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Hacia cualquier otra (segunda) parte
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Hacia cualquier otra (segunda) parte
Libro electrónico262 páginas3 horas

Hacia cualquier otra (segunda) parte

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Información de este libro electrónico

«Partí de mi A Coruña natal con veinticinco años, sin apenas haber viajado antes y con un currículo de proyectos nómadas completamente en blanco. Hoy por hoy, puedo decir que me he recorrido medio mundo en solitario, que he acampado cientos de veces en cualquier lugar, que he vivido en primera persona grandes y peligrosas revoluciones, que he sido detenido e interrogado por dos diferentes gobiernos, que me he perdido y me he encontrado a diario, que he sobornado sin ningún tipo de pudor y que también me he plantado sin titubear ante la extorsión, que he disfrutado sin límites de la improvisación y, lo más importante, que he aprendido a confiar en mi instinto cuando la situación así lo requiere».
Jorge Sierra completa su vuelta al mundo a bordo de Naranjito, su Citroën 2CV del 79, apodado así por el llamativo color de su carrocería, recorriendo América de sur a norte, desde Chile a Estados Unidos, viviendo increíbles aventuras y conociendo personas asombrosas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jul 2023
ISBN9788418690426
Hacia cualquier otra (segunda) parte

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    Hacia cualquier otra (segunda) parte - Jorge Sierra

    IllustrationIllustrationIllustration

    Jorge Sierra

    Conocimos a Jorge Sierra (A Coruña, 1983) gracias a una charla que dio en Sevilla en 2017 que nos dejó boquiabiertos y con ganas de más. Queríamos que todo el mundo pudiera conocer su historia y de ahí surgió la idea de sacar a la luz sus diarios.

    En 2018 publicamos Hacia cualquier otra parte, donde Jorge Sierra narra sus experiencias en su viaje alrededor del mundo en un Citroën 2CV bautizado como Naranjito debido al llamativo color de su carrocería. En ese primer viaje hacia cualquier otra parte, Jorge comenzaba su diario en Turquía decidiendo si volver a España junto con los otros compañeros con los que salió desde A Coruña o si continuar él solo, debiendo atravesar los países de Oriente Medio con toda la incertidumbre y turbulencias que esa zona suele acarrear. Esa decisión, que marcaría su vida, nos ha permitido a muchos tener la inmensa suerte de, a través de su diario, ser un compañero más de viaje y disfrutar —a veces sufrir— con sus aventuras desde Turquía a Nueva Zelanda.

    Era necesario que conocierais el final de este viaje: los diarios por América. Un viaje que es el sueño de muchos y que a lomos de Naranjito y con la compañía de Jorge, puedes sentir que estás haciendo de verdad —y si pruebas a buscar en Google Maps cada sitio que visita Jorge, mucho más—.

    No sabemos si Jorge tiene pensado emprender más aventuras de este tipo —ya tenéis una pregunta que hacerle si lo veis—, pero estamos seguros de que el gusanillo no lo ha perdido a pesar de que ya no lleve rastas y ahora sea un orgulloso padre de dos peques.

    Título original: Hacia cualquier otra (segunda) parte

    Primera edición: junio de 2023

    © del texto: Jorge Sierra

    © del diseño de cubierta: Juan Carlos Fernández Quintero /lepanke.com

    © de la fotografía de la biografía: Edy Pérez / @_edy_edy

    © de la edición: Editorial Barrett | editorialbarrett.org

    Comunicación y prensa: Belén García | [email protected]

    Impresión: Estugraf | Primera impresión: 1000 ejemplares

    ISBN: 978-84-18690-16-7

    Producción del ePub: booqlab

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres prohibirte hacer unas cuantas fotocopias.

    Illustration

    A mi madre. A Xoel. A Manu.

    Caminos que nunca llegaron a cruzarse.

