Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La resistencia de la última escama
La resistencia de la última escama
La resistencia de la última escama
Libro electrónico457 páginas6 horas

La resistencia de la última escama

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Los animales despertaron como nunca en su vida… y desean venganza.

Con su ambición y egoísmo, los humanos se están encargando de destruir la vida en la Tierra. Ha llegado la hora de que alguien les ponga un alto. La Madre Naturaleza ha dotado de inteligencia al resto de las criaturas haciendo inevitable que el mundo se vuelva un caos.
La tortuga Ronchini, una simple mascota con la capacidad de hablar, sentir y pensar, se ha dado cuenta del mundo perverso del que es parte. Ella y sus hermanas tortugas son invitadas a vivir en un mundo nuevo, a probar la libertad. Todo cambia en el momento en que llegan a su nuevo hogar, son buscadas por animales gigantescos y despiadados que desean capturarlas, pues una misteriosa profecía las ha vuelto el blanco de todos en Reptilion. Iguanas, beelzebufos, ranas, sapos, serpientes esperaban su llegada, infinidad de seres hostiles acechan detrás de cada árbol. Aun así, tienen aliados valiosos que necesitan su ayuda, pero primero deben encontrarlos. Sin darse cuenta, desarrollan nuevas habilidades impensables para una tortuga, que les ayudarán a sobrevivir y encontrar el camino a casa.
En su travesía, son capturadas por aquellos capaces de hacer frente a la Gran Malignidad y, como pago por su hospitalidad, tienen que cumplir con una importante misión: recuperar el Estanque Luminoso, una valiosa reliquia que puede cambiar el destino de todos.
Nada es igual, no se trata de un sueño, los animales acechan, son inteligentes. La humanidad está en peligro y quizá su única salvación no se encuentra en este mundo.
Así comienza la construcción de un mundo nuevo, así comienza la trilogía.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 may 2023
ISBN9788411448932
La resistencia de la última escama

Relacionado con La resistencia de la última escama

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para La resistencia de la última escama

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La resistencia de la última escama - J. L. Torres

    1500_La_resistencia.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    [email protected]

    © J. L. Torres

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-893-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para el Dillo, mi Mamá,

    el Sele y, por supuesto,

    la Peyu.

    UN DÍA NORMAL

    Los primeros rayos de sol se filtraron por la ventana ubicada en la cabecera de la cama, fue una noche lluviosa y la temperatura había bajado bruscamente dentro de la habitación, un cuarto pintado de azul en la segunda planta de una casa. Un televisor se erguía imponente en el centro, siendo flanqueado por pósteres de deportistas perfectamente acomodados.

    El frío era palpable y aumentaba todavía más por la falta de un cristal que cubriera la ventana, el cual se hizo añicos dos días atrás, al ser impactado imprudentemente por un balón de fútbol y, evidentemente, aún no había sido reparado. El despertador sonó a la hora cotidiana y unas cobijas se movieron dando lugar a una mano, que salió disparada a interrumpir el sonido que se propagaba con fuerza dentro de las cuatro paredes. Una cabeza se asomó entre el bulto formado y un joven alzó los brazos intentando desperezarse, era miércoles, hora de ir a la escuela.

    Como era habitual cada día, tomó sus pantalones, una playera deportiva y los tenis que lo habían acompañado durante cuatro años de escuela. Después de colocarse la vestimenta, salió de su cuarto a una habitación mucho más grande. A su izquierda, sobresalían unas escaleras con un barandal de metal, recubierto en la parte del pasamanos por una fina madera con figuras de flores talladas en la parte superior; ascendían con dirección al cuarto de lavado; y a su derecha descendían siete peldaños, con un barandal exactamente igual al anterior, que daba acceso al primer piso. De un salto, sorteó los primeros tres y con movimientos ágiles pasó como un rayo por los restantes, dirigiéndose sin demora al cuarto de baño, donde terminó de arreglarse.

    La planta baja no era nada diferente a muchas otras casas, con un estudio, sala, cocina, comedor, un pequeño patio y una cochera donde se estacionaba un vehículo; en fin, una casa común. Dentro de la cocina, su madre ya lo esperaba con un vaso de leche y un lonche para desayunar en la escuela.

    Casi por instinto, tomó sus cosas, que había dejado regadas por toda la casa la noche anterior, y las metió a su mochila.

    —¡Ya me voy, ma! —gritó el joven desde la puerta.

    —Que te vaya bien, hijo —respondió su madre unos metros más atrás.

    —Espera —dijo, y regresó a la casa, se dirigió con su mamá, le dio un beso de despedida y corrió al patio.

