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Miradnos bailar
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Libro electrónico328 páginas7 horas

Miradnos bailar

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Información de este libro electrónico

1968. Gracias a su tesón, Amín ha conseguido convertir sus tierras áridas en una finca floreciente. Ahora pertenece a una nueva burguesía que prospera, organiza fiestas y se divierte: contempla el porvenir con optimismo. A su esposa Mathilde, en cambio, todo ese bienestar material no logra arrancarle la certeza de haber perdido los mejores años de su vida durante la guerra y, luego, cuidando de la casa y de Aicha y Selim, sus hijos. Pero al Marruecos independiente le cuesta consolidar su nueva identidad, a caballo entre el arcaísmo y la ilusoria tentación de la modernidad occidental, entre la obsesión por la imagen que uno da de sí mismo y las heridas de la vergüenza. En ese agitado periodo, que oscila entre la represión y el hedonismo, los jóvenes deberán pronunciarse, hallar su voz y su camino. «Miradnos bailar» es la continuación de un vibrante y emotivo fresco familiar, cuajado de personajes inolvidables, en el que Leila Slimani conjuga magistralmente lo íntimo y lo político, lo psicológico y lo social.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 feb 2023
ISBN9788419047168
Miradnos bailar

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    Miradnos bailar - Leila Slimani

    IllustrationIllustration

    PRIMERA EDICIÓN febrero 2023

    TÍTULO ORIGINAL Regardez-nous danser

    Publicado por

    EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

    [email protected]

    www.cabaretvoltaire.es

    ©2022 Éditions Gallimard

    ©de la traducción, 2023 Malika Embarek López

    ©de esta edición, 2023 Editorial Cabaret Voltaire SL

    IBIC: FA

    ISBN-13: 978-84-19047-16-8

    Dirección y Diseño de la Colección

    MIGUEL LÁZARO GARCÍA

    JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

    Cubierta: Foto familiar. Cedida por Leila Slimani.

    Derechos reservados.

    Guarda: Leila Slimani por Francesca Mantovani

    ©2020 Éditions Gallimard.

    Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

    A Bounty, sin el cual nada sería posible.

    ÍNDICE DE PERSONAJES

    MATHILDE BELHACH: nacida en 1926 en Alsacia, conoce a Amín Belhach en 1944, cuando el regimiento de espahíes del ejército francés al que este pertenece acampa cerca de su pueblo. Se casan en 1945 y, un año después, se reúne con él en Meknés, Marruecos. Tras vivir tres años en la casa familiar de la medina en pleno barrio de Berrima, se instalan en una finca y tendrán dos hijos, Aicha y luego Selim. Mientras su marido trabaja con ahínco para hacer de su plantación un negocio floreciente, Mathilde abre un dispensario donde atiende a los campesinos de la zona. En cuanto llega a Marruecos, aprende el árabe y el amazigh, y, pese a las dificultades y a su rechazo de ciertas tradiciones, sobre todo las relacionadas con la condición de las mujeres, se encariña con el país.

    AMÍN BELHACH: nacido en 1917, hijo de Kadur Belhach, intérprete en el ejército colonial, y de Muilala, es el mayor de los hermanos. Al morir su padre en 1939, se convertirá en el cabeza de familia y heredará las tierras de Kadur, pero al principio de la Segunda Guerra Mundial decide alistarse en un regimiento de espahíes. Junto con su asistente, Murad, es encarcelado en un campo de prisioneros en Alemania, del que conseguirá escapar. Conoce a Mathilde en 1944 y se casa con ella por la iglesia en Alsacia en 1945. En la década de los cincuenta, mientras en el resto de Marruecos se viven disturbios, él se dedica con todo su empeño a su finca, soñando en convertirla en una empresa próspera. Apasionado por la agronomía y las técnicas modernas, desarrolla nuevas variedades de cítricos y de olivos. Tras varios años infructuosos, su colaboración con el médico húngaro Dragan Palosi le permitirá por fin obtener beneficios.

