El último día de la vida anterior
Por Andrés Barba
4.5/5
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Premio Finestres de Narrativa en castellano
Una novela heredera de los clásicos del género fantástico y de fantasmas, pero en una versión contemporánea llena de lirismo, delicadeza y crueldad.
La empleada de una inmobiliaria prepara una casa vacía para la visita de unos compradores cuando se encuentra en la cocina con un niño de siete años que no pestañea. La aparición se repetirá y la mujer dejará atrás su mundo cotidiano para, como la Alicia de Lewis Carroll, atravesar el espejo.
Lo que hay al otro lado es un tiempo suspendido, un bucle y una vida. Repleta de apariciones de dobles y cruces temporales, la precisión de maquinaria de esta pequeña novela la emparenta con grandes clásicos del género fantástico y de fantasmas como Otra vuelta de tuerca, de Henry James, pero en una versión contemporánea en la que el lirismo, la delicadeza y la crueldad tienen un papel preponderante, como en la estética de Déjame entrar, de John Ajvide Lindqvist, o las novelas de Shirley Jackson.
Andrés Barba se adentra en los vínculos entre pasado y presente, en lo que dejamos atrás, en lo que no debe perderse o no puede perdonarse. Una novela concisa, envolvente, perturbadora y deslumbrante.
Andrés Barba
ANDRÉS BARBA is the award-winning author of numerous books, including Such Small Hands and The Right Intention. He was one of Granta’s Best Young Spanish novelists and received the Premio Herralde for Luminous Republic, which will be translated into twenty languages.
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Los años frente al puente Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
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Comentarios para El último día de la vida anterior
4 clasificaciones2 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Excelente narración. Un libro que no tiene ni una palabra de más. Corto y conciso, de lectura rápida. Recomiendo
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5No pude parar de leer, este libro me atrapó desde el principio. Muy recomendable.
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El último día de la vida anterior - Andrés Barba
Índice
Portada
Uno
Dos
Agradecimientos
Créditos
Para Charo, que llegó en el momento preciso
–¿Cuánto tiempo es para siempre? –preguntó Alicia.
–A veces solo un segundo –respondió el Conejo Blanco.
LEWIS CARROLL
Uno
Sucede así: ve al niño el primer día de venta de la casa, mientras limpia la cocina entre las visitas de dos clientes. Abre el grifo para aclarar el trapo y, al cerrarlo y darse la vuelta, se lo encuentra en una de las sillas. Tiene unos siete años, aspecto embobado y un uniforme de escuela marrón. No es una entelequia, sino un cuerpo tan real como la balda o el fregadero. A primera vista le produce el leve rechazo que siempre le ha producido la gente rica; ese aire teatral, de figurín, aunque suavizado por la infancia. Las manos reposan sobre las rodillas y lleva unos botines negros, sin calcetines, el flequillo le cae sobre la frente con una pulcritud distante. Parece un ladrón, un ladrón pequeño cuyo ideal secreto fuera ser admitido, pero no hace ningún intento por parecer simpático, ni por disculparse. Tras la primera sorpresa, sin poder determinar qué tiene de extraño, se concentra en su mirada. El niño parece tan familiarizado con el espacio que resulta absurdo preguntarle de dónde ha salido, es una emanación natural de las paredes, de ese aire repleto de polvo dorado en suspensión. Ni siquiera se mueve, como si esperara la merienda desde un tiempo remoto. Por su parte, ella no siente ningún miedo, solo un leve estremecimiento. Un abejorro de verano golpea el cristal desde el interior y durante unos segundos eso es lo único que ocurre: la insistencia del abejorro, la cocina vacía de una casa vacía, la sorpresa de una agente inmobiliaria de treinta y seis años ante un niño de siete que la observa. Un niño, lo descubre ahora, que no ha pestañeado una sola vez.
Piensa que es una señal de que esta casa no se venderá nunca. Es como ese niño: demasiado refinada y poco práctica, una casa para ese tipo de ricos de mediados del siglo XX que privilegiaban la arquitectura racionalista sobre la comodidad y la ostentación. Hoy nadie estaría dispuesto a pagar tanto dinero por una casa que ni es cómoda ni muestra abiertamente el dinero que vale. Se lo dijo a su jefe de la inmobiliaria la primera vez que se la enseñó, que la casa era un hueso, que se iban a pasar meses enseñándola a estudiantes de arquitectura y al final la iban a dar por imposible. Ahora, tras una semana arreglando las dos plantas, el garaje y el jardín, estudiándose el dosier del arquitecto y dando instrucciones a los pintores para que la dejen impecable, esto. Casi está a punto de echarse a reír, pero hay algo en la mirada del niño que se lo impide. No es solo el anacronismo de su ropa; el hecho de que no pestañee le da a su mirada una condición neutralizante, como si todo lo que captaran esos ojos quedara inmediatamente impregnado de algo desnudo, reducido a un esquema elemental. Y sin embargo no es siniestro, aunque podría serlo, como un muñeco demasiado realista no es siniestro cuando se lo confunde con lo que parece pero sí cuando se descubre lo que es. Su misma presencia, a pesar de ser sólida, tiene algo inestable. También sus sentimientos hacia él son inestables. Es la primera vez que le ocurre algo así y, paradójicamente, no le produce la inquietud que había imaginado. Durante años, en otras casas, la sensación de ser observada a veces la ha llevado a caminar con el corazón en la boca hacia la salida, ahora este niño la mira sin pestañear y ella no siente ningún temor, solo un vago rechazo por sus privilegios.