    En la parte trasera de la casa había una pila bordeada por una gran cantidad de botellas de plástico, en el fondo resaltaba una lavadora vieja, que por su apariencia oxidada no daba la impresión de estar funcionando, más bien sería para ser vendida como fierro viejo. Al lado de la lavadora se erigía un árbol muerto, un pino de Navidad que aún conservaba su figura característica, pero ahora completamente café. En la otra esquina, decoraba la estancia una jaula cuadrada hecha con alambres de metal que mostraba en su interior algo muy peculiar. La parte inferior de la jaula estaba recubierta por pasto sintético, con tal cantidad de plantas que dejaban muy poco espacio a la visión, y en el centro de la jaula, colgando, agarrado por dos cuerdas de las orillas, se encontraba un enorme tubo de cartón. Y justamente a este lugar se dirigió corriendo el joven.

    —Hola, hermosa —soltó de repente inclinándose un poco para poder observar lo que había dentro del tubo. Era una iguana, su color verde recordaba a una llanura cubierta con pasto en plena primavera, pero resaltaban aún más unos tonos de azul celeste que rodeaban el pecho del animal, con franjas cafés sobresaliendo a un costado de la cabeza, dándole un aspecto de auténtica belleza; su cabeza, del tamaño de una pelota de ping pong, dejaba ver una papada blanca que hacia un contraste perfecto con sus escamas verdes; en la parte dorsal, una cresta recorría todo su cuerpo, llegando hasta la cola de casi treinta centímetros de largo.

    —Adiós —dijo haciendo una señal de despedida con su mano, dio media vuelta y fue a otro lugar del patio. Había cuatro peceras acomodadas una al lado de la otra, se dirigió a la primera e hizo el mismo procedimiento que había hecho anteriormente.

    —Hola, mosa —dijo metiendo una mano y acariciando la cabeza de una tortuga café, se trataba de una tortuga lagarto; su cuerpo no superaba los diez centímetros de longitud, poseía una cola de casi el mismo tamaño, de la cual sobresalían unas escamas puntiagudas a todo lo largo; en su caparazón se diferenciaban unos pliegues en forma de pico que le daban un aspecto amenazador. Su cabeza era grande y musculosa, con mandíbulas potentes y una mordida capaz de arrancar un dedo; sus extremidades poseían uñas largas con las que desgarraba su comida, se veía formidable, parecía más un dinosaurio de épocas prehistóricas que un animal perteneciente a este siglo; en la parte del plastrón, sobresalían grandes cantidades de carne completamente diferentes al resto del cuerpo, pues eran color crema.

    El joven colocó un dedo en el cristal de la pecera y sin previo aviso la tortuga soltó un mordisco en su dirección, rebotando en el vidrio cual pelota.

    —Ja, ja, ja, caíste de nuevo —le dijo y apartó el dedo para evitar otro intento fallido.

    Había pasado la primera pecera y con dos pasos hacia su derecha se encontró con la segunda, esta era más grande, llena de agua hasta aproximadamente un cuarto de su capacidad, con un montoncito de piedras por aquí y por allá, y en el centro, un coco partido a la mitad inclinado hacia abajo. Fuera de esto, lo demás se encontraba vació.

    —Mmm, ¿dónde estará? —murmuró colocándose la mano frente a la cara, simulando buscar algo lejos. Después de fingir por unos segundos, estiró su mano hacia el coco y levemente lo levantó de su sitio.

    —Te encontré —dijo esbozando una sonrisa y dejando ver a otra pequeña tortuga que inmediatamente metió sus extremidades dentro de su caparazón—. Siempre tan tímida —habló para sí mismo y le volvió a colocar el coco encima.

    A diferencia de la anterior, esta tortuga era un poco más grande y de una coloración verde oscuro, resaltando en cada escama de su caparazón unos círculos anaranjados similares a los de un pavorreal, es por eso que la llamaba tortuga pavorreal. En su plastrón se podían distinguir círculos negros rodeados de tonalidades amarillas.

    Parecía que los minutos no pasaban y que nada le importaba cuando se encontraba junto a sus mascotas, pues aunque el tiempo apremiaba, se dirigió a la siguiente pecera. Esta, en vez de pecera, era una caja de plástico, mucho más amplia que todas las demás, y en vez de tener agua en su interior, contenía un sustrato de hojas secas y pedacitos de madera regados en la mitad del recipiente, la otra mitad estaba tapizada por un pliego de pasto sintético con arena rellenando los huecos que este no cubría.