    AICHA BELHACH: nacida en 1947, es hija de Mathilde y de Amín. Va a un colegio de monjas donde consigue excelentes calificaciones. Es una niña mística, tímida y huraña, pero los padres se sienten muy orgullosos de ella.

    SELIM BELHACH: nacido en 1951, es hijo de Mathilde y de Amín. Ojito derecho de su madre, él también va a un colegio colonial.

    OMAR BELHACH: nacido en 1927, es uno de los hermanos de Amín. Durante su infancia y adolescencia siente una mezcla de admiración y de odio hacia su hermano mayor. No acepta que se haya alistado en el ejército francés y que sea el preferido de su madre, Muilala. De personalidad violenta e impulsiva, sus simpatías políticas estarán del lado de los nacionalistas en el transcurso del conflicto mundial. En la década de los cincuenta, se implica cada vez más en acciones violentas durante los acontecimientos que preceden a la independencia de Marruecos.

    YALIL BELHACH: nacido en 1932, es el benjamín de los hermanos Belhach. Víctima de la maldición que persigue a la familia de Muilala, padece una enfermedad mental. Vive recluido en su cuarto de la casa de la medina de Meknés, obsesionado con mirarse al espejo. Cuando su madre cae enferma y se instala en la finca de Amín y Mathilde, lo envían a Ifrán a vivir con un tío suyo. Se negará a alimentarse y morirá en 1959.

    MUILALA BELHACH: nacida a principios del siglo XX, es la esposa de Kadur Belhach. Originaria de una familia de clase media, no ha aprendido a leer ni a escribir. Entre sus antepasados ha habido muchos afectados por algún trastorno mental, que se paseaban desnudos por la calle o afirmaban hablar con fantasmas. Ha tenido siete hijos, de los cuales sobrevivieron cuatro: Amín, Omar, Yalil y Selma. Madre afectuosa y valiente, siente por el mayor una auténtica adoración y admira a su nuera, Mathilde, por su libertad y por haber estudiado. En 1955, muestra los primeros síntomas de una enfermedad mental próxima a la demencia. Se la llevan a la finca, donde vivirá sus últimos años, abandonando su casa de Berrima en la medina de Meknés. Muere unos meses antes que su hijo Yalil, en 1959.

    SELMA BELHACH: nacida en 1937, es la hermana de Amín, Omar y Yalil. Adorada por su madre, es una joven de una belleza solar, constantemente vigilada por sus hermanos y maltratada sobre todo por Omar. Alumna distraída, falta mucho a clase en el liceo. En la primavera de 1955 conoce a un joven piloto, Alain Crozières, del que se queda encinta. Para evitar el escándalo y la deshonra, Amín la casa con su antiguo asistente en el ejército, Murad. En 1956, da a luz a una niña, Sabah.

    MURAD: nacido en 1920, es originario de una aldea a ochenta kilómetros de Meknés. En 1939, lo alistan a la fuerza en el ejército francés, durante la Segunda Guerra Mundial, y lo envían al frente, donde se convierte en asistente de Amín, que entonces era un oficial. Alberga hacia su comandante unos sentimientos amorosos secretos e intensos y tiene celos de Mathilde. Al final de la guerra, parte a Indochina con los contingentes marroquíes. Asqueado por la violencia, deserta del ejército, logra regresar a Marruecos y encontrarse con Amín. Este lo contrata en su hacienda, donde ejerce autoritariamente como capataz, y es odiado por los obreros. En 1955, se casa con Selma.

    MONETTE BARTE: nacida en 1946, es hija de Émile Barte, un aviador de la base militar de Meknés. Compañera de clase de Aicha en el colegio de monjas, se harán muy amigas y confidentes. Su padre, Émile, muere en 1957.

