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Información de este libro electrónico

HQÑ 350
¿Serías capaz de hacerte pasar por pareja en un reallity con tu mejor amigo?
Bowie y Mireya se apoyan mutuamente, desde hace cinco años, para superar la pérdida de Katia en un fatal accidente de tráfico. Conducía Bowie. Katia era su novia, el amor de su vida... y también la mejor amiga de Mireya. Desde entonces, se han vuelto inseparables. Pero ¿tanto como para aceptar lo de ese concurso que les proponen sus amigas?
¿Hacerse pasar por pareja en un reallity? ¡Nunca! ¿Demostrar públicamente cuánto se conocen? ¡Ni hablar!
Pero… ¿Y si el premio fueran cincuenta mil euros?
A pesar de lo disparatado de la propuesta, sus amigas solo les tendrán que dar un empujoncito para meterlos en el casting.
¿Van a dejar escapar esta oportunidad de conseguir sus sueños? ¿O acaso tienen miedo de perder su amistad o descubrir algo más que desconocían?
 

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- Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita!
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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 ene 2023
ISBN9788411416511
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    7 citas - Sylvia Marx

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

    Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

    28036 Madrid

    ©2023 Silvia Martín Hernández

    © 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

    7 citas, n.º 350 - enero 2023

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shuterstock.

    I.S.B.N.: 9788411416511

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Dedicatoria

    Prólogo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 40

    Capítulo 41

    Capítulo 42

    Capítulo 43

    Capítulo 44

    Capítulo 45

    Capítulo 46

    Capítulo 47

    Capítulo 48

    Epílogo

    Nota de autora

    Play list de la novela 7 citas

    Si te ha gustado este libro…

    In memoriam.

    Para Chari.

    Me ha costado treinta años dedicártelo.

    Te recordaré siempre, amiga.

    Prólogo

    MIREYA

    La vida no deja de sorprendernos, para bien o para mal. Nos hacemos la idea de que siempre será rutinaria, incluso aburrida. Intuimos que nada de lo que hacemos va a cambiar mucho el rumbo. La raza humana, el ombligo del mundo.

    Sí, ya sabes: esa seguridad aplastante de que el despertador nos volverá a sonar a las siete de la mañana con el sonido de siempre. En mi caso, el Single Ladies de Beyoncé me carga las pilas y me obliga a saltar de la cama de lunes a viernes demasiado temprano, cuando aún está saliendo el sol.

    Hasta ahora, yo había sido de esas ingenuas que no se cuestiona nada, que da por hecho que cada amanecer, después de un rápido desayuno, se irá a trabajar. Que llegadas las 19:00 horas saldría derrotada por no haber vendido ni un piso de la nueva promoción, y, en fin, irremediablemente volvería a contar los días que quedaban hasta el sábado, mi día favorito de toda la semana. Sin madrugar, sin aguantar a mi jefe, sin sufrir a mi compañera de trabajo y con la perspectiva de alguna quedada interesante con el grupo.

    Pero en algún capítulo de tu rutinaria vida te equivocas. Un buen día… algo inesperado ocurre: un golpe de suerte, un amor a primera vista, una ruptura o una llamada de alguien con la que no pensabas volver a hablar en tu vida, y esto último es lo que me acaba de ocurrir.

    Sí. Precisamente, yo acabo de tener ese «momento inesperado» que puede cambiarlo todo.

    Pero no adelantemos acontecimientos, empecemos por el principio.

    Hoy mismo, sábado, a las once de la mañana. Confieso que no me apetecía nada acudir a una concentración multitudinaria, pero hay cosas que las haces por inercia, solo porque te lo pide una amiga y no puedes, ni sabes, decir que no. Hasta hace un momento, yo estaba entre los manifestantes, a la salida del Congreso. Allí se habían juntado varios grupos antisistema: unos con los típicos cascos de albañiles y monos de trabajo, y otros, como yo, con dos banderillas clavadas en el costado de las que chorreaba mercromina simulando sangre.