    En un extremo se elevaba una caja que simulaba una casa, era de estrechos fragmentos de madera unidos por clavos, y por su aspecto rudimentario era seguro que fue hecha por manos inexpertas. Por enfrente se podía leer la inscripción: «Casa de Kyugabonga».

    —¡Despierta! —gritó el joven removiendo una incipiente cantidad de heno que se encontraba en el interior de la casa, metió la mano y con cuidado sacó otra tortuga, este animal, a diferencia de los anteriores, no parecía que estuviera adaptado al agua, pues era algo diferente, era una tortuga estrictamente de tierra. Su caparazón era globoso, en vez de aplanado como las otras tortugas. Sus patas grises recubiertas con puntiagudas escamas rojas eran gruesas y musculosas, evidentemente para resistir todo el peso de su cuerpo; su cola era muy pequeña, pues apenas rebasaba el centímetro de longitud, presentando un patrón de coloración muy similar al de las patas; el caparazón abultado era de tonos amarillos perfectamente conjugados con tonos negros, todos ellos formando rombos en todas las escamas que lo componían; por último, su cabeza era proporcional al resto de su cuerpo, tenía escamas amarillas que adornaban el contorno de sus ojos, unos ojos grandes y redondos que jamás apartaron la mirada del joven ni tuvieron miedo, más bien parecían ojos húmedos por la emoción, como si estuviera a punto de estallar en llanto.

    Con mucho cuidado, acarició su cabeza, recibiendo a su vez suaves movimientos, la dejó de nuevo dentro de su hogar y esperó unos segundos para que el animal moviera su pesado cuerpo y se acomodara dentro del puñado de heno, como si de una cobija se tratara.

    Aspiró los suaves aromas del aire, inclinando la cabeza y dejando todo el trabajo a su nariz, pues aún se percibía la lluvia del día anterior, se podía detectar el claro olor a tierra mojada y árboles, después de detenerse un poco se dirigió al último recipiente. Aunque no tenía la misma área que el anterior, su volumen era mucho mayor, ya que tenía una profundidad de aproximadamente cincuenta centímetros, todo ello cubierto por agua, la cual ya se encontraba algo turbia y no dejaba ver lo que moraba dentro.

    —Mmm, bueno, pues adiós, quién sabe quién esté aquí —dijo el muchacho sin mucho entusiasmo y se agachó para contemplar más de cerca el agua que se mecía con ritmo frente a sus ojos. En eso, una cabeza se asomó y mantuvo contacto visual con el joven—. Esa Roncho, ¿qué andas haciendo? —murmuró alegremente y le tocó la cabeza con el pulgar, haciendo que volviera a meterse dentro del agua—, supongo que las demás están dentro —dijo, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta que había atravesado para salir al patio, giró sobre su propio eje y estaba a punto de salir cuando escuchó un sonido que lo dejó petrificado.

    Pareció que escuchó algo sospechoso, pero no fue así, en vez de eso, su cara esbozó una sonrisa que no pudo contener por más que lo intentó, dio media vuelta y volcó su vista hacia el sitio del origen del ruido. De pronto, una tortuga salió debajo de unos cartones arrumbados en una esquina disparada en su dirección.

    —¡Ronchini! —gritó de emoción y corrió como si se tratara de un familiar que no había visto en años, en cuestión de segundos ya se encontraba hincado frente al animal, al cual tomó con ambas manos y abrazó fuertemente, efectivamente parecía que no lo había visto en años, pero lo cierto era que eso sucedía cada mañana.

    Sin soltar al reptil, lo colocó en el suelo y comenzó a acariciarle la cabeza, al animal no le importaba, pues no hacia ningún movimiento que denotara inconformidad, incluso lo disfrutaba, pues sacaba aún más la cabeza y la dejaba caer sobre sus manos.

    —Ya se me hizo tarde —dijo mirando a la tortuga—, tengo que irme, pero ya sabes que te dejo a cargo, cuida a tus hermanas. —Se paró y se dispuso a marcharse, no sin antes echar una mirada atrás para contemplar una vez más a su tortuga predilecta.

    Era claro porque la adoraba por encima de las demás, era un animal increíble a sus ojos, su caparazón formaba un circulo perfecto en el cual cada escama se encontraba finamente unida a las demás, dejando un borde tan suave que apetecía acariciarlo. Sus patas traseras y delanteras poseían uñas cortas, ya que era una tortuga hembra; su cabeza era proporcional a su cuerpo, con dos manchas rojas a cada lado, las cuales simulaban orejas; por último sus ojos, si bien la tortuga terrestre presentaba unos ojos particulares, observar a Ronchini enamoraba al instante, su pupila negra se encontraba adornada por unas franjas verdes que se movían a la par de esos pequeños círculos que parecían estar sonriendo en cada movimiento y sus párpados le daban el toque final al encantamiento que provocaba su mirada.