    TAMO: hija del matrimonio formado por Ito y Ba Milud, obreros que viven en el aduar cerca de la finca de los Belhach. Mathilde la contrata como criada en cuanto se instalan allí. Tratada con dureza por la dueña de la casa, pronto se hará un hueco en la familia y se quedará a vivir con ellos hasta el final de su vida.

    DRAGAN PALOSI: ginecólogo húngaro de origen judío, se refugia con su esposa Corinne en Marruecos durante la guerra. Tras una mala experiencia en una clínica de Casablanca, decide instalarse en Meknés, donde abre una consulta. En 1954, propone a Amín asociarse con él para exportar naranjas a Europa. Siente por Mathilde amistad y admiración, y la ayudará cuando se vea desbordada en el dispensario. Le toma cariño a Aicha y, durante sus años de escolar, la ayudará a saciar su sed de conocimientos regalándole libros.

    CORINNE PALOSI: nacida en Dunkerque, es la esposa de Dragan. Mujer de gran sensualidad, provoca el deseo de los hombres y la desconfianza de las mujeres. Sufre por no haber tenido hijos y lleva en Meknés una vida relativamente solitaria.

    PRIMERA PARTE

    Los tiempos no tienen en cuenta lo que soy, me imponen lo que se les antoja. Permítame que ignore los hechos.

    BORÍS PASTERNAK

    Mathilde contemplaba el jardín desde la ventana. Su jardín opulento y desordenado, casi vulgar. Su venganza contra la austeridad que su marido le imponía. Apenas había amanecido y el sol, aún tímido, atravesaba el follaje. Una jacaranda cuyas flores malva todavía no se habían abierto. El viejo sauce llorón y los dos aguacates, inclinados por el peso de los frutos que nadie comía y que se pudrían sobre la hierba. El jardín no había estado nunca tan bonito como en esa primavera. Corría el mes de abril de 1968 y Mathilde pensó que Amín no había elegido el momento al azar. Las rosas que ella había encargado de Marrakech se habían abierto unos días atrás, y el ambiente estaba inundado de un aroma fresco y suave. Al pie de los árboles se extendían unos matorrales de agapantos y dalias, unos macizos de lavanda y romero. Ella decía que allí crecía cualquier cosa. Esa tierra estaba bendecida para las flores.

    Ya le llegaba el canto de los estorninos y vio dar saltitos en la hierba a dos mirlos que clavaban su pico naranja en el suelo. Uno de ellos tenía plumas blancas en la cabeza. Mathilde se preguntó si los demás mirlos se burlarían de él o si, por el contrario, esa particularidad lo convertía en una criatura singular respetada por sus congéneres. «¡Quién sabe cómo viven los mirlos!», pensó.

    Oyó el ruido de un motor y las voces de los obreros. En el sendero que conducía al jardín surgió un monstruo enorme y amarillo. Primero vio el brazo metálico y, en un extremo de este, la gigantesca pala. La máquina era tan ancha que le costaba pasar entre las hileras de olivos. Los obreros gritaban las indicaciones al conductor de la excavadora, que iba arrancando ramas a su paso. Por fin, la máquina se detuvo y regresó la calma.

    Ese jardín había sido su guarida, su refugio, su orgullo. Había jugado en él con sus hijos. En él se habían echado la siesta a la sombra del sauce. En él habían organizado pícnics bajo el ficus brasileño. Había enseñado a los niños cómo espantar a los animales de los árboles y de los matorrales donde se ocultaban. A la lechuza y a los murciélagos, a los camaleones, que ellos metían en cajas de cartón y a veces olvidaban debajo de la cama y se morían. Cuando sus hijos crecieron y se cansaron de sus juegos y de su cariño, Mathilde acudía allí a olvidar su soledad. Había plantado, sembrado, podado, injertado. Había aprendido a reconocer, en cada hora del día, el canto de los pájaros. ¿Cómo podía, ahora, soñar con el caos y la devastación, desear la aniquilación de lo que tanto había amado?