    2010 Sábado 20 de noviembre

    Tras más de dos años en la carretera recorriendo Europa, Oriente Medio, Asia y Oceanía, siento que este avión que está a punto de aterrizar en el aeropuerto de Santiago de Chile, la capital del país, es algo así como un punto de inflexión que partirá en dos el proyecto de dar la vuelta al mundo a lomos de Naranjito, mi fiel compañero, un Citroën 2CV del 79 por el que nadie daba un duro en su rol de vehículo aventurero.

    En este preciso instante, el avión viaja en absoluto silencio y sin apenas luz, una estrategia que trata de favorecer el descanso de los pasajeros que sí pueden dormir. En mi caso, los nervios que rodean sin excepción a las llegadas, a las fronteras y a los trámites aduaneros, han impedido que consiga conciliar el sueño más de un par de horas en todo el recorrido desde la ciudad de Auckland, en la Isla Norte de Nueva Zelanda. Un cansancio acumulado que se verá contrarrestado en cuanto pise tierra por la adrenalina de descubrir un nuevo destino, viajar por un nuevo país y soñar con un nuevo continente.

    A estas alturas del viaje, son muchas las cosas que he aprendido como persona y como viajero. Partí de mi A Coruña natal con veinticinco años, sin apenas haber viajado antes y con un currículo de proyectos nómadas completamente en blanco. Hoy por hoy, puedo decir que me he recorrido medio mundo en solitario, que he acampado cientos de veces en cualquier lugar, que he vivido en primera persona grandes y peligrosas revoluciones, que he sido detenido e interrogado por dos diferentes gobiernos, que me he perdido y me he encontrado a diario, que he sobornado sin ningún tipo de pudor y que también me he plantado sin titubear ante la extorsión, que he disfrutado sin límites de la improvisación y, lo más importante, que he aprendido a confiar en mi instinto cuando la situación así lo requiere. Por todo ello, considero que el camino o, mejor dicho, los muchos caminos que tengo ahora por delante, forman, como decía al inicio de este diario, un proyecto nuevo. Un viaje diferente en cuanto a forma y contenido. Algo así como una segunda etapa independiente de la primera en la que no solo el viajero ha cambiado, sino también las reglas del juego. En este sentido, estoy seguro de que mi ya dilatada experiencia será un grado. Pero también lo será la lengua común (por primera vez en el viaje podré hablar en castellano), la cercanía cultural con los diferentes pueblos americanos y también, cómo no, la gran cantidad de viajeros que recorren América de norte a sur y de este a oeste.

    El plan, al menos por el momento, pasa por recuperar el coche cuanto antes de las aduanas chilenas para así iniciar el roadtrip con la mente puesta en la localidad argentina de Ushuaia, la ciudad más austral del planeta y el lugar desde donde iniciar el ascenso por las costuras de América primero hacia Nueva York y, posteriormente, hacia la lejana Alaska: la meta de mi recorrido en el continente americano y el destino anterior a mi gran salto con rumbo a la madre África. El continente a través del cual debería llegar triunfante, por mar y siempre junto a mi Naranja Rocinante, de nuevo a España. Un proyecto nómada que durará al menos otros tres años, y mediante el cual, esta vez sí, podré gritar a los cuatro vientos que el planeta Tierra es maravilloso y que el ser humano es bueno por naturaleza. Dos firmes creencias que me acompañan desde que tengo uso de razón, pero que, sin embargo, no había podido confirmar con el mejor de los argumentos habidos, la experiencia propia.

    Jueves 25 de noviembre

    Llegué a Santiago sabiendo que cuando uno vive una existencia nómada, expuesto y en constante movimiento, los problemas, sean del tamaño e importancia que sean, llegan siempre de la mano de su solución. Una lección aprendida a base de tropezar con diferentes piedras colocadas en el camino y que me demostraron que, a veces, el mejor remedio consiste en sentarse a esperar pacientemente a que todo se arregle por sí solo.