    —Ya me voy, mamá.

    —Que te vaya bien, hijo.

    Sin demorarse más, abrió la puerta que daba al exterior y salió a la calle. Aunque el sol aún no había salido por completo, el cielo ya vestía su traje azul claro. Sin embargo, el olor a lluvia que había percibido en el interior de la casa se incrementó considerablemente al estar más cerca de la naturaleza. Su hogar estaba en las faldas de un cerro que presumía tener una vegetación exuberante, pues no había franja que no estuviera marcada por un color verde intenso; alrededor de su hogar, había terrenos baldíos, donde grandes árboles emergían imponentes sobre los pequeños arbustos que abundaban cercanos al suelo. Restando todos estos lugares donde la vegetación aún se conservaba sin perturbar, el resto del pueblo era como cualquier otro, el desarrollo humano había dejado huella, y en vez de árboles por doquier, se imponían edificios, casas y grandes avenidas transitadas por coches.

    El joven continuó su marcha, tomó una calle que lo llevó directo a una avenida mucho más concurrida, donde esperó tranquilamente sentado en una banca a que pasara su transporte.

    —Vas un poco tarde, como siempre. —Se escuchó una voz risueña a sus espaldas.

    —Pues tú no madrugaste que digamos —respondió el chico sin alterarse y volteando a ver al recién llegado.

    Era un muchacho de unos veinte años. Tenía el pelo rizado, con una insípida barba cubriendo su cara, su complexión era delgada, y no sobrepasaba los ciento setenta centímetros de estatura, llevaba pantalones vaqueros y una playera desgastada por el uso, además en su espalda traía una mochila colgando.

    —Bah, sabes que nunca lo hago —dijo el recién llegado encogiéndose de hombros y estirando una mano. Chocaron las manos a modo de saludo.

    —Parece que se acerca el camión.

    —Mmm, creo que sí es el nuestro —dijo subiéndose a la banqueta y estirando una mano para que se detuviera.

    —Fili, aquí hay dos lugares —dijo el chico una vez arriba del transporte.

    —Voy.

    Se sentaron juntos, pero no hubo conversación, cada uno metido en sus pensamientos, era un camino muy largo y no había nada nuevo que contar en ese momento.

    El paisaje que se distinguía por la ventana no era muy llamativo, se repetía el mismo patrón: múltiples casas por aquí y por allá rodeadas de gente que pasaban fugazmente a la vista de los pasajeros, pero aun así se podía distinguir la prisa que apremiaba a la mayoría por llegar puntuales a sus respectivos trabajos. El trayecto se hizo largo, con treinta minutos que parecieron más bien treinta horas de soportar el movimiento rítmico del camión y la vista nada agradable.

    De pronto, todo cambió a su alrededor, el paisaje se volvió verde y la vegetación dominante sobre cualquier otro elemento, grandes árboles con flores llamativas se disponían por todos lados, cada uno de ellos pareciendo incitar al viajero a admirar y apreciar las bellezas que colgaban en todo su cuerpo vegetal.

    Múltiples formas y colores se podían apreciar en ese tramo del camino, había desde diminutas flores rojas que en conjunto parecían un manto de sangre, hasta grandes flores amarillas que parecía volteaban a ver directamente al sol.

    —Cómo me gusta esta temporada del año —soltó de pronto el muchacho sin apartar la vista de lo que lo rodeaba.

    —Sí, tienes razón —respondió Fili restando importancia al comentario.

    —Lástima que dure solo unos días.

    —Es parte del ciclo natural, así tiene que ser.

    —Sí, lo sé, y qué lastima que no se encuentre este paisaje en todo el camino —dijo con un tono que notaba inconformidad.

    —La ciudad crece y, desgraciadamente, esto es lo primero que se pierde Eric —le dijo Fili señalando el paisaje de afuera.

    —¿Y en cuánto tiempo esto será parte de nuestros recuerdos solamente?

    —No podemos hacer nada para frenarlo.

    —Pues me gustaría hacer algo, o que alguien hiciera algo, es de tontos lo que estamos provocando —dijo Eric levantándose de su asiento y tomando la mochila entre sus brazos, el camión había disminuido la velocidad y se estaba estacionando frente a una fuente al centro de una glorieta.