    Debo aclarar que no me van nada esas protestas sociales tan masivas. Solo había ido por hacer bulto, la verdad. En realidad, para acompañar a Zoe, mi amiga vegetariana y aguerrida antitaurina.

    Debíamos de ser unas cincuenta personas, algunos muy cabreados, armando mucho ruido. Demasiado. Para colmo, se habían solapado dos manifestaciones muy diferentes. El líder del otro grupo no dejaba de vocear consignas sobre la dignidad en el trabajo, mientras yo me preguntaba por qué narices siempre acababa cediendo en todo, por qué había aceptado acompañarla y, sobre todo…, ¿dónde diablos se había metido Zoe?

    Y justo entonces, en medio de aquel griterío, sonó mi móvil. He de precisar que imaginé que sonaba, porque noté una ligera vibración en mi muslo derecho.

    —¡Hay que boicotear el sistema! —voceó detrás de mí alguien por el altavoz, justo cuando trataba de buscar el teléfono a tientas, en el interior de mi bandolera.

    El clamor y los aplausos no me dejaban oír la voz de Marta y mucho menos darme cuenta del dramatismo de la situación.

    —¿Me oyes? Mireya, por favor…, quiero morirme. ¡David ha roto conmigo!

    —¿Qué? No oigo nada con este jaleo, ¿quién es?

    Miré la pantalla, pero solo me encontré con un número sin identidad conocida. Cuando ocurrió aquello, incluso la borré de mis contactos.

    —¡Yo!… ¡Soy Marta, joder! Que hemos roto…

    —¿Roto? —Y de golpe encajaron todas las piezas. Caí en que era mi examiga, Marta, la que me hablaba al otro lado de la línea, la misma que se lio con mi ex… Así que, al descubrir quién me llamaba, se me empezó a hinchar la vena del cuello—. ¡Y a mí qué coño me importa! ¿Ahora que tienes problemas me llamas?

    —Vale, lo entiendo. Me lo merezco. Juro que no volveré a molestarte más en la vida, ni a ti ni a nadie. ¡A nadie! —se desgañitó de pronto y se le quebró la voz—. Fin, desaparezco, hasta nunca, adiós, arrivederci

    —¡Espera…! —Algo hizo que me ablandase.

    ¡Por Dios, Mireya!, pienso ahora mientras doy grandes zancadas. ¿Qué ha sido ese «algo» que te impedía colgarle el teléfono? ¿El miedo a que pudiera hacer alguna tontería, quizás?

    Abro un paréntesis. ¿Por qué le decimos «hacer una tontería» a algo precisamente tan grave como pensar en quitarse de en medio? Bueno, ese es otro tema que no viene a cuento. A veces, me hago preguntas trascendentales a destiempo, cuestiones que no tienen respuesta, ya me irás conociendo. Cierro paréntesis.

    El caso es que, sin encomendarme a nadie, ni dedicar un instante a las posibles consecuencias de mi decisión, solté la pancarta y los panfletos a uno de los manifestantes y me saqué las banderillas de la cinturilla del pantalón.

    —Es una emergencia y tengo que irme —me disculpé—. Díselo a Zoe. Búscala, que la he perdido de vista.

    Me separaban de Marta tantas cosas… y el daño había sido irreparable. ¿Por qué entonces echaba a correr en su auxilio? Quizás me había pillado con la guardia baja, pero estaba claro que no era normal en mí reaccionar así y, aun con todo, no dudé en acudir a su desesperada llamada.

    Y así empieza esta historia, como tantas que le dan la vuelta a tu vida, por una decisión tomada en menos de un segundo.

    1

    Nunca digas nunca jamás

    Había jurado que jamás en la vida volvería a poner un pie en esa casa, la de David, desde que me marché de allí, arrastrando mi moral y dos viejas maletas. Pero las promesas no siempre pueden cumplirse, y no porque uno se empeñe o no. Simplemente, las circunstancias cambian. No todo está en nuestra mano y con el tiempo te das cuenta de que no se puede decir eso de «nunca jamás».