    Por eso, cuando la naviera contratada para transportar a Naranjito desde Oceanía me comunicó, hace una hora escasa y mediante un correo electrónico, que el barco se retrasaría algo así como un mes debido a alguna suerte de problema mecánico surgido en Singapur, decidí que no me desesperaría. Y una vez hechas las gestiones pertinentes, me tomaría el retraso como unas vacaciones sedentarias en medio de mi actual vida nómada. Un primer contacto lento y sosegado con Chile y, por tanto, con el tan deseado continente americano.

    Al fin y al cabo, esto no es una carrera de esas en las que tras la línea de meta te espera un premio. Más bien, esto es un estilo de vida escogido a conciencia donde la recompensa ha de ser la magia del día a día: los nuevos amigos, los lugares desconocidos, las comidas sorprendentes, los cambios de guion, las noches con miles de estrellas, los amaneceres…

    Un planteamiento ciertamente romántico que convierte el espacio físico donde se desarrolla el viaje en un simple actor secundario que cede gustoso el protagonismo a las experiencias vividas en el camino. Tal y como alguien me dijo una vez, «el viaje no es lo que ves, sino lo que eres en cada lugar que visitas». Frase que hice mía y que me repito una y otra vez dentro de mi cabeza para tratar que la fatiga y la mala energía que a veces me abordan no enturbien un proyecto que se ha de mirar de una forma global y con perspectiva.

    Lunes 29 de noviembre

    Como siempre me sucede cuando llego a un nuevo territorio, aterricé en Sudamérica cargado de ganas de conocer y con las suficientes fuerzas como para poder hacerlo. Algo muy necesario cuando sabes a ciencia cierta que numerosas penalidades te esperan a lo largo de la ruta y que, si no te encuentras al cien por cien, el destino te lo hará pagar con alguna que otra lágrima.

    Ya desde el avión y minutos antes de aterrizar, me dejé seducir por las sinuosas curvas de la cordillera andina. Un trozo de tierra que se levanta desafiante a lo largo de más de ocho mil kilómetros y siempre en paralelo al océano Pacífico. Una visión que enmudeció por completo a un avión con olor a desayuno prefabricado y donde todavía muchos de los pasajeros forcejeaban contra el sueño y el agotamiento.

    Al poner un pie en tierra chilena, o más bien en asfalto chileno, un calor pegajoso y espeso se abalanzó sobre mí. Una incómoda bienvenida sobre la pista de aterrizaje que continuó en esa línea tras el considerable retraso a la hora de la entrega de equipajes. Una pequeña sensación de malestar e irritación, engrandecida también por el cansancio de un viaje demasiado largo, que se detuvo en seco en el preciso instante en que las puertas del sector de llegadas se abrieron y pude ver que allí, entre todos los familiares y amigos que ansiaban un primer contacto visual con sus recién llegados seres queridos, se encontraban dos individuos que pese a no conocerme de nada, esperaban pacientemente mi aparición con un sonrisa en la cara y un cartel en las manos en el que se podía leer «JORGE Y NARANJITO».

    Ellos eran Diego Macho, un paisano de A Coruña amigo de unos amigos de un amigo, y su inseparable Koke, un chileno fuerte y compacto con un muy exagerado acento que me encandiló desde el primer momento. Los dos, nada más verme y de una forma muy generosa, me ofrecieron dos ejemplares abrazos que me supieron a gloria bendita.

    Así, desde que llegué a Santiago y a Chile, a América, y de nuevo sin pedir nada a cambio, unos nuevos y buenos amigos se esforzaron en hacerme sentir como en casa. Tanto ellos como sus parejas, Bea y Lizzy, así como todos sus hijos, Milenne, Valentina, Ignacio, Keyla, Michelle, Dorian y Cristopher, me aceptaron sin miramientos en la amplia y feliz familia que forman todos ellos. Una contrastada y solidaria realidad que me acompaña desde que empecé este viaje y pude desprenderme del miedo occidental a intimar con los desconocidos.