    Los obreros entraron en el jardín e hincaron unas estacas formando un rectángulo de veinte por cinco metros. Se movían con cuidado para no aplastar las flores con sus botas de goma, y ese esmero, conmovedor, aunque inútil, la emocionó. Hicieron una señal al conductor de la excavadora, que lanzó su cigarrillo por la ventanilla y arrancó el motor. Mathilde se sobresaltó y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, la enorme pala metálica se hundía en el suelo. La mano de un gigante penetraba en la tierra negra y liberaba un olor a musgo y a humus. Lo arrancaba todo mientras avanzaba, y, al cabo de varias horas, se formó un montículo muy alto de tierra y de rocas sobre el que yacían unos arbustos sin vida y unas flores decapitadas.

    Esa mano de hierro era la de Amín. Fue lo que pensó Mathilde durante esa mañana que pasó, inmóvil, tras la ventana del salón. Se sorprendió de que su marido no hubiera deseado asistir a ese espectáculo y ver caer, uno a uno, los árboles y las plantas. Él había insistido en que el agujero solo se podía hacer allí. Que habría que cavar al pie de la casa, en la parte más soleada del terreno. Sí, donde estaban las lilas. Donde creció antaño ese híbrido que Aicha llamaba el limaranjo.

    Al principio, él había dicho que no. Que no porque carecían de los medios necesarios. Porque el agua era un bien escaso que no podía desperdiciarse en actividades de ocio. Había dicho que no gritando porque odiaba la idea de mostrar ese espectáculo indecente ante unos campesinos pobres. ¿Qué pensarían de la educación que estaba dando a su hijo, del modo de comportarse de su esposa cuando la vieran nadando medio desnuda en una piscina? Lo identificarían con los antiguos colonos o los burgueses de costumbres decadentes que pululaban por el país y que exhibían, sin ningún pudor, su brillante éxito social.

    Mathilde no renunció a su idea. Descartaba las negativas de él. Año tras año, volvía a la carga. Cada verano, cuando soplaba el chergui y el calor aplastante le destrozaba los nervios, dejaba caer otra vez la idea de la piscina, que ponía enfermo a su marido. Estaba convencida de que Amín no la entendía porque él no sabía nadar y tenía miedo al agua. Mathilde se volvía zalamera, dulce, le suplicaba. Mostrar el éxito social no era algo vergonzoso. Ellos no hacían daño a nadie, era legítimo disfrutar de la vida, puesto que habían entregado a la guerra sus mejores años y, luego, a la explotación de la hacienda. Ella quería esa piscina. La quería como compensación por sus sacrificios, por su soledad, por su juventud perdida. Pasaban de los cuarenta y no tenían nada que demostrar a nadie. Todos los agricultores de la región, es decir, los que vivían de manera moderna, se habían construido una. ¿Acaso él prefería que ella fuera a exhibirse a la piscina municipal?

    Mathilde lo aduló. Alabó sus éxitos con las investigaciones sobre las variedades de olivos y las exportaciones de cítricos. Creyó que conseguiría convencerlo, estando ahí, junto a él, con las mejillas sonrosadas y ardiendo, el pelo pegado a las sienes por el sudor, las pantorrillas cubiertas de varices. Le recordó que todo lo que habían ganado era gracias al trabajo y empeño de ambos. Amín la corrigió: «Fui yo quien trabajó. Fui yo quien decidió cómo disponer de ese dinero».

    Cuando dijo eso, Mathilde ni se enfadó ni lloró. Sonrío para sus adentros, pensando en todo lo que ella hacía por él, por la finca, por los obreros a los que dispensaba sus cuidados médicos. En el tiempo dedicado a criar a sus hijos, a acompañarlos a clases de música y de danza, a vigilar sus deberes escolares. Hacía varios años que Amín le había encargado llevar la contabilidad del negocio. Ella emitía las facturas, pagaba los salarios y a los proveedores. A veces, sí, a veces, falsificaba las cuentas. Modificaba una cantidad, se inventaba un obrero extra o un pedido inexistente. En un cajón del escritorio del que ella era la única en poseer la llave, ocultaba fajos de billetes enrollados y sujetos con un elástico. Llevaba tanto tiempo haciéndolo que ya no sentía vergüenza, ni siquiera miedo de ser descubierta. La suma iba en aumento, y consideraba que se merecía esa retención: era un impuesto para compensar sus humillaciones. Y para vengarse.