    Y ahora, mientras aligero mi paso con los puños apretados, sé que me estoy metiendo en la boca del lobo, que debería haber colgado el teléfono en cuanto me di cuenta de que se trataba de Marta. ¡Ni siquiera tenía que haberla escuchado! Me va a traer problemas, lo presiento. No, mejor dicho: lo sé.

    Igual que sé cuánto duele adentrarme en esta calle que hasta ahora evitaba a toda costa, por doble motivo. Sé que va a removerme todo por dentro en cuanto reconozca el olor del portal, el recoveco en las escaleras —que tengo grabado a fuego— donde nos comimos a besos David y yo la primera vez que me invitó a su casa, y que tantas veces después bajé al trote para llegar a tiempo al trabajo.

    Y, aun pensando en todo aquello que no quería volver a recordar, aquí estoy delante del portal número cuatro y a punto de pulsar el botón del primero B.

    «Está bien. Respira hondo y expulsa en cuatro tiempos, Mireya. Tú puedes».

    Subo el primer tramo, tratando de mantener la mirada fija en cada escalón. No quiero recrearme en tórridos y viejos recuerdos de David si visualizo el rellano.

    «Vale, Mimi. Ya estás en el primero, ya no hay vuelta atrás».

    «Sabes que va a doler en cuanto pases esa puerta. La casa de David y Marta un día fue tu hogar», es la vocecilla interna que trata de ponerme en guardia o de convencerme de que me vaya por donde he venido. «Ya te olvidaste de ella. Ya no es tu amiga, ni siquiera es ya tu enemiga. No es nada, ¿no? ¿Qué haces aquí entonces?».

    No necesito llamar al timbre. Ha dejado abierta la puerta de su piso. Aprieto con fuerza los ojos para no echarme atrás. Empujo suavemente y cierro con cuidado detrás de mí.

    Evito mirar a los lados por el pasillo para no tropezarme con los recuerdos, que permanecen enterrados desde hace tiempo, en cualquier rincón de esta casa. Ya enterré todos los fantasmas del pasado. Y no, no quiero que me sorprendan. Mejor dicho, no puedo permitírmelo.

    Al fondo a la derecha, al llegar a su habitación, me detengo. Le encuentro en un estado lamentable, tumbada sobre su cama. ¡Qué alivio! Al menos, la parejita tuvo el detalle de cambiar nuestro lecho de amor.

    Marta ha dejado la puerta abierta para que la sorprenda en plena escena melodramática. Todo muy ella. Sostiene un objeto en la mano con la mirada perdida, en una escena que bien valdría un Óscar de Hollywood.

    Con rabia contenida, golpeo con los nudillos dos veces para anunciar mi llegada. Parece hipnotizada. Claro que me ha oído, pero ni se inmuta, no aparta la vista del objeto.

    Al acercarme veo de qué se trata, algo que yo le regalé en su último cumpleaños: una cajita de música con una bailarina que giraba y giraba incansable sobre sí misma al ritmo de El lago de los cisnes. Ahora la muñeca está rota —como la propietaria—. A la bailarina le falta una pierna y ya no baila. Lo sé: ¿puede haber algo más patético y aburrido?

    A tirones, me deshago del abrigo y, tratando de contener mi rabia, lo lanzo a los pies del cursi edredón nórdico antes de sentarme. La verdad, la escena provoca náuseas, por eso le arranco la cajita de la mano. Y ella, en actitud huidiza, esconde la cabeza entre sus rodillas. Agazapada como una avestruz.

    Tomo aire lentamente y trato de no montar en cólera. Ya sé de sobra lo que se siente cuando te deja David.

    —Marta, Martita… —repito con ese tono condescendiente que me sentaría fatal si me lo dedicasen a mí—, deja de comportarte así, ¿vale?

    Sin obtener ningún resultado, bufo y sigo con mi monólogo. Tiene que darse cuenta, no quiero ser demasiado dura, pero es que no me deja opción.