    Así, en familia y a lo loco, llevo ya una semana como invitado en casa de Diego y Lizzy. Una pequeña pero cómoda vivienda al norte de la ciudad, en el pintoresco barrio de Bellavista, donde he de esperar pacientemente a que llegue a puerto Naranjito y se me permita por fin, tras un denso papeleo, pasar a recogerlo. Un momento que será digno de una gran celebración y que me tiene, sinceramente, acojonado como nunca. Un estrés que trato de matar a base de paseos por esta curiosa capital y gran ciudad que es Santiago. Una urbe de amplios y visibles contrastes, ubicada en un lugar inmejorable, en el centro de un amplio valle escoltado en el este por las elegantes cimas nevadas de los Andes y, en el oeste por la coqueta y discreta cordillera de la Costa chilena. Un punto geográfico bien escogido que favorece las excursiones rápidas a la naturaleza, algo bien necesario cuando más de seis millones de almas conviven apretadas, y donde el viajero puede tener un muy buen primer contacto con la cultura americana. Con su gastronomía, su arquitectura, con sus gentes y su idiosincrasia.

    En mi humilde opinión, hay varios enclaves que el visitante no debe perderse a su paso por la ciudad si cuenta con al menos un par de días para hacer de turista. La Plaza de Armas, el gran núcleo del centro colonial de la ciudad, y desde donde escribo este diario tras haberme comido un gigantesco asado en un restaurante vecinal, es sin duda uno de ellos. Una plaza amplia y elegante, llena de árboles, bancos para el reposo, terrazas y puestos de artesanía, donde se encuentran entre otros muchos edificios, la Catedral Metropolitana y el Museo Histórico Nacional, dos construcciones en las que sí merece la pena detenerse.

    A escasos diez minutos a pie de dicha plaza, todavía en el centro histórico, se encuentra otro de esos lugares emblemáticos y de visita obligada: el Palacio de la Moneda. La actual sede del presidente de la República y ese tristemente famoso lugar donde sucedió uno de los trágicos hechos que cambiaron la historia reciente de Chile para siempre. Allí, en uno de sus amplios y ostentosos salones, el 11 de septiembre de 1973, el presidente elegido democráticamente, Salvador Allende, se atrincheró junto a sus colaboradores más cercanos para así tratar de hacer frente al golpe de estado perpetrado por los militares y encabezado por el sanguinario Pinochet. Un atrincheramiento imposible que terminó con el suicidio de Allende justo antes de ser capturado y que marcó el inicio de un oscuro periodo de más de veinte años en el que por orden del dictador se cometieron toda clase de violaciones de los derechos humanos como torturas, expolios, asesinatos, robos de recién nacidos y desapariciones. Otra mancha roja, del espantoso color de la sangre, que lamentablemente tanto se puede ver en el mapa político reciente de América Latina.

    Por último, y para evadirse tanto del caótico tráfico del centro de la ciudad como de los tristes recuerdos de la historia nacional, es recomendable despejarse en uno de los populares cerros con vistas a la megaurbe. De todos los que me dio tiempo a visitar hasta la fecha, el cerro San Cristóbal es mi favorito. Una elevación natural del terreno de unos 880 metros sobre el nivel del mar que proyecta una panorámica espléndida sobre el ya mencionado barrio de Bellavista. El segundo punto más alto de la ciudad, superado tan solo por el cerro Renca, y que funciona como un paréntesis de naturaleza y paz inmerso en una capital hermosa e interesante, pero también abrumadora y cansada.

    Viernes 10 de diciembre

    Otra gran sorpresa que está ayudando, y mucho, a que mi espera sea más llevadera aquí en Santiago es que un buen amigo de A Coruña, con el que incluso llegué a compartir piso en Madrid en mi etapa universitaria, el bueno de Yago López, está probando fortuna aquí junto a su pareja chilena, Vero. Un detalle de gran importancia que no supe hasta que pisé suelo americano y miré el correo electrónico en busca de noticias frescas de familiares y amigos. Un retraso en la correspondencia aceptado por todos los que me conocen y saben que este proyecto podría considerarse algo así como un reto analógico. Un viaje no solo sin ordenador, sino también sin teléfono y GPS. Una manera de viajar que intuía que me permitiría recorrer el mundo con todos los sentidos puestos en el día a día de lo vivido y de lo viajado, y no centrado en las cada vez más populares redes sociales, un síndrome que ya se empieza a ver en numerosos viajeros y turistas que ansían la aprobación de la tribuna con más ahínco incluso que disfrutar del momento y del espacio a sabiendas de que cada momento es único e irrepetible.