–¿Qué quieres? –le dice. Y como el niño no contesta, vuelve a preguntarle, casi de mal humor–: ¿Qué quieres?
Entonces él hace ademán de levantarse y ella da un paso atrás. Todavía tiene en las manos los guantes de goma con los que ha repasado la cocina y eso le da un aspecto entre oficinista y empleada del hogar que hace sonreír al niño, o eso le parece a ella.
–Escucha –continúa un poco absurdamente, como si hablara a un perro–, no puedes estar aquí, ¿entiendes? Van a venir unas personas.
Piensa que tal vez, aunque lo está viendo, la distancia entre los dos es infinita, y eso le produce cierto alivio. Hay tantas formas de no responsabilizarse que esa no parece la peor de todas. Y sin embargo el niño sí reacciona. Se incorpora y alza la mano para despedirse. Ella hace lo mismo. Y en ese último instante, en el breve intervalo en que se da la vuelta y sale hacia el pasillo y ya no lo ve más, a ella le parece que en ese cuerpo diminuto hay una angustia animal, una angustia casi insoportable.
Nunca le ha gustado indagar, husmear, pedir explicaciones. Le gusta su trabajo en la inmobiliaria y poco más. Es una especie de don, igual que otras personas tienen el de hacer un deporte o una destreza musical. Desde muy joven, percibe las casas como en un reflejo automatizado, sabe cómo son al instante, con solo poner un pie en ellas. Donde para la mayoría de la gente no hay más que cemento o ladrillo, para ella hay cuerpos, caracteres, una carne íntima y moldeable. Y sin embargo, a diferencia de las casas, las personas que viven en ellas le parecen casi siempre irreales, sus sentimientos y rostros, inaccesibles. Tal vez, ha llegado a pensar, las casas son solo un pretexto, un puente para tocar aquello que no puede tocar en las personas. No sabe. Solo sabe que le gustan, que se le da bien arreglarlas, venderlas, alquilarlas, que se siente como un puente entre seres que no se conocen y se buscan. En ese espacio, mejor o peor, ha encontrado su lugar en el mundo. No se pregunta más. Al fin y al cabo, no ser emotiva es lo que favorece que ellos lo sean. Tampoco sufre demasiado por lo que no puede tener. Bajo esa fachada, se ha resignado a una insensibilidad más o menos congénita. Medio en serio, medio en broma, se dice que su propio carácter es un poco como esas mentiras lavadas de los anuncios por palabras: «impecable», «luminosísimo», «recién reformado», esas expresiones ante las que solo vale la credulidad o el cinismo y que, de hecho, se confirman como ciertas o falsas, más que por la luminosidad real o la reforma más o menos patente, por el deseo de que haya luz, de que esté todo por estrenar. En última instancia, afirma a veces, todo es cuestión de deseo. Quien busca una casa solo ve lo que quiere ver.
Quizá por eso le descoloca tanto el episodio del niño. ¿Qué se supone que debe hacer con esa energía irresuelta? Durante años el miedo de que sucediera algo así ha funcionado en ella como un reclutamiento del deseo, ahora la realidad es casi un agravio.
Ha estado tentada de contárselo a su jefe cuando pasó por la inmobiliaria para dejar las llaves del día, y también ahora, al llegar a casa, siente el deseo de contárselo al hombre con el que vive, pero no lo hace. Repetirse mentalmente que ha visto a un niño que no pestañeaba en una casa vacía tiene el aire de la corroboración, pero también la insistencia en lo que no se ha producido. El niño no ha vuelto a aparecer después, aunque ella lo ha esperado durante las casi tres horas que ha pasado allí. Tal vez por eso, cuando el hombre con el que vive le pregunta cómo le ha ido el día, ella opta finalmente por decir que normal, y le habla luego de la casa, una casa para ese tipo de ricos de mediados del siglo XX que privilegiaban la arquitectura sobre la comodidad y la ostentación, y que hoy nadie estaría dispuesto a pagar tanto dinero por una casa que ni es cómoda ni muestra abiertamente el dinero que vale. A continuación, y a pesar de que niega en parte lo que acaba de afirmar, asegura que hoy mismo la han visitado dos parejas y que, aunque una la ha descartado casi al instante, la otra no es del todo improbable que la compre.
Ha visto la dinámica tantas veces que casi le hace sonreír: una o uno es fuerte, el otro o la otra, más débil, uno insiste, el otro resiste. Al final alguien gana, casi nunca el previsible, casi siempre el más lógico. El hombre con el que vive le pregunta cómo es la disposición y ella contesta que tiene casi trescientos metros cuadrados en dos alturas, cuatro habitaciones, tres baños, un comedor y una biblioteca, y hasta un jardín trasero con una pequeña piscina. Eso sí, la planta es tan enrevesada que se necesita espacio se esté donde se esté. Por no hablar de la luz, que por algún motivo parece inexistente a pesar de la cantidad de cristaleras.
Lo piensa ahora por primera vez. Siempre le pasa lo mismo;