    —Esto es surrealista, tía. Tú y yo ya no nos hablábamos desde hace meses… ¿Cuánto? ¿Casi un año? Y ahora me llamas para decirme que habéis roto. ¿No te das cuenta de que esto no tiene sentido? ¿Crees que soy de piedra o qué?

    Tarda unos segundos interminables en levantar la vista. Sus ojos me recuerdan a una comadreja asustadiza.

    Supongo que en parte sí, la situación le asusta un montón. Y a la vez se plantea si yo sigo siendo de carne y hueso. Imagino que tenía ya asumido que a mí me podía el orgullo y que en cambio ella era todo dulzura y sensibilidad. Quizás pensaba que no vendría, pero aquí me tiene, en contra de todo pronóstico.

    Después de un cuarto de hora, y de haber dejado plantada a Zoe en la manifestación, aquí estoy, contemplando absorta cómo un churrete negruzco resbala por su mejilla, mientras hipa y moquea, a sus treinta y dos años, como una cría pequeña. Claro que me da coraje verla así, como un guiñapo, con sus estupendas mechas californianas revueltas y el flequillo aplastado contra la sudorosa frente. Podría alegrarme, pero no puedo. Siempre lo mismo: me falta maldad. No puedo regodearme del sufrimiento ajeno, ni siquiera tratándose de Marta.

    —¡Qué bajo podemos llegar a caer por un imbécil! —protesto por lo bajo.

    Y entonces vuelve a su papel de víctima. Se desenvuelve ahí como pez en el agua, se le da genial.

    Me dice que está avergonzada, porque no solo me falló a mí, sino a sí misma. Y lo peor de todo: después se tortura por haber dejado de ser «la de siempre», como si los demás hubiéramos tenido algo que ver con su decisión. La verdad: no sé qué replicar a todo ese discursito mientras dos ojos de comadreja me suplican compasión.

    Tampoco entiendo a qué viene eso de «la de siempre», porque yo no noto ningún cambio de actitud. ¿La de siempre? ¿Acaso hubo otra Marta? ¿Qué le pasará por la cabeza para pensar que ya no es la de siempre? Solo conocemos su versión actual, la única versión que existe: veleta, dependiente, egoísta, caprichosa e irracional.

    Esto es lo que le contesto:

    —Yo sí que he sido yo, para bien o para mal, la de siempre: la Mireya rebelde, la dura para algunos y la oveja negra para otros, la fuerte ante las injusticias. Puede que con mala leche cuando me tocan la moral… ¿Y sabes? Ni David, ni la madre que me parió, han conseguido cambiarme, tía. Y tú deberías hacer lo mismo.

    Pero a ella siempre le ha encantado, como digo, ese punto de dramatismo, exagerar cualquier situación hasta la extenuación. Marta siempre ha sido de esas personas que viven todo con una intensidad desmesurada, que contagian su estado anímico. Recuerdo que cuando ella se sentía contenta se convertía en el alma de la fiesta. Siempre ha sido de esas personas que no pasan desapercibida, eso también es verdad, quizás ayuda su exuberante belleza exótica, las nuevas lentillas azules o esa melena impecable, aunque ahora sea un desastre con las mechas californianas revueltas como si se le hubiera subido Miau a la cabeza. Miau es el gato de mi ex, bueno, de su ex…, de David, claro.

    El caso es que siempre ha estado acostumbrada a que la adulen, pero si algo le sale mal, el mundo se hunde bajo sus pies y todos los que están cerca de ella se tambalean irremediablemente.

    Tenemos un tabú. Ojo, hay un tema que no tocamos, nos lo prometimos hace casi cinco años, cuando murió Katia en un accidente de tráfico. Un pacto sagrado que evitamos a toda costa, sobre todo cerca de Bowie. Es una herida sin cerrar, que quizás nunca va a cicatrizar.

    Muy desesperada tiene que estar para mencionarla, precisamente ahora.