    Junto a Yago y Vero —vuelvo a retomarlo donde lo había dejado—, en el día de ayer realicé la primera excursión a las afueras de la ciudad. Una visita de un día al Cajón del Maipo, uno de esos lugares que no sabía que existían y que, sin embargo, dada su brutal y salvaje belleza, no consigo quitarme de la cabeza. Una excursión algo improvisada, en coche y cámara en mano, que me ha servido para hacerme una idea de la belleza que me espera en este nuevo tramo de mi vuelta al mundo. Un enclave natural situado en la alta cuenca del río Maipo, a unos 900 metros de altura, donde el visitante se queda mudo ante tan violento y agresivo decorado. Un río encajonado por diferentes cerros (de ahí el nombre Cajón del Maipo), montañas, farellones y macizos de nieve perpetua que de forma casi mágica encierran el viento y el sonido formando una caja de resonancia natural cuya música seguramente ya fue escuchada por pueblos indígenas como los puelches, los chiquiyanes o los poyas.

    Un lugar con mucha historia donde me llamó poderosamente la atención que toda la toponimia del lugar, a excepción del ya mencionado río Maipo, está elaborada en riguroso castellano. Una muestra clara y rotunda del proceder de los conquistadores españoles, quienes, capitaneados por el conquistador Pedro de Valdivia en el año 1540, se dedicaron a imponer una cultura y una religión extraña a los sorprendidos pobladores originales. Una fea manía que en aquella violenta época compartían todas las grandes potencias europeas, que deseaban sobre todas las cosas la expansión del Imperio y el reconocimiento personal.

    Tras la enriquecedora visita a la cordillera, y manteniendo una de esas tradiciones que deben prevalecer a pesar del tiempo y el lugar, brindé con mi viejo amigo por el camino que de nuevo nos unió, por las muchas maravillas de América que todavía nos quedaban por descubrir y, cómo no, por un inesperado encuentro que llenaba en gran medida una carencia silenciosa que viaja a mi lado desde hace mucho. Desde hace demasiado, me temo. Un vacío creado en mis entrañas tras demasiados meses sin ver a los míos, y al cual me enfrento con la naíf estrategia de ignorar lo molesto, lo incómodo y lo que no tiene fácil solución.

    Viernes 17 de diciembre

    Esta misma mañana llegó Naranjito al puerto de Valparaíso. Una muy esperada noticia que debería ser el detonante de una genial aventura que me ayude a contextualizar más y mejor el continente americano. Por ello, sin perder un solo segundo, ansioso y con los nervios a flor de piel, me dirigí a eso de las ocho de la mañana a las aduanas para iniciar los trámites necesarios para la liberación de mi compañero de viajes. Una gestión compleja y engorrosa en la que apenas conseguí avanzar en las más de seis horas que gasté para la petición de documentos, firmas, sellos y pagos por adelantado.

    Las aduanas chilenas, en cualquier caso, me sorprendieron para bien. En nuestra primera toma de contacto se mostraron algo desorganizadas pero amables y rápidas, algo a lo que no estoy demasiado acostumbrado. Además, las empresas relacionadas con el desembarco, la desconsolidación del contenedor y demás burocracias privadas inherentes a la idiosincrasia de los muelles de carga, resultaron estar algo desinformadas y obsoletas en la recepción de mercancías internacionales en tránsito. Algo que no empañó su buen trato y las ganas de avanzar en el proceso.

    De esta guisa, yendo de aquí para allá y dando explicaciones a diestro y siniestro, me pasé toda la mañana en las oficinas del puerto. Unas instalaciones gigantescas y

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