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Mentiras de Amor
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Mentiras de Amor
Libro electrónico154 páginas2 horas

Mentiras de Amor

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Información de este libro electrónico

Indigente después de la muerte de su amado padre, Carmela se siente miserable trabajando como niñera de los niños mal educados del vicario local. Entonces, cuando su amiga más cercana, Emily Gale, le pide que tome su lugar en la casa de su tutor, el dictatorial Conde de Galeston, ella acepta nerviosamente. El subterfugio es necesario para garantizar que Emily, se pueda casar con el amor de su vida, y eso es posible, porque en primer lugar, ninguno de los miembros de la familia enemistada de Emily, la ha visto desde que era una niña... y, en segundo lugar, porque ambas jóvenes son rubias y de hermosos ojos azules, y se pueden confundir una con la otra…
El hogar ancestral del Conde es impresionante, pero es el propio Conde quien causa la mayor impresión en Carmela. Ella se da cuenta de la profunda amabilidad detrás de su fachada de acero, ella se enamora profunda y completamente por él... Pero, ¿podrá ella, vivir el verdadero amor cuando se basa en una mentira? El Conde encuentra la respuesta en su corazón cuando la vida de Carmela y cualquier esperanza de amor, está en juego...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 mar 2023
ISBN9781788676557
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    Mentiras de Amor - Barbara Cartland

    Barbara Cartland

    MENTIRAS DE AMOR

    Título Original:

    Lies for Love

    Table of Contents

    Barbara Cartland

    CAPÍTULO I

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO I

    Henry, deja de pegarle a Lucy y cómete el cereal— indicó Carmela.

    —¡No quiero!

    Henry era un chico regordete y feo de casi siete años de edad y, en opinión, de Carmela, incontrolable.

    Para confirmar su desafío, dio otro golpe a su hermana Lucy y la hizo llorar.

    —¡Te dije que no lo hicieras! ¿No me escuchaste?— aunque trató de que su voz fuera dura, Carmela sabía que no haría ningún efecto en el chiquillo.

    Tenía razón.

    Henry tomó su tazón de cereal y, con toda intención, lo volcó sobre el mantel.

    Al mismo tiempo, el bebé que estaba en la cuna, a quien despertó el llanto de Lucy, también empezó a llorar.

    Carmela se preguntó, descorazonada, qué podría hacer para remediar la situación.

    Era de esperarse, pensó, como lo había hecho tantas veces desde el momento en que llegó a la vicaría, que los niños del vicario fueran las criaturas más malcriadas y rebeldes de toda la población.

    Como comprendió que no podía hacer nada con Henry y que Lucy lloraría de todos modos, sucediera lo que sucediera, se dirigió a la cuna para tomar al bebé y mecerlo en sus brazos.

    En aquel momento se abrió la puerta y la esposa del vicario asomó la cabeza para decir:

    —¿No puedes mantener quietos a esos niños? Ya sabes que el vicario está ocupado en escribir el sermón de mañana y necesita tranquilidad.

    —Lo siento, señora Cooper— se disculpó Carmela.

    La esposa del Vicario no dijo nada, pero cerró la puerta con exagerada fuerza.

    Henry esperó hasta que su madre se marchó y entonces gritó por encima de los chillidos de su hermana:

    —¡Quiero mi huevo!

    —No lo tomarás hasta que te acabes el cereal— le indicó Carmela, con la certeza de que emprendería una batalla perdida.

    Henry, en efecto, al ver que ella estaba sentada en el otro extremo de la mesa, tomó el recipiente que contenía el huevo, rompió la parte superior del cascarón y empezó a comerlo con rapidez.

    Carmela comprendió, desolada, que no podía hacer nada. Desde que llegó a la vicaría para hacerse cargo de los niños, se había dado cuenta de que, por lista que fuera, jamás lograría controlar a Henry.

    Sus padres debieron percatarse de lo difícil que era la criatura desde que nació. Siempre cedían a sus caprichos y le permitían salirse con la suya y él, como un polluelo en el nido, empujaba a los otros niños a un lado y obtenía cuanto deseaba.