    —Si estuviera aquí Katia…

    —No, Marta, no. —Mi tono de aviso es tajante—. Por ahí no vayas.

    —Lo sé, Mireya… —Levanta la vista implorante—. Pero en estos días me acuerdo mucho de ella.

    —Yo cada día desde hace cinco años —le recuerdo mientras trato de deshacer el nudo de mi garganta.

    —Sé que nunca podré compararme con la conexión que teníais…

    —Vale, Marta, no me apetece hablar de eso. Era mi mejor amiga.

    —¿Y Bowie, como está? Desde que tú y yo discutimos, ya no sé nada de él.

    —Está bien, como siempre, aunque no ha podido olvidarla. Nunca lo hará, ninguno lo haremos —puntualizo—. Y por mucho que Zoe y yo tratemos de convencerle de que pase página, de que conozca a más gente…

    —Menos mal que os tenéis los dos… el uno al otro.

    Nos quedamos en uno de esos silencios que dicen más que las palabras. Es cierto, nos tenemos los dos. Desde entonces, hemos sido el apoyo que ambos necesitábamos para no hundirnos, aunque más de una vez nos hayamos sentido náufragos.

    Redirijo nuestro diálogo hacia su ruptura con David. Y no sé cómo, en el epicentro de la conversación sobre el daño que pueden hacernos algunos hombres, sin venir a cuento, la chiflada de mi examiga se cree con derecho a darme lecciones. Me suelta que soy una rebelde solo de fachada y que yo sola boicoteo mis relaciones. Manda narices que me lo diga precisamente ella.

    —¿Perdona? ¿Qué yo boicoteo mis relaciones? ¡Por favor!

    Ofendida, me quedo en silencio con mis propias reflexiones. ¿Por qué me habla como si nada hubiera ocurrido en este tiempo? Mientras habla, habla, habla… desconecto, dejo de escucharla, y me concentro en mi voz interior.

    ¿Y ella? Me da igual, puede que tenga algo de razón, pero paso olímpicamente. ¿Quién es ella para darme lecciones? ¡A mí! Pero si se había separado hacía solo un año, después de una convivencia insufrible… y ahora esto otra vez. No aprende.

    La verdad es que, después de siete o diez meses sin hablarnos —no llevo la cuenta—, tampoco yo pretendía ahora sacar el maldito tema de nuestro ex en común.

    —¿No vas a preguntarme nada?

    Cri, cri. Cri, cri. Silencio.

    ¿Qué quiere que le diga? ¿Le pregunto por qué se lio con mi exnovio después de su anterior ruptura? ¿Por qué entonces no atendió a razones? ¿Por qué me obligó a posicionarme?

    La de veces que había pensado en lo que le diría —o le haría, que la imaginación se ceba con la venganza y no conoce límites— si llegaba a tenerla delante. Y ahora que la tengo aquí… Nada. No, no soy capaz de preguntarle nada.

    Aquellos interrogantes, aquellos reproches acumulados durante casi un año se me han quedado congelados en algún punto impreciso de mi garganta y no puedo expulsarlos por la boca.

    Yo ya había olvidado, había pasado página. Había guardado bajo llave esos pensamientos negativos que me atormentaban. Y justo ahora que ya lo tengo superado… se atreve a llamarme para hacerse la víctima. ¿Y qué puedo hacer ahora? Solo compadecerme de ella, de una de mis mejores amigas, y de sus errores constantes.

    Por supuesto, ahora David ha roto con ella. David, mi ex, el clavo que sacó su último clavo. Crónica de una ruptura anunciada.

    Vamos a ver: ¿no tenía todo el derecho del mundo de enfadarme con ella? Primero se volvió a liar con su ex… y luego con el mío.

    —No estoy orgullosa de lo que hice y lo sabes —confiesa—. Se me fue de las manos, pero lo he pagado bien caro, Mireya.

    Paso de recordarle que ha violado una ley universal en esto de los ex de las amigas: se miran, pero no se tocan.