    —Venga, no te tortures con eso —respondió Fili y siguió a su compañero hacia la salida.

    A pocos metros, los recibió la entrada marcada por un arco de piedra en donde se podía leer la palabra «Biología», al fondo se alcanzaban a visualizar un gran número de salones distribuidos aleatoriamente en un amplio terreno.

    Entraron a la carrera bajo el arco y giraron a su izquierda, un camino de piedras conducía hacia un conjunto de salones, el cual se encontraba flanqueado por pinos a los lados que daban la sensación de caminar dentro de un bosque. Al terminar el pasadizo estaba la primera construcción, no era de gran tamaño ni estaba lujosamente equipada, en su interior había lo necesario para que un alumno tuviera la facilidad de recibir sus clases. Aproximadamente veinte taburetes formaban hileras a lo largo y ancho del salón, con dos ventiladores colgando lastimosamente del techo, dando la impresión de que cuando se pusieran a girar caerían sobre alguien; enfrente estaba un escritorio y una silla amplia, en la que se sentaba un hombre regordete que llevaba un plumón en la mano.

    —Buen día, profesor, ¿nos permite entrar? —se apresuró a decir Eric abriendo un poco la puerta.

    —Claro, pasen —respondió el hombre con voz chillona, haciendo un gesto con la mano para que entraran.

    Los dos jóvenes se sentaron uno al lado del otro, a su alrededor, la mitad de las sillas ya estaban ocupadas.

    —Como decía, Charles Darwin en su teoría de la evolución —dijo el profesor levantándose de la silla y moviendo las manos de forma expresiva—, la selección natural permite que los organismos mejor adaptados a las condiciones del medio puedan sobrevivir e imponerse a otras especies.

    El profesor continuaba hablando sobre procesos evolutivos y variaciones presentes en los organismos, mientras los alumnos escuchaban atentamente y tomaban algunas notas en sus cuadernos.

    —Profesor —interrumpió Eric levantando la mano.

    —Dime, Eric —respondió el hombre rascándose el bigote.

    —Si la evolución es un proceso que permite a los organismos adaptarse al medio, ¿qué tan probable es que se puedan adaptar a las condiciones artificiales impuestas por el ser humano? —dijo el chico haciendo énfasis en la palabra artificiales.

    —¿Cómo cuáles?

    —Como la invasión del medio en el que viven por la expansión de las ciudades, la contaminación que estamos provocando en ecosistemas naturales, mmm… por el cambio de uso de suelo —respondió Eric enumerando con la mano cada uno de los motivos.

    —Pues de seguro habrá especies que lo lograrán y otras que no, creo que es parte de la selección natural, así como surgen nuevas, hay otras que van desapareciendo mediante procesos de extinción.

    —Pero las tasas de extinción son mucho mayores, estamos provocando un desequilibrio en la naturaleza.

    —Estoy de acuerdo, pero es la necesidad —dijo el profesor inclinando los hombros.

    —No le veo la necesidad —respondió tozudo.

    —¿Y qué piensas hacer? —inquirió el profesor.

    —Nada de lo que pueda hacer cambiará eso, pero me gustaría saber lo que opina un animal de esto.

    —Pues pregúntaselo.

    —Ojalá pudiera, no sabe cómo lo deseo —concluyó Eric disminuyendo la voz en la última frase—. Por favor, continúe.

    La mañana pasó volando, concluyó la primera clase de evolución y minutos después entró a la de biología celular, más tarde tomó biología de hongos y cerró el día con análisis de poblaciones y comunidades.

    —Por fin se acabó el día —dijo un compañero que se acercó por detrás emitiendo un bostezo—. Parecía eterno.

    —Ja, ja, ja, tienes razón —comentó Fili que encabezaba la marcha—, hoy estuvo un poco tedioso.

    —Y que lo digas —interrumpió otro compañero—, casi me duermo en la última clase.

    —Tú no cuentas, Dan, te duermes en cada clase —le respondió el primero que había hablado con tono burlesco.

    —Yo me duermo en cada clase, pero tú no aprendes nada aunque estés despierto —dijo Dan propinándole un sopapo que lo hizo trastabillar.

    Esto provocó la risa de sus compañeros que no tardaron en imitar el gesto de Dan y entre todos bañaron de sopapos al joven.

    —Ya, ya, quítense —dijo el agredido riéndose también—, eso es cierto, para qué lo niego —agregó haciendo un gesto obsceno con la mano.

    —Qué descarado.

    —No pasa nada, aquí sigo.

