La muela del burgués y otros cuentos
Por Diego Martini
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La muela del burgués y otros cuentos - Diego Martini
Pura Fachada
Febrero de dos mil veintiuno. Salí de compras en medio de un calor de locos. Pasé por la verdulería y tuve un conflicto con un covidiota que me dejó los nervios de punta. No le pude decir nada. Me asusté y me quedé callado. Consternado, caminé hasta la carnicería. Había una larga fila de personas aguardando en la puerta. No tuve más remedio que esperar. Me puse a pensar en el altercado y en las imprudencias que cometen los covidiotas. ¿Cuántas barbaridades debe tolerar la gente de bien? Me tocó entrar. Le conté mis reflexiones al carnicero mientras me preparaba una tira de asado banderita.
—¿Podés creer, Juan Carlos? Diez personas estábamos dentro de la verdulería. Ni dos, ni tres. ¡Diez! El covidiota entra sin el barbijo a preguntar cuánto está el kilo de tomates. ¿¡Podés creer cómo se cagan en todo estos tipos!? —Juan Carlos no me escuchó por el ruido que hacía la máquina cuando cortaba los huesos del costillar pero asentía con la cabeza.
Con la bolsa de asado banderita entre las manos, salí todavía refunfuñando. Llegué a casa agobiado por el calor. Fui directo al living, que es la sala más fresca. Necesitaba poder pensar tranquilo. Estaba harto de tolerar a los irresponsables que nos jodían la vida a los que nos seguíamos cuidando. Necesitaba poner las cosas en su lugar.
Mientras tomaba el té, le ordené a Fanny, mi esposa, que saque un turno para vacunarse con Layanqui. Les mandé una nota de voz a mis hijos para explicarles que no me visitaran hasta nuevo aviso. La orden gubernamental de permanecer aislados era la excusa perfecta. Necesitaba estar solo para pensar con claridad. Iba a darle una lección al covidiota. Así que me puse a estudiar duro y parejo para tener argumentos en caso de tener una discusión. Bien calladito se iba a quedar. Pasé noches enteras leyendo, quemándome las pestañas. Leí a Nietzsche, Marx, Freud, Habermas, Wilber, Ingenieros, Lacan, Kant, Bagú, Bleichmar, Durkheim, Weber y Agamben. Cuando consideré que estaba listo, seguí leyendo. No quería tener ninguna duda. Cada tanto, me tomaba unos minutos para llevarle té frío a Fanny que permanecía aislada en el cuartito del fondo, luchando contra el Covid.
—Descansá Fanny —le decía al oído y la besaba en la frente con mi barbijo prolijamente colocado. —Quedate tranquila que a ese atorrante no le van a dar más ganas de joder a ninguna persona más.
—¡Estoy tranquila! —Me decía ella. —Sos vos el que está mal. Tenés que calmarte un poco, Osvaldo —se quejaba entre lamentos. —Acordate lo que pasó la última vez que te empecinaste lo terrible que fue para la familia.
Yo no le hacía caso. Ella no se comprometía con las cosas que no eran de su interés; menos aún cuando se trataba de mis conflictos vecinales.
Llegó marzo. Me sentía hecho pelota. Triste como un perro viejo y enfermo. Fanny tampoco estaba bien. Ahora había comenzado a vomitar una especie de bilis rojiza casi todas las tardes. La pandemia se nos hacía cada día más pesada. No quise salir más de casa. Le pedí a Fanny que se ocupara de pedir todo lo necesario por delivery. No fui más a ningún comercio, ni aunque fuera de cercanía.
Cuando entramos en mayo no pude tolerar más el encierro. Por recomendación de Fanny, tuve una sesión online con un psiquiatra que me dijo que siguiera estudiando, que continuar con esa actividad me iba hacer bien para distraerme de mis pensamientos distorsionados. Coronafobia o algo así fue su diagnóstico. ¿Coronafobia? ¡Eso es cosa de putos!, pensé. Pero no le dije nada. El psiquiatra me recetó antidepresivos y ansiolíticos. Eso me vino bien.
Con el correr de los días comencé a sentirme mejor. Decidí visitar a Fanny después de mis almuerzos para verla un poco más. Al ingresar a su cuarto, me la encontraba mirando el techo, con el ventilador