    Respiro hondo, trato de serenarme para no soltar una barbaridad. Me muestra las palmas vacías de sus manos con expresión desesperada. Empiezo a odiar esa mirada desvalida.

    —Mírame…, ¿lo ves? Me he quedado sin nada, sin nada. Creo que no podré seguir adelante.

    Ahí lo tienes. Por eso vine corriendo, por eso solté los panfletos al escucharla a través del móvil: por miedo a que pudiese hacer alguna tontería… como tirarse por el balcón, o yo qué sé. ¡Joder, no sería tan grave, que vive en un primero!

    —Me encontraba tan perdida, tan hecha polvo, que he cogido el teléfono y te he llamado. Bueno, ¿y qué? Ya está hecho. Ya no hay vuelta atrás. Estaba tirada en la cama sin parar de llorar, no podía casi ni respirar, te lo juro.

    Y por supuesto, llegado a este punto, observa mi nula reacción, y sigue, y sigue…

    —Tenía aquí, justo aquí… —se lleva la mano al corazón y siguiendo sus movimientos me fijo en que se ha puesto la vieja camiseta de Minnie al revés y que le asoma la etiqueta por el escote, pero no seré yo quien se lo diga, por no estropearle el momento—, aquí mismo tenía una angustia tremenda que me oprimía el pecho, y he pensado que me moría. Por eso te he llamado. —Alisa un poco el edredón, con tanta suavidad como si lo acariciase—. Justo cuando hice un esfuerzo por estirar las sábanas, colocar bien la colcha, llevar la ropa sucia al cubo… Después de dos días sin tener fuerzas para levantarme…, me acordé de la cajita de música, la que tú me regalaste.

    Pongo los ojos en blanco, juro que es superior a mis fuerzas. Y lo sabe solo con ver mi expresión.

    —Vale, reconozco que trataba de darte pena, ¿es eso un delito? Pero es que tenía miedo de que no vinieras. Si no llegas a venir… me muero. No te lo creerás, pero te quiero mogollón, Mireya. ¡Mogollón!

    Y sin previo aviso, se me echa encima, apretándome con los brazos al cuello, en un ataque de llanto que no logro esquivar. Se parece bastante a cuando llevas una cogorza monumental, después de unas cuantas copas, y la sensiblería se te desborda por los poros: eres capaz de ser tan ridícula, tan ñoña, como lo es ahora mismo Marta.

    A punto de ser estrangulada por sus portentosos pechos, saco dignamente la mano como puedo para darle unas palmaditas en la espalda y de paso tratar de separarla. Sería muy raro morir asfixiada entre sus tetas. Se me agarra como una lapa, pero finalmente consigo despegarla poco a poco de mí.

    —Dependencia emocional patológica… —dictamino como una gran catedrática en Psicología Conductual mientras me recompongo.

    —¿Y eso en cristiano significa…? —Levanta la vista interrogándome con sus ojos de comadreja, emborronados con churretes de rímel.

    —Pues que dependes de ellos, que llevas toda la vida acostumbrada a tener siempre un hombre al lado, y si no lo tienes lo buscas, aunque no te convenga.

    Al menos ha dejado de llorar, algo es algo. Tuerce la boca para expresar su desacuerdo y eso me fastidia aún más.

    —De hecho, te recuerdo —continuo— que en dos ocasiones volviste con tu ex, con Carlos, a sabiendas de que ibas a volver a fracasar.

    —Tú también hubieras vuelto si te lo hubieran pedido alguna vez.

    Ahora soy yo la que arqueó las cejas, sin poder creer lo que me está diciendo y, sobre todo, el tono en el que me lo está diciendo.

    —¿Perdona? ¿Yo?

    —A ver, no lo tomes a mal, pero a ti te acaban teniendo miedo, cuando rompes tienes una mala leche que flipas. Tú nunca podrías ser amiga de ningún ex porque eres rencorosa hasta la médula.