    —Ahora que lo recuerdo, en la tarde habrá una fiesta en el salón Las rosas, ¿van a ir? —interrumpió Fili dirigiéndose al grupo.

    —Ya te la sabes, hijo mío —dijo Dan levantando las manos en señal de confirmación—. Además, va ir casi toda la escuela, chance y te consigues novia, Rulas.

    —A la que quieras —dijo el muchacho que había sido sopapeado segundos antes—. Uno que es guapo no tiene problemas en eso.

    —Tienes razón, por eso traes a media escuela detrás de ti —respondió Dan entornando los ojos— ¿Tú irás, Eric?

    —La verdad, no lo sé —respondió Eric pensativo—. Un rato más les digo si iré o no.

    —Obvio que no, eso dices cada vez y jamás has ido, además a ti no te gusta tomar, ni ir de fiesta —dijo Fili colocando una mano en su hombro—. No pasa nada si nos dices que no.

    —Tienes razón, para qué los engaño, no me gustan esos lugares —concluyó Eric y continuó la marcha.

    Pasaron la entrada de la escuela justo cuando el camión dejaba a otros alumnos, por lo que los cuatro se vieron obligados a echar una carrera para alcanzar a subirse al transporte que ya arrancaba.

    El viaje de regreso fue tan aburrido y largo como en la mañana, los minutos pasaban y cada vez iba descendiendo más gente, hasta que llegó al punto en donde habían tomado el transporte de ida Eric y Fili.

    —Sale, nos vemos mañana —se despidió Eric y descendió. Siempre era el primero en bajar de sus amigos, pues su hogar aunque demasiado lejos de la escuela, se encontraba todavía más cerca que el de ellos. Sin demora tomó dirección rumbo a su casa.

    —¡Ya llegué! —gritó en cuanto abrió la puerta de entrada.

    —Está bien —respondió una voz de hombre desde el primer piso.

    Agarró la mochila y la tiró al primer lugar que encontró sin preocuparse por acomodarla, se lavó la cara en el lavamanos y echó una carrera hacia el patio para ver de nuevo a sus mascotas.

    —Ya llegué, muchachas —dijo moviendo la mano en modo de saludo.

    No recibió respuesta alguna, excepto por Ronchini, que se encontraba en la última tina y comenzó a patalear con fuerza levantando la cabeza con desesperación. Se había trepado por una rampa que Eric había construido con trozos de madera, los cuales había cortado cuidadosamente del mismo tamaño y los había clavado uno junto al otro.

    Al ver esta reacción, regresó por la puerta y agarró un frasco que contenía en su interior churritos de colores, abrió la tapa con un sutil giro de muñeca y vació el alimento a las tortugas, exceptuando a la terrestre, la cual descansaba encima de un molde de yeso masticando trozos de jitomate revueltos con hojas de lechuga, alfalfa, perejil y brocoli.

    La primera en probar bocado fue la tortuga lagarto, que como todo buen cazador acechaba a su presa, justo cuando el alimento tocó el agua, lanzó un rápido mordisco ingiriendo de un solo bocado una gran porción.

    —Bien, Camiuks —dijo Eric elogiando al animal. En realidad el nombre con el que había bautizado a esta tortuga era Camioka, pero solía cambiarles un poco el nombre al momento de hablarles.

    —Sigues tú —dijo agachándose y depositando el alimento en el agua de la tortuga pavorreal que aún se escondía dentro del coco. En instantes, su cabeza salió por debajo del pedazo de coco donde se escondía, y con movimientos pesados y lentos se desplazó llevando consigo su escondite, daba un aspecto de que éste fuera parte de su caparazón.

    La última que visitó fue la tina más grande, donde Ronchini cada vez hacía más ruido y se movía desesperada.

    —Calmada, que ya llegué —dijo acariciándole la cabeza y acto seguido arrojó una gran cantidad de alimento al agua turbia. Casi al instante otras cinco cabezas salieron del agua y lanzaron mordiscos a la comida. Ronchini se les unió enseguida y las seis tortugas se dispusieron a comer.

    —Qué onda, Chiki —saludó encarándose a la iguana, la cual ya tenía el traste de la comida limpio, a excepción de una ramita de cilantro regada en el centro.

    Dejó a sus animales y se sentó un rato en el sillón, no sin antes cambiarse la ropa de la escuela por otra mucho más cómoda, un short y una playera sin mangas para el calor. Saludó a su padre y a su hermana, los dos dentro de sus respectivos cuartos.

    —¡Hijo, a comer! —gritó su madre desde la cocina. Había pasado una hora desde que llegó a su casa y ya era hora de comer.