    Mathilde había envejecido y, sin duda por su culpa, por culpa de Amín, aparentaba más edad. Tenía el cutis, constantemente expuesto al sol y al viento, muy curtido. La frente y las comisuras de los labios, cubiertas de arrugas. Incluso el color verde de sus ojos había perdido el brillo, como un vestido demasiado usado. Había engordado. Para provocar a su marido, un día muy caluroso, agarró una manguera de regar del jardín y, ante la criada y los obreros, se remojó de arriba a abajo. La ropa se le adhirió al cuerpo, marcando sus pezones rígidos y el vello del pubis. Ese día, los obreros rezaron al Señor, pasándose la lengua por los dientes ennegrecidos, para que Amín no enloqueciera. ¿Por qué haría algo así una mujer adulta? Pues a los niños sí se los remojaba a veces cuando estaban a punto de desmayarse, cuando el sol ardiente los hacía delirar. Se les pedía que cerraran bien los ojos y la boca pues si se tragaban el agua del pozo podían enfermar y morir. Mathilde era como los niños pequeños, y, al igual que ellos, jamás se cansaba de suplicar. Evocaba la felicidad de antaño, sus vacaciones en la playa en el bungaló de Dragan en Mehdía. ¿Acaso el propio Dragan no había construido una piscina en su casa de la ciudad? «¿Y por qué puede tenerla Corinne y yo no?», decía Mathilde.

    Se convenció de que ese argumento fue el que hizo claudicar a Amín. Ella lo había dicho con la crueldad y la seguridad de un chantajista. Sospechaba que el año anterior su marido había mantenido una relación con Corinne durante varios meses. Estaba segura de ello, sin haber conseguido más pruebas que un rastro de perfume y un resto de carmín en sus camisas, esas señales vulgares y asquerosas que heredan las amas de casa. No, ella no tenía pruebas, y él jamás lo había confesado, pero saltaba a la vista: entre esos dos seres se consumía un fuego que no duraría, aunque habría que soportarlo. Mathilde había intentado, con torpeza, abrirse a Dragan. El doctor, que con el tiempo se había vuelto aún más bonachón y filósofo, sin embargo, fingió no entenderla. Se negó a ponerse de su lado, a rebajarse con esas mezquindades y a librar, junto con la ardorosa Mathilde, lo que él consideraba una batalla inútil. Ella no supo jamás cuánto tiempo había pasado Amín en los brazos de aquella mujer. Ignoraba si se trataba de amor, si se habían dicho palabras dulces o si, por el contrario —y entonces sería peor—, habían vivido una pasión silenciosa y física.

    Con los años, Amín se había vuelto aún más apuesto. Las sienes habían emblanquecido, y se había dejado crecer un fino bigote entrecano que le hacía parecerse a Omar Sharif. Como los actores de cine, llevaba gafas de sol que casi nunca se quitaba. No solo estaba favorecido por el rostro bronceado, las mandíbulas cuadradas, los dientes blancos que mostraba las pocas veces en las que sonreía. La edad también le había permitido lucir su virilidad. Los gestos eran más libres; la voz, más profunda. Ahora, su rigidez se interpretaba como moderación, su aspecto serio se asemejaba al de esas fieras tumbadas en la arena, aparentemente impasibles, que de un salto se abaten sobre sus presas. Él no era por completo consciente de la seducción que ejercía. La descubría poco a poco, a medida que se desplegaba, ajena a él. En esa manera de ser, casi sorprendido de sí mismo, residía sin duda su éxito con las mujeres.