    Algunas veces, cuando se retiraba a la cama por la noche, demasiado cansada para conciliar el sueño, Carmela pensaba que no tendría fuerzas para tolerar, año tras año, el cuidar a niños como Henry, sabiendo que no lograría nada con ellos.

    Pero después de la muerte de su padre, había tenido necesidad de buscar empleo, y cuando la señora Cooper le sugirió que acudiera a la vicaría, le pareció la solución más sencilla a su problema.

    Se había dicho a sí misma que, al menos, estaría entre gente a quien conocía y que no la atemorizaba.

    Se había enfrentado a su situación con valor, aunque reconoció que tenía miedo de estar sola; miedo de enfrentarse a un mundo hostil y desconocido y, más que nada, a ser incompetente.

    El hecho de que su padre la considerara una chica lista era muy diferente a ser capaz de ganarse el sustento.

    Su padre había intentado hacerlo vendiendo los cuadros que pintaba, pero no tuvo éxito.

    Sólo en raras ocasiones recibió algún dinero, que a Carmela y a su madre les parecía una enorme cantidad, por el retrato de algún dignatario local, pero los cuadros que a él le gustaba pintar eran, en su totalidad, «demasiado bellos para venderse».

    Así era como su madre los había descrito en una ocasión, y todos se habían reído a causa de ello, pero Carmela sabía a lo qué se refería y sabía, también por qué los cuadros de su padre no atraían al comprador común y corriente.

    El poseía una forma muy peculiar de plasmar en el lienzo la brisa que se levantaba de un torrente al amanecer, o el atardecer que se divisaba detrás de las lejanas montañas.

    Era el mismo mundo que ella había conocido de niña en los cuentos de hadas y duendes o de ninfas y gnomos que él le relataba, cuando le mostraba los círculos de hongos en el campo, donde según decía, la «gentecita» había bailado la noche anterior.

    Era un mundo de fantasía y belleza que a Carmela le parecía muy real, pero no era algo que pudiera expresarse en la tela, y por ello, las hermosas pinturas de Charles Lyndon permanecían en las tiendas de arte hasta que éstas las devolvían por invendibles.

    La madre de Carmela había muerto primero y era poco el dinero que entraba en la pequeña casa donde vivían, situada en las afueras de la villa.

    La única forma en que Charles Lyndon pudo sobreponerse a su pena, fue dedicándose por completo a pintar tal y como le gustaba; así que se abstuvo de sugerir a los comerciantes ricos y gordos de las poblaciones cercanas o a los hombres importantes de la localidad que mandaran a pintar su retrato.

    Como era un hombre muy atractivo y en la villa lo llamaban «un perfecto caballero», todos consideraban un gran honor que él los pintara; pero, por desgracia, muy poca gente en Huntingdon, donde ellos residían, estaba en condiciones de darse tales lujos, y por ello los encargos que recibía Charles Lyndon eran pocos y nada frecuentes.

    La casa se llenó de las pinturas que a él le gustaba hacer, y cuando Carmela le preguntaba al final del día qué había pintado, gran parte de las veces encontraba que, como no se había sentido satisfecho, había limpiado la tela para empezar de nuevo.

    —Siempre pienso en tu madre— solía decirle—, cuando veo el sol levantarse sobre el horizonte.

    Esperaba que cada pintura fuera un dechado de perfección y, por lo tanto, pintaba la misma escena una y otra vez, sin sentirse jamás satisfecho con el resultado.

    Cuando algún cuadro le gustaba mucho, Carmela se lo quitaba después del tercer o cuarto intento, evitando que lo destruyera. Tenía que esconderlo en su dormitorio y lo contemplaba a veces, cuando estaba sola.

    Al morir su padre, el invierno anterior, a consecuencia de una pulmonía que pescó por haberse quedado una fría noche en la intemperie a fin de pintar las estrellas, Carmela descubrió, en cuanto pudo reponerse del profundo dolor que la agobiaba, que su única posesión eran aquellos cuadros que nadie quería comprar y algunas libras que obtuvo con la venta de los muebles de la casa.