    —¿Qué hay de comer? —dijo Eric acercándose a la cocina.

    —Filete de pollo empanizado —respondió su madre.

    —¿Frijoles? —preguntó el joven esperanzado.

    —Ya sabes que esos nunca faltan.

    —Es todo, te la rifaste como siempre —le dijo dándole un abrazo y posteriormente se dirigió al comedor, donde ya estaba su papá sentado con el tenedor en la mano.

    —¿Cómo te fue en la escuela? —preguntó su papá una vez estuvieron sentados.

    —Todo bien, todo bien, ya sabes —respondió a la vez que se metía un pedazo de pollo a la boca.

    Cada uno continuó inmerso en su comida, parecía que Eric era el más hambriento, pues acabó mucho más rápido que el resto de su familia, con la habilidad digna de un glotón engullía su comida y bebía el agua fresca sin apenas detenerse.

    Al terminar recogió el plato de porcelana y se dirigió al fregadero, donde lo depositó para posteriormente lavarlo. Instantes después subía las escaleras directo a su cuarto, al llegar notó que estaba exactamente igual a como lo había dejado, en ocasiones su madre le hacia el favor de doblar sus cobijas y su ropa para después tender la cama, pero esta vez no había sucedido de esa forma.

    Aliviado de ver el nido de cobijas, pegó un salto y se trepó encima, disfrutaba más su cama de esa forma, y aunque siempre le llamaban la atención por no ponerla en orden, siempre hacia caso omiso y la dejaba revuelta.

    «Uff, qué cama tan cómoda tengo», se dijo y se envolvió en las cobijas, colocó alarma para treinta minutos en su celular y después se dejó llevar por la suavidad y calidez que irradiaba ese lugar y sin previo aviso se quedó dormido.

    Como lo había programado, su celular sonó con una melodía tranquila que lo despertó casi al instante.

    —Bueno, ya es hora —murmuró y se levantó de un salto, buscó debajo de su cama sus tenis deportivos, los cuales encontró después de menear por un buen rato entre un revoltijo de zapatos.

    —¡Dillo, ya es hora, vámonos! —gritó y pegó un brinco desde la entrada de su cuarto hasta la recámara de sus padres, entró y su papá ya se estaba cambiando, listo para salir y hacer ejercicio.

    —Voy, voy —respondió su padre intentando tranquilizar el ímpetu de su hijo—. Ve llenando los botes de agua que vamos a necesitar.

    Sin rechistar bajó corriendo las escaleras y en un dos por tres ya tenía todo listo.

    —Vámonos —le dijo su padre y se metió a un cuarto ubicado a un costado de la puerta para salir a la calle, instantes después salió con dos raquetas en la mano y unas llaves de auto en la otra.

    Condujeron por cinco minutos en una avenida que los llevó directo a un centro deportivo, por fuera se observaban canchas adaptadas a cualquier deporte, se encontraba una cancha de pasto sintético de grandes dimensiones, en la cual un grupo de jóvenes corrían de un lado para otro disputándose la posesión de un balón, claramente una cancha de fútbol; detrás de esta, había un estadio todavía más grande que la cancha, donde resaltaban unas letras en la parte superior que decían «Estadio de Béisbol»; al fondo de un largo pasillo por el que se introdujeron caminando, había una alberca donde un grupo de niños pataleaban esforzándose por avanzar; pasaron de largo esta sección y se encontraron en la última parte del deportivo, la zona de la izquierda estaba llena de canchas de cemento, la mitad con canastas colgando en un par de postes de gran tamaño, y la otra mitad con una red de gran altura que colgaba por en medio, dividiendo la cancha en dos partes idénticas. Y en la parte derecha, había canchas de tenis, la mitad con superficie de cemento, la otra mitad de arcilla, básicamente hecha de tierra, a excepción de las líneas blancas que marcaban la pista.

    Se dirigieron directo a las canchas de tenis, caminaron por un pasillo que las bordeaba, pues cada una estaba separada de la otra por malla metálica; en todas ellas se veía gente practicando este deporte, había desde niños de cuatro o cinco años que apenas podían sostener la raqueta en sus manos, pero se esforzaban por levantarla y golpear como fuera las pelotas que el entrenador les mandaba desde el otro lado de la red; había otro grupo de niños que daban vueltas sobre un cono anaranjado colocado en el suelo y fingian golpes como si la pelota estuviera frente a ellos; más adelante, un grupo de cuatro señores de avanzada edad discutían sobre si una pelota había tocado la línea o no, y en la penúltima dos jóvenes golpeaban la pelota con tal intensidad que era muy complicado seguirla con la vista.

