gustan a Manuel. Redonditas y blandas. De las que te da la señora Lola. De las que se deshacen en la boca con solo tocar el paladar. Las congeladas no saben a nada. Son todo agua y son pequeñas como perro ladrador, mucho ruido y pocas… Pocas… Bajarme en la esquina de la calle. La misma calle de siempre. Con las casas de la misma gente. Número veinte. En el primero, los Vázquez. En el segundo, los Pérez. En el tercero, los Cebei. En el cuarto, los Curuto. Del otro lado. Diecinueve. En el primero, los García. En el segundo, los Ferreiro. En el tercero, los Mirás. El cuarto está vacío porque el pobre señor se murió de un infarto. En el quinto, los López. En el sexto, los Rodríguez. Del otro lado. Dieciocho. En el primero, Manuel. Nerea. Sofía. Marcos. Siempre los mismos. Alguna vez aparece alguna pareja despistada y se queda unos meses. Alguna vez hasta se tiran años y alguna vez se quedan hasta que ya no se marchan. En el segundo, Rosa que bebe los vientos por Marquitos. Abre la puerta y el niño se pone a gritar porque no quiere bajar al piso. Anda…, que enseguida viene tu padre y si no estás se enfada. Y el niño que no, que no quiere ir. Rosita pregunta por el médico. Parece ser que tengo cáncer, Rosita. ¡Venga! ¡Venga! Chiquilla no te alteres, que hoy en día… Hoy en día nada, Rosita, de aquí a mayo y luego ya veremos. ¡Venga! Pues da gracias…, que al del diecinueve no le dio tiempo ni a despedirse de sus hijos. El tiempo dirá, Rosita. Ahora tengo que irme a preparar la merluza que Manuel tiene la hora de comer muy justa y sabes que si no duerme sus cinco minutitos no hay quien lo aguante. Hasta pienso a veces que ha salido algo japonés. Trabajar, es cierto que trabaja a destajo. Como un burro. Comer, es cierto que no come mucho, pero lo de la siesta es sagrado. ¿Quieres que vaya yo a preparar la merluza y tú te quedas aquí descansando un ratito? Seguro que te sienta bien. Debes de estar muerta. No, para muerta todavía queda. Mejor no, que Manuel las pilla al vuelo, se da cuenta de si he cocinado yo o es congelado, imagínate si viene de otra mano. Déjalo, Rosita. Te lo agradezco. Voy yo y después vengo a tomarme un café contigo. Rosita es de las que llegó para unas semanas a vivir en el piso de sus suegros porque estaban ahorrando para comprarse una casa en las afueras. En algún momento, que ya no recuerda, decidió instalarse para siempre. Marcos se ha quedado con ella. Me lo bajará en cuanto lo convenza. Tendré algo de margen para poder cocinar sin tener al chiquillo pegado a los fogones. Está en la edad, pobre. Ya tiene un añito y ganas de descubrir el mundo. Pongo el agua a hervir. Enciendo el horno. Limpio la merluza. Lavo las patatas. Las corto. El agua hierve. Pongo el aceite. La sal. Corto las patatas. Las echo en la olla. El horno ya está caliente. Meto el pescado. Mezclo la salsa. La distribuyo por encima. Antes de poner la mesa preparo la papilla del niño. Dos ollas. Una para las zanahorias con guisantes y coles. La otra, para las patatas. Guisantes. Coles y dos rodajas de merluza limpitas. Aceite y sal para la primera y aceite para la segunda. Es tan familiar y relajante este sonido de burbujas hirviendo… El gas en los fogones. Las cazuelas calientes. El calor del horno. El tintinear de los cubiertos. Los platos. Los vasos. El cuchillo que corta pan y crepita en la corteza. La lavadora que sigue con su monotonía, a lo lejos, centrifugando sin parar en esta tierra donde secar la ropa es casi como andar novenas. Los fines de semana aprovecho para disfrutar de esta tranquilidad. La calma mansa de los alimentos en sus cantidades justas transformándose en comida. En los platos decorados con hojas cristalizadas de nébeda o cebollas caramelizadas. El grifo que gotea los restos de las manos lavadas y limpias de tripas. La leche caliente con cola-cao. Y hoy, que sé que tengo cáncer, celebro mi día libre entre sartenes. Entre botes de especias. Entre el pescado sin ojos de la pescadería. Y el niño en el segundo. Pobre. Mete los deditos en las llaves del gas y mamá grita: ¡noooo! Y él se asusta pero a la media hora no lo recuerda y repite y mamá le da golpecitos en las uñas y él no puede evitar llorar. El pundonor herido duele tanto como una quemadura fresca. A veces más. Las ollas hierven y aprovecho para apuntar en el iPad lo que no debo olvidar. Preguntar por la excedencia. La reunión con la profesora el miércoles. La camisa de lino de la tintorería. La cita de la biopsia. Redactar las bases de la subvención de las artes escénicas. El laurel… Se ha acabado el laurel. Hoy en día no es fácil encontrarlo del bueno. En el súper solo tienen de ese que viene en cajas de cartón y ni siquiera huele a laurel, como mucho a planta marchita y seca. De esas que no hay que regar. Hasta el perejil está metido en bolsas. El pobre tan apagado sin su vaso al lado de san Pancracio y las ocho monedas. La señora Lola siempre sabe dónde encontrar todo lo que vuele, ande o nade y se lleve a la boca. El perejil ni anda ni vuela ni nada pero ella sabe igual. Apunto en el iPad. Laurel. Perejil. Coles. Lo dejo en el cargador. Después me lo meteré en el bolso.