    —¡Tonterías! —me ofusco—. Claro que sería capaz de ser amiga de un ex, lo que ocurre es que no creo en ese tipo de relación amistosa. Cuando una se divorcia, rompe o se separa, se corta el cordón umbilical, y punto.

    Nos enfrascamos en una discusión sin precedentes. Seguro que le ha dolido cuando le he dicho eso de que está acostumbrada a que todos vayan detrás por su físico, y, sí, eso a los veinte es divertido, pero a punto de llegar a los treinta… ya no. No es suficiente. Le he dicho que a mí eso no me vale, al menos, que no me hace ni puñetera gracia que los hombres no vean más allá del sexo. Es como… como si solo se quedasen con el envoltorio, como si… con alabar sus curvas o sus tetas fuera suficiente. ¡No lo es! Y yo solo me hago valer, a diferencia de ella. Y termino suavizando para no ser demasiado dura:

    —Que sí, que ya está bien, porque en cuestión de sentimientos te implicas al cien por cien. Te mereces lo mismo, un respeto.

    Supongo que se ha dado cuenta de que tengo razón. Se acabó, ya se lo he soltado. Y qué a gusto se queda una cuando dice todo lo que piensa.

    Ella sabe que no puede ser tan vulnerable. No puede seguir yendo por la vida sin protección, a corazón descubierto, esperando al próximo idiota que se lo pisotee otra vez.

    No me queda claro si es demasiado impulsiva o una ingenua, pero lo que sé es que no piensa en las consecuencias…, se lanza a la piscina y luego mira si en el fondo hay agua, cuando ya se ha estrellado.

    A ver, no es que yo no confíe en la gente, sino que ahora me permito elegir, dar a quien lo merece… Me he vuelto selectiva, no una borde. Cosa muy diferente.

    Levanto la vista al notar un fuerte apretón en mi mano.

    —Prométeme que no volveremos a discutir, Mireya. ¿Quieres volver a ser mi amiga?

    No me esperaba ese directo de pregunta. Me deja noqueada. Incómoda, desvío la mirada hacia mi reloj de muñeca, tratando de recordar una cita que no existe, o inventar una excusa para salir corriendo. Debería ganar tiempo, decir algo para posponer el espinoso tema de retomar nuestra amistad, pero otra vez no sé reaccionar a tiempo. ¿A qué viene ahora esa pregunta?

    —Vale, bueno… Y tú prométeme —me tapo la nariz con los dedos y cara de asco— que te vas a levantar de ahí, te vas a dar una ducha y, por Dios, cámbiate de ropa, que llevas la camiseta del revés.

    —Por cierto, ¿te importa prestarme veinte euros? Me he quedado sin trabajo y, con los nervios, he vuelto a fumar… Y además…

    —Ah, aún hay más… —ironizo. Presiento que no me va a gustar.

    —Tendré que irme del piso, David me ha dado una semana.

    Esa es la guinda del pastel. Impaciente, pongo los ojos en blanco y suelto un bufido. Sí, David, mi ex, el que me dejó con una nota tras fallecer mi mejor amiga.

    —¡Oh, qué detalle, muy propio de él, una semana para largarte!

    Lo más chocante es que se ríe de mi comentario, antes de sonarse de nuevo. Pues nada, mejor así, ya he hecho mi buena obra del día. No creo en los milagros, porque eso de convertir a Marta en una mujer diferente, y sobre todo fuerte, es una misión imposible, pero quizás me lleve la sorpresa de mi vida.

    2

    Enviando SOS… a Bowie

    Necesito desahogarme. Lo que me pide el cuerpo, después de este subidón de adrenalina tras el reencuentro con mi examiga, es llamarle. Si hay en el mundo alguien capaz de escucharme, entenderme, analizar la situación y darme su opinión sin juzgarme demasiado duramente ese… es él.

    Con el abrigo en la mano, salgo al rellano y llamo al ascensor. Ya he tenido bastante como para bajar por las escaleras. Antes me tiro de cabeza por el hueco.

    Me detengo en el portal de Marta, él ya me ha respondido al SOS de mi

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