    —Aquella está sola, vamos —le dijo su padre señalando la última cancha, justo al lado de donde jugaban los dos jóvenes.

    —Sale, vamos.

    Abrieron la puerta que conducía al interior y depositaron sus mochilas en las bancas.

    —¿Qué hay, Eric? —dijo el joven más cercano saludando con la mano—. Señor, ¿cómo está? —continuó haciendo un gesto con la cabeza.

    —Qué tal, Marcos. Aquí todo bien —respondió el papá de Eric regresando el mismo gesto.

    —Qué onda, ¿cómo vas contra Chava? —dijo Eric regresándole el saludo y haciendo un gesto con la mano en dirección al joven que los miraba desde el otro de la red para saludarlos.

    —Bien, le voy ganando —respondió Marcos orgulloso—, pero no olvido la paliza que me pusiste la otra vez, quiero revancha lo más pronto posible.

    —Ja, ja, ja, claro, si quieres, mañana jugamos —le dijo haciéndole una señal de triunfo con el brazo, y justo cuando Marcos iba a replicar le guiñó el ojo y sonrió alejándose para dejarlos jugar.

    Una vez concentrado en su juego, comenzó a realizar estiramientos mientras su padre lo imitaba, primero estiraron los brazos, sosteniéndolos durante varios segundos; prosiguieron con el estiramiento de piernas, cabeza y por último la cadera, una vez listos abrió su mochila y sacó cinco pelotas del interior, no aparentaban ser nuevas, pero ideales para jugar, las colocó en el centro de su raqueta y corrió al centro de la pista.

    —Empecemos en corto —dijo Eric y golpeó delicadamente la pelota con la raqueta hasta el otro lado, donde su papá ya estaba colocado, quien le regresó la bola con la misma sutileza. Estuvieron pasándose la pelota tranquilamente por aproximadamente cinco minutos, aprovechando para seguir haciendo estiramientos y movimientos de calentamiento.

    —Fondo —dijo Eric y se posicionó en la línea de atrás.

    —Va —respondió su papá e hizo lo mismo.

    Desde esa distancia comenzaron a impactar la pelota con más fuerza, incrementando la velocidad hasta que solo se escuchó el impacto en las cuerdas de la raqueta.

    El nivel que mostraban los jóvenes en la cancha continua se equiparaba al del papá de Eric, golpes limpios y planos que botaban muy poco y aceleraban bastante. Sin embargo, Eric se encontraba a otro nivel, su revés a una mano lo tiraba con tremenda facilidad desde la posición en la que se encontrara, y con su derecha enroscaba la bola de tal forma que al momento de botar en la cancha, agarraba una altura endemoniada y una velocidad envidiable que desbordaba hasta al más firme jugador. Esto sumado a sus excelentes desplazamientos lo volvía un jugador muy difícil de superar.

    —¿Jugamos un set? —preguntó Eric.

    —Vamos, sácale —respondió y le tiró las bolas que llevaba en su bolsillo.

    El partido inició con Eric al servicio, se posicionó en el lado correspondiente para sacar y se preparó para iniciar, botó la pelota tres, cuatro, cinco veces y la lanzó al aire, con un rápido movimiento pasó la raqueta por encima de su cabeza y pegó un salto para impactar lo más arriba posible; la bola salió disparada e impactó en el cuadro de saque del lado contrario de la cancha, aunque iba con mucha velocidad, la devolución fue muy buena, la pelota regresó con mayor velocidad directo a la esquina contraria, con duras penas Eric se desplazó hacia ese lado y con un golpe poco estético envió la pelota hasta el lado opuesto, puesta a modo para ser definida.

    —¡Aaaaah! —gritó su padre después de estrellar la pelota en la red y regalar el primer punto del partido.

    —¡Uff! —suspiró Eric y se preparó para el siguiente servicio.

    Los siguientes tres puntos cayeron del lado del joven, por lo que era turno de su papá. El siguiente game fue muy disputado, con excelentes puntos desde el fondo de la cancha y otros ganados con gran firmeza desde la red; la alternancia fue visible en el campo hasta quedar emparejados 40-40.

    —Excelente tiro —felicitó Eric a su padre que lo había pasado con un globo perfecto justo cuando estaba a punto de romper el servicio—. Venga, no tendrás tanta suerte en el siguiente —dijo y retrocedió para esperar el saque.

    —¿Qué es eso? —Su papá paró el juego y señaló hacia el cielo, donde

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1