    Amín había adquirido seguridad y se había enriquecido. Ya no pasaba las noches con los ojos abiertos, fijos en el techo, calculando sus deudas. Ya no se imaginaba su ruina inmediata, las privaciones que vivirían sus hijos, las humillaciones que padecerían. Amín dormía bien. No más pesadillas. En la ciudad se había convertido en una personalidad respetada. Ahora los invitaban a fiestas, querían conocerlos, codearse con ellos. En 1965, les propusieron hacerse socios del Rotary Club, y Mathilde supo que no era por ella, sino por su marido, y que las esposas de los socios habían influido en ese ofrecimiento. Amín, a pesar de ser una persona callada, estaba muy solicitado. Las mujeres lo invitaban a bailar, posaban su mejilla contra la suya, se llevaban las manos de él a las caderas y, aunque él no sabía qué decir, incluso si no sabía bailar, a veces pensaba que esa vida era posible, una vida tan ligera como el champán cuyo aroma despedían sus alientos. Mathilde odiaba la imagen que daba de sí misma en las fiestas a las que los invitaban. Notaba que hablaba demasiado, que bebía demasiado, y luego se pasaba días enteros lamentando su comportamiento. Se imaginaba que la juzgaban, que la encontraban idiota e inútil, que la despreciaban por desentenderse de las infidelidades de su marido.

    Si los miembros del Rotary insistieron, si se mostraron tan amables, tan atentos con Amín, era también por ser marroquí y porque el club quería demostrar, al integrar a árabes entre sus miembros, que el tiempo de la colonización, el tiempo de las vidas paralelas, se había acabado. Por supuesto, muchos franceses se habían marchado del país durante el otoño de 1956, cuando la muchedumbre encolerizada había invadido las calles, presa de una locura sanguinaria. Habían incendiado la fábrica de ladrillos, asesinado a extranjeros en plena calle, y estos habían entendido que ya no estaban en su país. Algunos habían hecho rápidamente las maletas y abandonado tras ellos sus casas, cuyos muebles se llenaron de polvo antes de que las comprasen familias marroquíes. Algunos propietarios renunciaron a sus tierras y a los años de trabajo invertidos en ellas. Amín se preguntaba si los que se habían ido eran los más miedosos o los más lúcidos. Pero esa oleada de huidas fue un paréntesis. Un intento de reequilibrio antes de que la vida retomase su curso habitual. Más de diez años habían trascurrido desde la independencia, y Mathilde debía reconocer que Meknés no había cambiado tanto. Nadie se sabía los nuevos nombres de las calles, los nombres árabes, y la gente se seguía citando en la Avenue Paul-Doumer o en la Rue de Rennes, frente a la farmacia de Monsieur André. Entre los que se habían quedado estaban el notario, la dueña de la mercería, el peluquero y su esposa, los propietarios de la boutique de ropa de la avenida, el dentista, los médicos. Todos querían seguir disfrutando, con más discreción, quizá, con más moderación, de los placeres de esa ciudad florida y coqueta. No, no hubo una revolución, solo un cambio en el ambiente, una reserva, una ilusión de concordia y de igualdad. Durante las cenas del Rotary, en las mesas donde se mezclaban los burgueses marroquíes con los europeos, parecía que la colonización no había sido más que un malentendido, un error del que los franceses ahora se arrepentían y que los marroquíes fingían olvidar. Algunos insistían en decirlo: ellos jamás habían sido racistas y toda esa historia los había molestado enormemente. Juraban que ahora se sentían aliviados, que las cosas estaban claras y que respiraban mejor, ellos también, desde que la ciudad se había librado de la mala hierba. Los extranjeros medían mucho sus palabras. Si no se habían marchado era para no precipitar la ruina de un país que los necesitaba. Evidentemente, un día dejarían su sitio, se irían, y el farmacéutico, el dentista, el médico o el notario serían marroquíes. Mientras tanto, se quedaban para ser útiles. Además, no eran tan distintos de esos marroquíes sentados a sus mesas. De esos hombres elegantes y abiertos, esos coroneles o altos funcionarios cuyas esposas lucían vestidos occidentales o melena corta. No, no eran tan distintos de esos burgueses que dejaban que unos críos descalzos les llevasen la cesta de la compra en el mercado central, sin sentimiento de culpa, con toda naturalidad. De esos burgueses que se negaban a ceder a las súplicas de los mendigos, «pues son como esos perros a los que les echan comida debajo de la mesa, se acostumbran y pierden interés por esforzarse y trabajar». Los franceses jamás se hubieran atrevido a decir que les afligía que el pueblo fuera tan propenso a quejarse y mendigar. Jamás se hubieran atrevido, como hacían los marroquíes, a criticar la falta de honradez de las criadas, la pereza de los jardineros, el retraso de la gente humilde. Y se reían, quizá demasiado alto, cuando sus amigos meknesíes se desesperaban ante la perspectiva de construir un país moderno con una población de analfabetos. Esos marroquíes, en el fondo, eran iguales que ellos. Hablaban la misma lengua, veían el mundo del mismo modo. Costaba creer que un día fueron enemigos.