    Carmela había vivido con sus padres en una casa alquilada y, aunque la renta era muy baja, comprendía que no dispondría siquiera del dinero de la renta si no trabajaba. Por ello, la sugerencia de la señora Cooper de que aceptara un modesto empleo en la vicaría le había parecido como un rayo de luz en medio de la oscuridad.

    Sólo hasta que se mudó a aquella desagradable casa y tuvo que enfrentarse a los niños del vicario se dio cuenta de a qué se había comprometido.

    Pero no imaginaba qué otra cosa podía hacer y la vicaría, al menos, le brindaba un techo, para dormir y comida sin tener que pagar por ello.

    Con cierta reticencia, la señora Cooper sugirió pagarle diez libras al año por su ayuda, y como Carmela no tenía idea de si era o no una suma justa o generosa, aceptó agradecida.

    Ahora pensaba, como ya lo había hecho docenas de veces antes, que hubiera sido mejor morirse de hambre que lidiar con niños que respondían a todo lo que les decía con una actitud grosera y desobediente.

    Carmela siempre había pensado que cualquiera, con un poco de inteligencia, era capaz de comunicarse con los demás seres humanos, por primitivos o difíciles que fueran.

    Con frecuencia había cambiado opiniones con su padre de la forma en que los misioneros se adentraban en países habitados por tribus salvajes y cómo se ganaban su confianza, aun cuando, en muchos casos, no supieran hablar su idioma.

    —Los hombres y mujeres deben ser capaces de comunicarse unos con otros, tal como lo hacen los animales, solía decir Charles Lyndon.

    También creía que debía haber alguna gente en el mundo que comprendiera lo que él intentaba decir con su pintura, porque era algo que surgía tanto de su mente como de su corazón.

    —Creo que te has adelantado a tu época, papá— le decía Carmela—, los artistas de ahora quieren pintar todo tal como lo ven. En el pasado, hubo hombres como Botticelli y Miguel Ángel, que pintaron con la imaginación, y eso es lo que tú intentas hacer.

    —Me siento honrado por la compañía en que me incluyes— había contestado su padre con una sonrisa—, pero tienes razón, quiero expresar lo que pienso y mientras tú y yo lo entendamos, ¿por qué hemos de preocuparnos por los demás?

    —Así es— había afirmado Carmela—, ¿por qué?

    Sin embargo, la imaginación no pagaba las cuentas del carnicero, el panadero ni el tendero y el casero no aceptaba dinero «imaginario».

    Ahora, el bebé dejó de llorar y se quedó dormido y Carmela lo depositó de nuevo en su cuna con suavidad. Por el momento, era una tierna criatura, pero sabía que en cuanto creciera un poco se comportaría como sus hermanos.

    Al acercarse a la mesa, oyó a Lucy dar un grito:

    —¡Henry se come mi huevo! Deténgalo, señorita Lyndon. ¡Se come mi huevo!

    Carmela vio que era verdad. Henry, después de comer el huevo que le correspondía, había tomado el de cascarón color café, destinado a Lucy.

    Lo comía tan rápido como podía, desafiándola con la mirada a que se lo impidiera.

    —No importa, Lucy— dijo Carmela a la pequeña—, puedes comerte el mío.

    —Ese era el mío, el de color café, ¡ése es el que quiero!— protesto furiosa Lucy—, ¡lo odio! ¡Lo detesto! ¡Siempre toma mis cosas!

    Carmela miró a Henry y pensó que ella también lo detestaba. Enfrente de él, en la mesa, el cereal escurría del tazón, que se había roto cuando lo volteó. El cascarón vacío del primer huevo se había salido del recipiente y la yema del segundo caía sobre el mantel, debido a la prisa con que lo comía.

    Su camisa blanca, que Carmela había lavado y planchado la tarde anterior, estaba ya toda manchada.

    Carmela, sin decir nada, se limitó a poner el huevo que le correspondía a ella enfrente de Lucy, rompió la parte superior del cascarón y le entregó una cuchara limpia.

    —¡Quiero un huevo color café!— gritaba Lucy—, ¡no me gustan los blancos!

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