    Amín, al principio, se mostró desconfiado. «Han cambiado de chaqueta», le decía a Mathilde. «Antes yo era el moro, el negro, y, ahora, que si Monsieur Belhach por aquí, que si Monsieur Belhach por allá.» Una noche, en una cena con baile en el restaurante La Hacienda, Mathilde comprendió que tenía razón. Monique, la mujer del peluquero, había bebido demasiado y, en medio de una conversación, soltó la palabra «morango». Enseguida se llevó las manos a los labios, arrepentida de que aquel insulto deshonroso hubiera salido de su boca, y soltó un largo «¡oh!», con los ojos abiertos como platos y las mejillas encendidas. Salvo Mathilde, nadie la había oído, pero Monique no dejaba de disculparse. Repetía: «Te lo aseguro, no era mi intención decir eso. No sé qué me ha pasado».

    Mathilde no supo nunca con certeza qué fue lo que había convencido a Amín. En el mes de abril de 1968, él le anunció que se construiría la piscina. Después de excavar hubo que colocar un revestimiento de hormigón en las paredes e instalar un sistema de tuberías y de filtros. Amín supervisó las obras con gran autoridad. Ordenó instalar un bordillo de ladrillos de color ocre, y Mathilde tuvo que reconocer que le daban cierta elegancia al conjunto. Ambos asistieron al llenado. Mathilde se sentó sobre los ladrillos ardientes y observó cómo subía el nivel del agua, aguardando, con la impaciencia de una cría, que esta le mojara los tobillos desnudos.

    Sí, Amín había cedido. En el fondo, él era el jefe, el patrón, el que daba de comer a los obreros de la finca, y ellos no tenían nada que opinar sobre su modo de vida. En el momento de la independencia, las mejores tierras seguían en manos de los franceses y la mayoría de los campesinos marroquíes vivían en la miseria. Desde el Protectorado, que había permitido realizar inmensos avances sanitarios, el crecimiento demográfico del país era galopante. En diez años de independencia, las tierras de los campesinos se habían ido parcelando hasta alcanzar unas superficies tan pequeñas que no podían vivir de sus cultivos. En 1962, Amín había comprado una parte de la propiedad de Mariani y las tierras de la viuda de Mercier, que se había mudado a la ciudad, a un piso sórdido cerca de la Place Poeymirau. Había adquirido también las máquinas, el ganado, las existencias en almacén, y, por un módico precio, alquilaba a algunas familias de obreros unas parcelas que regaban con agua de las acequias. En los alrededores, se comentaba que Amín era un patrón severo, obstinado, colérico, pero nadie ponía en duda su honradez y su sentido de la justicia. En 1964, disfrutó de importantes subvenciones de la Administración para regar una parte de su

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